Historia de España para Jóvenes Del Siglo XXI - José Antonio Vaca de Osma - VSIP.INFO (2023)

HISTORIA DE LOS ESPAÑOLES PARA JÓVENES DEL SIGLO XXI © Jose Antonio Vaca de Osma, 2015 © Ediciones RIALP, S.A., 2015 Alcalá, 290 28027 MADRID (España) www.rialp.com [emailprotected]

ISBN eBook: 9788432137518 ePub: Digitt.es

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INTRODUCCIÓN PARA LECTORES DE TODAS LAS EDADES

De los muchos libros de historia que llevo escritos, éste es el que me está produciendo todavía más dudas y perplejidades en el intento de acertar. No es por la materia, por los temas, que conozco al dedillo. No en vano publiqué hace pocos años un tratado completo de Historia de España, casi dos mil páginas en tres volúmenes, después de innumerables lecturas y consultas. Lo difícil para mí, ahora, es encontrar el punto medio adecuado para que esta Historia cumpla el objetivo que me he fijado. Debe ser un libro útil para los jóvenes españoles del siglo XXI, como su título indica, sin que esto excluya a los lectores y estudiosos de todas las edades. El quidestaba en encontrar ese punto medio acertado entre los que tienen escasos o casi nulos conocimientos de nuestra historia, y los que ya poseen una base suficiente y aun notable de ella, pero que pueden aquí recordar y ampliar, aclarar ideas y encontrar estímulo para ir más allá. No hago más que oír en todos los ámbitos sociales de nuestro país que los conocimientos históricos de la juventud española son muy pobres, lamentables, culpa de un sistema necesitado de una nueva ley de calidad, y del desinterés de un mundo excesivamente especializado y materialista. Lo he comprobado directamente en muchos casos, en jóvenes y en bien maduros. No hay más que ver en la televisión la terrorífica incultura, por no decir la estulticia, a que estas circunstancias han llevado a una parte de la sociedad, representada por algunos, muchos, concursantes. Con muy laudables excepciones. Creo que para los habitantes de un país es esencial conocer su propia historia, no digo sabiéndola de memoria, pero sí situando cada época, cada régimen o sistema, cada dinastía, cada episodio notable, cada personaje..., no sólo de la propia España, sino también de sus relaciones con otros países de nuestro entorno. Hay que evitar tanta ignorancia y tanto solemne disparate. Debe tener en cuenta el joven lector que aquí no se trata de estudiar. Se trata de leer, de comprender, de asimilar y, sin esfuerzos de memoria, de recordar. No están esperando los exámenes, ni las notas, ni las selectividades o las reválidas. Se trata más bien de ayudar y de entretener con fruto. Se me ha presentado otro problema sobre el que quiero advertiros. Esta Historia no es una historia neutral, esterilizada, sin frío ni calor. Es un libro escrito por un español, que está de vuelta de casi todo, para españoles que están iniciando el camino o que marchan por él sin saber bien lo que ha ocurrido en el pasado.

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Al escribir estas páginas no he podido ni he querido eliminar una pasión patriótica española, pero no una pasión ciega, sino con la suficiente ecuanimidad y criterio liberal como para exponer, sin paños calientes, los claroscuros de nuestra Historia. Debemos ser capaces, como hacen franceses, ingleses, alemanes, estadounidenses..., de asimilar y de incorporar a nuestro acervo común todo lo valioso de los pasados siglos, sin mentalidad política de presente, sin exclusiones, en su totalidad. Es una riqueza incomparable que no debemos desperdiciar, porque no hay lección mejor para aprender y espejo mejor en que mirarnos que en el de nuestra propia Historia. Estoy seguro de que más de uno, al recorrer estas páginas dirá, creyendo que ha descubierto secretas intenciones en ellas, algo así como «se le ve la antena al autor». No hay antena oculta ni disimulo. He escrito y opinado de todo como me ha parecido, sin ocultar, ni por un momento, que soy español, católico, monárquico por razones históricas y cerebrales, lejos de todo marxismo o similares, liberal y conservador, así como totalmente convencido, para mucho tiempo, de la unidad de España en la rica diversidad de sus autonomías y nacionalidades, como ahora se dice constitucionalmente. Si se lee a fondo este libro se verán las muchas razones que nos ofrece nuestra historia para ser así. Podrá no estarse de acuerdo con mis interpretaciones y mis comentarios, pero los hechos son irrebatibles, contrastados a fondo con las historias y los historiadores de todas las tendencias. Y son esos hechos, esos datos, desde Atapuerca hasta la actual Constitución, los que tienen una fuerza aplastante. La lástima es que haya tenido que sintetizar al máximo para meter tantos siglos y tan riquísimo pasado en unos pocos cientos de páginas. He procurado un cierto equilibrio entre los capítulos, en el espacio y en el tratamiento. En algunos casos, inevitablemente, me he extendido. Reinados como los de los Reyes Católicos, de los Austria mayores y de Carlos III, tienen sus exigencias. Y no digamos en los que tenemos tan cerca como los que se ocupan de Alfonso XIII, de la II República, de la Guerra de España 19361939, y de los casi cuarenta años de la era de Franco. Capítulos que, vividos por este autor que lleno de buena voluntad os escribe, al menos en gran parte, llevan, sin poder evitarlo, a vivencias, a comentarios subjetivos con deseos de objetividad. Otra idea que he tenido siempre presente y que he expuesto con frecuencia, es la de la importancia de los protagonistas. La historia la hacen, la escriben en las páginas de los tiempos, una serie de personalidades excepcionales, por sí o por sus circunstancias, que por ello convierto a mi vez en los protagonistas de este libro. Procuro juzgarlos con el criterio que nos enseñó el insigne doctor Marañón, por el balance y las consecuencias de sus protagonismos. Por eso también, en una monarquía secular desde los visigodos, voy de rey en rey, con la excepción de las dos breves Repúblicas, apenas seis años frente a los mil quinientos de Institución Real, electiva un par de siglos, hereditaria durante más de doce. ***

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A continuación, un poco a vuela pluma, os voy indicando algunas consideraciones concretas sin orden determinado, que se desprenden de nuestra Historia al repasar este texto. En este libro he ido a buscar a España allá lejos, en la noche de los tiempos. Lo explico en el primer capítulo. No creas, joven lector, que es por capricho de historiador. Somos ahora así porque así fuimos. España es un cuerpo vivo, nada del pasado debe sernos ajeno. El primer sustrato humano de la Península es la base del hombre español, completado y modificado, según las zonas, por las sucesivas migraciones. De esa base étnica vienen también las diferencias entre las regiones peninsulares, debidas, cómo no, al clima, a la orografía, a las vecindades... De ahí, del extenso litoral y de las islas, viene también nuestra vocación marinera (Cap. I). Iberos, llamados así porque vivían en Iberia, no lo contrario, fueron los primeros en la historia de nuestro territorio. Luego, la importantísima aportación celta y la formación en la meseta central de un pueblo mixto, el celtíbero, que para muchos define el ser español: Numancia, Viriato, Retógenes... Eso es lo que encontró Roma en una Celtiberia que era como el Eldorado en los comienzos de la historia. Con sus metales que atrajeron a los pueblos de Oriente, fenicios, cartagineses y griegos, es decir Cartago Nova, Cádiz, Ampurias, con dos mil o tres mil años en su haber (Cap. II y III). La romanización sí es la auténtica clave de España, de su cultura, de su civilización occidental, la base de nuestra europeidad en su faceta clásica y mediterránea. Creo que queda bien reflejado en el capítulo III de este libro. Me permito aconsejar a los jóvenes del siglo XXI que lo lean, relean y analicen. Con la romanización, con lo latino, llega el Cristianismo, que desde entonces se convierte en algo consubstancial a lo hispano, desde entonces hasta ahora; a pesar de crisis, de cambios, de ataques de toda índole, España en lo más íntimo, sigue siendo católica. ¡Quién lo diría!... (Cap. IV). Tal vez se ha dado poca importancia a la aportación visigoda, cuando es fundamental en nuestra base étnica de muchas regiones, en nuestro sentido nacional y estatal, en nuestra monarquía y en nuestra vocación como parte integrante de Europa. Desde ellos, desde los godos, lo español es el reino (Cap. V). La invasión árabe fue un terrible elemento perturbador que nos alejó del común devenir continental, de los Pirineos hacia el norte, y nos obligó a siete siglos de Reconquista para recuperar la «España perdida». Lo islámico nunca se integró en el sentimiento, en el espíritu de lo hispano, a pesar de algunas secuelas nada positivas en algunos aspectos caracteriales bien localizados. A pesar de lo muladí, de lo mudéjar y de lo mozárabe. Siempre fue un elemento extraño que, sin embargo, nos dejó un legado islámico muy positivo en varios terrenos artísticos, culturales, agrícolas... y una serie de nombres en nuestra toponimia. Se relata y analiza en el capítulo VI. Los capítulos VII y VIII son pura Reconquista, nombres como los de Abderramán I y III, con Almanzor, frente a Pelayo, Sancho el Mayor, Alfonso I de Asturias y el Cid Campeador; el nacimiento de los condados de Castilla y de Barcelona, de los reinos de

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Asturias, León, Aragón y Navarra... Una inmensa riqueza de episodios, de valores humanos, de sorprendentes personalidades, reyes o vasallos. Es la hora del nacimiento de las lenguas romances, de los monasterios, de los castillos... Y de la separación de Portugal, sin razón histórica, geográfica y humana. Sólo un caprichoso error de Alfonso VI y un «hecho de voluntad» posterior, como dice Sánchez Albornoz. Y como consecuencia el nacimiento de un gran país vecino y fraterno, vencedor de los océanos, como España (Cap. EX). Después vienen los formidables reyes del siglo xiii, desde Alfonso I el Batallador de Aragón, a Pedro el Grande y Jaime I el Conquistador, de Alfonso VIII el de las Navas (tal vez el mejor, para mí) a Fernando III el Santo y Alfonso X el Sabio. No debemos olvidar la total integración política y estatal de las tres provincias del País Vasco en Castilla, como antes fueron parte de Asturias y de Navarra, nunca nación ni Estado independiente. ¿Quién les enseñó tamaña mentira histórica? (Cap. X). No debemos olvidarnos de la brillante historia mediterránea del condado de Barcelona, dentro de la Corona de Aragón, Nápoles, Sicilia, los almogávares... Y de la gran tarea histórica de doña María de Molina, salvadora de Castilla en una difícil Regencia (Cap. XI). Terrible siglo el xiv con el cambio de dinastía, de los Borgoña a los Trastámara (Cap. XII). Hecho clave de nuestro pasado es el Compromiso de Caspe. Lo explico con bastante detalle en el capítulo XIII; un paso muy importante para la unidad nacional. Intenso contenido en la confusa, rica y novelesca etapa de don Alvaro de Luna, en contraste con el brillante reinado itálico y renacentista de Alfonso V el Magnánimo, de Aragón (Cap. XIV), seguido del de su hermano, el extraordinario donjuán II, padre de Fernando el Católico y uno de los más colosales personajes de la historia de España, contemporáneo del lamentable Enrique IV el Impotente de Castilla. Es una época en la que coinciden tres reyes llamados Juan II, que no hay que confundir: el formidable Juan II de Aragón, el de Castilla, padre de Isabel la Católica, y el Juan II de Portugal (Cap. XV). Dos capítulos para los Reyes Católicos. ¡Qué menos para tan señeros protagonistas de nuestra Historia grande! El primero, para ver cómo pusieron la casa en orden. El segundo, para relatar y explicar la inteligencia y la eficacia de su política militar, diplomática y creadora, que convierten a la España recién unificada en la primera potencia mundial de la época y en el primer EstadoNación de Europa, sólo tal vez, a la par que Inglaterra (Cap. XVI y XVII). En esos capítulos, la conquista de Granada, las guerras de Italia, con el Gran Capitán, la Inquisición, Cisneros, la expulsión de judíos y moriscos, los problemas sucesorios, el Magreb... Sigue el famoso testamento de Isabel la Católica, vida y mensaje como para acercarla a los altares por su avanzada acción proderechos humanos, evangélica, misionera e indigenista. Al mismo tiempo, la regencia de don Fernando, con la incorporación de Navarra, germen y núcleo de lo español (Cap. XVIII). Sin olvidar la expansión en África.

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El descubrimiento de América bien merece todo el capítulo XIX. La segunda parte de esta obra, la convertiré aquí casi en un índice. No debo extenderme en un prólogo. Además creo que es la parte más conocida de la Historia de España. El paso de Carlos I de España al Carlos V Emperador, los Comuneros, la amenaza turca, las Indias del oro y de la plata, las grandes victorias sin alas de Pavía y Mülhberg, el «saco de Roma», las guerras y la diplomacia con Francisco I, el Imperio, Martín Lutero, el solitario de Yuste, no tan solo... Aunque lo sepáis, leedlo, recordadlo, analizadlo, con vuestro mejor sentido de la Historia (Cap. XX). Lo mismo digo del reinado de Felipe II, el gran rey de El Escorial, la piedra política de España. Cuarenta y dos años de reinado, personalidad sorprendente. San Quintín, los Países Bajos, donjuán de Austria, el gran duque de Alba, Alejandro Farnesio, Lepanto, los Papas, las cuatro esposas, la Armada Invencible, la política exterior, Antonio Pérez, la unión con Portugal, el Príncipe don Carlos... Asombrosa época, asombroso rey (Cap. XXI). Gran riqueza de personajes en los reinados de Felipe III y Felipe IV. Los validos, Lerma y Olivares sobre todo, la derrota de Rocroi, inicio de los nacionalismos, pero no separatistas, la guerra de Cataluña, Portugal emancipado, las paces de Westfalia y de los Pirineos... Pero también gran esplendor cultural, Lope, Calderón, Quevedo, Tirso, Velázquez, Zurbarán, Murillo... (Cap. XXII). Último de los Austria, Carlos II y la Guerra de Sucesión, con personajes importantes como don Juan José de Austria, y lamentables como Valenzuela (Cap. XXIII). El cambio de dinastía, los Borbones y los reinados de Felipe V y Luis I, capítulo XXIV. Luego, Fernando VI, un buen rey pacífico, neutral pero bien armado, restaurador de una España que supera las pasadas crisis con esa dinastía, sólo relativamente distinta en objetivos a la anterior (Cap. XXV). Reconozco que el reinado de Carlos III es para mí, si no el mejor, uno de los dos o tres mejores de la Historia de España, desde don Pelayo. Le dedico un largo capítulo dividido en dos partes, una para la política internacional y otra mirando a su admirable tarea en el interior de nuestro país (Cap. XXVI). Analizad bien este reinado, jóvenes españoles. Luego, por desgracia, el penoso reinado de Carlos IV bajo la perturbadora influencia de la Revolución francesa y la amenaza inmediata de la invasión napoleónica. Una etapa dramática, novelesca, interesantísima, con Godoy y María Luisa de Parma en primer plano. Teatro, tragicomedia, admirablemente retratada por Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales (Cap. XXVII). La tercera parte de esta Historia, la inicio con el reinado de Fernando VII, y en éste con una inevitable atención, bastante extensa, a la Guerra de la Independencia, de extraordinaria trascendencia en sí misma y casi más por sus consecuencias. Desde las vergonzosas escenas de Bayona, hasta los heroicos episodios y conductas de todo un pueblo, Goya como testigo, frente al poder imperial y militar de Napoleón. No es preciso aquí citar nombres. Los conocéis y los encontraréis con cierto detalle, no tanto como hubiera querido, en este capítulo XXVIII. Bailén, José I, la Constitución de Cádiz,

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los guerrilleros, los afrancesados, Wellington y los ingleses, los sitios de Zaragoza y Gerona, el equipaje del rey José, los Congresos de Viena y Verona, son temas que también se tratan aquí. La segunda parte del capítulo se ocupa del lamentable reinado de el «Deseado», desde que regresó de su dorado exilio en el castillo de Valenyay. Sublevaciones, constantes cambios de gobierno, camarillas, los 100.000 Hijos de San Luis, el inicio de las guerras carlistas y... el Museo del Prado. Un compendio de sucesos con un triste resultado y un peor horizonte. Isabel II, la hija única del rey Fernando, con su madre, María Cristina, la Reina Gobernadora, treinta y tres gobier nos en veinticinco años. ¿Para qué detallarlos aquí? Ya los iréis viendo. Guerra civil, motines revolucionarios, generales inquietos con su golpe de Estado en la guerrera, Zumalacárregui, Espartero, Serrano, Narváez, buenos políticos como Bravo Murillo, más los amantes de la Reina, y sobre todo, Prim, el mejor. Sí, lo mejor y lo peor de España, desde Palacio y las camarillas a la tertulia de café y las logias, de los comecuras a los chupavelas... Un retablo que hasta os divertirá (Cap. XXIX). Isabel II es expulsada de España por un golpe militar, después de una batallita en el puente de Alcolea. Prim, Serrano y Topete buscan rey. Llega Amadeo I de Saboya y en la víspera muere asesinado el gran don Juan Prim, duque, marqués, y terrible pérdida en aquellos días. España sin rey. La España de medio siglo es una sucesión de gobiernos y de errores, la mayor parte desde Madrid (Cap. XXX). Llega la I República traída por monárquicos. Cuatro presidentes, no de la República, como suele llamarse a Figueras, Pi Margall, Salmerón y Castelar, sino del Gobierno ejecutivo de la República. Cantonalismo, anarquía, robos, asesinatos, fracaso tras fracaso, como para echarse a llorar. Golpe de Estado del general Pavía... Y ahora, ¿qué? Otro nuevo golpe militar, el de Martínez Campos en Sagunto. Parece que se van a arreglar las cosas, pero... Vuelven los Borbones con Alfonso XII, el hijo varón de doña Isabel; sin embargo renace el carlismo con Carlos VII. Y por si no basta, rebelión en Cuba, y sindicales y empresarios a tiros en Barcelona. Menos mal, dirá alguno, que el P.S.O.E. nace en 1871. Todo, en el capítulo XXXI. La marcha de la Restauración, con el buen monarca frustrado que fue Alfonso XII, es el tema del capítulo siguiente, el XXXI. Aparecen insignes figuras, sobre todo Cánovas del Castillo y Sagasta. Componendas para hacer la Constitución de 1876, la más larga de la monarquía, que dura, renqueando y con Dictadura, hasta 1931. Sigue la guerra carlista, Cánovas es asesinado, como Prim, cuando más daño hace. Las dos bodas del rey, la romántica y la de Estado. Muere don Alfonso muy joven y sigue con la Re gencia su segunda esposa, María Cristina de HabsburgoLorena. Admirable mujer, pero muy limitada por el sistema (Cap. XXXII). Nace Alfonso XIII. Siguen las revueltas, desde la izquierda, y las medidas militares. Al mismo tiempo florece una Edad de Plata literaria.

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Se agudizan los problemas, agobiantes; pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, recrudecimiento de los separatismos, sucesivos errores del gobierno central. Al final del capítulo vienen algunas consideraciones: «El tiempo de los abuelos». *** A partir del capítulo XXXIII, el índice resumen se me hace casi imposible. Me conformo con daros los títulos: Alfonso XIII Alfonso XIII y la Dictadura: fin del reinado La Segunda República La guerra de 19361939 La Era de Franco. Son capítulos muy largos para lo que es este libro. Hay demasiadas vivencias, están demasiado cerca, y los temas son todavía materia de polémica, de enfrentamientos, de contradicciones. Lo que sí quiero advertir a los lectores de todas las edades es que los hechos que se relatan, los datos, están perfectamente comprobados y contrastados en historias, historiadores, investigadores y críticos de todas las tendencias, hechos irrebatibles, aunque opinables, discutibles desde opuestos puntos de vista. Como desde el principio de estas líneas he declarado sin ambages mis ideas, lo lógico es que todo lo que se dice en estos capítulos del XXXIII al XXXVIII, sea el fiel reflejo de tales ideas, pensamientos y sentimientos. Que, por otra parte son lo que querría imbuir al joven lector para que pueda rebatir tanta tergiversación y tanta falsedad con que se le quiere engañar o desinteresar, haciendo cuestión de regímenes, partidos o tendencias en pos de su voto o de su pérdida de libertad ideológica. Hay que tener en cuenta, lo confieso, que cada uno arrima el ascua a su sardina, que cada uno se cree que acierta, y que la historia de cada momento suelen escribirla los vencedores. Lo que ocurre es que desde 1975 esa historia la escriben cada día, con sinceridad unos, pero con espíritu de revancha; otros por cobardía o hipócrita disculpa, y todos con amplio altavoz de difusión en poderosos medios, siempre confiando en la ignorancia o la estulticia de muchas gentes, que no saben historia. Es decir, se escribe todo en contra y todo lo contrario de lo que abusivamente se escribió entre 1939 y 1975 por los vencedores, que hicieron muchas cosas positivas pero fracasaron en saber hacerlas valer hacia el futuro y darles continuidad. No tuvieron en cuenta que las dictaduras duran lo que el dictador y que los pueblos maduros exigen libertad política. Leed, leed con atención esos capítulos y sacad de ellos, libremente, como hombres y mujeres de hoy, las consecuencias que queráis. Pero tened sobre todo en cuenta la máxima aproximación posible a los hechos, única verdad de la historia. Cada circunstancia histórica define a sus buenos y a sus malos. Aun con tan cercana perspectiva, todo lo que he ido relatando, de Alfonso XIII a 1975, ya va siendo historia. NOTA: En el último capítulo, el XXXVIII, he procurado resumir lo esencial de la acción de España en América, desde la época del descubrimiento hasta la pérdida de las últimas provincias de Ultramar. Lo he hecho así por las razones que en dicho capítulo se explican.

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PRIMERA PARTE

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I LOS PRIMITIVOS HABITANTES DE LA PENÍNSULA

Hace veinte años publiqué un libro titulado Así se hizo España1 Lástima que no os lo pueda recomendar porque sus ediciones se agotaron hace tiempo. Sería una buena guía para estos primeros capítulos. Escribía entonces que íbamos a buscar a España allá lejos, a la noche de los tiempos, pero sin perdernos. En modo alguno debemos prescindir de los orígenes, ni ignorarlos ni menospreciarlos. Venimos de allí, de aquellas gentes primitivas. Somos así porque así fueron. Un país es, sobre todo, sus habitantes, y no hemos nacido, precisamente, por generación espontánea. España es un cuerpo vivo, tiene su biografía, es hija de la cópula fecunda de la tierra con la historia, como dice Sánchez Albornoz. No miréis todo esto como algo ajeno a vosotros, que, como ya ha pasado, nada os interesa. Todo lo contrario: sois como sois por todo lo que os precedió desde los tiempos más remotos en esta tierra ibérica, desde el primer sustrato humano, unido a las sucesivas migraciones que vinieron aquí a instalarse. Vuestra formación personal partirá de esta base. Por todo lo anterior me voy a remontar en este libro, que a vosotros dedico, a unos tiempos sin memoria, con una cronología imprecisa que han tratado de ordenar y de calificar paleontólogos, arqueólogos y prehistoriadores en general, con la mejor voluntad pero con dudosa y casi imposible precisión. Baste decir que sobre la aparición de los primeros homínidos, dan cifras que van desde el millón y medio de años (a.C.) a los trescientos mil, y aun en torno a esas cifras, no todos coinciden. Y para llegar al homo sapiens, es decir, algo así como nosotros, van lo más lejos a doce o quince mil años (a.C.). Es decir también, que los miles de años parecen lo de menos. Pero eso sí, dividen en eras, edades y períodos, con lo que parece cierto rigor científico, basado en un principio en los estratos geológicos y en los cambios climáticos. Más adelante, cuando aparecen los primeros signos de trabajo humano, se empieza a dar nombres a esos períodos prehistóricos. Nombres de origen francés en su mayor parte. Nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos tienen la habilidad de hacer creer al mundo que todo se les debe a ellos. No es preciso que aprendáis todos esos nombres —si lo hacéis mejor—; aquí cito algunos como orientación. Por ejemplo, solutrense viene de Le Solutré; auriñaciense, de Aurignac; gravetiense, de La Gravette; tardenoisiense, de Tardenois; musteriense, de Le Moustier; abbevillense, de Abbeville... Añádanse a estos nombres otros basados en el trabajo de las piedras para hacer armas o utensilios, unos pedruscos tallados malamente, períodos chelense y acheulense (del

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francés Chelles y Acheule), del Paleolítico o Pleistoceno. A este período, en sus primeros tiempos, se le llama Arqueolítico (de un millón a millón y medio de años), y más adelante, con un salto de cien siglos nada menos, se califica de musteriense. Son los tiempos del hombre de Neanderthal (del valle de Neander, en Alemania). Después, de un salto, a nuestros antepasados directos, que vivieron en el Paleolítico Superior (de 30.000 a 10.000 a.C), que es cuando aparece el tipo de Cromañón, el cual es casi como nuestro abuelo. Llevo muchos años leyendo notables obras sobre la Prehistoria de insignes maestros a los que conocí, y sigo sin fijar bien tantos nombres y tanto baile de años. Bien está que los conozcáis, para lo cual va con estas páginas un cuadro sinóptico, pero más interesante es que conozcáis algunos detalles de la evolución de aquellos primeros habitantes de la Península. Debéis tener en cuenta que en ellos está el origen de los pueblos de España, que son el sustrato humano, los primeros genes que llegan hasta nosotros, y que aunque no eran muy numerosos, sí mucho más que los pequeños grupos invasores que fueron llegando a la Península en sucesivas oleadas. Uno de los datos más importantes de la evolución humana es el de la capacidad craneal. Por ejemplo, los hombres que habitaban las orillas del Manzanares y del Jarama en el período chelense (300.000 a.C) tenían una capacidad de 1.400 centímetros cúbicos. Parecidos son los cráneos aparecidos en la Sierra de Atapuerca (Burgos) en 1992. Estas gentes hacían hachas, flechas y cuchillos de sílex, conocían el fuego, descubrimiento reciente. Con él endurecían las puntas de sus lanzas de madera que servían para la caza, incluso de elefantes, y sobre todo de osos. Los grandes fríos, la era de las glaciaciones, hicieron que el hombre se resguardase en cuevas, ya que hasta entonces había vivido en pleno campo, en lo posible al borde de los nos y al abrigo de los montes. Se cubría con pieles, desconocía la agricultura y la rueda, y comía lo que encontraba en la naturaleza, restos que dejaban los animales carroñeros, productos silvestres, pesca y moluscos. Pero el mayor placer gastronómico, el más rico alimento para el indígena primitivo era, literalmente, «sorber los sesos del enemigo», para lo que le trepanaban el cráneo con habilidad de expertos cirujanos. Hay autores que atribuyen el aumento de peso del cerebro humano a tan suculenta y selecta nutrición, así que a base de sesos ajenos sorbidos durante miles de años, se habría pasado de una capacidad craneal de 1.400 a 1.600 cm3, del Neanderthal al Cromañón, pero esta hipótesis no tiene fundamento. Sólo desde un evolucionismo extremo, y más ideológico que científico, se pueden aventurar afirmaciones de este género hasta llegar al homo sapiens sapiens. En estos larguísimos períodos se produjeron notables avances materiales e incluso espirituales: se van produciendo instrumentos más perfeccionados, de piedra, de madera y de hueso o asta, trampas ingeniosas para la caza, pequeñas estatuillas y, sobre todo, admirables pinturas rupestres en las cuevas cantábricas y levantinas. Destaca la famosísima de Altamira, en Santillana del Mar, amén de otras muchas en el norte de España, en el período magdaleniense principalmente.

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Aquellos hombres y mujeres andaban erguidos, rendían culto a los muertos (religión necrolátrica) y a los antepasados, se organizaban en clanes o tribus, con signos totémicos, adoraban al sol y a la luna, a las fuerzas de la naturaleza, y practicaban una magia elemental. No se puede hablar propiamente de una cultura; así era nuestra primitiva base étnica, así eran aquellos peninsulares de los que venimos antes de que empezaran a llegar sucesivas y no muy nutridas invasiones, por el sur, por el levante, por el norte, por mar y por tierra. La unión de los indígenas del Paleolítico Superior, de los que vengo hablando, con estos pueblos invasores, constituye «las raíces de España», los más remotos hispanos,

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que se instalaron en la Península hace unos treinta mil años. A partir de aquel período, a un ritmo muy lento, se va perfeccionando un cierto lenguaje, comienzan a domesticarse algunos animales y nace una agricultura elemental. Entre el año 5000 y 2500 a.C., el cambio de las circunstancias naturales, fin de los hielos, clima más suave, permite que las gentes nómadas se vayan haciendo sedentarias: pasan de vivir en cuevas a constituir pequeñas unidades sociales que viven en cabañas. Son tiempos en los que aparece la rueda, gran síntoma de progreso, y la civilización de la piedra pulimentada se presenta en varias fases. El hombre ya es físicamente como el actual, empieza a saber tejer, a modelar objetos cerámicos y a construir enterramientos con grandes losas de piedra. En España destaca la llamada cultura almeriense con abundantes poblados y necrópolis, cuya influencia irradia hacia el norte, caso de las zonas de El Gárcel, los Millares y más tarde, de El Argar. También evoluciona la pintura rupestre, que pasa del fondo de las cuevas al exterior, se hace más esquemática en Levante y representa escenas de caza con figuras humanas estilizadas. Tienen importancia las grandes construcciones megalíticas de tipo funerario, es decir, de las enormes piedras, como las de Antequera y de la Cueva de Menga. No quiero abrumaros con más detalles. Estamos en el fin de la Prehistoria. Con la metalurgia, Edad de los Metales, llegamos a la Protohistoria, primero con la llamada Edad del Bronce, aleación de cobre y estaño (entre el 1800 y el 2000 a.C.); la abundancia de estos metales en la Península incrementó el comercio con otras regiones mediterráneas, en especial, y contribuyó al desarrollo del sudeste de España, que entró en contacto con las grandes culturas orientales del otro extremo del Mediterráneo. En esa etapa se fortifican los poblados, se entierra en urnas y en cistas, se perfeccionan las vasijas y se desarrolla notablemente una singular cultura baleárica, donde se construyen con grandes piedras los famosos talayots, taulas y navetas, dedicados a usos religiosos, funerarios y de otras índoles. Del trabajo del bronce se pasa al del hierro, gran revolución histórica en lo social, cultural y bélico. Esto ocurre hacia el año 1000 a.C. Esta nueva Edad la inician los hititas, pueblo de Anatolia, actual Turquía. Llega a España por tierra, por los caminos de Europa. La traen los pueblos indoeuropeos y nos hace entrar en la Historia. *** No creáis que porque hayan pasado tantos miles de años desde los tiempos a los que acabo de referirme, la tierra en que habitaban esos Neanderthales y Cromañones peninsulares era distinta a la que habitamos nosotros. Salvo los cambios climáticos, de muy lenta evolución, geográficamente esta tierra era la misma. Idéntica situación en el mapa de Europa, separada de África por el estrecho de Gibraltar, aislada por los Pirineos, esta piel de toro daba la cara al océano inmenso y misterioso, y la espalda, el Levante, abierto a todas las corrientes mediterráneas; España era ya entonces el Finisterre del mundo occidental. En esta palabra «occidental» quiero decir todas las tierras y mares situados al Oeste del Oriente Medio, cuna de civilizaciones y de culturas. Lo que en términos generales podemos llamar mundo conocido, es decir, excluyendo

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todo lo que no fuera indoeuropeo y mediterráneo hasta que Marco Polo y Colón se lanzaron a sus aventuras asiática y americana. Desde el Paleolítico Inferior, el Mediterráneo es un camino, los Pirineos en sus dos extremos, un paso, y el estrecho de Gibraltar es casi un puente. Vayamos por partes. La geografía peninsular es dura, difícil. Las excepciones de parte de la costa y de algunos valles del interior, confirman la regla. Las corrientes de agua son en general escasas y desiguales, con largas sequías y riadas devastadoras. Las cordilleras que la atraviesan marcan etapas históricas, zonas diversificadas que perduran a través de los siglos. Me atrevería a deciros que las diferencias entre levantinos, andaluces, catalanes, castellanos y vascocantábricos, entre extremeños, gallegos y portugueses, vienen de entonces por razones de geografía, de herencia y de clima. Tienen raíces anteriores a la entrada de la Península Ibérica en la historia. Estrabón, famoso geógrafo de hace dos mil años, escribía lo siguiente: «Es un país cuya mayor extensión no es casi habitable, de suelo pobre y desigual: los hispanos sólo pueden estar peleando o sentados». Mala fama, en parte desmentida, pero a menudo justa a través de los siglos. Lo cierto es que no era fácil vivir en unas tierras altas, poco fértiles, de pobre composición, con diferencias de temperatura de hasta 73 grados. Además, los incendios y las talas han contribuido al daño de los agentes atmosféricos. Si hoy veis a España mucho más amable y visible como país, se debe al trabajo, a un esfuerzo de creación, de transformación de estructuras e infraestructuras que no se inició hasta bien avanzado el siglo XX, cuando llega el primer intento serio, extenso, intenso y prolongado, con medios humanos, para mejorar el hábitat peninsular. Antes, durante muchos siglos, con pocas y admirables excepciones, primaron las grandes empresas exteriores que nos dieron grandezas y hegemonías, pero escasa mejora interior y muy limitado bienestar. Haceos la idea de que aquella España de hace más de veinte centurias, aquellas tierras inhóspitas, salvo en las costas mediterráneas, estaban habitadas por dos millones de antepasados nuestros que no borraron del mapa las sucesivas oleadas de inmigrantes que fueron llegando, sino que se sumaron o se cruzaron. En el Paleolítico Medio llegó a haber una cierta homogeneidad humana en la Península Ibérica. Sobre la importancia de estas aportaciones exteriores para formar lo que pudiéramos llamar el iberismo inicial anterior al primer milenio, vamos a ocuparnos en el siguiente capítulo. 1 Así se hizo España (Espasa Calpe, Madrid 1981).

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II IBEROS Y CELTAS. LOS PUEBLOS MEDITERRÁNEOS

En la España anterior al primer milenio, en plena fragmentación tribal, se insinúa ya lo que iba a ser el español, rasgos que permanecerán a lo largo de los siglos en las diversas regiones. Las culturas que empiezan a llegar de fuera por el Mediterráneo se asientan en la costa; no penetrarán apenas hacia el interior, hacia la meseta central. En la Edad del Bronce, las minas que hay en la Península, oro, plata, cobre, plomo, estaño, invitan a que vengan a explotarlas y a comerciar los pueblos que desde el tercer milenio se disputaban el poder en el oriente del Mare Nostrum. Hacia finales de esa edad, desde tierras ibéricas, sobre todo desde Almería, empiezan a relacionarse con los pueblos que habitan al norte de los Pirineos. El factor económico cobra gran importancia. Hay que tener en cuenta que los minerales van a constituir la base de las nuevas civilizaciones y del desarrollo, así que España va a ser como el Eldorado de esa etapa protohistórica. La población de España anterior a las primeras oleadas celtas ofrece un confusionismo de lo más anticientífico. Los testimonios sobre los hombres de las tribus preceltas nos han llegado a través de los historiadores romanos muy posteriores, y en ellos hay mucho tomado «de oídas». Ni la localización geográfica ni la cronología tienen precisión alguna. Hay mucho de fábula, de preferencias étnicas, de simples detalles toponímicos. En esas composiciones seudohistóricas aparecen nombres —iberos, ilirios, tartesios, turdetanos, etruscos— que se prestan a interpretaciones más que a certidumbres. Por ejemplo, los ligures: ¿eran africanos?, ¿eran indoeuropeos? Hesiodo, el año 650 a.C., dice que eran el pueblo más antiguo de Occidente y que se extendió desde España. ¿Qué tenía que ver con los ilirios, pueblos indoeuropeos venidos del Norte, de la zona del Danubio, y que se establecieron en la región pirenaica y en la meseta norte? Así es según grandes historiadores como Menéndez Pidal y Gómez Moreno, que encuentran remotos topónimos indogermanos en esas tierras españolas. Hay una teoría muy interesante con la que coincido en líneas generales. Esta teoría divide a la Península en dos grandes zonas geográficas que por sus condiciones son más aptas para recibir a diversos tipos de migraciones exteriores. Así puede hablarse de una línea levantina ocupada primitivamente por los hombres de Neanderthal, africanos, negroides; zona calpense (de Calpe = Gibraltar), almeriense y luego ligur, tartesia, ibera; frente a otra muy distinta, del norte, extendida hacia el centro, que desde los cromañones

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seguiría con los hombres cantábricos del Magdaleniense de Altamira, y que acogería a ilirios y celtas. Grandes historiadores opinan que esta línea divisoria pervive en la Edad Media, y que una de las consecuencias fue la fácil «macización» del Levante por las invasiones islámicas que allí se instalaron por siglos, entrando por las costas, desde Gibraltar hasta el Cabo de Creus. Galicia seguirá siendo «finís Hispaniae», y Cataluña la puerta abierta. Lo vascocantábrico baja hacia la meseta y va creando Castilla «caput castellae», y se desborda hacia el Océano Atlántico en su vertiente marinera. Claro es que hay excepciones, pero es prueba de que existe una continuidad histórica. Los escritores romanos dan el nombre de iberos a los pueblos peninsulares con los que entran primero en contacto. Son las gentes que ocupan Iberia, que es la que les da nombre, y no al contrario. Estos pueblos de Iberia son probablemente el resultado del cruce entre los neolíticos peninsulares y los invasores ligures procedentes del sur. A ellos se refiere el «Periplo massaliota», de Marsella, que nos cuenta el poeta romano Avieno en su «Ora marítima», citada por Hecateo. El nombre de Iberia aparece por primera vez en el libro de los Reyes de la Biblia (950 a.C.). Creo que no debemos considerar a los iberos como un solo pueblo, sino más bien una serie de tribus de cultura pobre; estas tribus fueron muy influidas y elevadas de nivel de vida, desde la zona levantinoandaluza, por los tartesios y turdetanos, de origen casi fabuloso (2500 a.C.) y puede que emparentados con etruscos y ligures. Esta corriente se extendió por el Sur hacia la Cordillera Central y hasta Portugal. No se han encontrado los restos de la ciudad de Tartessos, pero sí muestras y testimonios de su cultura alfarera y megalítica, de su arte necrolátrico y hasta de una lengua escrita, que al extenderse a las viejas tribus peninsulares, podemos considerar como el idioma ibérico, del que se conservan numerosas muestras en piedras y bronces. Probablemente la lengua de la que el vascuence es el descendiente directo. Hay que tener en cuenta que me estoy refiriendo a tiempos en los que todavía no se había fundado Roma (año 750 a.C.). Es lógico que haya brumas, fábulas, imprecisiones y oscuridades al tratar de este finisterre de Europa que es Iberia, fin de viaje de invasiones múltiples, puente entre Eurasia y África. Por ello aquí se detienen las grandes corrientes históricas y culturales, que nos llegan tarde y cansadas. Claro que esta situación nos permite a veces ser crisol, faro y avanzada, como ocurrió en la gran aventura oceánica y en la defensa y expansión del Cristianismo. *** Las primeras oleadas célticas, las del I Iierro, penetran fácil y profundamente en la Península. Eran unas tribus guerreras. No se sabe bien si procedían de la zona del Danubio o del norte de Europa. Llevaban desde el año 1000 a.C. ocupando el este de Francia y la Alemania occidental. Aportaban sangre joven, raza blanca, «eran los rubios altos, de ojos azules, que habitaban más allá de las montañas». No eran muy numerosos, inquietos, belicosos, una especie de aristocracia guerrera. Parece que en lenta progresión, en pos del sol y de los minerales, hacia el año 900 a.C. llegan hasta Andalucía. Hacia la misma época habían entrado en la Península Itálica y se asientan cerca de Bolonia. Se les llama «villanovenses» y son anteriores a Alba Longa, la población

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cercana a Roma desde la que se fundó la Ciudad Eterna. A estas gentes del norte, en Francia se les llamó galos (de galoches o sabots, su calzado de madera), y en España celtas, nombre genérico que procede de Keltiké, que es el que le dan, singularmente para España, los historiadores griegos Herodoto y Eforo. Los celtas muestran una cierta unidad racial y de lenguaje, que se da también en Irlanda, Escocia, isla de Man y en la Bretaña francesa, lo que no quiere decir que fueran una nación. En España penetran por los pasos de los Pirineos y se extienden desde Cataluña a Galicia, con importantes asentamientos en Portugal. El objetivo esencial de los celtas es el hierro, la espada. Es la civilización llamada de Hallstat (en Austria) y de la Teñe (en Francia), y sus trabajos en dicho metal, así como en oro y en cobre, producen admirables piezas. Son famosas las espadas de doble filo encontradas en la ría de Huelva, donde estaban las minas de Tharsis. Los celtas crean puestos guerreros y de habitación en las alturas y a lo largo de sus caminos hacia el hierro. Son los castros, elemento esencial y autóctono característico de la geografía histórica de España. Aristóteles distingue entre celtas e iberos, denominaciones que se han convertido en definitorias. Aún hay en España grupos celtas que se conservan puros, si bien la sangre celta en su mayoría se fue mezclando con la ibera y con aportaciones posteriores. Lo que no puede negarse es que constituye un factor importantísimo en el español desde hace muchos siglos y que hoy perdura. Está perfectamente probado que el cruce de celtas con iberos en el centro de la Península dio lugar al celtíbero, la fuerza de España, «id est robur Hispaniae» que escribían los clásicos. Es lo que encuentran los romanos cuando llegan a las regiones españolas del interior. Es muy interesante y bastante definitoria la división entre la España de las esculturas y la España de las armas: la primera es la levantina meridional, bajo la influencia de las culturas costeras, fenicia, griega y púnica, y la segunda, señaladamente celta. Las esculturas apenas llegan al borde de las mesetas centrales, donde no hay santuarios porque se adora al Sol, a la Luna y a la naturaleza. En cambio, en el sudeste, muy helenizado, se producen las admirables esculturas del Cerro de los Santos, la Bicha de Balazote y las Damas de Elche y de Baza, probablemente sacerdotisas. Por su parte los celtas, como vengo diciendo, fabrican espadas, joyas y toscos berracos o verracos, como los famosos Toros de Guisando. En resumen, podemos ver que los cinco siglos que van del primer desembarco griego en la Península (los rodios y los samios hacia el año 700 a. C.) hasta el primer desembarco romano (Escipión, hacia el año 200 a.C.), hay una zona de influencia oriental, hacia las costas, de Cataluña a Cádiz, y otra indígena, en el interior, poco modificada desde el final de la Prehistoria y ahora muy diferenciada por las cinco oleadas sucesivas de los celtas. *** En los albores de nuestra Era, la cultura clásica apenas había rozado a las arriscadas gentes rurales del interior, que vivían de modo no muy diferente a los actuales pueblos,

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guerreros y pastoriles, del África Central de nuestros días. La causa de esta separación la vemos una vez más en razones orográficas y climáticas, así como las condiciones de vida y económicas que de ellas se derivan.

Los griegos llegan hacia el año 700 a.C.. Proceden de Rodas, de Samos y de Marsella (Massalia de los focenses), y fundan en la costa ciudades como Mainaké, Hemeroscopeión, Emporion, Rhode... establecimientos exclusivamente con fines comerciales (el vino, el aceite, el corcho, el cobre...). Mantienen una rivalidad con los tirios de Cartago, que fundan Ebussus (Ibiza). Pero ni a unos ni a otros se les ocurre entrar al interior de Celtiberia. No ofrece atractivos y es demasiado arriesgado. Lo que sí siguen es la línea de la costa hacia el sur. En su periplo llegan a Tartessos, se cree que

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son ellos los que la destruyen (probablemente los tirios o cartagineses) y continúan hasta el sur de Portugal. Las columnas de Hércules, a ambos lados del Estrecho, han dejado de ser un misterio para esos pueblos navegantes del Meditenáneo. Además necesitan llegar en pos del estaño a las islas Casitérides, la actual Gran Bretaña, rica en dicho metal. En las costas del sur de España, la ciudad principal era Gades o Gadir (Cádiz), fundada por los fenicios el año 1100 a.C. Era el primer caso en Occidente de una verda dera ciudad, con características modernas en contraste con el interior celtibérico y rudimentario. De esa etapa gaditana y prerromana se conservan costumbres y fiestas que podríamos llamar hoy andaluzas, típicamente españolas; las danzarinas de Gades, con largos zarcillos, tocando castañuelas y dando palmas, que triunfaron en Roma; los juegos de toros, de influencia cretense; las comidas y bebidas, el famoso «garum», los pescados y los caldos de la tierra... En contraste, en Celtiberia, se grababan extraños dibujos en las piedras, se bebía cerveza y sidra, se almacenaba en hórreos, se tallaban verracos y se danzaban músicas ancestrales de las que vienen la danza prima, el corricorri, la jota, el pericote, el aurresku, la muñeira, que persisten en nuestro tiempo y no faltan en las fiestas del norte de España y se extienden a las mesetas. «Este es ya el tremendo, vario y milenario país que en su variedad encuentra la razón de su unidad». Conocemos la existencia de los pueblos que vengo citando y dándoles nombre a través de los escritores romanos posteriores (Estrabón, Pompeyo Trogo, Posidonio, Mela...). Así se pueden considerar celtas o asimilados a los várdulos, caristios, vascones, autrigones, berones, galaicos y turmódigos. Y con el común denominador de iberos, a los oretanos, edetanos, ilergertas, iacetanos, turdetanos, bastienos, bastetanos... La mezcla es muy grande, el contacto dura cientos de años, y esa «cópula fecunda de hombres y tierras», que diría Sánchez Albornoz, da un tipo humano muy parecido al español de hoy. Se produjo también una comunidad lingüística que se aprecia en la toponimia. Por ello hay nombres de lugares en toda la península que parecen de origen vasco, y que nos aproximan a la idea de que celtíberos y vascones venían a ser algo muy parecido. Añadamos a estos nombres de pueblos otros bien localizados como los vetones, vacceos, lusitanos, turboletas, pelendones. Solían vivir bajo regímenes monárquicos y aristocráticos, unidos por un tronco común y con algunas instituciones como el hospicio, la gentilitas y la clientela. Se hacían la guerra entre sí estos arriscados vecinos, estos primitivos guerrilleros. No tenían la menor idea del Estado ni de que eran españoles, cuatro millones de habitantes cuando llegaron los romanos. En realidad, estos celtíberos no son muy distintos a los galos, a los britanos y a los vilanovenses de Italia. Las diferencias entre ellos fueron fomentadas por los romanos. Así facilitaban su penetración. La fragmentación tribal en España hizo también más fácil la romanización, pero prolongó la resistencia, con características muy especiales, como veremos en el capítulo siguiente. Lo que parece una contradicción no lo será tanto. Es como una consecuencia de las grandes diferencias entre las diversas zonas peninsulares que viene desde la Prehistoria.

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Ill LOS ROMANOS EN HISPANIA

PRIMERA PARTE La Geografía iba a dar paso a la Historia. La Naturaleza se iba a convertir en Civilización, el hombre natural iba a transformarse en hombre social. Esto es lo que el profesor Palacio Atard califica de «Descubrimiento político» de las tierras de Hispania. Descubrimiento que atribuye a las guerras púnicas entre romanos y cartagineses por el dominio del Mediterráneo occidental. Su establecimiento enfrentado en nuestra península le dio el nombre que se ha perpetuado hasta hoy: Hispania. Los romanos trajeron a Hispania todos sus avances de civilización. Por medios bélicos y autoritarios «crearon una nueva entidad social, política, administrativa y cultural». A esa imposición, poco a poco aceptada y asimilada, debemos nuestra personalidad actual. Muchas veces en la historia el tan cacareado progreso, el progreso y desarrollo de los pueblos, tiene que llegar por vías de fuerza, de lección acompañada de palmetazo y de castigo. Siempre es duro el camino para llegar a la paz y al bienestar. A esa «Pax romana», que tardó doscientos años en consolidarse en nuestras tierras, en hacerla nuestra, se debe lo que también Palacio Atard llama la primera fundación de España. A lo largo de este libro iréis viendo cuáles fueron los momentos históricos de las cinco subsiguientes fundaciones, tesis que suscribo íntegramente aunque con leves matices. Dos estímulos diversos aparentemente enfrentados fueron creando una especie de solidaridad social entre las tribus hispánicas. Primero fueron los lazos de la lucha, de la resistencia al conquistador romano, una serie de esfuerzos coordinados, más bien de carácter individual. El otro estímulo fue el asentamiento, la asimilación, cada día más voluntaria, de la muy superior civilización romana, apreciando todas sus ventajas, haciéndola plenamente española, es decir, la romanización. Con tiempo y experiencia, las autoridades venidas del Lacio al frente de las legiones van adecuando sus medidas a las condiciones geográficas y humanas del país, marcando límites, rompiendo el aislamiento tribal y generalizando el uso del latín. Con la romanización, y contribuyendo a ella, llegará en una segunda etapa, otro elemento unificador, una nueva religión: el cristianismo. No debemos olvidar que los romanos vinieron al principio con sus dioses paganos, y uno supremo que era el César.

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Ya hemos visto que antes de la Hispania Romana llegaron a la Península las colonizaciones antiguas, fenicios, griegos y cartagineses, que fueron dejando sus importantes aportaciones culturales, sociales y de costumbres en determinadas zonas, especialmente en las costeras. Fueron como piedras firmes para ir cruzando el río de la Historia, para pasar de un mundo primitivo a la realidad de Hispania en vísperas de la Era Cristiana. Sin las avanzadas marítimas de los tres pueblos citados, sin sus precedentes colonias y establecimientos en el caso de los griegos, y sin la lucha contra fenicios y cartaginés por la hegemonía talasocrática en el Mediterráneo, los romanos no habrían llegado probablemente a España y, sobre todo, con la intensidad que lo hicieron. *** En las guerras púnicas se luchaba por el poder en el Los cartagineses Mediterráneo; como consecuencia, la imposición de una de las dos civilizaciones del Mare Nostrum, la árabe y, del otro lado, la grecoromana, para nuestros días, lo que conocemos como civilización occidental. Un momento clave en esas guerras es el del desembarco de Amílcar Barca en el Sur de la península (año 237 a.C.) aprovechando el dominio cartaginés en la región de Cádiz. Amílcar1 y su sucesor Asdrúbal penetran tierra adentro por el valle del Guadalquivir, y el segundo, por la costa funda Cartago Nova (Cartagena), se casa con una ibera y desde la gran base naval establece buenas relaciones con los indígenas. La alarma de los romanos ante tales hechos les lleva a firmar un tratado con Asdrúbal, «tratado del Ebro», reconociendo que los cartagineses tienen derecho a extenderse hasta las orillas de dicho río (226 a.C.). De tales límites quedó excluida la ciudad de Sagunto, aliada de Roma, importante posición que acabó siendo conquistada por Aníbal, joven sucesor de Asdrúbal, recientemente asesinado. Luego, el nuevo caudillo cartaginés, declara la guerra a los romanos, forma un gran ejército con miles de aliados y mercenarios ibéricos, cruza los Pirineos y emprende la famosa marcha que le llevará frente a la Ciudad Eterna. No quiero dejaros sin conocer un dato insignificante en sí pero muy significativo. Asdrúbal, al avanzar desde Gadir, tuvo que enfrentarse a un ejército de turdetanos y de celtíberos, dando muerte a sus dos caudillos, Indortes e Istolacio. Son los dos primeros nombres propios de españoles que aparecen en la historia; dos jefes de pueblos del interior, dos héroes vencidos que luchan contra el invasor, e inmediatamente esos pueblos se unen a los cartagineses, que les han vencido, para luchar contra los romanos. «De lejos nos viene la inconsecuencia y la falta de sentido, luchar por luchar y hacer el juego a los demás», escribía yo hace años en Así se hizo España. Los cartagineses habían seguido una táctica inteligente: habían invadido España con mercenarios libios y ahora in vadían la península itálica con mercenarios españoles. Los romanos, para defenderse lejos y con menos riesgos, eligen el sistema de llevar la guerra a Ibérica, y para ello envían a los Escipiones, Cneo Cornelio y Publio, que desembarcan en Emporion (Ampurias), la colonia griega más importante, al norte de Cataluña.

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El ejército de Publio Escipión se nutre de mercenarios celtibéricos. Con ellos vence a los cartagineses en Tortosa. Así vemos como los españoles mueren en los dos bandos, si bien sus simpatías se van inclinando del lado romano. Por el momento no aciertan, ya que regresa Asdrúbal Barca de Africa y vence a los Escipiones en Cástulo y en Ilorci (Lorca). Cambia de nuevo la situación. Llega a España Publio Cornelio Escipión, hijo del Publio anterior, y con audacia ataca a la cabeza del enemigo conquistando Cartago Nova. Luego obtiene otra gran victoria en Baecula (Bailón), en los mismos campos de las famosas batallas de las Navas de Tolosa y de Bailón que tuvieron lugar muchos cientos de años después, lo que prueba la enorme importancia estratégica de esta zona. Recordemos también aquí nuevos nombres de indígenas, dos celtíberos, Indíbil y Mandonio, y un edetano, Edecón, que se incorporaron al ejército de Escipión, vencedor en Ilipa (Alcalá del Río). La guerra está perdida para los cartagineses (206 a.C.), pero desde entonces, durante un período de cerca de doscientos años, seguiría en España, en varias zonas, la arriscada resistencia a los romanos por parte de los pueblos indígenas. Desde el año 206 a.C. hasta dos siglos después —escribe el gran historiador Momsen — «Hispania resistirá una y otra vez, casi siempre vencida, pero jamás humillada ni completamente sometida». Resistencia valerosa, heroica si se quiere, un tanto anárquica y bastante sin sentido, que los romanos nunca podían haber sospechado. Esa actitud hispánica es como una constante histórica, una especie de claroscuro que unas veces ha traído glorias y otras desastres. No quisiera abrumaros con datos, nombres y fechas de tan prolongado período. Me limitaré a resumiros los aspectos más significativos y definitorios. *** Los factores que influyen en esa guerra tan sui géneris son muy diversos. En primer lugar el defender por instinto las tierras propias en las que se malvive. También el belicismo latente por veinte años de guerras púnicas en España. Únese a ello la protesta contra los excesivos impuestos romanos, más la «devotio ibérica» que hace que las tribus sigan a sus jefes. Asimismo la dificultad que encuentran las legiones para combatir a un enemigo tan fragmentado y en un territorio tan abrupto y pobre. A Roma, por principio, lo que le interesaba era la Elispania rica en metales, pasando después a la posesión imperialista que se fue convirtiendo en una beneficiosa y admirable colonización, como iremos viendo. Entre los caudillos de la resistencia destacaron, como ya dije, los príncipes ilergetas Indíbil y Mandonio, que primero lucharon contra Escipión y luego se sublevaron, muriendo ambos ejecutados. Después, el propio Escipión fundó Itálica, la más importante ciudad romana de entonces, en las cercanías de Sevilla, cuyas magníficas ruinas prueban su pasado esplendor. Roma convierte sus zonas militares de la Península en dos provincias, la Citerior y la Ulterior. Sólo a partir del año 172 a.C., siendo pretor Tiberio Sempronio Graco, puede hablarse de una relativa paz estable, período que duró sólo veinticinco años ya que

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la política de atracción y pacto de dicho pretor se endureció con sus sucesores y se reanudó la resistencia. Se inicia una nueva etapa bélica entre romanos y celtíberos (vacceos, arévacos, vetones, lusitanos, pelendones...). Llega la hora de dos nombres que todos conocéis y que nunca se olvidan. Numancia y Viriato.

Numancia resistió veinte años: cumbre del heroísmo, símbolo de resistencia frente a sucesivos sitios, que estuvieron a punto de dar al traste con la necesaria colonización romana. Hubo una grave falta de coordinación entre el caudillo numantino Retógenes y el lusitano Viriato, que luchaba con bastante éxito contra los romanos por las mismas fechas. De todas formas, más pronto o más tarde la derrota ante las legiones era inevitable. Contra ellas no había posibilidad de victoria en campo abierto y algún día habrían tenido que salir los sitiados... Escipión Emiliano, el conquistador de Cartago, el

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que, como gobernador de la Hispania Citerior, fue el debelador de Numancia, que, en otra constante hispánica, resistió hasta la muerte (133 a.C.). Viriato representa también un ejemplo ancestral de una manera española de guerrear, la idiosincrasia indígena de un simple pastor, guerrillero infatigable, improvisador, genial conocedor del terreno, una especie de bandolero convertido en jefe militar y político astuto y paternalista. Durante once años tuvo en jaque a seis pretores y tres cónsules romanos. Se sublevó contra Galba por razones sociales más que patrióticas. Esas rebeldías sociales son también frecuentes en nuestra historia, sin que tengamos la exclusiva. Viriato, «pastor lusitano», rechazó la oferta del gobernador para convertirse en agricultor en las fértiles orillas del Tajo. Prefirió la guerra a caballo para seguir pastoreando en las sierras de Guarda y de la Estrella. En definitiva, para morir asesinado mientras dormía. Concluye su guerrilla y él pasa a la Historia. Tras Numancia y Viriato se puede decir que termina la oposición bélica a Roma. Sigue habiendo luchas, pero ahora son producto de las contiendas civiles que los romanos han traído de su país a tierras hispánicas. Aunque estos enfrentamientos tienen importancia en la Historia general, nos interesan menos a pesar de desarrollarse en campos de batalla españoles. Citaré el caso de un tribuno militar, Quinto Sertorio, que se identificó con la población indígena, convirtiéndose en un amigo, pero Roma le declara proscrito y envía contra él a Pompeyo y a Metelo. Pompeyo funda Pompaelo (Pamplona), conquista Calahorra y Calatayud y llega hasta Andalucía. Sertorio, ¡cómo no!, es asesinado por uno de los suyos, Perpenna. De nada le sirvió la cervatilla blanca que decía que le adivinaba el futuro. También por sus guerras civiles llega Julio César a la Península para combatir a Pompeyo, que con él y con Craso formaba el triunvirato que gobernaba en Roma. Guerra entre los «dos grandes» que se desarrolló en España y en la que intervinieron mercenarios hispanos en los dos bandos, pero que poco nos afecta. Pompeyo, otro más, es asesinado. César vuelve a España para luchar contra los hijos de la víctima. Les vence en Munda, ceca de Montilla. Allí se decide la guerra. Octavio Augusto, miembro del triunvirato que sustituye al anterior, decide venir a España para eliminar las últimas rebeliones que han renacido durante las guerras civiles entre romanos, concretamente en las regiones astures y cántabras. No en las vasconas, que se han entendido siempre bien con los enviados de Roma, en contra de ciertas opiniones politizadas de nuestros días. No hubo choques entre vascones o gascones y romanos, que colonizaron y atravesaron sin problemas sus tierras llanas de los dos lados de los Pirineos, sin que les interesara para nada subir a las montañas. En muchas zonas del País Vasco hay numerosas pruebas de la pacífica y amistosa colonización romana. Tres columnas, al mando de Augusto, parten de Astúrica Augusta (Astorga), hacia Asturias; de Segisamo (Sasamón, en Burgos) hacia Cantabria, y de Brácara (Braga), contra los galaicos. Guerra larga, de guerrillas, entre montañas, bosques y desfiladeros. Las legiones contienen la única expedición astur por el valle del Esla, vencen y fundan Emérita Augusta (Mérida).

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La victoria de Augusto es definitiva. A partir del año 19 a.C. la Paz Augusta reina en España después de doscientos años de lucha discontinua. «Lo que tenía que ser, ha sido. De la mano de Roma, España tiene por primera vez conciencia de sí misma y entra en la Historia» (De Así se hizo España.) ***

SEGUNDA PARTE Sé que la juventud de hoy considera y juzga los hechos que les relatamos del pasado con escepticismo y cierta suspicacia. Quisiera que la colonización romana de nuestro país y sus muchas y positivas consecuencias quedaran tan claras que hicieran desaparecer cualquier duda, primero sobre su innegable realidad, y en segundo lugar de que a Roma se debe el que España tomara conciencia de sí misma, adquiriera su estructura básica y marchara hacia delante con su ser histórico bien definido. Roma dio orden y sentido a todo lo que era amorfo, confuso y contradictorio. De la natura hizo cultura, a través de los siglos perduran su huella y su norma. La romanización, la latinización, si se prefiere, alcanzó su mayor carácter peculiar en España; aquí fue más profunda que en la Galia, en la Tracia, en la Germania, en Britania... De un modo muy inteligente fue adaptándose a las circunstancias del país, asimilando lo peculiar de cada zona y dando al conjunto la nota incomparable de civilización. El régimen imperial había ya superado en Roma la anarquía del régimen republicano anterior. Así estaba en condiciones de dar su lección, que para nosotros fue tan beneficiosa. Un paso muy importante en nuestra tierra fue la fundación de ciudades. Con la impronta romana surgen Itálica, Hispalis (Sevilla). Emérita Augusta (Mérida), Córdoba, Tarraco, Caesar Augusta (Zaragoza) Pompaelo (Pamplona), Astúrica Augusta (Astorga), Barcino (Barcelona), Toletum, Calagurris (Calahorra), Bilbilis (Calatayud), Oearso (Oyarzun), Lucus Augusti (Lugo), Portus Victoriae (Santander), etc. etc. Pronto fueron municipios romanos, y Vespasiano y Caracalla extendieron a todos ellos el «ius latti» y luego la ciudadanía romana. Dividieron todo el territorio en provincias (de provincere), nombre que iba a perdurar. En principio fueron tres, la Tarraconense, con capital en Tarragona, la Bética, con capital en Córdoba, y la Lusitania, con capital en Mérida. La Bética, acostumbrada a las invasiones desde la costa, fue la de más fácil asimilación. Estrabón decía que «todos los que viven a orillas del Betis (Guadalquivir) han adquirido la manera de vivir de los romanos». El latín se extendió por todo el Imperio, pero arraigó en la Península como en parte alguna, convirtiéndose en idioma propio, incluso latinizando el vascuence, que conservó una base aislada, casi arqueológica, en las montañas occidentales del Pirineo, mientras que las actuales provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, tierras de tribus celtas de autrigones, várdulos y caristios, fueron latinizadas.

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Se impone la ley romana, haciendo compatibles la justicia y el poder civil con el bien público. La claridad y paz que se alcanzaron en aquellos tiempos contrasta con otros peores que vinieron más tarde. Con una sola Legión, la VII Gémina de guarnición en León, reclutada por Galba en la península, se mantuvo el orden en todo el país, con el auxilio de milicias hispánicas provinciales. Augusto reclutó su mejor guardia pretoriana en Calahorra. Y hay que tener en cuenta que los cinco millones de habitantes del país eran en su inmensa mayoría indígenas. Las funciones judiciales y administrativas eran desempeñadas en general por romanos en un principio, pero pronto lo fueron también por los propios hispanos romanizados. Galba, aunque no era hispano, fue proclamado Emperador en Clunia (Coruña del Conde), y plenamente hispanos fueron los Emperadores Marco Trajano, ibero de Itálica, «el más grande de los príncipes», «pío y feliz Trajano»; y su sucesor, Adriano, también de Itálica, y el sabio Marco Aurelio, oriundo de la Bética, cumbre de la cultura hispanoromana. Como los dos Sénecas, Lucano, cordobés también, gran poeta autor de «La Farsalia», y Marcial, celtíbero, formidable satírico, y Pomponio Mela, geógrafo, y Columela, tratadista agricultor; hasta el vascón Quintiliano, famoso jurisconsulto. Y de Cauca (Coca) tierra de celtíberos, sale Teodosio el Grande, el unificador del Imperio en horas tardías y difíciles. Decía yo en Así se hizo España que no es casual que tan preclaros personajes nacieran en España. Ya opinaba Plinio el Viejo que Hispania era el segundo país del orbe romano. Roma une y urbaniza. Ordena, explota y crea. Ciudades y villas, jerarquías y democracia en los municipios... La seguridad garantiza la paz interna: la tan criticada fórmula de «pan y circo» que a todos contenta, se une a la de «cultura et cura», que aproxima a un ideal de vida humana. Plinio el Joven reconocía esta preminencia hispánica: «Dos países tienen la preminencia sobre toda la tierra: Italia primero, madre y maestra del mundo; a continuación España, a causa de su ardor en el trabajo, la habilidad de sus artesanos, el vigor corporal de sus hombres y la vehemencia de su alma». El sentido práctico hasta cierto punto materialista del romano, unido al poder, es fundamental para convertir la Península Ibérica en el florón del Imperio: buenas calzadas cruzan el país, el agua se encauza en canales y acueductos, se urbanizan las ciudades, alcantarillado, teatros, circos, baños públicos, riegos, explotaciones agrícolas, ricas villas decoradas con mosaicos... Los productos españoles se exportan con éxito por su gran calidad, trigo, aceite, vino, ganado; se explotan las minas y los bosques, los puertos están bien equipados, las escuelas se multiplican, y florecen las letras y el conocimiento. Ortega y Gasset dice que Roma creó el ser de España pero cambió poco a los españoles. Es innegable la gran capacidad romana para construir tanto en lo jurídico y cultural como en lo arquitectónico y las obras públicas. ¿Caló a fondo en el espíritu? Aun reafirmando la idea del peso y la fuerza de la base étnica ibérica, me atrevo a decir que la presencia de Roma en Hispania fue tan creadora y positiva, que las críticas a su

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carácter paternalista y autoritario palidecen al lado de tantos beneficios como nos produjo y que perduran a través de los siglos. Escribe el gran maestro Sánchez Albornoz que los defectos indígenas resurgen en cuanto faltan la autoridad y la norma de Roma. Por eso, en pleno siglo XXI seguimos preguntándonos cómo hacer compatibles la ley y el orden de Roma con la sed de independencia y libertad de Numancia. Me he permitido insistir en las consideraciones proromanas en este capítulo para que veáis la extraordinaria importancia del elemento romanolatino en lo que somos como seres civilizados, en lo que nuestro entorno y nuestra convivencia tienen de la tarea y la norma que nos dio Roma. Desde entonces, como pueblo, nos llamamos España y no somos una serie de tribus enfrentadas, que es lo que parecen intentar algunos insensatos suicidas que quieren volver a la prehistoria. Jóvenes españoles: recordad que los Concilios y Asambleas de la «Diócesis Hispaniarum», respetando la diversidad, crearon y fortalecieron el sentimiento de una patria común. 1 Amílcar murió luchando contra los oretanos, al mando de Orisson, en Helice (Elche).

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IV LLEGA EL CRISTIANISMO

La llegada del Cristianismo a España va unida a la decadencia del Imperio Romano, que a su vez da lugar a la provincialización de dicho Imperio, con la consiguiente pérdida sucesiva del poder unificador y centralizador de la Urbe. Es una decadencia lenta y prolongada desde los días de Trajano, verdadera cumbre de las glorias de Roma. España, el más importante país latino, empieza a vivir su vida después de Marco Aurelio. Los bárbaros rodean las fronteras y el Imperio es demasiado grande para un solo gobierno. Los godos superan la línea del Danubio, los francos y germanos cruzan el Rhin y penetran a fondo en el Levante español a mediados del siglo m. Diocleciano divide el Imperio, con capitales en Nicomedia (Oriente) y Milán (Occidente), y Constantino concede la libertad a la religión cristiana (313 d.C.). Es Teodosio, el español de Coca, el último gran Emperador que unifica los dos poderes y convierte la fe católica en religión oficial de todo el Estado. Estamos a fines del siglo rv. Nuestro país parece tierra abonada para que el Cristianismo arraigue, con una extensa clase media latinizada en las ciudades y un campo en el que no habían adorado a los ídolos romanos y su culto, y seguían ciertas prácticas paganas ancestrales.

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En la Península se habían formado siete provincias (Bética, Lusitana, Tarraconense, Cartaginense, Gallaecia, Mauritania Tingitana —norte de África— y Baleares), y se empieza a sufrir la decadencia imperial, lo que supone pobreza e inseguridad, desorden y una especie de anticipo del feudalismo. Campo abonado, como antes decía, para una religión que se dirige al individuo, al margen del Estado, y que se ocupa más del espíritu que de lo material. Es decir, para volver a Indíbil y Mandonio, a Viriato, a Numancia y a Sagunto, a la sobriedad, a lo sobrenatural, al sacrificio, incluso al martirio. Pero aunque lo parezca, no se ha venido abajo toda la obra de Roma. Pronto lo veremos. Pocas, casi nulas, son las noticias sobre los inicios de la propagación del Cristianismo en la Península. La venida de Santiago el Mayor carece de toda evidencia histórica, así como la tradición del Pilar. En cambio parece ser que vino San Pablo, como lo anunciaba en su Epístola a los Romanos. Según Tertuliano, la nueva religión se extendió al Norte, con éxito entre cántabros y astures que habían resistido antes a las legiones. En cambio no logró penetrar entre los vascones de los valles, pirenaicos, que siguieron muchos años hundidos en el paganismo.

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Parece que contribuyeron a la expansión cristiana los llamados Varones Apostólicos, sucesores de los Apóstoles. Se conservan sus nombres: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo... Al último citado se le considera el primer obispo fuera de la Bética, con sede en Abula (Ávila). En conjunto puede decirse que había ya varias comunidades cristianas a fines del siglo n. También que las primeras persecuciones fueron las de Dedo y Diocleciano, a mediados del siglo ni. Roma consideraba todavía a los cristianos como un peligro para el Imperio. La toponimia y las devociones locales cubren la geografía española de nombres de mártires cristianos, víctimas de las persecuciones imperiales en Elispania: San Fructuoso (Tarragona), San Marcelo (León), Santas Justa y Rufina (Sevilla), Santa Eulalia (Barcelona y Mérida), San Félix (Gerona), San Cucufate o Cugat (Barcelona), Santos Justo y Pastor (Alcalá de Llenares), San Emeterio y San Celedonio (Santander), Santa Engracia y los «innumerables mártires» (Zaragoza), citados por Prudencio casi todos, con verdadero sentimiento patrio. Prudencio, una de las lumbreras de las letras cristianas junto a Osio, obispo de Córdoba, y el lusitano Paulo Orosio. Al lado de esa heroica entrega al martirio, se da también en España una notoria inclinación hacia la herejía. Desde los libeláticos, que apostataron para librarse de persecuciones, a los donatistas, con dudas sobre los sacramentos; desde los arríanos, tan importantes luego con los visigodos, hasta los gnósticos, de tendencias esotéricas, y una serie de herejías más para las que nuestra tierra era también campo abonado. Los maniqueos, los rigoristas y, sobre todo, ese extraordinario personaje llamado Prisciliano, obispo de Ávila, hombre inteligente, atractivo y persuasivo que arrastró masas y extendió su herejía por Europa. ¿Fue o no Prisciliano un auténtico hereje o un cristiano insatisfecho y mal interpretado? Murió degollado en Tréveris, y hoy sigue habiendo dudas sobre su acción y sobre sus escritos. A fines del siglo rv se celebraron importantes Concilios nacionales en España, como el de Ylíberis (Granada) y el I de Toledo. El país se dividió en diócesis y en parroquias, que aún subsisten; nació en la Lusitania un Papa, San Dámaso, y Tertuliano, a principios del siglo m, podía afirmar «que no había una pulgada de tierra española que no hubiese sido penetrada por el cristianismo». No hay duda de que en España la religión venida de Judea arraigó, convivió con las legiones romanas y dejó el campo fácil para convertirse en la religión oficial del reino con la llegada de los visigodos. Por todo lo anterior podéis ver y considerar que el Cristianismo va unido al ser de España a partir del momento en que aparece en la Historia. Fue la religión, fueron los cultos que sustituyeron a los ritos paganos y a la idolatría imperial romana, y además sin resistencia en el país, con general aceptación y muy pronto con tanta devoción y fervor que España se convirtió en la abanderada del Catolicismo, de forma que durante muchos siglos, hasta nuestro tiempo, el poder temporal, el Reino, ha actuado al unísono con el poder espiritual, la Iglesia. Yo aconsejaría a las jóvenes generaciones que asimilaran esa gran verdad histórica y que, fuera cual fuese su ideología política contemporánea, hagan como en otros países

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occidentales hacen: recoger todo lo que de positivo nos ofrece el pasado con un auténtico sentido patriótico, que consiste en querer lo mejor para nuestro país, y no como los nacionalismos aldeanos, que quieren afirmar su pretendida personalidad contra la patria grande, es decir, contra sí mismos.

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V EL REINO DE ESPAÑA, OBRA VISIGODA

Habréis visto que lo que me interesa especialmente es explicar con datos históricamente demostrados cómo se ha ido constituyendo España desde los tiempos más remotos. Hace años se estudiaba, más bien se leía, en los colegios un libro que se llamaba «Madre España», especie de iniciación a la cultura, en un sentido humanístico y sencillo, desde un punto de vista español y para españoles. Recuerdo haberlo estudiado en tiempos de la II República y, desde luego sin el menor sentido partidista, y sí patriótico, el mismo que imperó durante muchos siglos y que en modo alguno se extinguió el 14 de abril de 1931 Si tanto monárquicos como republicanos proclamaron siempre esa idea de considerar a España como el resultado de la cópula fecunda de la tierra con la Historia, madre España, madre Patria, como se la sigue sintiendo en Ultramar, ¿por qué no vamos a entrar nosotros en esa Historia, limpiamente, sin prejuicios, con el deseo de conocerla, de incorporarnos lo mejor de su acervo. Y por ello, yendo a lo esencial, a la base originaria y a las sucesivas incorporaciones que nos han formado como uno de los países clave en la Historia del mundo. Después, adelante, el claroscuro, las glorias y las decadencias, sin rehuir las críticas ni ensoberbecemos con los elogios. Ahora, precisamente, en una de esas etapas esenciales de las incorporaciones, en pleno tránsito de la Edad Antigua a la Edad Media, vamos a ver la extraordinaria importancia de la llegada de los Visigodos a la Península y de los más de dos siglos que imperaron en ella. *** Cuando llegan a la Península las primeras invasiones bárbaras, encuentran a la España romana en los días de plena decadencia del Imperio. Será uno de esos pueblos germánicos indoeuropeos procedente del Norte, los visigodos, el que dé a nuestro país un sentido nacional, una forma estatal y una monarquía que desde entonces será consustancial a nuestro paso por la Historia. Los llamados pueblos bárbaros llevaban ya varios años presentándose cada día con más fuerzas en los inútiles «limes» o fronteras del Imperio. De los que llegan hasta España, los alanos son de origen iranio, pero vándalos, suevos y visigodos son de estirpe germánica, del grupo étnico y lingüístico indoeuropeo, procedentes del Norte de Europa, emigrantes desde la Edad de Hierro hacia el Sur, más allá del Vístula y del Danubio.

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Alanos, vándalos y suevos penetraron en España entre los años 409 y 411. Los suevos ocuparon Galicia, los alanos las provincias Cartaginense y Lusitana, y los vándalos, la Bética. Sólo la Tarraconense permaneció libre al principio, como único refugio hispanorromano. Cuatro años después apareció otro pueblo germánico, los visigodos, que desde Escandinavia habían descendido en el mapa hasta el Mar Negro, dividiéndose en dos ramas, los ostrogodos, o godos brillantes, y visigodos, o godos sabios. Alarico había entrado en Roma el año 410. Muere el mismo año y le sucede su cuñado Ataúlfo, al que el emperador Honorio cedió la provincia de la Galia, después de casarse con la famosa Gala Placidia, hermana de Honorio. Fue Ataúlfo el que abrió la lista de los reyes godos de España. Entró como rey en la Tarraconense y murió asesinado al poco tiempo en Barcelona.

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Hubo un tiempo anterior a 1936, hablo al menos de mis estudios de bachillerato, en que se nos hacía aprender la lista de los reyes. Era un buen ejercicio de memoria, pero sólo relativamente útil como lección de historia. Voy a libraros ahora de tan leve tarea y me voy a referir nada más que a los reinados más significativos, bien por la personalidad de tan efímeros monarcas o por la huella que han dejado en la historia, en la formación de España y de los españoles. Treinta y cuatro reyes durante casi trescientos años. No se puede ignorar tan largo período y saltar alegremente de romanos a árabes como han hecho muchos, no sólo del vulgo, sino hasta cierta historiografía que por diversos motivos no ha concedido a la España visigoda el relieve que merece. El proceso godo en nuestra patria va dejando unos hitos clave que nos han marcado de manera indeleble, contribuyendo de modo esencial a lo que podemos llamar nuestra europeidad, diferenciándonos al mismo tiempo, con ciertos matices, de otras naciones europeas. Nuestros primeros reyes visigodos lo son más de Aquitania que de España, ya que su corte está en Toulouse y sólo suelen entrar en la península para combatir, todavía en nombre del Imperio romano en sus horas finales, Imperio del que son algo así como feudatarios, por no decir herederos. Entran a disputarse zonas peninsulares con suevos, alanos y vándalos, y derrotan a estos dos últimos pueblos. Los vándalos se ven obligados a pasar a África, donde Gerserico, su caudillo, funda un pequeño imperio militar. En cambio los suevos, desde Galicia, se aferran a esas tierras de Finisterre y hasta se extienden hacia el Sur, hasta la Bética por la Lusitania. El rey visigodo Teodorico les derrota, saqueando Braga, Astorga y Palencia. Su cronista Idacio nos lo relata. Es él quien data por primera vez los tiempos desde el año 38 a.C., a lo que se llamó la era hispánica a partir de entonces durante tres o cuatro siglos. Sólo en el siglo VIl Beda y los cronistas carolingios empezaron a datar a partir del nacimiento de Cristo, idea de Dionisio el Exiguo. A partir también de los reyes visigodos del siglo V, España puede considerarse plenamente un país europeo, con proyección hacia el norte, tal vez el reino más avanzado, más organizado como una ciudad estatal con un gran territorio, toda la Península Ibérica. Como tal se incorpora a la defensa europea contra los hunos y contribuye a la derrota de Atila en los Campos Cataláunicos, cerca de Poitiers, batalla en la que participó de modo esencial el rey godo Teodoredo. Uno de sus sucesores, Eurico (466484), rompe el pacto con Roma y, por su cuenta, ocupa las tres grandes provincias imperiales de Hispania y las incorpora a su Corona. La idea del reino frente a la del Imperio va a ser la base permanente del devenir histórico de nuestra nacionalidad. Ni en los tiempos de mayor expansión y más espléndida hegemonía, España quiso llamarse Imperio. Cambia también la idea del reino de los godos, hasta entonces «rex gothorum», es decir, rey de un pueblo, para pasar a ser rey, también rey, de un gran territorio. En otro aspecto, tal vez por respeto a la Hispania romana y total, Eurico y sus sucesores no quisieron llamar a España Gothia, como los francos a Francia, los britanos a Britania, los germanos a Germania, los burgundios a Borgoña...

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Los visigodos llegados a España no pasarían de 200.000, frente a una población hispanoromana de ocho o diez millones. Eurico fue un gran rey que facilitó la fusión de los dos pueblos, publicó un primer código germano y creó el Aula Regia, especie de gobierno. En España lo godo, el ser godo empezó a ser algo así como un timbre de nobleza histórica. El reino visigodo se va convirtiendo en exclusivamente peninsular, sin ataduras con Toulouse y Burdeos, anteriores capitales. A mediados del siglo VI, la capital es ya Toledo. Los reyes enlazan por matrimonio con otros reinos europeos; Amalarico, por ejemplo, casa con Clotilde, hija del franco Clodoveo o Clovis1. Otros monarcas de nuestra famosa lista como Teodorico, Teudis y el propio Amalarico eran de sangre ostrogoda, con lo que se unían godos sabios con godos brillantes. En tiempo de Teudis se conquista Ceuta, como medida preventiva frente al peligro del sur, lo que se olvidó años más tarde. Leovigildo, probablemente duque de Toledo 2, asociado al gobierno del rey Liuva, al llegar al trono se encuentra a los bizantinos invadiendo las costas del sur y del Levante de la Península. España siempre fue objetivo de todos los imperialismos exteriores. Contra esos bizantinos de Justiniano debió enfrentase el rey godo, y también contra los suevos que quedaban en Galicia y contra los núcleos vascones encerrados en las montañas de Navarra, ya que no en el País Vasco, que eran tierras celtibéricas (várdulos, caristios y autrigones) romanizadas y abiertas a lo visigodo. El designio básico de Leovigildo es la unificación. En el año 585 termina con la monarquía sueva, que había durado ciento setenta y cuatro años, y recupera los territorios ocupados por Bizancio. Completa su obra sometiendo algún núcleo de resistencia en Cantabria y en Orospeda, en las fuentes del Betis. Y acaba con la rebeldía vascona en el 581. En esta campaña funda una ciudad, que como recuerdo de su victoria llamará Vitoriaco, la actual Vitoria. A pesar de la fragilidad de una monarquía no hereditaria, en la que eran inevitables las luchas sucesorias y las muertes violentas de aspirantes o de tentadores del trono, en la que tuvo que enfrenarse a tantas resistencias, incluso familiares, Leovigildo fue un gran rey, tanto en lo político como en lo militar, extraordinaria personalidad que supo aprovechar bien sus fuerzas y las debilidades de sus enemigos. Una sombra en el reinado de Leovigildo, muy difícil de juzgar sin ponerse en la mentalidad y las circunstancias de aquel tiempo. Me refiero a la rebelión de carácter religioso de su hijo Hermenegildo, que en defensa del Credo católico de Nicea y contra el arrianismo, le llevó al enfrentamiento con la autoridad real de su padre. De ahí, a la derrota militar, a la prisión y a la muerte en Tarragona, el martirologio y la santidad, envueltos en la semileyenda. De lo que no puede dudarse es de que el catolicismo había arraigado en una población hispanoromana y se había extendido a los visigodos. No son ajenas a esta victoria intelectual y religiosa sobre el arrianismo gótico inicial las personalidades de grandes obispos hispanos como San Leandro, San Isidoro, San Ildefonso, San Julián... Su influencia fue decisiva.

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El cronista Juan de Biclara nos relata con entusiasmo las glorias del reinado godo de Toledo. Recaredo, sucesor de Leovigildo, vence al rey Gontran de Borgoña, que había venido a España en auxilio de los católicos, y, paradójicamente, es el propio Recaredo, consciente de la realidad del país, quien proclama el catolicismo como religión oficial del Reino visigótico en el III Concilio de Toledo. Lo hace de la mano de San Leandro, ardiente defensor del símbolo de la fe. Concluye con ello una guerra civil que había durado cinco años. Me he referido a la fragilidad de una monarquía no hereditaria sino electiva. Cada período sucesorio ponía en riesgo la institución, poderosas familias enfrentadas, intentos de crear dinastías, conspiraciones y eliminación de rivales llegando al asesinato. Parece milagroso que tal tipo de reino pudiera durar cientos de años. Tal vez contribuyera a ello el respeto y adoración a lo ungido heredado del Imperio romano, y también el sentido germano de la jerarquía del mando militar. Y es muy notable también que una monarquía de tal condición se convirtiera en hereditaria después de la invasión árabe, que arraigara en todos los reinos peninsulares y que perdurara hasta nuestros días, apenas sin veleidades republicanas. Witerico es el último rey visigodo regicida, y a su vez depuesto por regicidio. Vino después Gundemaro, y sucedió a éste Sisebuto, hombre de extensa cultura, influenciado por san Isidoro y creador de una importante flota para defender las costas del sur, amenazadas ya por tribus guerreras de Oriente que se aproximaban desde África. A su celo católico se debe que dictara leyes especiales contra los judíos. Pueden ver así las generaciones de hoy en día que hay una cierta continuidad en la historia, que hay tendencias geopolíticas que se mantienen y realidades sociológicas que perviven bajo aspectos y circunstancias diferentes. Así, por ejemplo, el peligro que para España suponen las corrientes procedentes del África, lo que aconseja tener la espalda bien guardada. Y esa secular tendencia de los judíos al aislamiento dentro de territorios que nunca son los suyos, precisamente porque ellos no quieren integrarse y siguen normas de vida que les hacen chocar con su entorno; los malqueridos viene de largo. Suintila puede considerarse el primer rey total de España, «totius Hispaniae». La vieja provincia romana es ya como un todo, una nación que nace confundida con el pueblo godo, una monarquía católica sobre el mismo territorio peninsular que hoy son España y Portugal. Los reyes godos tienen el gran mérito —dice el historiador francés Jacques Pinglé— de evitar el despedazamiento político del país, cosa que por el contrario ocurrió en Alemania, en Italia y en gran parte de Francia y en Inglaterra, que tardaron cientos de años en su unificación total o parcial. No olvidemos esta gran verdad, anterior a la invasión árabe, culpable de la fragmentación circunstancial y forzada de la Edad Media. *** Visigodos y francos siguieron caminos diferentes. Era notoria la superioridad cultural de los primeros, y un sentido romano jurídico que daba forma y contenido estatal y unitario de política y de gobierno. Los francos, por el contrario, mantenían costumbres germánicas primitivas y no tenían inconveniente en repartir sus reinos como herencia,

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dado el carácter patrimonial de la dinastía. Ningún rey visigodo repartió sus reinos. Como advierte Menéndez Pidal, la convivencia entre las regiones peninsulares hizo posible la unidad. Sancho II lo afirmó siglos después: «Ca los godos ficieron su postura entre sí que nunca fuese partido el reino de España, más que todo fuese siempre de un señor». La patria y los godos son dos cosas inseparables (Gothorum ac patria). La norma y guía para sus reyes, bajo la influencia de la Iglesia, es la siguiente: «Rex eris si recta facias». Son normas que exigen el juramento real, buenos consejeros, evitar arbitrariedades y abusos del rey, trabajar por el bien del pueblo, limpio linaje godo y otras condiciones propias de las costumbres de los visigodos. Por ejemplo, la muy pintoresca de que el rey no esté previamente tonsurado. Pero tan sabias condiciones, en general no sirvieron para impedir las luchas por el trono, como en el caso del rey Suintila, que tuvo que huir perseguido por Sisenando, al que ayudaba el rey franco Dagoberto. No duraron mucho los reinados que siguieron, con algún período de paz que por desgracia no pasaba de cuatro o cinco años, siempre por culpa de las rivalidades sucesorias, ya que todo noble godo podía considerarse con dere cho al trono. En este sentido, el reino godo podía considerarse más bien como una república coronada con todo el riesgo que las continuas elecciones comportan sin un sistema adecuado. En la serie de reyes de aquella etapa, tras Sisenando, aparecen Chintila, Tulga y el sanguinario Chindasvinto, del que se dice que ejecutó a quinientos nobles, en gran parte en el deseo de crear una dinastía, para lo que asoció al trono a su hijo Recesvinto. En aquellos años «se había creado una alta liturgia de gran originalidad y belleza», tanto para el trono como para el altar. Esta liturgia perdurará durante siglos, conocida como rito mozárabe. Recesvinto llevó a cabo una gran recopilación legislativa. Es cierto que tuvo que reprimir alguna rebelión local, como la de Froya, pero desde que murió Chindasvinto, su hijo tuvo un reinado «pacífico, constructivo y conciliador». Su Código, la Lex Romana Visigothorum, basada en el Derecho Romano y en el Canónico, fue su gran obra, que obligaba a todo el reino de los godos. Entre otros avances, autorizó los matrimonios mixtos de godos e hispanoromanos. Puede afirmarse que fue en tiempos de Recesvinto cuando quedó consolidado el sentimiento de España como patria común de todos los habitantes de la Península Ibérica. Sólo quedó algún grupo voluntariamente aislado: un pequeño núcleo vascón tardíamente cristianizado y los dispersos «ghettos» de raza y religión judía. Es curioso ver cómo el odio del pueblo hispanoromano contra los judíos permanece y se incrementa en tiempos de los godos, volviendo a manifestarse en la Edad Media y hasta nuestros días en muchos países, con su exacervación en Alemania, en el siglo XX. *** En el reinado de Recesvinto se había llegado al cénit de la España visigótica. Unificados el territorio y las gentes peninsulares, del Pirineo al Estrecho, centralizados el

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poder y el prestigio real en Toledo y derrotado el noble bizantino Paulo, que se había hecho proclamar rey de la Septimania en la Tarraconense, parecía que todas las esperanzas eran posibles para el primer EstadoNación de una Europa que se intuía pero que no existía.

Sin embargo, «ni la estructura social ni las instituciones estatales eran tan firmes como aparentaban» según opina el gran medievalista García de Valdeavellano. Y añade: «Los vicios congénitos invencibles de los visigodos, más virulentos que nunca, iban a provocar el derrumbamiento del Estado». El primero de esos vicios es, fundamentalmente, el sistema electivo de la monarquía, que ponía en riesgo todo el sistema en cada momento sucesorio. Tengo la teoría de lo que yo llamo «las Españas frustradas»3. Lo iremos comprobando a lo largo de estas páginas.

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El caso visigodo en vísperas del siglo VIII es de los más flagrantes: España se ha consolidado como reino, vive en paz, floreciente, la primera del continente con su cultura isidoriana, unidos en la fe y con el orden continuado de los Concilios de Toledo... Y sin embargo, como dice Valdeavellano, la insolidaridad interna, resentimiento, la astuta envidia de los de fuera, especialmente de los francos, a cuyo ejército el nuevo rey Wamba había vencido en su propio territorio, cuando trató de ayudar al rebelde Paulo... Cuando parecen superadas las asechanzas exteriores, surge un nuevo peligro para Wamba y su reinado. Las naves de un pueblo fanatizado recientemente por Mahoma en la lejana Arabia, van dominando el Mediterráneo y amenazan nuestro litoral sur. Wamba derrota a su flota, cruza el estrecho y toma Ceuta, en la Mauritania Tingitana, provincia de la Hispania romana. El reino visigodo alcanza su máxima expansión y grandeza. El rey, además de guerrero insigne, es un gran promotor de obras públicas y para él, lo primero, es el bienestar de su pueblo. No viene de fuera el mayor peligro. Una vez más, como tantas veces en nuestra historia, viene de dentro. Un descendiente de Chindasvinto, el conde Ervigio, se las arregla para que el XII Concilio de Toledo deponga a Wamba y a él le haga rey, encerrando al depuesto en el monasterio de Pampliega. Lía pasado a la historia el sucio procedimiento de que se valió Ervigio para deponer a Wamba. Cayó éste muy enfermo debido a un narcótico que le propinaron los conspiradores. Creyendo que iba a morir, San Julián y los fieles al rey, siguiendo las normas conciliares, impusieron a Wamba el hábito y la tonsura. Se recuperó el monarca de su desmayo, ya que no había tal enfermedad, y al estar tonsurado ya no podía volver al trono. Después de este novelesco episodio, en torno a la Corte visigoda proliferan las intrigas, las traiciones, las conspiraciones y los enredos de toda índole que van a llevar al reino a su perdición. Más que los árabes y bereberes —digo en mi obra Así se hizo España— fue el «morbo gótico», llamando así a los terribles defectos del sistema electivo para la Corona, unido a la sorda y demoledora política de los judíos de casa, lo que fue preparando el desastre del Guadalete. La persecución contra ellos se había exacerbado, se les había prohibido el comercio, que dominaban, el pueblo les detestaba y se tenía noticia de que conspiraban con los mahometanos del norte de África «para causar la ruina de la patria». A la muerte de Ervigio vuelve al poder la familia de Wamba representada por Egica, que no se anda por las ramas, y como primera medida ordena sacar los ojos a Teodofredo, hijo de Chindasvinto, en el que ve un posible aspirante al trono. El pobre ciego concentra su odio a Egica en la idea de hacer rey a su hijo Rodrigo. Con este nombre empiezan a sonar las horas finales del reino. Witiza sucede a su padre Egica, sube al trono y para evitar rivales hace ejecutar en Tuy al conde Favila, nada más y nada menos que el padre del archifamoso don Pelayo, llamado a los más altos destinos, iniciar la Reconquista. Cuenta un cronista mozárabe «que Witiza por aquellos días lloraba ya desde Palacio por la pérdida de España».

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Las conspiraciones aumentaron. Lógicamente, don Pelayo es uno de los conspiradores. Y de modo insospechado, Witiza nombra duque de la Bética a don Rodrigo, el hijo de Teodofredo. Extraña compensación por la ceguera. Difícil es comprender a las «dos Españas» representadas en aquellos tiempos por los de Witiza y los de Rodrigo, y menos aún descubrir la verdad histórica. *** Lo que pudiéramos llamar el aparato estatal visigodo se halla en sus horas finales. No así su sentido de la patria española, su espíritu nacional y de monarquía católica,que se prolongará en los reinos hispanos de la Reconquista, que se consideran herederos del Reino visigodo de Toledo y avanzada frente al Islam. Aparecen en el drama varios personajes secundarios de cierta trascendencia. Por ejemplo, el conocido por la leyenda como conde don Julián, probablemente un señor bereber de la tribu católica de Gomera, en el norte de África. Él fue quien primero defendió Ceuta al servicio de Witiza, frente a Zarik, que se había apoderado de Tánger, la vieja Tingis romana. Como ya no llega ayuda de las naves visigodas, don Julián rinde vasallaje al Valí de Yfriqueiya (es decir el África islámica). Se llama Muza, el célebre moro Muza, de las historias. Y la tribu de Gomera se hace mahometana. Existe la leyenda de que la traición de don Julián se debió a que su hija La Cava (la prostituida) había sido violada, unos dicen que por Witiza, otros que por don Rodrigo. La primera versión parece más verosímil. Los partidarios de Witiza, al morir éste, tratan como rey a su hijo Akhila, duque de Tarragona, y llaman en su ayuda a los árabes de África para luchar contra Don Rodrigo, que ha sido elegido rey por el Aula Regia, reunión de los magnates godos según los Concilios toledanos. Coincidiendo con este nombramiento, el año 710, Tarif ben Malkuk desembarca en la punta avanzada del Sur de España, que por él se llamará Tarifa. Cuatro años después, en el 714, Tarik ben Ziyad, cruza el estrecho varias veces y se fortifica en el promontorio de Calpe, al que se llamará Gebbal Tarik, es decir Gibraltar. Aprovechando la crisis interna del Estado visigodo un grupo de vascones recalcitrantes se había sublevado en las montañas navarras. Había acudido Rodrigo para combatirles. Fue allí, sitiando Pamplona, donde se enteró del desembarcó de los árabes en Gibraltar. Cuando llegó al encuentro del invasor cometió el error de confiar el mando de las alas de su ejército a los hermanos de Witiza, don Oppas y Sisberto, que le traicionaron. La derrota de los visigodos en la batalla de los tres nombres, río Guadalete, Laguna de la Junda, y en árabe Wadi Lacea, cerca de Medina Sidonia, fue sangrienta, total. A partir de allí la penetración de Tarik en la península, resultó fácil, sin obstáculos. Existe la leyenda de que don Rodrigo desapareció en la batalla y que más adelante, reapareció en Lusitania, pero lo más probable es que muriera en el combate. Sin datos confirmados atengámosnos a la belleza de los romances. Fue aquel día lo que en la Edad Media se llamó «la pérdida de España». Los descendientes de los hispanoromanos, fundidos con los godos, se dedicarían durante más de siete siglos a reconquistarla.

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Resumiendo, creo que de esta intensa etapa visigótica se pueden extraer interesantes lecciones, algunas de ellas con valor para todo tiempo en nuestro país: lº El elemento visigodo es fundamental, básico, en la formación del concepto de España, y complementa la formación hispanoromana. 2º La idea de Monarquía y la identificación con ella en nuestro país viene de los visigodos, si bien hasta el principio de la Reconquista no se consolida como auténtica Institución Real, es decir, hereditaria. 3º El Catolicismo se confirma como consustancial con el país desde el III Concilio de Toledo. 4º Las intervenciones extranjeras son frecuentes a través de la Historia para sacar provecho propio de las crisis internas españolas y muchas veces para agravarlas. 5º Los núcleos judíos o judaizantes se han aislado en la Península Ibérica desde tiempo inmemorable y generalmente han sido odiados por el pueblo. 6º Los vascones o gascones nunca constituyeron un Estado ni una nación, si bien tardaron en ser asimilados y cristianizados. 7º La España de los godos fue el primer EstadoNación de la naciente Europa y el más floreciente hasta la invasión árabe. De ahí la idea de la «España perdida». 8º La amenaza africana para España nace de la expansión árabe del siglo Vn, que ocupa la Mauritania Tingitana, que nunca había sido musulmana. Desde entonces es una amenaza latente que aconseja guardar la espalda de la Península, es decir, el Estrecho y las costas del Sur. 1 Las hijas de Atanagildo, Brunequilda y Geleswhinta, casaron con dos reyes europeos, Sigiberto, rey de Austrasia, y Chilperico (rey de Neustría), y fueron llamadas por el historiador galo Fortunato «las dos torres gemelas con las que Toledo ornaba la Galia». 2 Título que el rey Alfonso XIII utilizó catorce siglos más tarde. 3 Ver mi libro España a destiempo (Ed. Rialp, Madrid 1988).

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VI LA INVASIÓN ÁRABE Y LOS PRIMEROS REINOS CRISTIANOS

En principio puede afirmarse que la invasión árabebereber en la Península fue un elemento perturbador de extraordinaria importancia que vino a interrumpir el proceso normal de nuestra historia, en la línea, hasta entonces, de los demás países del occidente de Europa. Eternos visto que la base prerromana y el reino visigótico habían dado lugar al principio del siglo VIII a lo que podemos llamar España, el país de nuestros antepasados. Pues bien, a pesar de sus siete siglos de permanencia en la Península el nuevo invasor, creo que nunca llegaría a ser un factor esencial en la formación de lo español, como lo fueron celtíberos, romanos y visigodos. Los musulmanes, aparte de ser poco numerosos, siempre fueron considerados como invasores y ocuparon un territorio separado de aquél en que se refugiaron los habitantes del país invadido. En el que ocupan se llega a una cierta convivencia, a algún mestizaje y a una inevitable influencia recíproca. Pero sin dejar de ser los musulmanes «el enemigo» al que hay que expulsar. Lo que es innegable es que la invasión del 711 condiciona nuestra historia de un modo excepcional. En mi obra Así se hizo España, que sigo en estas líneas, enumero una serie de consecuencias de dicha invasión que resumen, creo que de manera lógica y racional, tales consecuencias, con lo que el joven lector al que dirijo esta historia, tendrá una visión y un juicio anticipados de siete siglos de nuestro pasado: 1.º La invasión obliga a que España «marche por derroteros distintos de los del resto de los países que formaron parte del gran Imperio romano». 2.º Nos aíslan de la común trayectoria europea, pero al mismo tiempo nos convierten en defensores y avanzados frente a la amenaza secular del Islam. 3.º Fragmentan el EstadoNación unificado del siglo vn, el primero de Europa, dando lugar a los núcleos aislados que inician la Reconquista y que no llegan a converger hasta principios del siglo XVI. Tan importantes fueron esas consecuencias que aún las vivimos en cierto modo. 4.º Convierten el factor religioso en el aglutinante de nuestra nacionalidad. 5.º Introducen un espíritu fatalista, refuerzan el primitivismo tribal y belicoso, nos hace refractarios al esfuerzo y al sentido práctico de la existencia. «O el alma de nardo o la guerra Santa»...

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6.º Retrasan nuestro progreso al obligar a una guerra continua que devasta el país y añade un elemento diferenciador en muchas zonas. Todos esos factores, claramente negativos, no deben ocultar otros positivos, un valioso legado que forma parte de nuestra cultura. Insisto en que debemos asimilar la totalidad de nuestra historia. Es el mejor modo de enriquecerla. Entre esos factores positivos, citaré algunos. Como quiero que os llegue en estas páginas lo más importante de nuestra historia de un modo claro, racional y lógico, cuento los hechos pero trato también de interpretarlos del modo más ecuánime posible, también sin fingir neutralidad en los casos opinables. Por ejemplo, en éste de la presencia musulmana en España, cantar cuyas glorias es una moda muy politizada de nuestro tiempo. Creo que lo árabe fue un factor externo, extraño, importantísimo, muy valioso e influyente, pero al fin y al cabo, un factor ajeno. Lo verdaderamente español en el siglo Vm se refugia en Asturias, en Galicia, en Cantabria, en Amaya y en las Bardulias, cabeza de Castilla, en los Pirineos vascones de Navarra y Aragón, en la Marca Hispánica de los primeros condes catalanes... Desde allí se iniciará la Reconquista, y según se iba avanzando iría incorporando al acervo español ese importante factor positivo islámico que los árabes habían introducido en nuestro país: los esplendores de un arte oriental exótico, las glorias poéticas, filosóficas y científicas que brillaron en y desde la Córdoba de los Califas, algunas nuevas formas industriales y artesanas, avances en la agricultura y muchas palabras árabes o arabizadas que se incorporaron a nuestro idioma. Pero vayamos al relato de los hechos. *** Desde la llegada de Muza y Tarik con sus diez o doce mil guerreros árabes y bereberes, las campañas que emprenden son simplemente, una guerra de conquista. En pocos meses, apenas sin resistencia llegan a Galicia y al Alto Aragón. Espectacular y fácil avance ante la dejadez de un país de ocho millones de habitantes. No faltaron ciertas complicidades de los partidarios de Witiza y de los judíos. Hay casos tan extremos como el de Egilona, viuda de don Rodrigo, que casó con un hijo de Muza, instalado en su lujosa corte de Sevilla, o la de Adalberto, llamado el conde de los cristianos en AlAndalus. Pero no todos los hispanovisigodos actuaron así: predominaron en ellos los sentimientos patrióticos y religiosos y el deseo de recuperar sus tierras y sus patrimonios. A este fin se fueron concentrando hacia el norte, con preferencia hacia Asturias. Es el momento en el que aparece la figura histórica de don Pelayo, noble godo de sangre real que huye de Córdoba y se refugia en los Picos de Europa. Allí, reuniendo un pequeño ejército de visigodos montañeses astures, tiende una emboscada y derrota a Alkama, enviado contra él por los valíes de Córdoba. Es la batalla que pasa a la historia como simbólico comienzo de la Reconquista, Covadonga, al lado de la gruta de la Virgen. Es el primer caso que da un tono de milagro, de intervención divina, que se prolongará durante siete siglos como elemento esencial en la «guerra contra la morisma», a la lucha entre «moros y cristianos» (año 718 a 722).

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Debió ser una muy limitada victoria, pero Covadonga, en el monte Auseba, fue muy bien explotada militar y políticamente por los vencedores. Los árabes la dieron poca importancia. Sin embargo cinco siglos después, el cronista granadino Ibn Said escribía: «Despreciamos la fuerza de aquellos asnos salvajes y sus descendientes llegaron a conquistar Córdoba». Hay que tener en cuenta que los árabes, ensoberbecidos, se consideraban invencibles hasta que llegaron a orillas del Loire, donde les derrotó Carlos Martel en la batalla de Poitiers. Pelayo instaló su capital en Cangas de Onís, hasta que pocos años después el rey Silo, de la monarquía astur, la trasladó a Pravia, de la montaña al llano. En esa corte predominaba el goticismo, la añoranza de Toledo. Hasta los ritos y la onomástica eran germanos. El dominio musulmán en España ha llegado a su máxima expansión hacia el año 740, bajo el mandato de Okba. Sólo las cumbres de los Picos de Europa y del Pirineo y sus valles «no son hollados por el moro». La naciente monarquía astur muestra tendencia a convertirse en hereditaria, al menos para que la Corona no salga de la misma familia. Esta tendencia tiene mucha importancia; ya no aparecen las luchas por la sucesión y además permite la unión de los núcleos astures y cántabros, por ejemplo con don Pedro, duque de Cantabria. Principio reconquistador que se extiende hacia el Este a las tierras vasconas de las Bardulias, núcleo originario del Condado de Castilla. Según las viejas crónicas, estos territorios tenían su centro en Miranda de Ebro y comprendían desde Carranza, Sopuerta, Álava y Orduña hasta Pamplona, razón de que una de sus zonas montañosas se llame Sierra de Cantabria. Alfonso I, gran rey de la familia de Pelayo, tiene un largo reinado, del 739 al 757. Sorprende su rápida expansión, fulgurante reacción que llega hasta la cordillera central, muy lejos de Asturias. Por precaución, por prudente medida y no dar tanto de sí, retrocede a posiciones más seguras, sus ejércitos son muy reducidos. Y se crea entre moros y cristianos el llamado «desierto del Duero», un glacis muy amplio, que no será ni de unos ni de otros, pero que servirá para todas sus correrías y para campo de batalla, sin consolidarse de un lado o de otro. Durante más de un siglo será tierra fértil para las hazañas, los castillos y las maravillosas iglesias románicas. Aquel tipo de enfrentamientos se prestaba a todo menos a convertirse en una guerra corta. Las fuerzas cristianas eran muy escasas. No había sentido de cruzada ni ayuda exterior; la población de las tierras ocupadas era reducida y muy pobre, inútil para incorporarse a los ejércitos, así que no había fuerza para acciones decisivas. Y entre los musulmanes surgían divisiones y choques entre los de procedencia asiática y los bereberes africanos. Al principio se imponían estos últimos, pero acabaron venciendo los árabes con la ayuda de 20.000 guerreros llegados de Siria. Un dato curioso es que los bereberes, al retirarse al Magreb, dejaron varios enclaves en las zonas montañosas del centro, al norte de las sierras. Allí se conservan, en pueblos aislados, muchos rasgos raciales y modos de vida norteafricanos.

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Con la muerte de Alfonso I, muy superior a sus inmediatos sucesores, coincide la llegada a España de Abderramán ben Muawila, de la familia Omeya. Para no complicaros el panorama, no entro a relatar ni a comentar las luchas internas entre los árabes del Oriente Medio que dieron lugar a la llegada a Córdoba de Abderramán. Ése se hizo proclamar emir de AlAndalus, fundando en España el Estado musulmán independiente de Occidente, rompiendo las amarras con el Califato de Oriente, que se había trasladado desde Damasco a Bagdad. El joven Abderramán I, de grandes cualidades, logró, aunque superficialmente y con esfuerzos, poner orden en las luchas de razas y clanes en AlAndalus, que si mantuvo su poder muchos años, más que a fuerza propia se debió a fracciones y debilidades en el campo cristiano. No obstante, desde Abderramán I, la España musulmana tuvo momentos espléndidos de poderío militar que facilitaron la brillante floración cordobesa en los terrenos artísticos y culturales. Desde la retirada estratégica del Reino Astur, los musulmanes tenían que gobernar un territorio demasiado extenso, lo que facilitaba las rebeldías locales y debilitaba las líneas militares. Esta situación se prestaba a las correrías de unos y de otros en los territorios enemigos. Hay que tener en cuenta que esta división discontinua y tan mal definida geográficamente entre «moros y cristianos», originaba una curiosa distribución de población: así, un considerable número de cristianos aceptó vivir entre islámicos y convertirse a su religión. Fueron los llamados «muladíes». Sin embargo, gran parte de los hispanorromanos en territorios ocupados por el enemigo musulmán, siguieron con su religión católica y serán llamados «mozárabes». De parecida forma, al recuperar los reinos cristianos los territorios islamizados, numerosos «moros» permanecieron allí, conservando su religión y sus costumbres. Son los llamados «mudéjares». A Alfonso I le sustituyeron una serie de reyes menores. Su hijo Fruela, que reinó trece años, venció a los árabes en Puentedeume, en las costas gallegas, pero se le sublevaban tan pronto los vascones —por cierto se casó con Munia, vasca alavesa— como los gallegos, con lo que tuvo que volver de las Bardulias al Finisterre, devastar y repoblar de nuevo el reino. Vemos así que los problemas internos de los dos bandos no permitían una guerra total, un frente continuo y un esfuerzo bélico prolongado, si bien los reinos cristianos año tras año, no cejaban en su gran objetivo que los unificaba, recuperar la «España perdida». Fruela murió asesinado, mala costumbre gótica, aunque también romana. Los reinados de sus sucesores fueron cortos. Después de él vinieron sus cuñados Aurelio (768774) y Silo (774783). Les sucede un hijo natural que tuvo Alfonso I con una cautiva mora: de ahí su nombre, Mauregato (maurus captus), al que siguió Vermudo I el Diácono, sobrino de Alfonso I. Fueron reyes de un reducido territorio, de escasas fuerzas, por lo que se vieron obligados a un cierto entendimiento con el invasor, contemporizando con el poderoso Abderramán, pero conservando siempre su religión cristiana y su herencia visigótica.

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Además mantuvieron unas relaciones muy positivas, incluso culturales y matrimoniales, con las grandes casas europeas, principescas, ducales, imperiales, afirmando el carácter plenamente occidental y cristiano de los reyes astures. El ayudarles debía haber sido tarea esencial para Europa, ya que continuaba siendo un grave peligro para ella la presencia en el sur del Continente de un poderoso enemigo como el emirato de Córdoba. Es esta situación la que hace aparecer la enorme figura histórica de Carlomagno en la Península. No le guía una idea de Cruzada sino la de ampliar su imperio de Occidente. Es un intervencionismo político militar el que le trae al sur de los Pirineos. Le ha guiado la oferta del gobernador moro de Zaragoza, expulsado por Abderramán, que le ha ofrecido la gran capital del Ebro a cambio de su ayuda. Carlomagno llega a sitiar la ciudad pero tiene que partir para reprimir la rebelión de Sajonia. Es en esa retirada cuando se da el episodio de Roncesvalles, cuando entre vascones y musulmanes de Suleiman produjeron la famosa «rota» de las huestes imperiales de Carlomagno, al mando del famoso Roldán, singular batalla que pasó a los romances. Abderramán I, antes de morir, pudo comenzar la construcción de la famosa mezquita de Córdoba y el palacio de la Arruzafa (Al Rusafa, el jardín). *** El reinado de Alfonso II fue uno de los más largos de nuestra historia, cincuenta y un años, hasta mediados del siglo IX. Nieto de Alfonso I, llamado el Casto porque no llegó a consumar su matrimonio con Berta de Francia, fue, según las crónicas, «un príncipe amable a Dios y a los hombres». Llevó la capital a Oviedo, ciudad recién fundada junto al monasterio del monte Oveto, y en torno hizo construir pequeños templos, verdaderas joyas del arte prerrománico. Alfonso II no sólo rechazó ataques musulmanes sino que hizo correrías audaces llegando a conquistar Lisboa, avanzando hasta Mérida y liberando muchos mozárabes. Lo malo es que tan pronto se avanzaba como había que retroceder. Un rigodón que llevaba de nuevo a los moros hasta Oviedo, como a los cristianos a Astorga y Coria, como a sus enemigos a las tierras de Álava. El pequeño reino astur resiste. Consigue una importante victoria en Lutos, a orillas del Narcea. Los cronistas exageran al decir que allí murieron 60.000 «caldeos», así llamaban a los musulmanes. En esos años, mediados del siglo Vm, aparecen nuevos elementos en el confuso panorama peninsular, en la incipiente y dispersa España que inicia la Reconquista. De una parte, mediante alianza con el reino astur, Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, cruza los Pirineos y extiende la llamada Marca Hispánica hasta Tarragona, incluyendo las zonas del Alto Aragón y ocupando Barcelona. Un caudillo de origen gascón o alavés, llamado Velasco o Galindo Belascotenes, parece que fue el primero en gobernar en Pamplona, liberada de los musulmanes el año 799. De esta forma entra a participar en la Reconquista con personalidad propia el reino de Navarra, como lo hacían ya por esas fechas el condado de Barcelona, parte de la Marca Hispánica, dependiente de Carlomagno, y el Reino de Aragón, reducido a un pequeño enclave pirenaico.

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Precisamente en Zaragoza gobernaban los Banu Qasi, muladíes descendientes del conde visigodo Casius, y contra el rebelde al poder de Córdoba, luchaba el Emir AlHakam, que a su vez hacía frecuentes expediciones veraniegas (aceifas, de saifa: verano) contra los astures. En el año 759 aparece por primera vez en un documento el nombre de Castilla, tierra de los castillos, Al Quiíla en árabe, avanzada fronteriza de cántabros, astures y alaveses frente a los moros. Al llegar el siglo IX coinciden dos grandes reyes: Abderramán II, nuevo emir en Córdoba, organizador del Estado de AlAndalus culto, rico y temido, y Alfonso II el Casto, en Oviedo, rey que da un sentido patriótico y visigodo a su reino y trata de vincular a los núcleos vecinos y fraternos a la empresa reconquistadora. Se considera primer rey de Pamplona a un caudillo que consolidó la ocupación del año 799 Se le da el nombre de Iñigo Arista, personaje semilegendario. No obstante, quien ocupó la mayor parte del territorio navarro por aquellos años fue Muza Banu Qasi, jefe de la poderosa familia de Zaragoza, a los que la crónica llama «godos de nación». El tal Muza saqueó Barcelona y reinó también en Tudela y Huesca, haciéndose llamar «el tercer rey de España». En el siglo IX, durante varios años, aparecieron en las costas españolas los navegantes normandos. Sus penetraciones hacia el interior fueron breves pero muy profundas, desde Coruña, Gijón, Lisboa, por el Guadalquivir llegaron a Sevilla, que ocuparon, y siguieron hasta ser derrotados por Abderramán en Tablada. Ramiro I, sucesor de Alfonso II, logró rechazarles en Asturias; también llegaron a Pamplona, haciendo prisionero a García Iñiguez, hijo de Iñigo Arista, rescatado después por una gran suma. También ocuparon Algeciras y las Baleares. Debió ser algo terrible pero apenas dejó huella en la Historia de España. Ramiro I fue el repoblador de León, siendo sucedido por Ordoño I. Este fue el vencedor de la famosa batalla de Clavijo contra las huestes de los Banu Qasi. Dejó Ordoño I un buen recuerdo, sobre todo como rey repoblador en las zonas de Amaya y la Bardulia, lo que pronto sena condado de Castilla. *** Alfonso III el Magno comienza su largo y fructífero reinado (866910) cuando sólo tiene dieciocho años. Representa el espíritu neogótico, la decidida acción guerrera y repobladora para lo que aprovechó con acierto las divergencias y luchas internas en el campo árabe, en plena crisis. Logró unir a la empresa común a los astur leoneses con los pueblos pirenaicos. Se casó con una navarra, Jimena, y reforzó el enlace casando a su hermana con un magnate del naciente reino de Pamplona. Apoyó hábilmente a los numerosos rebeldes moros de Aragón (los Banu Qasi), de Toledo (los Ben Lope), de Extremadura (Ben Marvan, el Gallego), y sobre todo, el famoso Ornar Ben Hafsun, que se hizo un pequeño imperio en el Sur y acabó por hacerse cristiano. Estos rebeldes tenían en general ascendencia goda. Consiguió importantes victorias militares, Ibrillos y Polvoraria, llegando hasta Zamora y La Rioja, reforzando así la línea del Duero. Él mismo recorría las líneas avanzadas e iba construyendo fortalezas, castillos,

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monasterios, viviendas para los nuevos pobladores. Eran estas gentes muy modestas, pobres campesinos del Norte y mozárabes refugiados. Alfonso III les concedía «cartas pueblas», mediante la fórmula jurídica de la «pressura». Muy distinto sistema al que se utilizaba en el resto de la Europa de Carlomagno, en donde se entregaban las tierras a los magnates, es decir, el feudalismo. En nuestros días el procedimiento español de reparto de propiedades puede parecer más democrático y social, pero a la larga se mostró mucho menos eficaz y positivo, creó miles de pequeños núcleos municipales, los vicos, inviables, inevitablemente pobres, que aún persisten, frente a la fuente de riqueza y desarrollo que representó el feudalismo. Alfonso III ayudó a la repoblación del valle del Ebro, a fortificar un extenso territorio desde el Gorbea hasta los campos del sur de Navarra y La Rioja. En esa época tuvo lugar la fundación de Burgos por Diego Rodríguez. El actual País Vasco formaba parte del reino astur. Comprendía la llamada «Galia comata» (Galia frondosa) que se extendía de Álava, desde tierras de Miranda de Ebro hasta Francia, el noroeste de Navarra y la actual Guipúzcoa. Al este se iba consolidando la dinastía navarra con la ayuda de Alfonso el Magno, mientras el vecino condado de Aragón se desprendía de la dependencia de la Septimania francesa, teniendo por primer conde a Aznar Galindo, cuyos sucesores emparentaron con los reyes de Navarra, uniéndose también con los antiguos condados limítrofes de Sobrarbe, Ribagorza y Pallars, que se habían desprendido de la Marca Hispánica carolingia. A fines del siglo IX, cuando el reino de Asturias llevaba más de ciento setenta años luchando contra el moro en pos de la España perdida, empieza su andadura histórica el condado de Barcelona. Las primeras noticias de sus orígenes no aparecen hasta los siglos xn y xm, en la Gesta Comitium Barcinonensium. El primer condemarqués independiente parece que fue el famoso Wifredo el Velloso, ¿de estirpe germana?, nieto de Aznar I, primer conde indígena de Aragón. Fue Wifredo quien reconquistó y gobernó la zona llamada Cataluña la Vieja, que incluía las comarcas de Vich, Ripoll, Montserrat, Manresa y Cardona, a los que unió por herencia los condados de Urgel, Gerona y de CerdañaConflent. Al morir luchando contra Mohamed ben Lope, Wifredo dividió el condado catalán entre sus hijos, según la costumbre de los francos. Cuando yo estudiaba la Reconquista y más tarde al escribir Así se hizo España, tenía un santo temor a comprender y explicar aquellos núcleos cantábricos y pirenaicos, que cada uno más o menos por su lado se habían lanzado a recuperar la España perdida. Tantos nombres, muchas veces repetidos, tantas batallas, tantas alianzas, rupturas, fronteras indecisas... hacían difícil llegar a explicaciones claras, atribuir méritos y deméritos, saber quién era quién, conocer los cornos y los porqués. Aquí he procurado simplificar al máximo para haceros llegar esta confusa etapa inicial de la Reconquista, que es indispensable saber para comprender todo lo que pasó después, para saber hasta qué punto aquellos pasos iniciales influyeron en lo que es la España actual, su unidad discutida, sus Comunidades y sus municipios, hasta sus políticas, interior y exterior y muy claramente, su europeidad.

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*** Este era el panorama de España al alborear el siglo X. El idioma oficial, el que se emplea en los manuscritos en letra gótica, el que todavía se habla en el muy reducido mundo culto, es el latín. Pero el pueblo comienza a hablar una lengua no escrita, latín degenerado, «el rutinus sermo», romance preliterario del que saldrán los dialectos o lenguas regionales, el galaicoportugués, el leonés, el castellano, el navarroaragonés, el catalán y los dialectos hablados por los mozárabes en AlAndalus. La cultura se cultiva, sin grandes alardes, en los pobres palacios de entonces y, sobre todo, en los monasterios que surgen por doquier, una prueba más del sentido religioso de la Reconquista, clave de la Historia de España durante muchos siglos1. Los castillos y las torres abundan desde el Finisterre al cabo Creus y van poblando el paisaje hasta las líneas que va marcando en su avance la Reconquista, hasta las sierras de Andalucía. Castilla de castillo, castellano, castelán, como Cataluña, catalán, gentes de tierra de castillos... Tal vez sea Cataluña donde más castillos se conservan; castillos guerreros, no como los «cháteaux» franceses, residencias señoriales, más o menos lujosas y de tiempos bien posteriores. El arte hispano tiene caracteres visigodos, carolingios y mozárabes, se hablan, como digo, las lenguas romances, los monasterios traen a los tiempos nuevos la cultura clásica, que en gran parte nos llegará a través de Córdoba... Esa es la España que en el siglo X va a emprender una nueva etapa de la Reconquista. Va a dirigir, sobre todo esta nueva empresa el reino asturleonés, desde León. Constituye el núcleo más emprendedor, más decidido, con mayor sentido de misión nacional. Al otro lado, la España musulmana, que había estado a punto de perderse en querellas civiles. Pero aparece en escena un hombre extraordinario que llevará a AlAndalus a sus días de máximo esplendor, el gran Califa de Occidente, Abderramán III. 1 Monasterios por doquier: San Vicente en Oviedo, Samos y Sobrado en Galicia, Santo Toribio en Liébana, San Pedro de los Montes en El Bierzo, San Miguel de Escalada en tierras de León, San Pedro de Cardeña en Castilla, San Salvador de Leire en Navarra, San Juan de la Peña, en Aragón, San Pedro de Roda, San Juan de Ripoll, San Cugat del Vallés, en Cataluña.

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VII ABDERRAMÁN III Y EL CONDADO DE CASTILLA. ALMANZOR

Ahora está de moda escribir una historia que incida especialmente en los aspectos sociológicos, culturales y económicos. Poco íbamos a saber si no conociéramos de antemano los factores políticos, militares y biográficos que dieron lugar al devenir histórico de cada país. Sería como querer describirnos la decoración de la casa y el contenido de la despensa sin construir antes el edificio y contarnos los cornos y los porqués de su construcción. Todas las formas de historiar son válidas y se complementan, pero querría que os quedara bien claro que hasta nuestro tiempo, cuya historia Dios sabe cómo se contará dentro de unos siglos, lo elemental son los hechos políticos y militares en su más amplio sentido, realizados por los grandes personajes, los que pudiéramos llamar los forjadores de historia. «Entre esos protagonistas y sus pueblos, se da una a modo de interacción que hace difícil precisar a veces quién es antes si el hombre o la circunstancia humana y temporal que le rodea.» Vienen a enlazar estas ideas con el nombre que dejamos al terminar el capítulo anterior, Abderramán III. Hemos podido apreciar que de un modo general coinciden los grandes reinados con los largos reinados. AbdelRahman III al Nasir reina del 912 al 961, aproximadamente como Alfonso II el Casto y como Alfonso III el Magno, del lado cristiano. Durante el gobierno en Córdoba de Abderramán ocupan el trono leonés hasta ocho monarcas, en una institución real que se ha ido haciendo hereditaria, es decir, auténtica monarquía, bien lejos de las efímeras e inseguras de los visigodos. Figuras clave de esta etapa son Ordoño II y Ramiro II de León, y Sancho I Garcés y García Sánchez I de Navarra. Y aparece como figura esencial y controvertida, el primer conde independiente de Castilla, Fernán González. Estos personajes gobernantes se identifican con sus pueblos, lo son todo para ellos, en primer lugar, fuente de justicia y luego jefes de la hueste. Pronto empezarán a dar fueros y libertades, así como a premiar méritos con dignidades y mandos. Abderramán III era hijo de una cautiva vascona, bisnieta de Iñigo Arista. De ahí su pelo rubio y sus ojos azules, como los de sus descendientes. Fue hombre refinado y culto, pero para él no contaban los principios humanitarios. El joven gran señor de AlAndalus era autoritario, ambicioso, tenaz, inteligente y enérgico. Adoptó el título de Califa y Príncipe de los creyentes con autoridad para dedicar la guerra santa. Sin

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embargo, el árabe andaluz, que vivía bien, en un país con buen clima, en un ambiente culto, con unos campos ubérrimos, no parecía muy proclive para la guerra. Pero las arcas de Abderramán estaban bien nutridas y daban para pagar mercenarios, sobre todo, bereberes. Del lado cristiano, García, hijo de Alfonso el Magno, mantiene el primado de León, con sus hermanos Ordoño y Fruela como feudatarios en Galicia y Asturias, respectivamente. Castilla, lejos de León, se defiende por sus propios medios frente a un Abderramán que se ha presentado ya en sus fronteras. El caudillo castellano es Fernán González, hijo del conde de Burgos, y el de Navarra y Aragón es Sancho Garcés I. Los cristianos vencen en San Esteban de Gormaz, pero a esta victoria de Ordoño II responde el Califa venciendo en Valdejunquera. Pero el Califa no es un conquistador ni un colonizador, como los romanos o como los españoles en América. Después de sus victorias no ocupa los territorios enemigos, no remata, sólo devasta, destruye y vuelve a su Córdoba a continuación. Eso hace después de incendiar Pamplona. A los que en nuestro tiempo se extasían añorando una España musulmana que nunca existió, habría que recordarles que el poderoso Califato, en pleno esplendor, fue incapaz de conquistar España en el siglo X, no por falta de medios bélicos sino por su propia fragilidad interna, por mezcla de razas, por falta de proselitismo de su religión, porque pronto alcanzó la cumbre del poder y del bienestar de los suyos y enseguida comenzó su decadencia. No hay más que ir viendo a lo largo de ocho o diez siglos en lo que han ido a parar los países en que impera el islamismo: pobreza, golpes de Estado, petróleo para los jefes y fuente de terrorismo. Si esa es la gloria que añoran los cantores de AlAndalus... Gracias por las Mezquitas y las Alhambras pero bien está la Andalucía cristiana y reconquistada. Ordoño II había sido un digno rival para Abderramán. Su hijo Ramiro II se lanza con osadía hacia Toledo, designio visigótico, y en el camino conquista Magerit, Madrid,cuyo nombre aparece por primera vez en la Historia. Aliado con Fernán González derrota en Osma a un gran ejército del Califa. Después, ante Simancas se da la gran batalla de este nombre. Dura varios días y la victoria cristiana trasciende más allá de las fronteras. De Simancas se escribió en Italia, en Francfort, en Saint Gall y en Bagdad. Hay que tener en cuenta que eran tiempos de los que el historiador francés Dozy podía comentar: «Nadie cuidaba ya en Oriente ni en Occidente de lo que ocurría en este lugar del mundo, donde habían chocado violentamente dos religiones y dos razas que combatían sin tregua hacía más de dos siglos.» La victoria de Simancas permitió llevar la frontera a la línea del Tormes, repoblando gran parte de Salamanca y el norte de Cáceres, es decir, a las tierras extremas del Duero (Extrema Douro, Extremadura). El conde Fernán González era la gran figura emergente. Tal vez demasiada personalidad para seguir subordinado a un superior, el rey de León. Por su valor y su inteligencia era un caudillo adorado por su hueste. Tan fuerte se encuentra esta figura de leyenda que se rebela contra Ramiro II. Es apresado, pero tan fuerte es también el

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movimiento castellano en su favor, que no sólo logra que sea liberado en León, sino que además casa a su hija Urraca con el heredero del trono leonés. El gran condado de Castilla bajo la dirección de Fernán González, se convierte en el mayor territorio unificado de la España Cristiana, con centro en las tierras de Burgos e incluyendo las zonas situadas al norte. Esto ocurre casi dos siglos antes de la unificación del gran condado de Cataluña. Ambos por verdadera necesidad histórica y con parecidos propósitos. Pero Abderramán III sigue vivo y con su espíritu guerrero en forma. A la victoria de Ramiro II en Talavera, última antes de su muerte, responde llegando hasta Galicia, la saquea, se lleva cruces y campanas y se vuelve a Córdoba. Desde allí se convierte en el árbitro de los conflictos internos y familiares en el reino de León. Entre pactos y treguas acrecienta su prestigio en la Europa inexistente y recibe embajadas de Constantinopla y de Otón I de Alemania. Los emperadores le consideran su igual. Era todavía el gran Califa de Occidente cuando muere, el año 961. Insisto en que las jóvenes generaciones españolas deben asumir todo nuestro pasado, con más razón todo lo que suponga una aportación positiva. Es el caso de Abderramán, que sin tener un espíritu expansivo, como jefe de Estado de AlAndalus elevó su ciudad y toda la gran región del sur a la cumbre de su tiempo en cultura, nivel de vida, urbanismo, ciencia, arte..., con la nota original de habernos llegado a través de Córdoba los saberes del mundo clásico antiguo. Córdoba fue considerada en el siglo X como la capital de Occidente. «Ornato del mundo» la llamó la monja sajona Roswita. Al gran Abderramán III le sucedió su hijo AlHakam, coincidiendo con una etapa en la que la Reconquista se estancaba por discordias internas y por falta de un jefe único con personalidad y méritos suficientes. Sólo Fernán González seguía con su fuerte carácter combativo. Fue él quien logró una alianza entre el nuevo rey leonés Sancho el Craso, García Sánchez I de Navarra y el conde Mirón de Barcelona, todos contra AlHakam. Lo malo fue que todos estos jefes cristianos fallecieron en el breve plazo de cuatro años, coincidiendo además con una nueva invasión normanda. Son días, los de los sucesores de tales jefes, en los que no tienen más remedio que ir tirando a base de pactos con el todavía poderoso Califato cordobés. A AlHakam le sucede el hijo habido con la sultana Sobh (Aurora) de origen gascón. De ahí viene que las crónicas hablen de «los rubios y prolíficos Califas de Córdoba». Que la tal Aurora se convertiría en un trascendental personaje, lo prueba su veleidad histórica al llevar a su erótica intimidad a un joven y ambicioso oficial llamado Abu Amir Muhamad ben Abi Amir. Puede que este nombre no os diga mucho; sí le conoceréis por su sobrenombre, Al Mansur, es decir Almanzor. La enorme figura de Almanzor cubre el último cuarto del siglo X, es decir, las vísperas del final del primer milenio. Su figura aparece bastante deformada por la leyenda, por panegiristas y detractores. Lo mismo suele ocurrir cuando aparece un hombre, o una mujer, impares, protagonistas de historia. Son muy difíciles de encasillar y sucede a veces que dejan el diluvio o el desierto tras ellos.

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Muhamad ben Amir, Almanzor, era de linaje yemení. Con treinta y ocho años inicia su ambiciosa carrera en Córdoba, con sus muchas cualidades en pos de sus fines. Inteligente y culto, pero sobre todo, el amante de la sultana y gobernante con ella durante la minoridad del Califa. Le siguen los guerreros bereberes, asciende rápidamente. Tiene sed de gloria militar para ser más que el viejo general Galib, uno de los mayores prestigios de Córdoba, vencedor varias veces de los cristianos. Curioso espíritu guerrero en un escribano público, oficio de Almanzor hasta que cayó en brazos de Sobh.

Sus primeras victorias son fáciles. Apenas hay resistencia por parte de los cristianos. Hay un intento de coalición entre leoneses, castellanos y vascones, pero Almanzor los destroza en Rueda. Precisamente es allí donde se hace dar el nombre por el que le conocerá la historia: «Al Mansur billah». Sancho Abarca de Navarra entrega al caudillo

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africano a su propia hija, que le da un hijo, Sanchuelo. Y el abuelo navarro se va tranquilamente a Córdoba, en plena armonía familiar, a visitar a su nieto. Es ésta una de las sorprendentes características de la Reconquista. Sin desaparecer ni un día el fondo, el deseo reconquistador en todos los Reinos de la «España perdida», las crisis internas de un lado y de otro, el agotamiento militar, la inevitable convivencia en varias zonas, daban lugar a esas extrañas relaciones amistosas e incluso familiares. Era una situación que duraba demasiados años y sólo bien avanzada la Edad Media se fueron deslindando bien los campos, después de la conquista de Córdoba y Sevilla. Se combatía, y se convivía, nada menos que desde hacía más de trescientos años. Así se podían dar casos como éste, en el que Almanzor lo mismo se lanza a la conquista, mejor dicho, a la destrucción de Barcelona, Pamplona y León, que recibe amorosamente a su suegro, el rey navarro, en su Córdoba califal. *** Almanzor carece de formación militar, no es un estratega, pero por mor de su ambición, lleva las artes de la política a sus campañas guerreras: organiza, manda, compra voluntades, divide al enemigo, pacta, tiene cómplices y espías. Lo mismo llega a acuerdos con Vermudo II de León que traiciona la amistad catalana y a través de Levante llega a Barcelona y la destruye e incendia. Si me detengo al referirme a Almanzor es porque él representa como nadie esa etapa medieval del fin del milenio y refleja mejor que ningún emir o Califa de Córdoba cuáles eran los extraños propósitos del Islam en España; en ningún caso la conquista expansiva, ni la guerra santa, ni la asimilación cultural, ni una idea política imperialista. Si hubo alguno de estos planes, duró muy poco y no fue seguido por los pueblos guerreros que vinieron después de las primeras oleadas, almorávides, almohades y benimerines. Córdoba nunca fue la cabeza de un Estado, sólo una gran ciudad, un emporio que se complacía en sí mismo, con unos territorios dispersos divididos e inseguros, y unos guerreros, generalmente extranjeros, norteafricanos, bereberes, que vivían para la acción por la acción, la algarada, las aceifas, la destrucción, el botín... El máximo exponente de este espíritu fue Almanzor, sin propósito religioso ni dinástico. Almanzor conquista y destruye ciudades. Las destruye y en ninguna permanece: Barcelona, León, Pamplona, como ya dije, más Zamora, Coimbra, Astorga... Y lo mismo hace con las posiciones estratégicas, Gormaz, Osma, Coria... Famosa fue la campaña que le llevó a Compostela a herir a la Cristiandad en su más venerado santuario, destino de las peregrinaciones de toda Europa, que, como decía poéticamente Eugenio Montes, se hizo peregrinando a Santiago. Se llevó a Córdoba las campanas y las puertas de la catedral para ponerlas en la mezquita, más como demostración de poder que por profunda religiosidad. «A hombros de cautivos volverían a Compostela campanas y puertas en tiempos de Fernando III el Santo». Siguen las guerras de Almanzor. Los reyes y condes van cambiando en la España cristiana. Ramón Borrell I es el nuevo conde de Barcelona, Sancho II el Temblón (no por miedo sino por ira) reina en Navarra, y Sancho García «el de los buenos fueros» sucede al conde García Fernández en Castilla. El nuevo rey de León es Alfonso V el

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Noble, mientras Almanzor continúa sus correrías, las últimas, en las estribaciones de los Pirineos, en Sobrarbe y Ribagorza. Va llegando el año 1000. Van a aparecer nuevas y muy importantes figuras al frente de los reinos reconquistadores. Son los años finales de Almanzor. Frente a él, en la Peña Cervera, a cincuenta kilómetros del «Castillo de las Águilas» o Calatañazor, el conde de Castilla, Sancho García. El caudillo yemení está enfermo, tiene ya sesenta años. Aún tiene fuerzas para saquear el monasterio de San Millán de la Cogolla. De allí va a morir a Medinaceli. El episodio de Peña Cervera fue convertido por los Anales Castellanos en la «Arrancada de Cervera», y por la leyenda en la batalla de Calatañazor, «donde Almanzor perdió el tambor». La España reconquistadora, libre de la amenaza de aquel rayo de la guerra, pudo recuperar la línea del Duero y preparar nuevas campañas para alcanzar en el nuevo milenio la línea del Tajo, y seguir adelante. Eran los años del terror milenario, identificado con el Apocalipsis en los bellísimos «Beatos» (libros religiosos de la época, los Evangelios...). Almanzor «estaba sepulto en los infiernos», como dice el Cronicón Burguense. «La Reconquista iniciaba su segunda y trascendental singladura».

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VIII DE SANCHO EL MAYOR A LA ESPAÑA DEL CID

La transición del siglo X al XI es época de grandes cambios en todo Occidente. También en España. Es la época en que surge el Sacro Imperio Romano Germánico y Francia consolida su nueva dinastía, los robertianos, llamada después de los Capetos por el nombre de su primer rey, Elugo Capeto. Las fronteras son todavía inestables, se va imponiendo un orden jurídico y se hace respetar, mientras crece el prestigio de la Iglesia, refugio de la cultura y base de los Estudios Generales que se irán convirtiendo en Universidad. En el orden político, económico y social es tiempo de fueros, de privilegios, de nacimiento de una pequeña burguesía, de desarrollo del comercio y de los oficios, del mundo de la caballería, de juglares y trovadores y del estudio del trimum y el cuadrimum. Es decir, estamos en plena Edad Media. Me detengo en presentaros brevemente este panorama para que veáis el ambiente y las condiciones en que se movían los protagonistas, y las circunstancias que marcan toda esta etapa histórica. Así se comprenderán mejor sus acciones, sus méritos y sus defectos. Insisto siempre que para juzgar a los personajes de otros tiempos y comprender sus cornos y sus porqués hay que ponerse en su momento histórico, y no ensalzarlos o denigrarlos como si fueran gentes de nuestros días. *** En Francia y en Germania se había pasado del sistema patrimonial del reino, en el sentido feudal de que podía dividirse por herencia, a la idea de la unidad, de considerar la potestad regia como única e indivisible. En cambio en España se seguía con el sistema perjudicial y retrógrado de fragmentar el reino, repartiéndolo el monarca al morir entre sus hijos. Añadamos a este capital defecto institucional las dificultades que para la coordinación reconquistadora presentaba nuestra geografía: dividida la península horizontalmente por los principales ríos y por las cordilleras, las grandes diferencias de clima y la casi insularidad, con los Pirineos como gigantesca barrera. De estas condiciones viene la división en compartimentos estancos, las diferencias locales, la proliferación de municipios inviables. Sólo el peligro común del enemigo moro y los ideales romanogóticos conducen a unificar esfuerzos. No dejéis de tener en cuenta la dificultad de armonizar el relato, de llevar más o menos simultáneamente la historia de los diversos

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reinos reconquistadores en su marcha hacia el Sur, y en sus relaciones mutuas y sus contactos con el enemigo y con el resto de la Europa naciente. A los príncipes cristianos les faltó armonización para aprovechar la crisis en que dejó a los árabes la desaparición de Almanzor, «el azote de Dios». Bien podrían haber adelantado cuatrocientos años la total expulsión del poderío invasor, pero fueron incapaces de formar una gran coalición y de promover una gran cruzada. Es posible que la fragmentación del Califato fuera también una nueva dificultad, que la caída del poder centralizado en Córdoba llegara demasiado pronto ante una España todavía igualmente fragmentada. Consecuencia inmediata fue una relativa convivencia entre cristianos y musulmanes durante el siglo XI.

En las circunstancias descritas reina en León el joven Alfonso V, y en el reino de Pamplona, Sancho Garcés III, apenas mayor de edad, que no tardará en convertirse en

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el más poderoso de los reyes hispanos. Empieza por unir a su corona los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. Se casa con María o Mayor, hija del Conde de Castilla, el mejor modo de iniciar su penetración en el reino de León y de intervenir en los asuntos de Córdoba, donde por esos años lo hacen, como si fuera en tierras propias, tanto el conde castellano como el catalán Ramón Borrell. Por eso los historiadores árabes hablan del «año de los francos»; es decir, de los extranjeros del norte. Castilla y Cataluña viven tiempos de consolidación de su personalidad histórica. La primera se incorpora Álava y Santander con el título de condado de Asturias, rompiendo para ello con León, y el conde de Barcelona extiende sus líneas más allá de Lérida y Tarragona. Además conciertan la boda de Sancha, hija del conde castellano, con Berenguer Ramón, heredero de Barcelona. Otro dato interesante de esos años fue la concesión del primer fuero de España, el de Castrojeriz (1009), seguido del de León en 1017. El gran Sancho III de Navarra dedica más sus esfuerzos a los conflictos entre los reinos cristianos que a combatir a los mahometanos. Ni le atraen las tierras islámicas ni la civilización, tan avanzada, de Toledo y Córdoba. En cambio se muestra abierto a la cultura clásica del medievo, la que procede de peregrinaciones, de los monasterios cluniacenses que llega a San Juan de la Peña y San Salvador de Leire. Su protectorado y su influencia se extienden a Cataluña, manteniendo muy buenas y frecuentes relaciones con el conde Berenguer Ramón y con el abad benedictino de Ripoll (el famoso abad Oliva), desde donde se creará el no menos famoso cenobio de Montserrat. Y para completar tan ambiciosa política, Sancho III casa a su hermana Urraca con Alfonso V de León. Un diploma de 1032 llama a Sancho «rex ibericus» e «Hispaniarum rex, gratia Dei». Esta fórmula, por la gracia de Dios, perdurará por los siglos. El último conde de Castilla, García Sánchez, muere asesinado por los Vela, magnates alaveses. Al extinguirse la línea de varón de Fernán González, la corona condal pasa a doña Mayor, esposa de Sancho III, el cual pasa a gobernar en Castilla, en nombre de su mujer, como gran señor de todos los reinos cristianos. En la práctica, directamente por vasallaje, sus reinos van de Extremadura y Zamora hasta Barcelona, con hegemonía política en Cataluña y en la Gascuña. Por eso, cuando alguien quiere engañar hablando de que alguna vez existió una NaciónEstado exclusivamente vasca, desconoce totalmente la historia ya que tal supuesta entidad política, dirigida por un navarro, tuvo siempre carácter español, extendida a toda la España cristiana y vasconizando las provincias llamadas por ello Vascongadas, que eran, y volvieron a ser tierras, antes de Asturias, y después, durante siglos, de Castilla y de la España unificada. Esa es la verdad sobre la espléndida realidad de Euskalerría y sobre el modernismo sabiniano de Euskadi. En el 1034, Sancho III el Mayor de Navarra entra en la capital del reino de León. Vermudo III, sucesor de Alfonso V, se ha retirado, refugiándose en Galicia. Pero la gloria imperial leonesa le dura poco a Sancho. Muere un año después, siendo enterrado en el monasterio de Oña. Antes de morir, el Hispaniarum Rex comete el grave error histórico de dividir sus territorios entre sus hijos, aplicando las normas jurídicas de tipo

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germánico que regían en Navarra. Con ello daba origen, involuntariamente, a los dos reinos de Castilla y Aragón, «que serán durante casi quinientos los dos grandes protagonistas de nuestra historia». *** El reparto del gran reino de Sancho el Mayor entre sus hijos, es el siguiente: A su primogénito García Sánchez le deja el reino de Navarra que él había ampliado a La Rioja, Santander, Burgos y las tres Vascongadas. Del gobierno de Vizcaya encarga al conde Iñigo López (1040). A su segundo, Fernando, el condado de Castilla, compensándole de las tierras que acabo de citar, con otras del reino de León. El tercer hijo, Gonzalo, recibe los condados pirenaicos de Sobrarbe y Ribagorza, y a su bastardo Ramiro, habido de una dama de Aybar, le deja extensos territorios en Aragón. Se titula rex, y lo mismo hace Fernando en Castilla al incorporarse las comarcas de Saldaña y del Carrión. La costumbre, tan disparatada, de dividir los reinos la sigue también Berenguer Ramón I el Curvo al repartir entre sus tres hijos su no muy extenso condado. Fernando I, unido a su hermano, rey de Navarra, derrota a Vermudo III en Tamarón y se proclama rey de León. Además está casado con Sancha, hermana y heredera de Vermudo, que murió en la batalla citada. Los nuevos reyes son ungidos el año 1038 en Santa María de León como Ferdinandus Rex ImperatorSancha Regina Imperatrice. Recordemos que, entretanto, en tierras del antiguo Califato aparecen nombres como el de Almutamid, creador del floreciente reino de Sevilla, y Al Mamun, que reinará largos años en la taifa toledana. Esa fragmentación de los reinos, en los dos bandos y por diversas razones, será uno de los motivos esenciales de que hasta 1212, batalla de las Navas de Tolosa, la guerra entre moros y cristianos se prolongara tantos años. Por ejemplo, surgieron pronto los enfrentamientos entre navarros y castellanos por cuestión de límites. Trataron de liquidar sus diferencias luchando en Atapuerca, con total victoria castellana y muerte de García Sancho III de Navarra, de cuyo reino se pasaron varios nobles a las huestes de Fernando I. Por aquellos días aparecen los nombres de Diego Laínez, un infanzón de Vivar, y de Santo Domingo de Silos, y del abad San Iñigo de Oña, estos dos últimos mediadores en la contienda. Fernando I no se encuentra con fuerzas guerreras ni con gentes suficientes para ir conquistando los extensos territorios que ahora le ofrece la debilidad de los reinos de taifas. De momento sustituye las campañas en tierras enemigas y la repoblación por el sistema de obligar a los reyezuelos musulmanes a someterse a vasallaje y a pagar impuestos anuales o «parias». Después, asegurado contra las «aceifas» moras, reemprende la tarea reconquistadora por tierras lusitanas ocupando Viseo. También somete a vasallaje a los islámicos de Zaragoza y al rey Al Mamún de Toledo. Lo logra porque ha conseguido formar un poderoso ejército, en el que participa ya el joven hijo de don Fernando, el infante don Sancho, y con él, Rodrigo Díaz de Vivar, el hijo de Diego Laínez.

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Por aquellos días nada tiene de particular que fuerzas cristianas apoyen a los moros de algún reino de taifas contra sus enemigos, aunque estos sean reinos también cristianos. Son compromisos derivados de los vasallajes. Se mezclan los intereses circunstanciales con los motivos reconquistadores y religiosos, que son permanentes y esenciales. En pleno esplendor del reino de León —obispos, magnates, príncipes extranjeros reunidos para el traslado de los restos de San Isidoro de Sevilla—, en plena gloria del románico, Fernando I, ya sexagenario, va a dividir el reino entre sus hijos. Al primogénito Sancho, Castilla; al segundo y predilecto, Alfonso, León; al infante don García, Galicia y las tierras reconquistadas en Portugal, y a sus hijas Elvira y Urraca, el señorío de todos los monasterios del reino, o sea «un infantazgo», con la condición de que no se casaran. Por desgracia, en contra de la tradición asturleonesa se imponía el sistema sucesorio francofeudal. No debió quedar muy satisfecho el primogénito don Sancho al haberse concedido la primacía y el título imperial al segundón don Alfonso. Digno de reseñar es el hecho de que el Papa Alejandro II convocase por entonces una cruzada contra los musulmanes de España. Un gran ejército de pontificios, franceses, italianos, aragoneses y catalanes, conquistó Barbastro y se lo entregó al rey de Aragón Sancho Ramírez. Sólo treinta años después se convocaría la primera Cruzada a Palestina. A partir de entonces aumenta la influencia cluniacense en España. A fines del año 1065, muere Fernando I en León, vestido con el hábito de penitente. Antes, en sus campañas había llegado a Valencia, que no conquistó por haber caído gravemente enfermo. Fue un gran rey que aseguró la hegemonía leonesa, unida ya firmemente a Castilla. Todos los más importantes reinos musulmanes son sus vasallos. Es el triunfo, la primacía en España de la dinastía vascona de Sancho el Mayor. Esa es la auténtica vocación de los auténticos vascos, los que salieron del norte de Navarra para, como dice Sánchez Albornoz, convertirla en la madre de España. Simultáneamente, los condados catalanes se habían constituido conforme a los principios feudales que venían de tiempos de Carlomagno, desde Francia. Ramón Berenguer I ordena recoger nuevas leyes y publicarlas a su muerte. Son los famosos «Usatges», y él se sitúa al frente del país como «Princeps», de ahí el nombre de Principado de Cataluña, tierra de castillos, como Castilla, donde por aquellas fechas Sancho II inicia una política hegemónica a costa de sus hermanos. A su lado, como «armiger regis» o alférez del Rey, su joven amigo, el infanzón de Vivar, Rodrigo Díaz, al que se conoce ya como el «campi doctor», el Campeador, en romance, por haber vencido al caballero vascón Jimeno Garcés, en lid campal por la posesión del castillo de Pazuengos. También por aquellos días, en el norte de África se consolida el poder almorávide al conquistar Fez el emir Yusuf ben Tashufin. Un pueblo guerrero, indómito, orgulloso, ascético, que se dispone a pasar el estrecho en apoyo a los reinos de taifas, con aires de guerra santa. Mal momento para los reinos cristianos, que debido a las ambiciones expansionistas de Sancho II estaban enzarzados en la llamada «guerra de los tres Sanchos», los

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tres nietos de Sancho el Mayor, los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, que llevaban el nombre de su gran abuelo. Igualmente el rey castellano se disputa Galicia con su hermano Alfonso de León, aprovechando que en tierras gallegas reinaba su otro hermano, el débil don García. Después de un reparto amistoso, vuelven a enfrentarse Sancho y Alfonso, como antes en Llantada, en Golpejera, a orillas del Carrión, donde de nuevo es vencido el rey leonés. A su lado estaban Gonzalo y Pedro Ansúrez; con Sancho, su fraterno amigo, el Campeador. Alfonso cae prisionero. Su hermana Urraca logra que Sancho le libere. Alfonso se refugia en Toledo, con su amigo y vasallo Al Mamún. Vive allí amables días de fiestas en su honor y paseos por la llamada, por él, «Huerta del Rey». Curiosas facetas de la Reconquista. El rey Sancho pone sitio a Zamora, donde doña Urraca se ha rebelado contra él de acuerdo con don Alfonso. El famoso episodio está en los romances. El Cid gana nueva fama en los combates. Traidoramente sale Vellido Dolfos «hijo de Dolfos Vellido», finge entregarse y mata al rey don Sancho. Se levanta el cerco. Sus caballeros llevan al rey a enterrar al monasterio de Oña. Alfonso vuelve de Toledo. En derecho le pertenece la corona; convenía además evitar la ruptura del reino castellanoleonés, pero todos sospechaban que era cómplice de la muerte de su hermano Sancho, con la ayuda de doña Urraca, a la que Alfonso concede el título de reina. Se le exige el juramento exculpatorio ante la Cruz y los Evangelios. Rodrigo Díaz de Vivar, como alférez del rey difunto, se lo toma en la iglesia juradera de Santa Gadea o Santa Agueda, «do juran los fijodalgos». Alfonso VI es ya el nuevo rey. Ciertamente, estamos en pleno poema, en pleno cantar de gesta. No renunciemos a esos bellos momentos, a esos claroscuros de nuestra historia. Son vuestros, jóvenes de hoy. Mucho más que cualquier novela, que cualquier comic, que cualquier película. No son antiguallas, no son guerras del tatarabuelo. Os rejuvenecen y deben enorgulleceros. Os lo repetiré muchas veces en este libro. *** La historia de nuestra Edad Media es tan densa, tan varia y entreverada, que para no abrumaros con datos, episodios, personajes y anécdotas, que proliferan, no tengo más remedio que recurrir a la síntesis, sin olvidar, claro es, las cuestiones esenciales. En un período no mayor de cincuenta años, de 1075 a 1125, están en plena actividad una serie de personajes fundamentales. Por no citar más que algunos de los más importantes, recordaré junto a Alfonso VI a Sancho Ramírez, que unió Navarra a Aragón; a Alfonso I el Batallador; Ramón Berenguer III, el Grande; a doña Urraca, la terrible fémina y su hija, Urraca también, de funesto recuerdo... Y al lado de estos personajes reales, los héroes, los políticos, los guerreros, con el Cid al frente, y Pedro Ansúrez, y el conde de Nájera y el arzobispo Gelmírez... De la parte musulmana, el gran Yusuf ben Tashufin y los reyes de Toledo, Al Cadir; de Sevilla, Almutamid, y el otro Almutamid de Zaragoza... La Europa ruda, aldeana y feudal anterior al año 1000 va siendo sustituida en parte por otra más ciudadana, administrativa y comercial, en la que, sin embargo, siguen

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dominando los temas bélicos. También se va desarrollando la marina. En España, en Tierra de Campos, los fueros y las behetrías suponen un importante avance social mientras que las ciudades musulmanas siguen siendo las más grandes y ricas de Europa. Las taifas favorecen su desarrollo y algún historiador las compara con las ciudadesestado de la Italia renacentista y con las ciudades hanseáticas. Por las peregrinaciones a Santiago llegan italianos, borgoñones, franceses, alemanes, bátavos, húngaros, provenzales, ingleses, polacos, noruegos... Alfonso VI se casa sucesivamente con Inés de Aquitania y con Constanza de Borgoña. Y, paradójicamente, de la segunda de estas bodas europeas va a venir la independencia de Portugal. Resulta igualmente una paradoja que el régimen de «parias», el oro que llega a raudales a los reinos cristianos peninsulares, sea un lastre que impide el desarrollo industrial, comercial y social en nuestras tierras, donde unas gentes reacias a otro esfuerzo que no fuera el bélicoheroico, dedicaban gran parte de sus vidas al «dolce far niente». Algo parecido ocurriría muchos años más tarde con el oro de las Indias y las guerras de la Contrarreforma. Tres hechos condicionarán en gran parte el reinado de Alfonso VI: sus años de destierro en Toledo, la muerte de su hermano Sancho con la consiguiente jura de Santa Gadea, y la presión papal y francesa a favor del rito romano en perjuicio del mozárabe. En lo religioso, Cluny manda, y con ello el triunfo del románico, la progresiva desaparición de la letra gótica y el fortalecimiento del espíritu de cruzada. Alfonso VI, frente al aragonés Sancho Ramírez, nuevo rey de Navarra, recupera el Sur del Ebro y las Vascongadas, que desde el siglo Vui, con Cantabria, habían sido la cuna de Castilla. Esto contribuye a la tardía cristianización de las más aisladas tierras del occidente pirenaico. Para Alfonso VI, su principal aspiración es conquistar Toledo, añoranzas del reino y recuerdos gratos de su reciente destierro. Es el símbolo de la capitalidad, encrucijada de culturas y esencial posición estratégica. Casi sin combatir logra el objetivo como fruta madura. En esa partida de ajedrez que se juega con los árabes cambia «al rey Cadir, nieto de Almamún, la reina del Tajo por las torres de Valencia». La frontera de la España cristiana está ahora más al Sur, comprendiendo Talavera, Madrid y Guadalajara. En cambio, hacia Aragón y Cataluña, todavía seguía cerca de los Pirineos. Tal vez se debía a los acuerdos con las taifas de Zaragoza, Tortosa y Lérida y a las guerras entre los hijos de Ramón Berenguer I el Viejo, en las que acabó imponiéndose Ramón Berenguer II. Es el momento histórico, con aires de leyenda, del héroe nacional por antonomasia, la gran personalidad humana y literaria, figura universal, el Cid Campeador. Aunque desmesurado el personaje por el Poema y los historiadores, hay que admirarle. ¡Pobre el pueblo que reniega de sus grandes hechos y de sus grandes personajes, aunque tengan algo de tópico y de mito! Rodrigo Díaz, hombre excepcional de su tiempo, siempre buen caballero, leal a su rey aunque hubiera despertado su ira, «condottiero» fuera de serie; hizo cosas difíciles hoy de comprender; luchar a veces al servicio de los moros, como mercenario, recurriendo a

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ardides para conseguir la victoria, que siempre fue suya. Sólo el relato de sus hazañas llenaría páginas y páginas... Mientras el Cid cabalga «y ensancha Castilla», tal vez apegado a los problemas militares y políticos, un tanto personales, que se le plantean en sus cabalgadas y en sus reposos; tal vez sin amplia visión de futuro y de reconquista, Alfonso VI llega hasta tierras de Murcia y se instala en la fortaleza de Aledo. Luego concentra un poderoso ejército, con tropas reforzadas por otras del rey de Aragón y Navarra, con franceses, italianos y borgoñones, amén de la ayuda de Alvar Fañez que le ha enviado el Cid. Tienen que enfrentarse a las masas almorávides de Yusuf, que con nuevas tácticas derrotan a los caballeros cristianos en Sagrajas o Zalaca, en Extremadura. Es la batalla de los miles de tambores moros, de los escudos de piel de hipopótamo y de los cientos de camellos, elementos desconocidos hasta entonces en los campos españoles. Guerra cruel, cortacabezas, nada caballeresca. Afortunadamente, demostrando que los musulmanes no tenían deseos de permanecer y de ampliar sus conquistas, después de su gran victoria, Yusuf se retira al África. Alfonso VI casa a una de sus hijas con Raimundo de Borgoña, y a otra con don Enrique, hermano de don Raimundo. Pronto encontraremos a este último en la indepen dencia de Portugal. La relación entre el Rey y el Cid toma un nuevo sesgo. Alfonso le cede a Rodrigo, con derecho hereditario, todas las tierras que conquiste en el Levante peninsular. Todo parecía marchar positivamente para el monarca castellano, pero Yusuf vuelve de África con el propósito de reconquistar Toledo. Se instala en Granada, que desde entonces es algo así como la capital de AlAndalus. Y desde allí hace la guerra al reino de Sevilla. Es el nuevo gran momento del Cid. En Cuarte infringe a los almorávides su primera gran derrota en España y conquista Valencia. Y Alfonso VI piensa ir sobre Granada, ¡y aún faltan cuatro siglos! Rodrigo es proclamado Señor de Valencia dentro del Imperio de Alfonso VI. Vive en la gran ciudad con Jimena y sus hijos. Unido al valeroso Pedro I de Aragón, vuelve a vencer a los moros, conquista el legendario castillo de Murviedro y convierte la mezquita de Valencia en catedral. Año de gracia de 1099 Muere en Valencia el Cid Campeador. Cuenta la leyenda que mostraron su cadáver a caballo para vencer de nuevo a los moros, que atacaban la ciudad. Y volvió a vencer.

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IX LA SEPARACIÓN DE PORTUGAL. ALFONSO I EL BATALLADOR Y ALFONSO VII EL EMPERADOR

La Historia escribe a veces los grandes hechos con renglones torcidos. Así, uno de los de mayor trascendencia para la Península Ibérica: la separación de Portugal. 1095: se celebra el matrimonio de la infanta Teresa, hija ilegítima de Alfonso VI y de Jimena Muñoz, con don Enrique de Borgoña, primo de don Raimundo, esposo de Urraca, la otra hija del rey, que les cede con motivo de la boda el llamado territorio «portugalense» como «juro de heredad» transmisible, pero sometido a vasallaje al reyemperador. Este territorio fue segregado de Galicia, desde el Miño hasta Santarem. Conviene que veáis el mapa para daros una idea. El error histórico de Alfonso VI en aquellos días, no pudo ser mayor. Creía que así defendía mejor el oeste peninsular frente al moro, lo que no ocurrió. Creía que se trataba de una simple delegación de funciones, o en todo caso una división entre sus hijos bajo su vasallaje, sin tener en cuenta que no eran hijos varones legítimos como en las divisiones que hicieron Sancho el Mayor y Fernando I. En los territorios cedidos al sur del Miño no había el menor deseo, la menor idea de independencia entre sus habitantes. «Fue un mero capricho, una improvisación sentimental o circunstancial por parte del rey, una total falta de rigor en contra de la geografía y de la historia». Lo que no quita, como antes decía, para que con esos renglones torcidos, con ese hecho de voluntad posterior, como dijo Sánchez Albornoz, se diese lugar al nacimiento de un gran país. Los hechos son irreversibles. En los primeros años del siglo Xn se producen una serie de cambios de situación que van a influir de modo muy importante en la etapa siguiente. Procuraré resumirlos del modo más sencillo. 1 Valencia está demasiado lejos de Castilla. A la muerte del Cid, Alfonso VI no puede defenderla y doña Jimena tiene que abandonar la plaza. 2 La esperanza del rey, su hijo Sancho, el único varón, habido de la mora Zaida, muere, todavía niño, en la batalla de Uclés. 3 El arzobispo Gelmírez, el gran enredador, personaje digno de un drama de Shakespeare, recibe del rey el Señorío de Santiago. 4 Muere Pedro I de Aragón. Le sucede su hermano, que será Alfonso I el Batallador. 5 Muere Yusuf ben Tashufin: con él acaba el poder almorávide. Pronto le reemplazará la ofensiva almohade.

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6 Nace Alfonso Raimúndez, hijo de doña Urraca y de Raimundo de Borgoña, y nieto de Alfonso VI. Él será Alfonso VII el Emperador. 7 Muere Raimundo de Borgoña. Su mujer es doña Urraca, «la terrible fémina», todavía va a dar mucho quehacer. Alfonso VI, antes de morir, prepara la boda de su hija, la viuda Urraca, con Alfonso I de Aragón, que trae fama de gran guerrero. El difunto rey fue un gran monarca pero cometió gravísimos errores: su relación con el Cid, la cesión de la «tenencia» del «territorio portugalense», no rematar a los almorávides, demasiados matrimonios, ¡cinco!, y múltiples amantes, ¡y ni un solo hijo para heredarle! Tenía muchas cualidades, pero el resumen de su reinado fue negativo y retrasó muchos años la Reconquista. En principio unir los dos grandes reinos cristianos con la boda UrracaAlfonso I de Aragón, fue un gran acierto. Lo comenta don Ramón Menéndez Pidal: «Parece que la unión de los dos reinos va a ser gloriosa y fecunda tres siglos antes de los Reyes Católicos... Dios no bendijo aquel matrimonio como el de Fernando e Isabel... allí falló todo: el genio político, la concordia conyugal, la prole». La mencionada unión no caía bien a los magnates gallegos, que campaban por sus respetos en sus tierras y veían que se reforzaba y desplazaba el poder. El ambicioso Gelmírez veía también que doña Urraca se salía de su influencia. Tampoco la boda castellanoaragonesa gustaba en Cataluña porque fortalecía a Aragón, que disputaba con los catalanes el reino, todavía moro, de Lérida. Ni siquiera al Papa le gustaba el tal matrimonio porque veía perder influencia al clero cluniacense, que ayudaba a sus pretensiones de vasallaje de los reinos hispanos. Y todos contra la nueva pareja, de modo que lograron que el papa Pascual II declarara la nulidad basándose en el absurdo pretexto de que Alfonso I y doña Urraca eran bisnietos de Sancho el Mayor. Además el rey y la reina eran temperamentos opuestos, más que amarse se detestaban. La Crónica de Sahagún llama a las bodas «malditas y descomulgadas». En 1109 se llegó a un pacto entre los esposos. Alfonso pasó a titularse «Emperador de León y rey de toda España», y Urraca «Emperatriz de toda España». El rey se va ganando su sobrenombre de Batallador, al vencer a Almutamid en Valtierra, al someter a Pedro Froilán, conde de Traba, en Galicia, al meter en cintura a los prelados cluniacenses (de León, Burgos, Palencia, Osma, Orense, abad de Sahagún...), a su propia esposa, que se ha rebelado contra él, cerca de Sepúlveda... Urraca, que se une con Gelmírez tratando de hacer rey de Galicia a su hijo, Alfonso Raimúndez. Los almorávides, todavía, se aprovechan de todo esto y llegan hasta Oporto. Alfonso I estaba demostrando que era un gran guerrero y un ingenuo y torpe político. Claro es que su historia la escriben sus enemigos, los cluniacenses. Es algo que debe tener siempre en cuenta el que estudia historia de tiempos lejanos y dispone sólo de una fuente sin poder contrastar opiniones de diversa procedencia, porque es lógico que las crónicas y los cronistas reflejen sus filias y sus fobias. Además el relato suelen hacerlo los vencedores, y por parte de los vencidos predomina casi siempre el resentimiento, cayendo en la tergiversación y las falsedades.

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Alfonso I, ante tanto juego sucio por parte de su esposa, prefiere dedicar su atención a la reconquista del valle del Ebro y a la guerra contra el moro. Él, gran caballero, no quiere enfrentarse a otros príncipes cristianos. Tiene espíritu patriótico y de cruzada. Está muy unido al pueblo y a la burguesía, que le apoyan desde el principio de su reinado. El condado de Barcelona, con Ramón Berenguer III el Grande, se une a otros condados y extiende su territorio, tiene una política expansiva ultrapirenaica y, creando instituciones, prepara una política de futuro pero sin grandes vuelos. Sólo la unión de Aragón se los dará en el siguiente reinado. En tiempos de Ramón Berengue III aparece por primera vez en una fuente escrita el nombre de Catalania y de los Catalanenses para designar la antigua Marca Elispánica (en el Liber Macolichinus de Gestis Pisanonum. Creo que ningún profesor obligaría a enseñar tal nombre). Pienso que el arzobispo Gelmírez bien vale unas líneas. Los episodios públicos, y los privados de su vida, novelescos, al borde de la tragicomedia, no tienen auténtico peso histórico, pero un personaje que se instala en Santiago, que es nombrado arzobispo, luego legado pontificio, que acuña monedas, que crea su Marina de Guerra, que construye la catedral de Compostela, que manda ejércitos, que domina al pueblo y dirige la política, que se sospecha que sus relaciones con la reina doña Urraca son algo más que políticas... Celos, venganzas, rebeliones populares, refugiado en la torre de la catedral, fuga disfrazado, la reina ultrajada... No hay dignidad ni grandeza, pero no cabe duda de que tales episodios encierran un extraordinario valor documental acerca de su tiempo y de las singularísimas personalidades de la reina y del arzobispo. El objetivo de Alfonso el Batallador es Zaragoza. Para él, cruzado de Occidente, «Dios lo quiere» (Deux li vol, en provenzal macarrónico, que da nombre a un pueblo cercano a Zaragoza, Juslivol). Con tropas aragonesas, castellanas, riojanas, vizcaínas, mandadas por Diego López de Haro, catalanas del conde de Pallars y de otros barones, el rey entra en la capital de Aragón el 18 de diciembre de 1118, y conquista también Tudela, Tarazona, Epila, Calatayud, Daroca y toda el margen derecho del Ebro. Después, con el espíritu que le da su apelativo histórico, se lanza en socorro de los mozárabes granadinos, que han solicitado ayuda porque los alfaquíes, tras la llegada de los almohades, los persiguen a muerte. Alfonso atraviesa media península, devasta la vega de Granada y libera a miles de mozárabes, que prácticamente desaparecieron de AlAndalus. Estuvo a punto de entrar en Granada y en Córdoba, pero no se decidió por la lejanía de sus bases y escasas fuerzas, más que por temor a los almorávides que quedaban y a los almohades que estaban al llegar. Formidable personaje este Batallador, que llegó a pasar unos días de descanso bañándose con sus tropas en el Mediterráneo frente a VélezMálaga. En 1126 moría en Saldaña doña Urraca, la gran perturbadora de los reinos cristianos, unida en estos últimos años de su vida al conde Pedro González de Lara. A los pocos días, su hijo, Alfonso Raimúndez, entraba en León y se hacía proclamar «Emperador de las Españas».

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*** El veterano Alfonso I, en los últimos años de su reinado, y el joven Alfonso VII, en los primeros del suyo, firman las paces de Támara, con renuncias mutuas a territorios fronterizos ocupados anteriormente. El Batallador defiende a su vasallo el vizconde de Labourde, lo que lleva a poner sitio a Bayona, siendo reconocida en todo el país vascofrancés la soberanía de Alfonso I, es decir como parte de los reinos de Aragón y de Navarra, de los que es a su vez soberano. El año 1133 moría el gran rey y tenía la lamentable idea de dejar sus reinos a los Caballeros Templarios y Hospitalarios, lo que no fue aceptado por los nobles, por ir contra derecho. Los de Aragón reconocen como rey al monje Ramiro, hermano de Alfonso I, ahora en Jaca y Huesca, que había sido obispo de Burgos y Pamplona y abad de Sahagún. Es el famoso protagonista del episodio de la campana de Huesca. Los navarros, a su vez, designan como rey a García Ramírez, bisnieto de García Sánchez III y nieto del Cid, por su madre Cristina. Por esos tiempos Alfonso VII, el Emperador, se casaba con Berenguela o Berengaria, hija de Ramón Berenguer III de Barcelona y de Dulce de Provenza, que también por entonces, reconquistaban Tarragona. Y por no ser menos que el Batallador, el rey castellanoleonés se lanzaba hacia el Sur en una expedición de saqueo por tierras moras, llegando hasta Cádiz. Y como todos los descendientes de Sancho el Mayor, la gran fuente de poder histórico, el gran vascón español, mal que les pese a muchos, se considera Alfonso VII con derecho a la herencia de Alfonso el Batallador y por ello ocupa Zaragoza y toda su provincia. El Papa se indigna pero el rey no cede a las Órdenes del Templo y del Hospital. Sí, en cambio, por magnanimidad y por cálculo, a Ramiro II, al que concede el dominio de Zaragoza, si bien como vasallo suyo. Alfonso VII, aprovechando esos momentos de grandeza, se hace proclamar Emperador de toda España en León, en una ceremonia solemne a la que asiste el rey de Navarra. Su título es reconocido en Europa, al lado de los otros dos emperadores, el del Sacro Imperio romano germánico y el de Bizancio. Así le llaman las Crónicas y le reconocen las poderosas órdenes de Cluny y del Císter, la de San Bernardo de Claraval. Hubo un proyecto para casar a Alfonso VII con Petronila, hija única de Ramiro II. ¡Lo que habría supuesto esta unión, tres siglos antes de los Reyes Católicos! Por causas que se desconocen, el tal matrimonio «peninsular», no se llevó a cabo. Sí, en cambio, el de Petronila con el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, que por cierto era caballero templario, por lo que recibió el apoyo de la Curia romana. Fecunda unión, también de gran trascendencia histórica para Aragón y Cataluña y para que siguiera adelante la Reconquista, tan atrasada, por los caminos de Levante. Y clave para la expansión hispánica de la Corona de Aragón por el Mediterráneo. *** Los cambios de alianzas eran demasiado frecuentes en la Edad Media. Podéis comprobar que, por desgracia, la formación de nuestro país, «el hacerse España» hasta llegar a la difícil unificación de los Reyes Católicos, no fue un camino de rosas. Muchas

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veces parecía que emprendíamos el buen camino, que todo estaba resuelto, y venían esas divisiones, esos cambios, ese hispánico estilo que vamos viendo, que perdurará a lo largo de los siglos y que da lugar a una teoría que tengo, a la que llamo «de las Españas frustradas», de «la España a destiempo», sobre la que he escrito más de un libro y sobre la que no es cosa de insistir ahora, limitándome a los hechos, con algún breve comentario1. Ahora, el Emperador Alfonso, después de tantas glorias, se ve atacado por el rey de Navarra aliado a Alfonso Henríquez, que gobernaba solo el territorio portugués, después que su madre, la infanta Teresa, viuda de Enrique de Borgoña, fuese expulsada del país con su amante, el hijo del rebelde conde de Traba. Eran las consecuencias de las absurdas cesiones de Alfonso VI que iban a dar lugar a la independencia portuguesa. Alfonso VII desea la paz entre los cristianos, y en pos de ella se reúne en Carrión con Ramón Berenguer IV, que le presta vasallaje como príncipe de Aragón, pero no como conde de Barcelona. Nunca se tituló rey, sólo príncipe. La reina era su mujer Petronila. Tampoco reconoció el Papa al nuevo rey de Navarra. Le daba sólo el título de duque de Pamplona. En cambio Alfonso Henríquez empezó a titularse rey de Portugal, y como tal le reconoció Alfonso VII en una entrevista en Zamora, cesando por ello el vasallaje anterior. Desde entonces Portugal continúa por su lado la Reconquista y la historia va confirmando la existencia de dos Estados en la Península. También a partir de esa época empiezan a cobrar importancia guerrera y política las Órdenes militares, Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, todas ellas exclusivamente españolas. Alfonso VII, por ejemplo, concede a la de Calatrava grandes territorios y la defensa de parte de la frontera frente al moro. En una osada reacción, el rey conquista Almería con ayuda de sus vasallos, los reyes de Aragón y de Navarra, y de Guillermo de Montpellier, hasta con el apoyo naval de catalanes, genoveses y písanos. Franceses e ingleses ayudan al rey de Portugal a conquistar Lisboa. El Papa Eugenio III ha concedido indulgencias. Corren vientos de cruzada, lo mismo que para la conquista de Tortosa por el conde de Barcelona, con lo que se van marcando los actuales límites de Cataluña. Aunque cada uno por su lado, se consolida la idea de la Reconquista como una empresa común hispanolusitana. Alfonso VII y Ramón Berenguer IV se reúnen en Tudellén, en tierras navarras, y concluyen un tratado que, según Menéndez Pidal, constituye algo así como un reparto de la España musulmana. Alfonso es reconocido como Emperador; se acuerda atacar a Navarra, pero el buen sentido impide tal error histórico. Por el contrario, el matrimonio entre el rey navarro Sancho VI, el Sabio, con Sancha, hija de Alfonso VII, pone las cosas en su punto, mientras Ramón Berenguer dedica toda su atención a la marcha hacia el Sur por Levante, hasta Alicante, es decir, por la zona que le ha sido atribuida por el Tratado de Tudellén. El Emperador demuestra sus energías en una última acción guerrera en AlAndalus, conquistando Andújar. En el terreno personal prueba iguales ímpetus. Se ha quedado viudo de la Emperatriz Berenguela en 1151. Se casa entonces con Rica, princesa polaca, pero antes divide el reino, nuevo histórico disparate, entre los dos hijos

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de su primer matrimonio: al primogénito Sancho, Castilla y Toledo, y al segundo, Fernando, León y Galicia. No pudo retenerse Almería, la gran conquista del reinado. La ciudad andaluza cayó ante el impetuoso ataque de los nuevos invasores, los almohades. La división del reino y esta pérdida ensombrecieron las últimos años de Alfonso VII. Precisamente cuando la unión de Castilla y León era más necesaria que nunca, después de la separación de Portugal y del fortalecimiento del Condado de Barcelona. Además, cuando por esos años, tanto Francia como Inglaterra iban definiendo y unificando sus nacionalidades y los grandes poderes supranacionales, el Imperio y el Papado, estaban en pleno auge de su señorío medieval. España no podía quedarse al margen. 1 España a destiempo (Ed. Rialp, Madrid, 1989).

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X LOS GRANDES REYES DEL siglo XIII

Lo que España pedía a fines del siglo Xn era un centro simbólico de dignidad, de prestigio y de orden, compatible con las fuertes capitalidades regionales, para equilibrar y distribuir así el poder y los planes del conjunto del país con una sólida base histórica, geográfica y económica. Algo así como lo que ocurrió en Francia con París, mucho antes de su unidad territorial, y en Inglaterra con Londres, aun subsistiendo sus históricas divisiones en las islas británicas. Ni León ni Toledo reunieron por entonces esas condiciones y las consecuencias se vieron largos años. Los historiadores hablan de los «Cinco Reinos» medievales, en realidad, seis si tenemos en cuenta la reiterada división hereditaria entre Castilla y León, más Aragón y Cataluña (con unión personal), Navarra y Portugal, y siete si contamos con el reino nazarita de Granada, que se iba perfilando como el último núcleo de poder musulmán en la península, cuando fueron desapareciendo los demás reinos de taifas. Van apareciendo en escena entre los siglos xii y xm, Alfonso, hijo de Sancho y de Blanca de Navarra, que será Afonso VIII, y Alfonso II de Aragón, el hijo de Ramón Berenguer y de Petronila. Los infantes serán grandes amigos desde su juventud. Durante la minoridad de Alfonso VIII hubo luchas internas entre los Castros y los Laras, grandes familias castellanas. Leoneses y navarros se aprovecharon para apoderarse de zonas fronterizas en litigio. Así cambiaron de mano Logroño y Briviesca, que pasaron por poco tiempo a Navarra, y Segovia, que pasó a León. Como hecho anecdótico citaré que en 1159, el califa almohade fundó Gibraltar.

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El joven Alfonso VIII concertó sus esponsales con la princesa Leonor Plantagenet, hija del rey Enrique de Inglaterra. Se reúne en Sahagún con Alfonso II de Aragón y confirman su buena relación con un tratado de paz y amistad. El aragonés inicia bien su reinado conquistando Caspe y Teruel, y convirtiéndose por herencia en soberano de importantes territorios en Francia, Provenza, Languedoc, conquistando Niza y siendo reconocido como conde de toda aquella zona. Alfonso VIII, por su parte, con la ayuda de su amigo, el rey de Aragón, conquista Cuenca. Alfonso II llega a Lorca y penetra en Andalucía, mientras Fernando II de León llega hasta Jerez y Arcos. Los reyes cristianos recorren ya las tierras de AlAndalus como si estuvieran en su casa pero, por lo visto, no hay propósito de permanecer. Un tratado, en Cazorla, entre los dos Alfonsos delimita las respectivas zonas de reconquista. Quedan así prefigurados los dos grandes reinos españoles a partir del siglo XIII. La implicación del reino de Aragón en los asuntos ultrapirenaicos pone en contacto a Alfonso II con uno de los problemas más graves de la época: la guerra derivada de las herejías de los cátaros y valdenses, conocidos con el nombre de albigenses, en el Mediodía francés. De conflicto religioso pasó a ser políticomilitar, lo que trajo

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dificultades durante varios años a Alfonso y a sus sucesores, en especial a su hijo, Pedro II, que murió en la batalla de Muret. A la muerte de Fernando II es proclamado rey de León su hijo Alfonso LX, que una vez en el trono convocó la Curia Regia, con la importante novedad de que participara en ella una clase social nueva, los ciudadanos elegidos por cada población del reino, que votarían los subsidios y limitarían el poder real. Es decir, verdaderas Cortes, las primeras de Europa, antes de la Dieta alemana, el Parlamento inglés y los Estados Generales de Francia. Por esas fechas ha cruzado el estrecho un poderoso ejército almohade al mando del propio Califa Yusuf Yacub Al Mansur, en son de guerra santa. El joven e impetuoso Alfonso VIII de Castilla se enfrenta a ellos en Alarcos y es derrotado estrepitosamente. El ejército cristiano queda deshecho. Se puede decir que es el último gran triunfo moro en España. Tanta impresión causa la rota de Alarcos, que ni León ni Navarra se atreven a ir en ayuda de Alfonso VIH. «Sólo su amigo Alfonso II de Aragón tuvo conciencia de la solidaridad hispánica» que preconizaba el Pontífice, el cual concede el título de rey a Sancho de Navarra para inclinarle a la Cruzada contra el moro. También excomulga a Alfonso EX de León por haberse aliado a los almohades, con tal de perjudicar a Castilla. Comprendo que este baile de nombres, Alfonsos, Sanchos, Fernandos, puede llevar a confusión al joven lector de hoy. Conviene seguir con atención el relato. No puede prescindirse de ninguno de ellos. Todos tienen importancia en el tablero de ajedrez medieval que están jugando los reinos en la conformación de la España que lucha contra el moro hasta la conquista de Granada en 1492. Pedro II, heredero del reino de Aragón a la muerte del buen rey, culto, enérgico y hábil político que fue Alfonso II, continuó la amistad con Castilla, animado además por su madre, la castellana doña Sancha. Como el rey de Navarra, Sancho VII, seguía aliado también a los almohades y amenazado de excomunión por Celestino III, Alfonso VIII y Pedro II empezaron a atacar las tierras que Navarra había ocupado anteriormente, dando lugar al reino de Castilla, que como ya dije fue obra de vascones, navarros y cántabros. El rey de Castilla ocupa Miranda de Ebro y el condado de Treviño y pone sitio a Vitoria, tarea que encarga a Don Diego López de Haro. Siguió don Alfonso a Guipúzcoa, que se entregó voluntariamente y de forma definitiva con sus principales plazas, San Sebastián, Fuenterrabía y Oyarzun. Queda así definitivamente incorporada a Castilla toda la costa cantábrica, desde San Vicente de la Barquera, en Santander, a Fuenterrabía en la frontera francesa1. Recordemos también que por aquellos días, doña Blanca, hija de Alfonso VIII, se casó con el futuro San Luis, heredero del rey de Francia Felipe Augusto. Un caso curioso y de trascendencia histórica, fue la anulación del matrimonio de Alfonso EX de León y doña Berenguela, después de que hubieran tenido cuatro hijos; el primogénito, sería Fernando III el Santo.

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Una constante preocupación de un gran personaje de la época, el obispo de Osma, don Rodrigo Ximénez de Rada, pronto arzobispo de Toledo, era conseguir la unión de los reyes cristianos, con aportaciones ultrapirenaicas, para promover una cruzada hispánica y dar el golpe definitivo a la morisma. Con este propósito influyó en un acuerdo de Castilla con León y con Navarra, y para la paz entre esta última y Aragón. Recordemos también, en mi deseo de no dejaros atrás ningún hecho importante, que el año 1202 nació en Montpellier un hijo de Pedro II llamado Jaime. Dentro de poco sería una figura clave en nuestra historia medieval: Jaime I el Conquistador. También tiene interés saber que por aquellas fechas, cuando la herejía albigense era grave motivo de una cruzada en el mediodía de Francia, aparecen en ese escenario dos religiosos llegados de España, el obispo Diego de Osma y el canónigo Domingo de Guzmán, que funda la Orden de los Predicadores o Dominicos. En España, en el campo enemigo, va a entrar en juego un nuevo y amenazante factor: el Califa Muhamad al Nasir (de ahí el nombre de dinastía nazarita) sale de Marraquesh en gran campaña contra los infieles de la Península. Desembarca en Tarifa, como Tarik hacía cinco siglos, incorpora guerreros almorávides y de las Taifas, y conquista la importante fortaleza de la Orden de Calatrava en Salvatierra, lo que produjo gran alarma en toda la España cristiana. Un motivo más para que el arzobispo Ximénez de Rada, multiplicase sus esfuerzos en pro de la Cruzada, recorriendo la Europa occidental a dicho fin. Alfonso IX de León, por sus viejos rencores, se resiste a participar; Sancho de Navarra es convencido por el arzobispo, y Pedro II, fiel amigo, está dispuesto a acudir, a pesar de sus problemas albigenses. No sólo pone a la disposición de la empresa común sus mejores tropas sino que hasta recluta cruzados en Francia. Así van llegando hombres de guerra a Toledo, incluso los obispos de Burdeos, Nantes y Narbona. Llegan también italianos, provenzales, leoneses, portugueses, hasta un total de 70.000, que se unirán a los 60.000 castellanos de Alfonso VIII. Parecen muchos, tal vez la mayor hueste cristiana reunida en quinientos años, pero aún son muchos más los moros de Al Nasir, más de 250.000 hombres. Las diferencias que se dieron en el campo cristiano se debieron a que los extranjeros exigían más comodidades, mejor comida y alojamientos, frente a la austeridad de los combatientes españoles. Además, estos últimos solían perdonar a los que capitulaban, mientras que los acostumbrados a la guerra albigense no daban cuartel, querían cabezas y botín. Muchos se retiraron antes o durante la batalla. Los auténticos vencedores, los que lo dieron todo en las Navas de Tolosa (1212), fueron los reyes de Castilla y de Aragón, Alfonso VIII y Pedro II, y aunque llegó tarde, el formidable y valiente Sancho VII el Fuerte, de Navarra, que ganó allí las cadenas para el escudo de Navarra, al asaltar las que protegían la tienda del jefe supremo musulmán, al que los cristianos llamaban el Miramamolin. En vanguardia también los vizcaínos de don Diego López de Haro y las milicias ciudadanas de Ávila, Segovia y Medina.

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La victoria fue total; el botín, enorme. Estaban ya lejos los desastrosos días de Zalaca y Uclés. Se ocuparon Úbeda y Baeza. El arzobispo Ximénez de Rada, «que había luchado con el roquete sobre el arnés», cantó un TeDeum en el mismo campo de batalla. Faltó en Las Navas el rey Alfonso IX de León, que hasta se aprovechó para ocupar algunas fortalezas castellanas. Los cronistas musulmanes le llamaron «El Baboso». El peligro almohade había sido conjurado en Las Navas de Tolosa. *** Van a desaparecer de la escena dos grandes reyes. «Alfonso VIII fue el paradigma de la Reconquista» por un sentido total de la empresa, lejos de todo localismo, con visión de futuro. Un rey para la historia. Muere en la aldea abulense de Gutierre Muñoz en 1214, después de un reinado asombroso en todos los sentidos. Nos entroncó con la historia común europea; creó una espléndida corte, «la Kour de Kastellana», ensalzada por Federico II de Alemania y por Luis VII de Francia; fundó ciudades como Plasencia, conquistó Cuenca y le dio fueros, como fundó de hecho Villa Real (Ciudad Real), y pobló Santander, además de la confirmación del País Vasco como singular y espléndida parte de su reino2. Soberano del Cantábrico, devoto del Císter, fundador del Monasterio de Las Huelgas de Burgos, donde yace con su esposa Leonor; del de Santa María de Huerta, tumba del arzobispo Ximénez de Rada... Protegió a las minorías judías y musulmanas, porque era fuerte y gran señor de la Victoria, mecenas de las artes, la ciencia y la cultura, y fundador de la primera Universidad española, pues así puede considerarse el Estudio General de Palencia, y origen de la de Salamanca, una de las primeras de Europa... Dicen las viejas crónicas que estaría en los altares, junto a sus cercanos parientes, San Fernando y San Luis, si no hubiese sido por sus apasionados amores con la judía toledana Raquel... El otro gran rey desaparecido fue Pedro II de Aragón, esforzado paladín de la Reconquista, amigo leal de Alfonso VIII y vencedor con él en Las Navas. Al volver de nuevo a la guerra contra los albigenses murió en la batalla de Muret, luchando contra las fuerzas de Simón de Montfort, uno de los mejores generales de la época. En Castilla el nuevo rey es Enrique I, undécimo hijo de Afonso VIII, tutelado en su minoridad por su hermana Berenguela, esposa de Alfonso IX de León. Reina sólo tres años (12141217). Le sucede Fernando III, hijo de los Reyes de León y nieto del de Castilla, venturosa ascendencia que hace que definitivamente se unan en su persona los dos reinos. Después de la paz de Toro entre padre e hijo, Alfonso EX conquista Cáceres con tropas castellanas y leonesas, y a continuación Badajoz, Mérida y Elvas. Muere poco después ennobleciendo su no muy glorioso reinado con el Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago y con la fundación de la Universidad de Salamanca. En el reino de Aragón, el infante don Jaime va a ser uno de los grandes reyes del siglo. Al renunciar a la expansión catalana al norte de los Pirineos, se dedicará a rematar la

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Reconquista en la zona de Levante y a emprender la gran aventura mediterránea que le llevará de isla en isla hacia Oriente. Es lo contrario que le ocurre a Navarra, que después de Sancho VII el Fuerte, se verá encerrada entre los dos grandes reinos españoles, Castilla y Aragón, sin frontera con el moro, por lo cual, y por cuestiones hereditarias, verá enfocada toda su política hacia Francia. Ello se debe también a que Jaime I, que tenía derecho al trono navarro, sorprendentemente, no se opone a que el nuevo rey en Pamplona sea Teobaldo, hijo de Blanca de Navarra. En conjunto puede decirse que los nuevos reyes hispánicos emparentan con las grandes casas reinantes y se ponen a su altura. Son las casas de Borgoña, Suabia, Plantagenet, Honhestaufen; relaciones de igual a igual, con ciertos matices, se establecen en Inglaterra, Francia, el Papado y el Imperio. Por ejemplo, Fernando III se casa con Beatriz de Suabia, hija del emperador de Alemania y nieta del Emperador de Constantinopla, la casa de los Comneno. Y un factor muy positivo fue que el pueblo se mostró desde un principio muy favorable a los jóvenes monarcas Fernando y Jaime. Ellos van a ser los grandes protagonistas de la época. Navarra, como acabo de deciros, ha quedado encerrada, y Portugal ocupa una posición marginal geográficamente, lo que le lleva a tener una vocación oceánica y extrapeninsular. Más adelante estas posiciones en los siglos siguientes, variarán de un modo fundamental. Fernando III ataca y toma el 29 de junio de 1236, la gran capital califal, que había sido la primera gran ciudad de Europa. Transforma la mezquita en catedral y en la zona conquistada, como dice la crónica: «tan grande es el abondo, el solaz y la planta, que vinieron de todas partes de Espanna pobladores a morar y a poblar». Así, también, varias grandes casas nobiliarias vinieron y se convirtieron en señores de extensos latifundios. El infante don Alfonso, heredero del trono, tomó las ciudades de Murcia, Lorca y Cartagena, incorporándolas al reino de Castilla y marcando así el límite con la expansión del reino de Jaime I, que incluía Alicante. Igual frontera fue fijando la historia entre las dos jóvenes lenguas neolatinas, el castellano y el catalán (castelán = catlán), este último con su versión valenciana. Contemporáneo de los dos reyes cristianos es Mohamed ben Yusuf ben Nasir, más conocido como Alhamar (el Rojo), el último caudillo de AlAndalus, que instaló su pequeño principado en las serranías de Granada, comunicándose por la costa con sus gentes de África. Rindió vasallaje a Fernando III, evitó los enfrentamientos y así logró que su dinastía nazarita durase hasta Boabdil. Jaén cae el año 1246 en poder del rey castellano, que sigue su avance hasta Sevilla. La sitia por tierra y por el río; la conquista añade el bello florón a su Corona. La marina de Castilla, al mando del burgalés Almirante Bonifaz, ha hecho su primera y gran campaña, abriendo los accesos a Sevilla por el Guadalquivir. Eran pescadores vascos y santanderinos, antepasados de los que dos siglos y medio después llevarían a cabo con otros andaluces la gran hazaña de las Indias.

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Poco disfruta el rey Fernando de su gran conquista: desde hace largos años está enfermo de tuberculosis, que le llevará a la muerte el 30 de mayo de 1252. Murió convencido de que había rematado la Reconquista. Alhamar fue su aliado y mandó cien caballeros a su entierro. Así, como acabo de decir, los nazaritas siguieron en el reino de Granada doscientos cuarenta años más.

Jaime I es rey desde que tiene cinco años, pero reina efectivamente a partir de su mayoría en 1227. Se formó en el castillo de Monzón bajo la tutela del maestre del Temple, siendo muy precoz en todo: a los catorce años se casó en Agreda con Leonor, hija de Alfonso VIII y de Leonor de Inglaterra, matrimonio anulado varios años después por parentesco. Jaime, buen mozo, gallardo, bello, sensual, mujeriego, se casa poco después con Violante, hija del rey de Hungría. Previa consulta a las Cortes, Jaime crea una flota y conquista Mallorca, vieja ambición catalana, a la que siguen Menorca, Ibiza y Formentera.

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La conquista de Valencia, equivalente a Sevilla para los Toma de valencia castellanos, fue lenta, duró trece largos años. Hacía más de doscientos desde que el Cid y doña Jimena fueron los señores de la capital levantina. Así de lenta iba la Reconquista... La toma de Valencia fue más obra de Aragón que de Cataluña, empresaria, en cambio, de la conquista de las Baleares. Las aragonesas, pasando por Teruel y por Morelia, tenían ilusión de mar. Valencia cayó en septiembre de 1238 y fue repoblada con gentes venidas de Lérida y Aragón. Estos datos tienen importancia porque influyeron hasta en las gentes de hoy, en su carácter, en su estilo, hasta en su aspecto, según de donde venían los repobladores. Jaime I era todo un caballero. En contra de la opinión de sus consejeros, prestó eficaz ayuda a su sobrino el infante castellano don Alfonso, que sería el Rey Sabio, para luchar contra los rebeldes moros del reino de Todmir, que así se llamaba al de Murcia. Con ello, el rey de Aragón renuncia a su expansión hacia el Sur y concentra todo su interés en la política mediterránea. Además, el Conquistador demuestra su prudencia y sentido patriótico al hacer todo lo posible para evitar el enfrentamiento entre Castilla y Navarra, renunciando a los derechos adquiridos en el prohijamiento mutuo con el anciano Sancho el Fuerte. Claro es que así dio lugar a que el muy hispánico reino de Pamplona entrase en la órbita de Francia, como ya os dije, al casarse Blanca, la hermana y heredera de Sancho VII, con Teobaldo de Champaña. Son esos paradójicos hechos del medievo español con los que varios grandes reyes, con sus absurdas políticas familiares, fueron retrasando la Reconquista más de dos o tres siglos. También don Jaime en 1258 renuncia por el Tratado de amistad y paz perpetua con Luis IX, el futuro San Luis, a sus derechos en extensas zonas de Francia que llegaban hasta Marsella, Arles y Avignon. A pesar de estas renuncias, fue un gran rey que extendió notablemente sus dominios y evitó todo roce con los otros reinos españoles. En su vida influyeron mucho las mujeres, primero, en su minoridad, su madre María de Montpellier; después su segunda esposa, doña Violante, y más tarde su gran amor tardío, ya sexagenario, por la noble castellana doña Berenguela Alfonso. Tal vez por ella dejó de embarcar para Palestina cuando se disponía a hacerlo para participar en la Cruzada en 1269. El prestigio de Jaime I se extendió por toda Europa. Entre emperadores, reyes y príncipes él fue el «primus inter pares» en la boda de su nieto don Fernando de la Cerda, hijo de su hija Violante y de Alfonso X el Sabio, boda celebrada en Burgos. Por desgracia, una vez más, acordó el reparto de los reinos entre sus hijos, aprobado en las Cortes de Barcelona: Aragón: de Ariza al Cinca, a su hijo Alfonso. Cataluña: del Cinca a Salses (en ultrapuertos) a su hijo Pedro. Valencia, las Baleares y el señorío de Montpellier, que conservaba, a su hijo Jaime. Pero murió muy joven, en 126o, el príncipe Alfonso, y toda su zona, más Valencia, pasó a don Pedro, y sólo quedaron para don Jaime las Baleares y ciertos derechos en territorio francés.

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Nueva lección que demuestra que una monarquía que se precie de tal nunca debe repartirse en herencia. Y nueva prueba también de cómo esas divisiones cambian nuestra historia, ya que, de haber vivido don Alfonso, el predominio de Aragón en los tres reinos de su Corona, habría sido clave, y con ello la extensión de la naciente lengua castellana hasta el Mediterráneo. *** En mi obra Así se hizo España marcaba el profundo contraste entre el brillante y positivo comienzo del reinado de Alfonso X y su lamentable final. Me refería, sin duda, al aspecto político y nacional, no a su admirable ejecutoria cultural. Primeros tiempos prometedores, vencedor en Murcia, y ya rey en Cádiz, Jerez y Niebla, heredero de un gran monarca, Fernando el Santo, sin oposición y sin divisiones, y con un valiente y buen amigo como su tío, Jaime el Conquistador. Al final del reinado, en cambio, enfrentado a su hijo, escribiendo testamentos insensatos, encerrado en Sevilla y dando lugar a la división de la nobleza. Alfonso X acabó empeñando su corona al eterno enemigo, al Islam, que vuelve a invadir España llegando hasta cerca de Toledo. El rey más rico de Europa, que acabará mendigando socorros económicos. Alfonso, al comenzar su reinado, es pariente de toda Europa: bisnieto del Emperador del Sacro Imperio, yerno de Jaime el Conquistador, consuegro de San Luis, abuelo de don Dionís, rey de Portugal, cuñado de Eduardo, príncipe de Gales, cuñado de Pedro III el Grande de Aragón, nieto de doña Berenguela y suegro de doña María de Molina, las dos grandes reinas de nuestra Edad Media... Había nacido don Alfonso en Toledo en 1221. En sus primeros pasos como rey no fue muy afortunado en sus relaciones con Portugal y Navarra, con los que mantuvo hostilidades, paces y treguas, acabando por romperse todo signo de vasallaje con Castilla. Sus pretensiones al ducado de Gascuña, heredadas de la boda de Alfonso VIII con Leonor Plantagent, después de llegar hasta Burdeos, acabaron con la boda de Leonor, hermana del rey castellano, con Eduardo, hijo del rey de Inglaterra, ceremonia que reunió en Burgos a lo más granado de Europa. En plena euforia político militar, dueño de Cádiz, Morón, Jerez... decide pasar al África, para lo que prepara una flota en las Atarazanas de Sevilla; reorganiza la poderosa artillería, que por primera vez se utiliza en sus conquistas andaluzas, contando además con la ayuda de Jaime I y de las naves de Pisa. Hegó, efectivamente a Salé, frente a Rabat, pero tuvo que retirarse enseguida ante las fuerzas del emir Aben Yusuf. La gran pretensión de Alfonso X fue ser nombrado emperador, el trono del Sacro Imperio Romano Germánico, lo que se llamó «el hecho del Imperio». Compitió con poderosos soberanos de la época, Guillermo de Holanda, Conradino, Manfredo, hijos y nietos de emperadores, de los que él también descendía —de Federico II— del que era nieto al ser hijo de Beatriz de Suabia. También fue su rival Ricardo de Cornualles, hermano del rey de Inglaterra. A base de veinte mil marcos por voto de los grandes electores con la mano tendida para cobrar antes de votar, Alfonso X fue proclamado emperador en Francfort el

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Domingo de Ramos, 1 de abril de 1257. Nunca llegó a tomar posesión, a pesar de la embajada que vino a Burgos a ofrecerle el trono. Por cierto que los sucesivos Papas se opusieron a él. El cetro imperial seguía sin dueño en el llamado «largo interregno». A los nobles castellanos, hartos de dar dinero al rey para comprar votos, el Imperio les tenía sin cuidado. Repito que siempre en la historia, lo español es el Reino, no el Imperio. Se reunió Alfonso con el Papa Gregorio X en Beaucaire (1275). Renunció a sus pretensiones y acabó pidiendo dinero al Pontífice para la guerra contra los Benimerines, que acababan de invadir España. Ahí se acabó el famoso «hecho del Imperio». El erario estaba exhausto. La rebelión fue encabezada por el propio hermano del rey, el infante don Felipe, con las grandes casas, los Castros y los Laras. Atacan además los benimerines y muere el primogénito del rey al ir a luchar en la frontera. Afortunadamente Aben Yasuf emprende la retirada mientras el segundo hijo de Alfonso X, el infante don Sancho, da grandes pruebas de bravura una vez muerto su hermano mayor, don Alfonso de la Cerda. Ahí está el origen del enfrentamiento del padre con don Sancho, ya que el rey estaba a favor de don Fernando de la Cerda, hijo de don Alfonso. La guerra en familia fue corta pero cruel. Se dividió la nobleza y los reinos vecinos se inclinaron a favor de don Sancho. Alfonso X pasó por la vergüenza de pedir ayuda al rey de Fez, Aben Yusuf, enviándole en prenda su corona. Don Sancho se casó por entonces con doña María de Molina, y casó a su hermana Violante con su amigo y súbdito, el hermano del señor de Vizcaya. Este Sancho, llamado con justicia «el Bravo», derrotó por fin a los invasores benimerines, que habían vuelto, llamados en su ayuda por Alfonso X. El Rey Sabio murió en Sevilla en abril de 1284, en su fiel Sevilla, «Sevilla no ma dejado», que campea en su escudo. En un último testamento disparatado, que nunca se aplicó, nombra heredero a su nieto Alfonso de la Cerda y a sus sucesores; nombra rey de Sevilla y Badajoz al infante don Juan, y de Murcia al infante don Diego. Juicio amargo y muy negativo nos merece el reinado de Alfonso X el Sabio. Recordémosle por «los libros del saber de Astronomía», por «Las Siete Partidas», por «Los Loores de Santa María», por sus tratados de ajedrez, por su «Grande e general Estoria». Y porque fue el conquistador de Murcia y Cartagena, de Cádiz y de Jerez. Triste sino el de este rey, que sin embargo, por su inmensa cultura «se pone en este siglo XIII a la altura de esos grandes reyes que se yerguen como gigantes a través de los tiempos». 1 «Tierras éstas, con el Señorío de Vizcaya, que al ser incorporadas por Alfonso VIII el año 1200, dieron desde entonces pruebas del más orgulloso y auténtico sentido hispánico, con clara consciencia de su personalidad histórica y de sus prerrogativas forales, pero siempre con ánimo de fundadores de la España total y no de meras partes incorporadas circunstancialmente. Sólo la ignorancia histórica y los errores centralistas han dado lugar a situaciones anómalas en el siglo XX.» (De Así se hizo España.) 2 Vizcaya dependía de Castilla desde 1076.

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XI LA CORONA DE ARAGÓN. DOÑA MARÍA DE MOLINA

Dos nuevos reyes aparecen en el panorama español antes de la transición del siglo Xm al xrv: Pedro III el Grande en la corona de Aragón, y Sancho IV el Bravo en el reino de Castilla y León. Dos reyes de muy distinto signo, como iremos viendo a lo largo del capítulo, distintas circunstancias, distintos destinos. Pedro III hereda un reino con límites que se han ido definiendo claramente desde tiempos de Jaime I, con una bien marcada política mediterránea con notables conexiones europeas y, lo que es muy importante, con una nobleza y un pueblo perfectamente identificados con los designios reales, algo que era ya tradición en la Corona aragonesa y en el Condado de Barcelona. Sancho IV de Castilla, por el contrario, recibe en herencia un reino de gran extensión, del Finisterre a Tarifa, de Fuenterrabía a Cartagena, pero en muy penosas circunstancias, en guerra civil con su padre, amenazado por los benimerines desde África, con la misión de ocupar a la defensiva las posiciones claves del Estrecho, Algeciras, Tarifa, Gibraltar, y además con la espada de Damocles sobre su cabeza, los dichosos Infantes de la Cerda, a los que ayudan por oportunismo, bien los aragoneses, bien los franceses. Y el país arruinado con tanta guerra. La huella de Pedro III en la historia, es grande como el apelativo con que se le conoce. No puede decirse lo mismo de Sancho. Para empezar, la personalidad del rey aragonés es muy atractiva, su espíritu caballeresco y valor se han hecho legendarios: «Pedro, caballero de Aragón, padre de Reyes y Señor del Mar», le llama una Crónica. «Un segundo Alejandro, por virtud de la caballería y la conquista» añade otra. «D’ogni valor portó cinta la corda», dice de él el Dante en la Divina Comedia, y Boccaccio le hace protagonista de una de sus historias. Cuenta con cronistas para relatar sus hazañas como los insignes Muntaner y Desclot. Primero pone el reino en orden, vence a los moros en Montesa y a los nobles rebeldes en Balaguer; luego concluye alianzas con Pisa, Génova y Navarra y retiene como rehenes y garantía frente a Castilla a los Infantes de la Cerda, y hasta concluye una tregua de cinco años con el rey de Granada. Añádase su habilidad y fuerza al obligar a su hermano Jaime a rendirle vasallaje. El objetivo primordial de Pedro III eran las Dos Sicilias, feudo del Papado, que venían gobernando sucesivamente los Staufen, la casa de Suabia, y después, contra ellos, los Anjou, concretamente, Carlos, hermano de San Luis.

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Muerto Manfredo, último rey de Sicilia, los derechos revertían a su hija Constanza, mujer de Pedro III. El pueblo siciliano y el partido gibelino estaban a su favor. De ahí viene la presencia española en Italia, que duraría siglos, y con ella la expansión de la Corona de Aragón por el Mediterráneo. Pedro prepara una gran flota y en principio, en son de cruzada, anuncia que va contra los infieles de Túnez. Lo más probable es que supiera de antemano, cuando ya estaba frente a la costa africana, que después de las famosas «vísperas sicilianas»1 le iba a ser ofrecida la corona de la isla. Pedro III entra en Palermo el 4 de septiembre de 1282. Cinco siglos después seguirá habiendo reyes españoles en Sicilia. Martino IV, uno de esos Papas que más valía que no hubieran salido del convento, se dedica al juego político y se pone del lado francés; excomulga a Pedro III y ofrece el trono del reino de Aragón a los Valois, al segundo hijo del rey Felipe III de Francia, y le corona solemnemente en mayo de 1284. A don Pedro no le arredran las arbitrariedades vaticanas. Cuenta con su pueblo y con su flota. Además sigue impertérrito su tarea legislativa, el Privilegio General, comparable a la Carta Magna inglesa, la confirmación de la Justicia de Aragón y los fueros de las diversas categorías sociales (ricos hombres, mesnaderos, infanzones, ciudadanos y hombres buenos), el Privilegio de la Unión y la revisión de los Usatges2. Pero, sobre todo, la marina, la del fenomenal Roger de Lauria, primer almirante de su tiempo, de origen calabrés, al servicio de Aragón, con lo que compensa otros disgustos, conquistando Malta y varias pequeñas islas mediterráneas. La común hostilidad con Francia reúne a Pedro III y Sancho IV, tío y sobrino, entre los que hay mutua simpatía y afinidad. A Pedro el Grande le sucede su primogénito Alfonso III, que pronto se mostró prudente y hábil en momentos políticos complicados, ya que su tío Jaime II, que reinaba en Mallorca, estaba aliado con su mayor enemigo, el rey de Francia. Por ello lanzó su flota a la conquista de las Baleares. Así unificaba sus reinos. Se ocupó Mallorca reinando todavía Pedro III, y Menorca e Ibiza en tiempos de su hijo Alfonso. Después de numerosos episodios militares y diplomáticos, treguas con los Papas sucesores de Martino IV y menos antiaragonesistas que él, entrevista con Eduardo de Inglaterra en Oléron, gestiones sobre los infantes de la Cerda, etc., etc. Alfonso III llega al Tratado de Tarascón, sometiéndose al Papa y cortando toda ayuda a su hermano Jaime, que reina en Sicilia. Además se compromete a ir en cruzada a Tierra Santa. No pudo cumplir el rey aragonés porque falleció el mismo año de 1291, cuando iba a casarse con Leonor de Inglaterra. Aunque inferior a su padre, Alfonso fue un buen rey que después de conquistar las Baleares, dejó al reino en paz con sus vecinos y con el Papado, y, como dice el historiador Giménez Soler, «sintió el ideal español, consideró a España como patria común de cuantos vivían en ella y se sintió compatriota de los otros soberanos peninsulares». Eficacia y altos ideales para tan corto reinado. ***

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¿Es Sancho IV de Castilla un rey a la defensiva? Al menos ese es el panorama que se le ofrece al principio de su reinado, rodeado de enemigos y sin fuerzas para romper el cerco. Mucha bravura, como indica su sobrenombre de «El Bravo», y mucha diplomacia necesitaba para salir adelante. La nobleza y el pueblo le acogen favorablemente, es un castellano de verdad, no como su padre, Alfonso X el Sabio, casi un extranjero por su sangre, su carácter y sus preocupaciones imperiales, y que además dejó como heredero a su nieto, el jovenzuelo don Alfonso de la Cerda. En la vida de Sancho IV fue fundamental el contar con una esposa como doña María de Molina (doña María Alfonso de Meneses), pariente suya, su gran amor, matrimonio sin dispensa papal, que sólo concedió Bonifacio VIII en 1301, una vez muerto el rey Sancho, legitimando a la vez su descendencia. Dicen las crónicas que le habría gustado al rey castellano acudir en ayuda de su contemporáneo Pedro III, en guerra con el francés. No pudo hacerlo, más que por la amenaza de los benimerines (de Banu Marín), por cuestiones internas. Su corte estaba dividida en dos bandos, el de don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya y su favorito, partidario de Aragón, y en contra don Alvaro Núñez de Lara, poderoso jefe de un gran clan familiar, muy profrancés. Decidió el dilema en Toro doña María de Molina a favor de los partidarios de la alianza francesa. Con ello se afirmó la autoridad y soberanía de Castilla sobre las provincias Vascongadas, contando además con el apoyo indirecto de Navarra. Debo recalcar la personalidad histórica del Reino de Navarra, núcleo generador de la Reconquista, vecino entrañable del País Vasco, aunque a veces con notables divergencias, y en modo alguno unificados territorialmente entre sí. Durante un largo período hubo duros enfrentamientos entre don Sancho y su ambicioso hermano, auténtico traidor, el infante don Juan, apoyado por el hasta entonces gran valido del rey, el señor de Vizcaya, que acabó muriendo a manos del propio don Sancho en la dramática entrevista de Alfaro. Suerte de la que se libró donjuán, gracias a la intervención, en su favor, de doña María de Molina. Por fin se llegó a un armisticio entre los dos grandes vecinos hispanos en Monteagudo, donde se acordó el matrimonio de Isabel, hija de don Sancho, con Jaime II de Aragón. Importante detalle de futura política española fue lo acordado también en Monteagudo para la expansión en el Norte de África, Argelia y Túnez para Aragón, y Marruecos para Castilla. Vemos así que el destino de España nos llevaba a la conquista y colonización del norte africano, donde no había un Estado árabe o bereber sino una serie de tribus, venidas en gran parte del Oriente Medio, que ocupaban sin continuidad, ni en tiempo ni territorial, la antigua Mauritania Tingitana y el limes líbico, del Imperio Romano. Cuando se aproxima el final del siglo Xm, el caudillo benimerin Abu Yacub, unido a Mohamed, rey de Granada, reconquista la plaza estratégica de Tarifa, que antes había ocupado don Sancho, aliado entonces con el granadino, que se pasó al bando africano al no concederle el rey castellano la posesión de la plaza.

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Con ello se prueba cuánto duraban entonces las alianzas y cuán de fiar ha sido con frecuencia el moro. No sólo el moro sino a veces algún castellano como el nefasto Infante donjuán, guiado por el resentimiento contra su hermano Sancho. Caso que se repite demasiado en la historia, el resentido, el vencido, el exiliado, reconcomido por el fracaso, se cree víctima, se cree con derecho a la venganza y es capaz de aliarse hasta con el diablo. Como hizo Juan de Castilla al unirse a los reyes moros. Todo lo contrario fue el caballero don Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno, encargado por Sancho IV de la defensa de Tarifa. Se mezclan la historia y la leyenda en el heroico episodio en el que Guzmán lanza un puñal para que lo utilicen los sitiadores contra su propio hijo, al que tienen como rehén y amenazan con matarle si no se rinde. Tarifa resiste y es liberada por la flota combinada de Castilla y de Cataluña. El fementido donjuán, que fue quien entregó a los musulmanes al hijo de Guzmán el Bueno, se retirará al reino de Granada, definitivamente vencido y deshonrado. La alianza castellanoaragonesa era difícil de mantener. En el terreno internacional tenían posiciones contrapuestas. La corte de Castilla, cada vez con intereses y amistad que les acercaban a los franceses, enemigos de Aragón; pero es Jaime II el que rechaza las ofertas de don Sancho para seguir aliados. Poco le quedaba de vida al rey castellano. Tuberculoso como sus cercanos antepasados, muere el 25 de abril de 1295. La regencia, segunda que desempeña, recae en la incomparable reina que fue doña María de Molina. El rey va a ser Fernando IV, que sólo tiene nueve años. «Nobles, órdenes militares, intrigas diplomáticas, presiones de toda índole, inquietos y amenazadores vecinos, inquinas heredadas, arcas exhaustas... Un niño de nueve años. Pero su madre y el pueblo estaban con él.» *** Sólo la entereza, la fuerza moral y patriótica de doña María de Molina, María «la Brava», errante de castillo en castillo, con el apoyo del pueblo y del heroico Guzmán el Bueno, fue capaz de salvar el reino durante la minoridad de su hijo, en los más difíciles momentos de la historia de Castilla. El panorama que se le presentaba no podía ser más negro; los grandes señores feudales queriendo ser más que el débil rey; don Alfonso de la Cerda haciéndose coronar en Sahagún mientras que el malvado infante donjuán hacía lo mismo en León; el rey de Portugal entrando en Castilla y llegando hasta Simancas, el de Aragón invadiendo Murcia, y el de Granada, ayudado desde África, llegando hasta las afueras de Sevilla... Casi podría hablarse de algo milagroso, además de la habilidad y constancia de la reina madre de Castilla. La peste diezma el campamento aragonés, se concierta oportunamente la boda del joven rey Fernando IV con Constanza, hija del rey de Portugal, llegan oportunamente las mesnadas de Guzmán el Bueno, cuya sola presencia hace temblar a los infantes de la Cerda, al infante donjuán, a los Castros y Laras... Las ciudades se pasan a la reina doña María y a su hijo, que ya es legítimo por una bula del Papa Bonifacio VIII...

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Y los musulmanes, en cuanto a divisiones internas, poco tienen que envidiar a los cristianos. Es lo que el gran historiador, marqués de Lozoya, llama «el morbo hispánico de la anarquía», que también alcanza a los moros. Poco iba a beneficiar el gran esfuerzo de su madre a la persona de Fernando IV, que fallece en 1312, víctima de la tuberculosis, como sus gloriosos antepasados. La leyenda da al joven rey el mote de «El Emplazado». Se lo dieron los hermanos Carvajal, que antes de ser ejecutados en Martos, auguraron que Fernando IV moriría también antes de treinta días, lo que se cumplió con exactitud. El rey de Aragón Jaime II, contemporáneo de Sancho IV y de su hijo Fernando IV, muere, ya anciano, en 1327, después de un largo reinado, en el cual recibe la investidura papal de Cerdeña, posesión hasta entonces de genoveses y písanos. La conquista de la isla, que la vinculará a España durante siglos con muchos altibajos, no se logrará plenamente hasta el reinado del siguiente monarca aragonés, Alfonso IV. En el de Jaime II se asegurará la definitiva posesión del valle de Aran. La otra gran empresa catalanaaragonesa de la época, más que obra de un rey, fue la tarea colectiva de todo un pueblo en armas, la expedición de los almogávares a Oriente. El rey Fadrique II de Sicilia —el más aragonés de los aragoneses— dispuso una expedición en ayuda del emperador bizantino o griego Andrónico Paleólogo, al que asediaban los turcos, empresa que relata con entusiasmo el gran cronista Ramón Muntaner, que participó en ella. Más que un ejército fue un pueblo en marcha, 1.500 caballeros, 4.000 infantes almogávares y 1.000 peones con todas sus familias, mujeres y niños. Pobres, rudos, andrajosos, se presentaron en Constantinopla en 1302 al mando de Roger de Flor, «épico personaje», de origen alemán, que procedía de Brindisi. Las victorias de estos singulares combatientes hispánicos sobre los turcos fueron verdaderamente asombrosas, prolongando la supervivencia del Imperio de Oriente por siglo y medio. Llegan refuerzos de grandes señores catalanes, Berenguer de Rocafort y Fernando Jiménez de Arenos, y la expedición almogávar, además de triunfos militares, extiende la influencia política y comercial de Cataluña a Grecia y al Oriente Mediterráneo. Roger de Flor es nombrado nada menos que César, y Berenguer de Entenza, Megaduque, pero su ejército, lejos de sus bases y sin recibir sus pagas, empieza a desmoralizarse y a dedicarse al saqueo. La traición, contra los almogávares (nombre que se da a toda la expedición), florece por doquier: griegos, genoveses, turcos, las gentes del país, todos contra los catalanoaragoneses. Roger de Flor y sus caballeros son envenenados a traición, durante un banquete en Adrianópolis. Lo que dio lugar a la famosa «venganza catalana», muerte y saqueo, sin compasión ni cuartel, contra los imperiales de Andrónico. De este formidable y efímera empresa almogávar proviene el que los Reyes de España lleven, como un vestigio histórico, los títulos de duques de Atenas y de Neopatria. *** Doña María de Molina es ya una anciana. Su nieto, el rey niño, permanece en Ávila, protegido por la propia ciudad, que lo llevará a su escudo, siempre leal a la Corona, ¿Quién va a defender a Alfonso el Onceno (así le llama la crónica) cuando en

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1321 han muerto ya doña María, la extraordinaria abuela, y Guzmán el Bueno, su gran capitán? ¿Quién defenderá las fronteras del reino? Llega Alfonso XI a la mayoría de edad, a los quince años, en 1325. Tiene poca edad pero una superior madurez, capaz de enfrentarse a intrigas y asechanzas. Entre ellas destacan las del infante donjuán Manuel, el famoso literato, aspirante al trono como nieto de San Fernando. Alfonso XI evita la conjura pidiendo en matrimonio a doña Constanza, hija de dicho infante. Y como el hijo del traidor de Tarifa, el infante don Juan —llamado Juan también, con el mote de «El Tuerto»—, seguía molestando al rey con conspiraciones y sucias maniobras, el rey le cita en Toro y le hace colgar sin más trámites. Así la historia llamará a don Alfonso lo mismo el Cruel que el Justiciero. Por aquellos días entra en juego un apellido que va a dar mucho juego, y que será el de la próxima dinastía española, los Trastámaras. El privado o favorito del rey es don Alvar Núñez Osorio, al que da el título de conde de Trastámara, nombre que sustituirá al de Borgoña, casa reinante desde Alfonso VI. Es notable la facilidad, y adhesión y lealtad subsiguiente, con que España se ha adaptado siempre a las nuevas dinastías desde los visigodos, Asturias, borgoñones, Trastámaras, Austrias, Borbones, casas extranjeras que se hacen muy españolas. Conviene que el joven lector de hoy comprenda esta idea, y que la celebre, ya que es una prueba de la continuidad de la monarquía hereditaria, y con ella de pervivencia histórica de la patria, palabra que debemos venerar en vez de despreciarla. Alfonso se ha asegurado una buena armonía con Aragón al casar a su hermana Leonor con su tocayo Alfonso IV. Y así, con las manos libres, se lanza a una nueva campaña andaluza. Conquista Teba, Priego, Olvera y Ayamonte, y aún tiene tiempo de conocer en Sevilla a la mujer que será el gran amor de su vida, doña Leonor de Guzmán, no una favorita sino un amor total, perseverante y leal. Mujer bellísima e inteligente3 cuya unión con el rey iba a influir de modo esencial en el inmediato porvenir de España. Decía un historiador, y es cierto, que el siglo XIV iba a ser «el de la bastardía exaltada». Durante un largo período que va de 1330 a 1340, Alfonso XI tiene que enfrentarse a graves cuestiones fronterizas y familiares con los otros reinos peninsulares, todos emparentados y siempre con problemas, verdaderas pequeñas guerras civiles pero muy perturbadoras para rematar la Reconquista. Siempre reaccionaba el rey castellano con energía, pero a veces con la dificultad de tener que vengarse de tan diversos frentes políticos y militares. Así, en un descuido, el hijo del rey de Marruecos volvió a ocupar Gibraltar, lo que da nuevos ímpetus a los benimerines para lanzarse al ataque en Andalucía. Es entonces cuando los reyes cristianos dejan a un lado sus querellas internas y se deciden con buen sentido a unirse para combatir al enemigo común, formando una coalición como en tiempos de Alfonso VIII en las Navas de Tolosa. Al principio la escuadra castellanoaragonesa es destruida por la tempestad y luego rematada por la flota enemiga, desastre en el que mueren nuestros dos almirantes, el aragonés Gilbert de Cruilles y el castellano Jofre Tenorio. Pronto acudirán para ayudar en el mar las naves portuguesas y las genovesas, éstas enviadas por el célebre Simón Bocanegra.

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Envanecidos por su victoria naval, los musulmanes cruzan en masa el estrecho y sitian Tarifa. Alfonso XI y el rey de Portugal, conscientes del peligro, se unen para luchar contra los dos ejércitos islámicos, el de los benimerines africanos y al del rey de Granada, que ha venido para coger a los cristianos entre dos fuegos. Entre los dos reyes ibéricos y los moros (siempre se llamó así popularmente en España al invasor musulmán) estaba el río Salado. La gran batalla tiene lugar el 30 de octubre de 1339. La victoria cristiana es clamorosa, con enorme botín, gran eco en toda Europa, desaliento de los benimerines, cuyos restos de ejército se reembarcan; los que quedan de Granada vuelven a encerrarse en su pequeño reino nazarí, y el triunfo se ofrece al Papa Benedicto XII, como el de las Navas. Sólo quedan por recuperar Gibraltar y Algeciras. Pero los cielos vuelven a ensombrecerse. Alfonso XI, cinco años después vuelve a poner sitio a Gibraltar. La peste hizo que no se rematara la conquista y produjo la muerte del formidable personaje histórico que fue el invencible Alfonso «el Onceno». Hombre colosal, desmedido en todo, en lo bueno y en lo malo. Hábil diplomático y político, valiente, unido siempre a las ciudades y a su pueblo, contando con frecuencia con las Cortes y con el sentido jurídico de encargar el célebre «Ordenamiento de Alcalá», que completaba la «Ley de las siete Partidas»... De lado de sus errores, su cruel justicia, su doblez y su codicia, frutos normales de la época y de muchas épocas políticas, y su gran defecto, el mas disculpable, su amor extraconyugal con doña Leonor de Guzmán, que dio lugar a terribles problemas sucesorios, como pronto veremos. La muerte del vencedor de la batalla del Salado se va a dejar sentir. Él era el que daba confianza, el que unía a sus gentes, el que infundía temor a los de fuera, el que mantenía un ideal colectivo, un objetivo común. El mudejarismo va a ser la nueva moda. A la épica guerra divinal, como decía Sánchez Albornoz, va a suceder la cruel y continua de las guerras civiles. En mi libro Así se hizo España, comentaba este final del reinado de Alfonso XI: «¡Triste España la que se inicia con el reinado de Pedro I! ¡Pero qué espléndida función, qué estupendos personajes los que van a ir apareciendo en escena en este drama final de nuestra Edad Media!» *** Durante estos últimos grandes reinados castellanos y aragoneses, la situación del viejo reino de Navarra fue un tanto marginal, lo contrario de aquellos no lejanos tiempos en que todo dependía en la península de Sancho el Mayor, el gran unidor, el vascón que hizo a Navarra cabeza de España. Con el reinado de Teobaldo I de Champaña, lo que cuenta es París, se depende de una poderosa Francia de 15 millones de habitantes frente a una Navarra de apenas cien mil, que ya no tenía fronteras con el moro y se veía encerrada entre Castilla y Aragón. Así fueron los años en que los franceses gobernaron en Navarra sometiendo a tierras tan españolas al centralismo de París, los Champaña, los Valois, los Evreux... Por lo

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menos hasta tiempos de Carlos III el Noble, como veremos más adelante. Y, sobre todo, hasta que Fernando el Católico puso las cosas en su sitio. 1 Gran matanza protagonizada por el pueblo siciliano contra la tiranía de los Anjou. 2 Pocos anos antes se había publicado el famoso libro del «Consulado del Mar». 3 Leonor de Guzmán era ya viuda a los 19 años, «muy fidalga et en fermosura la más apuesta mujer que avía en el regno».

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XII EL TERRIBLE SIGLO XIV. CAMBIO DE DINASTÍA

PRIMERA PARTE La historia ha consagrado el término «los Cinco Reinos» para designar a los que convivían, más bien disputaban, en la Península durante la Baja Edad Media. Término un tanto elástico según se considere a Castilla y León como uno o dos reinos, si se incluye al reino nazarí de Granada, si se cuenta con el desgajado Portugal después de su independencia, y si el reino de Aragón, el de Valencia, el de Mallorca y el núcleo originario del condado de Barcelona, figuran como uno solo, bajo el glorioso nombre de Corona de Aragón. Y sin olvidarnos de Navarra, reino tan español, a pesar de su vertiente francesa desde mediados del siglo xiii, por el matrimonio de doña Blanca con Teobaldo de Champaña. La guerra contra el moro ha dejado de ser el tema esencial en lo político y en lo militar. No ha cesado la presencia ni la amenaza islámica en la península, pero son ya muy limitadas en lo territorial y en lo bélico. En cambio se han incrementado mucho las relaciones con los países europeos, implicándonos en sus conflictos tanto como ellos en los nuestros. Porque los problemas entre los reinos cristianos peninsulares no sólo no han desaparecido sino que en varios casos se han agudizado; un verdadero rompecabezas, una interminable partida de ajedrez en la que se pasa de la amistad fraternal a la ruptura violenta, con fases maquiavélicas en las que el juego consiste en saber quién engaña a quién.

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Y siempre los reyes en jaque, porque ellos, como siempre en la Edad Media, son los grandes protagonistas. Entre todos ellos, como es natural, los monarcas de los principales reinos peninsulares, Castilla y Aragón. Aunque sólo fuera por la cronología y por su edad, comenzaré por don Pedro IV de Aragón, conocido por el Ceremonioso y el del Punyalet. Empieza a reinar a los dieciséis años en 1336, y llega al 1387, es decir, casi desde los esplendores de sus antepasados del siglo Xm hasta la gran crisis de los finales del medievo. El tener en cuenta estos períodos, asociándolos a determinados monarcas, aclarará muchas oscuridades al joven lector. La gran aventura mediterránea había alejado un tanto a la Corona de Aragón de los quehaceres peninsulares. Cataluña se había afirmado como una potencia comercial por el mar y a través de toda la ruta oriental, con una extensa área de influencia, donde corrían el florín, procedente de Florencia, y el croat o cruzado, la moneda de los Balcanes. Aragón, en lo geográfico y social, es plenamente peninsular, se asemeja más a Castilla y a Navarra, militares y agrícolas. Tiene un claro carácter monárquico y unitario que se extiende a Valencia y Murcia y que falta en Cataluña. Según el gran historiador catalán

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Ramón d’Abadal y Vinyals, Cataluña nunca será reino porque el «senyor rei» lo será a título personal y no institucional. El soberano lo sería del «Casal d’Aragó» y así lo proclamó Jaime I. El reino que hereda Pedro IV tiene una población de 470.000 habitantes en Cataluña, 300.000 en Valencia, 200.000 en Aragón y 45.000 en Mallorca. En total, apenas un millón, al lado de los seis de Castilla y los quince de Francia. Barcelona no pasaba de los 30.000 habitantes. Castilla, por entonces, estaba constituida por los territorios unidos y reconquistados que hereda Pedro I de Alfonso XI en bien difíciles circunstancias. Un elemento muy a tener en cuenta eran las bastardías reales que tan graves problemas crearían a lo largo del siglo. Castilla va emigrando hacia el Sur, hacia las tierras reconquistadas a los moros. Alaveses, vascos, santanderinos, leoneses, riojanos, navarros, buscan grandes espacios para sus ganados y sus cultivos. Resulta interesantísima una diferenciación que se va a ir manifestando en Castilla hasta el reinado de los Reyes Católicos y que perdurará en muchos aspectos en España toda hasta nuestro tiempo. Una tendencia que pudiéramos llamar castiza, mezcla de cristiana, mora, judía, mudéjar en fin, del Tajo hacia el Sur, y otra más europea hacia el Norte, dos modos de pensar y de actuar distintos que inevitablemente se entremezclan. Son las tesis históricas admirablemente representadas por Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Volviendo a Pedro IV el Ceremonioso, podríamos decir que fue un buen monarca, en la línea de sus predecesores. Era pequeño, delicado, irascible y muy dado a las grandezas. Llegó a ser cruel, aunque no tanto como su contemporáneo, Pedro I de Castilla, con más inteligencia, astucia y disimulo. Sus designios de magnificencia los enfocó con preferencia a la política exterior. En el aspecto cultural fue bibliófilo, arqueólogo, erudito, poeta, protector de la ciencia y de las artes, el rey del tiempo de los Raimon Llull (Lulio), Arnaldo de Vilanova, Eximenis, glorias de las letras catalanas, de los cartógrafos predecesores de la gran aventura de Colón; fue también el promotor de obras tan notables como el Salón del Tinell, de Santa María del Mar, de Pedralbes, de catedrales, castillos y palacios... Un esplendor cultural y estético que perdura sobre su acción política y sus crueldades. En muchos aspectos fue más continental que mediterráneo, más aragonés que catalán, por lo que se llevó bien con Castilla al no chocar sus intereses, que fueron apoyados por el arzobispo aragonés Pedro de Luna. Ahora, cuando hablemos de Pedro I de Castilla, don Pedro el Cruel, aparecerá con frecuencia «El Ceremonioso» catalanoaragonés. *** Catorce años después del nacimiento de Pedro IV, nace en Burgos el futuro Pedro I de Castilla. Mayores que él eran sus hermanos de padre, Enrique y Fadrique, hijos de Alfonso XI y de su amante doña Leonor de Guzmán, que fueron adoptados por el conde de Noreña, que lo era también de Gijón y de Trastámara, nombre que pasaría a la nueva dinastía y a la Historia de España. Aparece ahora en ella esa discutida figura,

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genial y atrabiliaria que fue don Pedro el Cruel. Tan contradictorio, que la posteridad le llamó también el Justiciero. Pedro I, heredero legítimo, violento, apasionado, fuerte, impulsivo, gran estratega por naturaleza, improvisador, valiente guerrero y probablemente con mucho de paranoico y de psicópata con manía persecutoria. Así parecen probarlo los estudios frenológicos de su cráneo. Y, sin embargo, el pueblo le quería. Veamos cuál era la situación de Castilla en el tiempo de Pedro I. Su padre, Alfonso XI, había procurado ser neutral en la Guerra de los Cien Años entre franceses e ingleses; Pedro IV de Aragón era pacifista, siguiendo los consejos de Bernardo de Cabrera, y los moros, después del Salado, ya no eran un peligro grave. Además, las relaciones castellanoportuguesas, pasaban por un buen momento. Precisamente, el hombre fuerte de Castilla era un portugués, donjuán Alfonso de Alburquerque, al que detestan la nobleza castellana y las Cortes. Pedro I empieza a demostrar su crueldad ordenando ejecutar al Adelantado Mayor de Castilla Garcilaso de la Vega y a los regidores opuestos a su favorito Alburquerque. En contraste, el rey dispone varias acertadas medidas de orden interior, tasas, precios, salarios, exportación, el catastro general, el famoso Becerro de las Behetrías, milicias locales para la seguridad... Y protege a los judíos. Pero son muchos los intereses en su contra. Pedro IV no quiere guerra, pero le molesta el fortalecimiento de Castilla. Y lo mismo le ocurre a Carlos II de Navarra. Además el hermano bastardo del rey, don Enrique de Trastámara, promueve disturbios en Asturias, y el otro hermano, Fadrique, es nombrado Maestre de Santiago, con todo el poder que ello suponía para la oposición. Hay pequeños hechos, relativamente, que pasan a la historia como algo simbólico, que causa un impacto en las generaciones. Por eso conviene recordarlos y tenerlos en cuenta. Por ejemplo, el siguiente: Aguilar de Córdoba, se resiste desde hace cuatro meses a don Pedro el Cruel. Dirige la resistencia don Alfonso Fernández Coronel, siempre leal a doña Leonor de Guzmán. Le ataca, y vence, el favorito del rey, Juan Alfonso de Alburquerque. El valiente defensor, antes de ser ejecutado, pronuncia su famosa frase: «Esta es Castiella, señor don Juan Alfonso, face a los homes e luego los gasta.» ¡A cuántos episodios y personajes de nuestra historia pueden aplicarse estas palabras! La política profrancesa de Alburquerque1, llevó a Pedro I a casarse con Blanca, hija del duque de Borbón. De don Pedro podía esperarse cualquier cosa: desde mucho antes de llegar a la fastuosa ceremonia de la boda en Valladolid tenía un gran amor, doña María de Padilla, y con ella, un hijo. A los tres días de la boda ya estaba reunido en Montalbán con la dama de su volcánica pasión. Pero el rey es un tanto voluble. Establece un paréntesis en sus amores con doña María, sigue casado con doña Blanca, pero se hace casar por los obispos de Ávila y Segovia con doña Juana de Castro, con lo cual rompe abiertamente con la Iglesia. Lo que no influye en que a los pocos días vuelva a cohabitar feliz y contento con María de Padilla. Antes,

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sin el menor escrúpulo, había recluido a la reina Blanca en un convento y a la pobre Juana de Castro en el monasterio de Dueñas. Con tal conducta cada día tiene el rey más enemigos. Es un especialista en concitar odios contra él. Así los Trastámara, unidos a Alburquerque, que ha cambiado de bando, más don Fernando de Castro, hermano de la reina por un día, doña Juana, logran reunir un ejército numeroso para aquellos tiempos, en los que las grandes batallas no pasaban de los 10.000 combatientes por bando, casi todos mercenarios, lo que prueba la escasa participación popular y su indiferencia ante aquellas pugnas de nobles y pretendientes. ¡Qué diferencia con el entusiasmo y lealtad en las guerras divinales del siglo XIII! La nobleza humilla al rey en Toro. Él se venga con ejecuciones sin cuento y con durísimos castigos. A la reina Blanca la encierra en Sigüenza. Los Trastámara cuentan cada vez con más partidarios, y el Papa, desde Avignon, condena a don Pedro por maltratar a la reina, legítima y francesa. Todo está contra el monarca, se gana a pulso la fama de monstruo enemigo de Dios, pero él se ríe de todos, él confía en su fuerza militar y su habilidad maniobrera. Obtiene fulgurantes victorias, pero ninguna decisiva. Inglaterra le apoya porque le conviene contar con la poderosa marina castellana, pero el enfrentamiento con los Trastámara, aliados de Francia, se hace cada día más abierto en todos los frentes. Además, el que será Enrique II ha pactado en Pina con Pedro IV de Aragón, que le cede varias poblaciones del territorio aragonés para luchar contra don Pedro el Cruel. Éste, con gran audacia, ataca y conquista Alicante y Tarazona en bien alejados frentes. Éxitos que acrecientan su crueldad. Ordena asesinar en Sevilla en su presencia a don Fadrique de Trastámara, maestre de Santiago. Flace arrojar por la ventana en Bilbao al infante donjuán de Aragón; hace desaparecer a su tía, hermana de Alfonso XI, y la misma suerte hace correr a las dos hijas del señor de Vizcaya, donjuán Núñez de Lara. Y ante la ofensiva que emprende contra él Pedro IV de Aragón, impone la superioridad de su armamento y le hace huir. Sin embargo, Enrique Trastámara obtiene su primera victoria importante en Araviana, llega a Nájera y allí saquea la judería, una prueba más del castellanismo nórdico antisemita de don Enrique frente al filoislamismo y projudaísmo meridional de su hermanastro don Pedro. Éste, cuando le conviene, se alia con el rey de Granada para contar con sus cientos de lanzas. Lo logra tendiendo una celada al pretendiente al trono nazarí y ejecutándole en Sevilla. Por esos días hace también desaparecer a doña Blanca. Lo mismo le da reyezuelos moros que reinas cristianas, para él no hay obstáculos. Don Enrique de Trastámara, para equilibrar militarmente la partida, contrata en Francia las llamadas Compañías blancas, al mando de Beltrán du Guesclin. Como Pedro I está aliado a Inglaterra, uno de los teatros de operaciones de la Guerra de los Cien Años, se traslada a España. Pedro IV de Aragón, que es un Pedro el Cruel en versión de bolsillo, ordena la ejecución de su buen primer ministro, el pacífico don Bernardo de Cabrera, con lo que se coloca en el bando de los Trastámara, que cada día cuenta con más adhesiones. Esto permite a don Enrique proclamarse rey en Calahorra y ser

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coronado en las Huelgas de Burgos, yendo después a Toledo, donde varias ciudades le rinden homenaje. Pedro I se refugia en Sevilla. De allí, en barco, se presenta en Bayona de Francia, protegido por las Compañías inglesas del Príncipe Negro, hijo primogénito del rey Eduardo III de Inglaterra2. En España sólo permanecen fieles a don Pedro cuatro provincias castellanas: Soria, Guipúzcoa, Logroño y Zamora. Y para pagar sus favores y lograr nuevas adhesiones está dispuesto a regalar al Príncipe de Gales la provincia de Vizcaya hasta Castro Urdíales, y a los navarros toda La Rioja. Pedro I vuelve a España desde Burdeos, con sus ingleses. La gran batalla tiene lugar en Nájera. De un lado los del duque de Lancaster y sir John Chandos, 3.000 infantes, lanzas, caballería y los eficaces arqueros británicos, con otras unidades gasconas, girondinas, mallorquínas de Jaime III y algunos navarros, todos al grito de ¡San Jorge! En el otro bando las Compañías blancas francesas, el Adelantado Manrique, el alférez mayor López de Ayala, con cientos de caballeros andaluces, lanzas de Aragón y caballería de Calatrava, todos al grito de ¡Santiago!, como muchos años más tarde, en la batalla de Toro. Y ganó una vez más don Pedro, teniendo que refugiarse don Enrique en Yllueca, tierras del futuro Papa Luna. Pedro el Cruel sigue matando, esta vez a la madre del conde de Niebla, porque éste era partidario de los Trastámara. Son procedimientos que no le valen. Las villas que son clave del poder en Castilla se van con don Enrique, Toro, Salamanca, Ávila, Olmedo, Arévalo, Madrigal, Guadalajara. El Trastámara consolida sus conquistas, lo que no era normal en aquel tiempo, y firma un tratado de amistad perpetua con Francia, acuerdo trascendente hasta los Reyes Católicos. El encuentro definitivo entre los dos hermanastros, tiene lugar en los campos de Montiel (1431369). Esta vez la victoria corresponde a Enrique, con las Compañías de Du Guesclin y los de las Órdenes de Calatrava y Santiago. Ya la nobleza se iba olvidando de que el vencedor era «el bastardo». Don Pedro se convertía en un estorbo. El cronista López de Ayala describe la famosa escena de la tienda a donde ha sido atraído el rey vencido. La lucha fratricida tiene lugar en la penumbra de dicha tienda de campaña, dramática, cuerpo a cuerpo. ¿Ayudó Du Guesclin a su señor? Al alba, Enrique II era ya rey de Castilla. *** Contra el nuevo rey empieza a tejerse un cerco diplomático. Se teme a quien ha sido capaz de vencer al terrible Pedro I, que está dispuesto a mantener la unidad territorial de su Estado y que representa, como sus mejores predecesores en el trono, la unidad reypueblo3. Con su poderosa flota castellana derrota a los portugueses y empieza a romper el cerco. Pedro IV se ve obligado a firmar el Tratado de Almazán en el que se acuerda la boda del futuro Juan I de Castilla con doña Leonor de Aragón. Vitoria es devuelta por Navarra a Castilla, y el príncipe donjuán es reconocido señor de Vizcaya. Añádase que en la batalla naval de La Rochelle captura una gran flota inglesa de los condes de Pembroke y de Huntington. Los navios de Enrique II eran guipuzcoanos

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y cántabros al mando de Ambrosio Bocanegra, Pedro Vaca y el Merino Mayor de Guipúzcoa. Este dominio español en el mar durará hasta la Armada Invencible. Nuevo triunfo diplomático castellano es el acuerdo de la boda del futuro Carlos III el Noble con doña Leonor, hija de Enrique II, que no desatiende la política interior, recorre todo el país, pone en funcionamiento todas las instituciones y concede mercedes, tal vez en exceso, pero con provecho general para la paz y el progreso para el reino. Podríamos hablar de una «paz ibérica» que no se conocía desde hacía varios siglos, quizá desde los tiempos de Augusto.

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Las victorias de Enrique II continúan por mar, con el gran Almirante Fernán Sánchez de Tovar, y por tierra, llegando a Pamplona e incendiando San Juan de Luz en Francia. Remata en paz el conflicto castellanonavarro en el acuerdo de Briones. Se afirma así la hegemonía peninsular de Castilla. Es como volver a los mejores tiempos de Sancho el Mayor de Navarra. Enrique II, el de las Mercedes, el de sangre nueva de doña Leonor de Guzmán, muere a fines de mayo de 1379Su contemporáneo Pedro IV de Aragón le sobrevive. Ha conocido en su largo reinado a tres reyes de Castilla. Es el monarca decano de la Cristiandad. Llega a celebrar sus bodas de oro con la Corona. Ya muy maduro se casa por cuarta vez con Sibila de Fortiá, de la pequeña nobleza. Con renovados ánimos, aún los tuvo para autoproclamarse rey de Sicilia. Murió en enero de 1387. Acaba con él una importante serie de grandes monarcas del «casal d’Aragó. Se presenta una apasionante y complicada centuria. El siglo XV, con sus luces y sus sombras, nos llevará a un nuevo escenario, a una sola España, lo que agradecerá egoístamente quien esta historia os escribe, y también vosotros, porque simplificará el relato, lo que hasta ahora no ha permitido nuestra apasionante y difícil Edad Media. ***

SEGUNDA PARTE Los cambios de siglo tienen casi siempre no sólo un valor cronológico sino también simbólico, cambio de escenario, cambio de personajes. Vienen tiempos nuevos, nuevas formas, los grandes reinos peninsulares se puede decir que han terminado sus largos años de formación y con ella, sus constantes enfrentamientos. Es el fin de las épocas de los reyescaudillos que pasarán a ser hombres de Estado, y las Cortes, es decir, la representación de estamentos, ciudades, alta nobleza, burguesía... cobrarán nuevo auge. Son un freno y un gran apoyo a la vez para la monarquía centralizada y cada día más sedentaria. Juan I de Castilla, hijo de Enrique III, es rey desde el día de Santiago de 1379 Desde tiempo de los godos se viene dando en España una coincidencia, casual o rebuscada, de los grandes acontecimientos históricos con fechas clave del calendario católico nacional. Con la llegada de la dinastía Trastámara comienza a haber lo que pudiéramos llamar una política interior, un gobierno y una administración. Enrique II, con su hábil concesión de mercedes, había creado una alta nobleza, en parte parientes del rey, que

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será origen de conflictos para la Corona: el marqués de Villena, don Alfonso de Aragón, los bastardos de familia Trastámara, el conde de este título, el de Noreña, el duque de Benavente... Y una segunda nobleza formada por distinguidos personajes de la diplomacia, como Pedro López de Ayala, y de la milicia, como Fernán Sánchez de Tovar, gran almirante. Aparecen igualmente los famosos linajes oligárquicos del siglo XV, los Manrique, Velasco, Estúñiga o Zúñiga, Mendoza, Cabeza de Vaca, Sarmiento, Guzmán, Álvarez de Toledo, Aguilar, Quiñones... Sin olvidarnos de las Órdenes militares, Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, así como del Concejo de la Mesta, tan importante en un país eminentemente ganadero y agrícola; sobre todo la ganadería, tan vinculada a la nobleza. Una cuestión a tener en cuenta fue el creciente antisemitismo del país; todos los crímenes se les atribuían, cada día se excluían más en sus aljamas, y el odio se debía en gran parte a que eran los prestamistas universales y todo el mundo les debía dinero. Paradójicamente, la presencia de los conversos en la vida social y económica, incluso en la política, iba en aumento, cerca de los Trastámara y de la alta nobleza. Un dato curioso: simultáneamente reinaban en la Península tres Juanes I, el de Castilla, el de Aragón y el de Portugal. Hablemos de la relación hispanoportuguesa a fines del siglo XIII. Dos grandes escritores lusitanos, Vasconcelos y Teófilo Braga, dicen que sólo los acontecimientos crearon a Portugal, un hecho de voluntad, en palabras de Sánchez Albornoz. «Ni la geografía ni la etnia, ni la historia, ni la propia lengua justificaban un reino independiente en el Occidente peninsular». Tal vez la influencia de Inglaterra, que apoyó decididamente a don Pedro el Cruel frente a los Trastámara, fuera decisiva por su apoyo a Fernando I de Portugal frente a Castilla, que dominaba en el mar; incluso en el canal de la Mancha y era la primera en el comercio con Flandes. Estas circunstancias fueron claves en el nacimiento de Portugal, y en la alianza angloportuguesa que ha perdurado a través de los siglos. Portugal estaba en continuas luchas internas que chocan con la voluntad pacifista que se extiende por Europa pasada la guerra de los Cien Años. Además se firmó en Elvas un acuerdo para casar al heredero de Castilla con la infanta portuguesa Beatriz, pero, al fin, el que se casa con ella es el propio rey Juan I, que se había quedado viudo. Después de diversos cambios y negociaciones se celebró la boda, un paso muy importante para establecer una entente firme y duradera entre los dos países vecinos. Un dato muy curioso fue que a la ceremonia asistió León V de Lusignan, rey de Armenia, que fue nombrado por Juan I señor de Madrid. El único que en Portugal se oponía a la amistad entre los dos vecinos peninsulares era el Maestre de Avis, el bastardo del rey Pedro del reino lusitano. Le seguían algunos nobles y los comerciantes fronterizos, a los que convenía la separación. La muerte del rey Fernando I habría permitido una intervención castellana reclamando el trono portugués por mejor derecho hereditario. Hasta el Maestre de Avis, incapaz de resistencia, pensaba refugiarse en Inglaterra, pero en Lisboa se despertó un sentido

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patriótico y el Maestre fue designado «protector del Reino». Lo que de poco hubiera servido de no ser por algunos factores que resumo a continuación: a) Todavía no estaba suficientemente afirmado el Estado español con un anhelo de política interior común. b) El Consejo Real no era favorable a las aspiraciones portuguesas de Juan I. c) Castilla se presentaba demasiado fuerte con los Trastámaras centralizadores, lo que despertaba recelos extranjeros y aún dentro del país entre nobles feudales, Órdenes militares y hasta de las Cortes. A pesar de todo lo anterior la victoria habría sido posible si Juan I se hubiera parecido a su padre, Enrique II, atacando pronto y con decisión. Además se extendió la peste en el campo castellano. Una peste terrible de la que murieron casi todos los grandes capitanes de Juan L Sánchez de Tovar, el Maestre Cabeza de Vaca, el mayordomo mayor Fernández de Velasco, los mariscales Sarmiento y Álvarez de Toledo... Añádase la llegada de los terribles arqueros ingleses... Se alargaba el enfrentamiento, el propio rey Juan cayó gravemente enfermo, el cansancio y la falta de víveres eran factores que disminuían la capacidad de los castellanos. En esas condiciones tuvo lugar la famosa batalla de Aljubarrota, el gran orgullo portugués, al grito muy británico de ¡San Jorge! por su parte, y al de ¡Santiago! de parte española, cuyos caballos se hundían en las famosas trampas «pozos de lobo», que aún se enseñan en el campo de batalla. Los ingleses, aprovechándose de Aljubarrota, invadieron Galicia con 7.000 hombres, ocuparon Santiago y fijaron en Orense la corte del pretendiente inglés duque de Lancaster, suegro del Maestre de Avis, que aspira a ser rey de Castilla. Sin embargo, el alejamiento y el cansancio hacen fracasar tan disparatado proyecto, en el que se incluía la anexión a Portugal de grandes zonas de Galicia y toda Extremadura. Juan I muere al caer del caballo en un torneo celebrado en Alcalá de Henares (1390). A rey muerto, rey puesto. Enrique III va a reinar desde Galicia a Granada, desde Murcia a Vizcaya4. *** ¡Qué poca importancia se da en las Historias de España a Enrique III en proporción a la mucha y muy destacada que merece su bello reinado, constructivo y pacífico! Sube al trono a los once años de edad. Aun tan joven demuestra pronto energía e inteligencia, a pesar de su naturaleza enfermiza. Las crónicas nos le presentan como a un mozo retraído, melancólico, frío, de mediana estatura, elegante, blanco y rubio, como toda su familia. Es la perfecta representación del rey político al que antes me refería en contraste con el clásico reycaudillo del medievo. Y muy unido a su pueblo a pesar de su carácter. Este hombre, de principios morales, serio y piadoso, tuvo un gran parecido con la que sería su nieta, Isabel la Católica. Él fue quien construyó el Palacio del Pardo y la Cartuja de Miradores, en Burgos. Tan suave en las formas y el estilo, es firme e inflexible cuando conviene, como para imponerse a los nobles que se negaban, a ceder al Consejo de Regencia, sin la

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intervención de los sonoros nombres y de los parientes del rey. Al llegar éste a la mayoría de edad, su verdadero primer ministro, el arzobispo de Santiago, García Manrique, presenta un balance muy favorable: reforzada alianza francesa, liquidación de todo recuerdo, económico y político del «ínclito» duque de Lancaster, y una tregua de quince años con Portugal. Y, de momento, corta la matanza de judíos, verdaderamente espantosa al Sur del Tajo (4.000 en Écija, 2.000 en Córdoba...), siempre aplaudida por el pueblo. Cuando Enrique III llega a la mayoría de edad va a tomar posesión de su señorío de Vizcaya, jura los fueros en Bermeo y preside la Junta Foral en Guernica. Guipúzcoa, bien diferenciada siempre de Vizcaya, es desde hace siglos, una parte voluntariamente integrada en la Corona de Castilla. Y desde que reina Carlos III el Noble de Navarra, el entendimiento entre los dos reinos es muy positivo, entre otras cosas porque los navarros necesitan los puertos castellanos del Cantábrico para pescar y comerciar. Para completar el panorama favorable, en 1402 se firma la paz con Portugal, que hasta entonces seguía sus golpes de mano en la frontera extremeña. La nueva preocupación de Enrique III, en buena edad para ello, era asegurar, con un heredero, la sucesión en la Corona. Después de tener una hija, en 1405 nace en Toro el futuro rey Juan II. El bello reinado de don Enrique tiene una de sus más brillantes facetas en el mar. Desde el puerto castellano de Cartagena, base clave, impone su presencia en el Mediterráneo. Las costas portuguesas están dominadas por su marina, y el famoso don Pero Niño, conde de Buelna, con Ruiz de Avendaño obtiene importantes victorias sobre los piratas británicos, así como contra los turcos en el Mare Nostrum. Y como remate de tan brillante etapa de gobierno, Enrique III encarga a los normandos Juan de Bethencourt y Gaddifer de Lasalle que inicien la incorporación de las Canarias, las Islas Afortunadas, a la Corona de Castilla. Son también los años de las asombrosas embajadas al Tamerlán al mando de Payo de Sotomayor y de Hernán Sánchez Palazuelo. Poco después don Enrique envió al Asia Central a Ruy González de Clavijo, que firmó un tratado de amistad con el emperador Timur Lenk, vencedor del turco Bayaceto. España empezaba a contar en el mundo y aún estaba dividida en Reinos y había que rematar la Reconquista. Pero la hegemonía de Castilla producía aún ciertos recelos en Aragón y Navarra. Los Trastámara iban a ser, antes de que pasaran cien años, los unificadores de España. Gracias, en gran parte, al rey que entra en la historia al morir el día de Navidad de 1406, Enrique III, grandioso más que Doliente, Enrique III, ese desconocido. 1 No confundir con don Beltrán de la Cueva, que fue nombrado, años más tarde, duque de Alburquerque por Enrique IV. 2 El Príncipe Negro, llamado así por su brillante armadura, bruñida y pavonada. 3 La nobleza también va a estar en la nueva dinastía. Don García Alvarez de Toledo, que había defendido a Pedro I en Toledo, se pasa a don Enrique. Él será señor de Valdecorneja y fundador de la casa condal, y luego ducal de Alba.

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4 Juan I fundó el Monasterio de Guadalupe, iniciado por Alfonso XI. También fundó el Paular y San Gregorio de Valladolid.

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XIII EL TIEMPO DEL COMPROMISO DE CASPE

La gran política internacional de los Reyes Católicos, la que lleva a España, primer Estado moderno de Europa, a convertirse en potencia hegemónica mundial, no está trazada exclusivamente por Castilla. Es la resultante de la trayectoria y del impulso histórico medieval del aglutinante castellano con la proyección de Navarra hacia Francia y de los catalanes hacia el Mediterráneo. Por eso, antes de llegar a la etapa en la que Fernando e Isabel culminan la gran empresa unitaria, creo que es obligada una somera referencia a la tarea del reino de Navarra y de la Corona de Aragón en vísperas del trascendental Compromiso de Caspe. Tengamos en cuenta que por entonces Navarra era un pequeño país de apenas cien mil habitantes y que en gran parte giraba en torno al Camino de Santiago, de Roncesvalles a Estella y Puente la Reina, con una población formada por los «francos», o peregrinos, y los «manos» o menestrales locales. El pequeño núcleo montañés de habla vasca o euskera, apenas salía de sus enclaves pirenaicos. Pocas posibilidades de expansión o de acción exterior tenía esa Navarra de los siglos xiv y xv rodeada de sus tres poderosos vecinos, Castilla, Aragón y Francia. Fue el reinado de Carlos III el que levantó el prestigio y el orgullo navarro. Empezó por impedir los planes de reparto del país entre Francia y Aragón, de su predecesor, Carlos II, el Malo, casándose con Leonor de Trastámara, hermana de Juan I de Castilla. Fue pacifista y constructivo, mantuvo buenas relaciones con Londres y París, se puso de acuerdo con Juan I en el Tratado de Valladolid y mantuvo una buena armonía con Martín el Humano, rey de Aragón. Cuando el futuro Fernando I de Aragón era regente de Castilla, le dio eficaz ayuda para la conquista de Antequera. Hay que tener en cuenta que los dos reyes estaban unidos por más de dos estrechos vínculos familiares. Carlos el Noble reinó treinta y nueve años. Le sucedió su hija Blanca, casada con Juan de Aragón, infante que por lo tanto se convertía en rey consorte de Navarra y pronto sería Juan II de Aragón. Pronto también nos encontraremos con este formidable personaje. *** Pedro IV, con su avasalladora personalidad, había llenado toda la etapa de transición a fines de la Edad Media, cuando apuntaba el Renacimiento que llegaba de Italia a las tierras de la Corona de Aragón. Su sucesor, Juan I, vive unos años en los que lo más importante en Cataluña son los problemas de la rebeldía antiseñorial de los «payeses

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de remensa», el campo, olvidado y mal tratado, contra la fuerza comercial de las ciudades. Juan I, y luego su hermano Martín I, se mostraron en un tiempo a favor de los payeses y contra la díscola nobleza, enfrentada también entre sí en luchas familiares. La llegada posterior de los Trastámara inclinó a la Corona a favor de los nobles por la necesidad de captar sus voluntades. Una consecuencia muy importante fue el fin de la hegemonía catalana, que pasó a Valencia y Aragón, más próximas a Castilla en lo geográfico y en lo político. Claro es que el cambio no fue fácil, como veremos en este capítulo. Juan I de Aragón es conocido en la historia como «El Amador de toda gentileza», espíritu caballeresco, selecto gusto estético, más dado a la literatura y al arte que a los campos de batalla y a las intrigas políticas. Fue un humanista de carácter débil que vivió casi modestamente en medio de una corte esplendorosa y que mostró una cierta preferencia por Valencia, por lo que no se entendió bien con Barcelona, que no le quería y prefería a su hermano Martín I, que había heredado de su madre los derechos a la corona de Sicilia. Murió joven, a los nueve años de reinar, en 1396, de una caída de caballo en una cacería (se le llamó también el Rey Cazador), en una cacería digo, como parece que es tarea indispensable en todo alto gobernante que se precie de aquella y de todas las épocas. Como murió sin hijos, se hizo cargo de la regencia la mujer de Martín I, la aragonesa María de Luna, hasta que el nuevo rey llegara de Sicilia. Los cronistas se deshacen en elogios a dicha señora por su inteligencia y virtudes. Era de estirpe real y pariente del Papa Benedicto XIII. Fue una gran fortuna para Aragón el contar con ella en aquellos difíciles momentos. Francisco de Eximenis la elogia también en su «Llibre de les dones». Martín I no fue coronado hasta 1399 en Zaragoza. Liberal y renacentista, se apoyó en las Cortes, y en los payeses de remensa. Sus mayores éxitos se los debió al ímpetu juvenil de su hijo, Martín el Joven, vencedor de la flota genovesa y del poderoso ejército del conde de Narbona, 20.000 hombres, en la batalla de San Luri, triunfo muy celebrado en Barcelona. Esta victoria se vio ensombrecida por la muerte, en extrañas circunstancias, del príncipe heredero, Martín el Joven, que era la esperanza del reino. No duró mucho más su padre, el rey Martín «el Humano», que falleció sin herederos en el monasterio de Valldoncellas a los pocos meses de la batalla de San Luri. Las Cortes habían exhortado al rey moribundo para que nombrara un sucesor. Le preguntaron: «¿Estáis conforme en que el trono pase a quien corresponda en derecho?» La respuesta fue muy escueta: «Hoc», es decir, sí, en provenzal. La trascendencia de tan poco concreta pregunta y de tal contestación iba a ser clave para el futuro de España. Antes de volver a la Corona de Aragón en el momento preciso del Compromiso de Caspe, unas líneas, que bien las merece, sobre la incorporación de las islas Canarias a la Corona de Castilla.

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Los geógrafos de la Antigüedad se habían referido a unas islas perdidas en la inmensidad del Océano. En la Edad Media los árabes, desde las cercanas costas africanas, nos hablan de ellas, y en Europa aparecen como algo envuelto en un halo de leyenda. A principios del siglo XIV, un italiano, Lancelloto Malocello, da nombre a la isla de Lanzarote. Una expedición portuguesa habla de una población autóctona, los guanches, semejantes a los europeos, probablemente cromañones, como los primitivos pobladores del sudeste peninsular. Hubo varias navegaciones previas, de tanteo, una organizada por el Papa Clemente VI, otras desde Baleares y Huelva, y ¡cómo no!, de cántabros y vascos. Enrique III encomendó la conquista al normando Juan de Bethencourt, señor de Granville, que desembarcó en Lanzarote en julio de 1402, convirtiendo su acción en una empresa totalmente castellana, pese a la oposición de portugueses y genoveses y mallorquines, que alegaban títulos anteriores. Las Canarias entran, pues, en la historia como islas españolas, y se convirtieron en pocos años en el paso previo para el descubrimiento de América. *** El Compromiso de Caspe Con la muerte de Martín I se extingue la dinastía más antigua de los reinos y condados de la Reconquista, la iniciada con Wifredo el Velloso. Su territorio era pequeño relativamente dentro de la Corona de Aragón y en comparación con Castilla, pero su importancia grande, debido a su expansión mediterránea. Todo ese reino peninsular hablaba una lengua común, derivada del latín, con formas dialectales, que se extendía desde la Provenza a toda la antigua Marca Hispánica, a los reconquistados reinos de Valencia y de Mallorca y a varias otras islas del Mediterráneo, Cerdeña, especialmente. Lo que no había como en Castilla, una de las primeras potencias de Europa, mucho mayor y más poblada, era una vinculación tan clara y firme de los territorios y del pueblo a la Corona, al rey, concretamente, centro de toda vida política. Cuando muere Enrique III de Castilla, deja heredero a su hijo, Juan II (durante cuya minoridad desempeñó la Regencia su hermano don Fernando) y a la reina, de forma compartida. El infante don Fernando, casado con la «rica hembra», Leonor de Alburquerque, era hombre sensato y honesto. Ni por un momento pensó usurpar el trono a su sobrino Juan. Se limitó a ejercer bien la Regencia y tuvo importantes iniciativas, como reanudar la guerra contra el moro, lo que le llevó a conquistar Antequera, estratégica y fuerte plaza que le dio el apelativo por el que le conoce la historia, don Fernando de Antequera. También conquistó Zahara y Ayamonte. Fue el primer rey que llevó en su escudo las armas de Castilla y León a un lado, y de Cataluña y Aragón al otro, símbolos de su ascendencia paternomaterna. Este escudo había sido corroborado por las Cortes de Guadalajara en 13901. Ese don Fernando de Antequera, un infante Trastámara, será uno de los candidatos a la sucesión de Martín I en el Compromiso de Caspe. Veamos quiénes eran los otros:

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1. Jaime, conde de Urgel, sobrino segundo del rey y bisnieto de Alfonso IV de Aragón. 2. Luis de Anjou, duque de Calabria, sobrino nieto del rey Martín, bisnieto de Pedro IV. 3. Alfonso, duque de Gandía, bisnieto de Jaime II, primo tercero de Martín I. 4. Fadrique, conde de Luna, hijo natural de Martín el Joven, bisnieto pues del rey. 5. El infante, don Fernando de Antequera, sobrino carnal de Martín I por línea femenina. Como vemos, todos parientes más bien lejanos, sin suficiente fuerza ni méritos, en cuanto a familia se refiere, como para imponerse a los demás. Flacían falta influencias, valedores, compra de votos, desacreditar al rival, insinuar el uso de medios bélicos. Lo que flotaba en el aire era una preferencia sentimental a favor del nieto ilegítimo, don Fadrique, y actuaba también por razones políticas el bando a favor de Jaime, conde de Urgel, lo que hoy diríamos que por catalanismo. En cuanto a don Fernando, el castellano, era de madre catalana y de padre nacido en Aragón, y hablando de méritos, su historial, valor, inteligencia y prudencia contrastadas, eran toda una garantía. Entraron en juego los juristas, los historiadores y los políticos. La sucesión debía decidirse «per justicia et dret». Coinciden en ello el gobernador general de Cataluña Alemany de Cervelló y los grandes juristas Desplá y Bardají, así como el urgelista Pere Tomic. No hay razones para estimar que se impuso la fuerza de Castilla para impedir que el elegido fuera el conde de Urgel, tesis de los catalanistas separatistas de hoy. Cierto es que Juan II, rey niño de Castilla, apoyó la candidatura de su tío y tutor don Fernando de Antequera. Pero es cierto también que éste es el que tenía más prestigio de todos los candidatos, que era nieto de Pedro IV el Ceremonioso, que nació y fue criado en Aragón, que su madre era catalana y no italiana, como Margarita de Montferrato, madre del conde de Urgel. Además le apoyaba con firmeza el valenciano San Vicente Ferrer, que elogiaba «el carácter escrupuloso y la conducta pura del Infante don Fernando». Y el santo de Valencia era el hombre de más prestigio de Occidente. Había llegado el momento de la reunión decisiva en Caspe. Cada Parlamento de la Corona de Aragón, previamente reunido, envía sus compromisarios. Por Cataluña, el Arzobispo de Tarragona y Bernardo de Gualbes. Por Valencia, Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente, y el eminente jurista Pedro Beltrán, y por Aragón otro jurista, Bardají, y el obispo de Huesca. El de Urgel recurrió a todo, uncir a su carro al duque de Gandía, aliarse con Yusuf de Granada, pedir ayuda a Inglaterra. De nada le sirvió; los capitanes de las compañías de Aragón, Cataluña y Valencia estaban por don Fernando, el pueblo también y el derecho aragonés, por el que la mujer no hereda pero transmite derechos. La decisión no admitía dudas. Se hace pública el 28 de junio de 1412, seguida de un Te Deutn y del grito de fray Vicente Ferrer: «¡Visca, visca nostre Rey el Senyor don Fernando!». Se funde por segunda vez la dinastía catalana con otra dinastía hispánica, como en tiempos de Petronila y Berenguer IV.

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*** El conde de Urgel, aunque a regañadientes, acepta a don Fernando como rey2. Así le escribe: «A monsenyor lo Rey, de vostre humil Jaume d’Aragó.» Lo mismo hace un personaje tan importante como Guillén de Monteada. La «Busca» (unión sindical de comerciantes y menestrales) y la «Biga» (unión de la alta burguesía), consideran justa la elección del nuevo rey, y también los payeses de remensa y los «pelaires», de la fuerte unión de curtidores. Fernando, a su vez, reconoce a la Generalitat y jura las leyes y usos de Cataluña. No debe olvidarse, frente a las tesis separatistas, que el resultado del Compromiso de Caspe, favorable a don Fernando Trastámara, fue promovido por un rey catalán, apoyado por un Papa aragonés, Benedicto XIII, y proclamado por un santo valenciano. El Parlamento catalán de Tortosa se refiere al acontecimiento como «la miraculosa concordia de la elecció» de Fernando I; el gran historiador catalán Abadal y Vinyals lo celebra y la famosa Crónica de Muntaner se expresa así, pensando también en Navarra y Portugal: «Si los cuatro reyes de España, que son una misma carne y una misma sangre, se mantuvieran unidos, poco temerían y apreciarían a ningún otro poder del mundo». 1 Los hijos de don Fernando, primer rey de este nombre en Aragón y Cataluña, fueron todos Reyes o casi reyes: Alfonso V el Magnánimo, Juan, primero rey consorte de Navarra, luego Juan II de Aragón; María, reina de Castilla, Leonor, reina de Portugal, Sancho y Enrique, maestres de Alcántara y Santiago, es decir, casi reyes. Y como era costumbre de la Casa de Trastámara, todo sin salir de la Península. 2 Menéndez Pidal señala que los reyes de la Corona de Aragón, a partir de la unión en tiempos de la reina Petronila con Cataluña, se llaman Juan, Pedro, Alfonso, Jaime (o sea, Santiago, el patrón de España), Martín y Fernando, no Berenguer, o Raimon, o Wifredo, o Borrell o Sunyer...

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XIV LOS TIEMPOS DE DON ÁLVARO DE LUNA Y DE ALFONSO EL MAGNÁNIMO

PRIMERA PARTE Donjuán II, después de doce años de minoridad, se hace cargo del gobierno de Castilla en 1419, el mismo año que la flota castellana derrotaba a las de Inglaterra y el Hansa coaligadas en la batalla de La Rochelle. El personaje más influyente del reino era el Arzobispo de Toledo, don Sancho de Rojas. Él lo disponía todo, incluso la boda del débil rey con su prima María, una de las infantas de Aragón, hija de don Fernando de Antequera, el elegido rey en Caspe. Precisamente la debilidad de Juan II era una invitación para que esos Trastámaras, infantes de Aragón, y castellanos de estirpe, quisieran intervenir en los asuntos de Castilla. Pero van a tener que contar con don Alvaro de Luna, que se ha convertido en el gran valido del joven Juan II, verdadero amo del reino, que desde 1413 era el paje favorito del monarca1. Los infantes de Aragón se enfrentaron enseguida al valido, al que seguía gran parte de la nobleza. Don Alvaro se llevó la Corte a Ávila (1420), ciudad leal al rey y de fácil defensa. Acababa de ser nombrado conde de San Esteban de Gormaz y de casarse con doña Elvira Portocarrero. Castilla se encuentra en plena guerra civil, la Corte va y viene, de Tordesillas a Arévalo, de Olmedo a Madrigal; el hijo de otro infante de Aragón, el que será rey de dicha Corona, también Juan II de nombre, nace en Peñafiel. Es un personaje de leyenda, el Príncipe de Viana, origen de toda clase de conflictos con su padre, como pronto veremos. Don Alvaro reparte mercedes sin cuento para atraerse a los nobles; a Yáñez Fajardo le nombra adelantado de Murcia, y a don Fadrique de Castilla, tío del rey, le concede el título de duque de Arjona, el más antiguo ducado de España (1427). El favorito se rodeó de mediocres para que le halagaran y no le hicieran sombra, norma de todo valido que se precie, entonces y en todo tiempo. En lo internacional sigue la amistad con Francia, firma una tregua de diez años con Portugal y trata de alcanzar una posición sólida para cortar las aspiraciones de Alfonso

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V, el mayor de los Infantes de Aragón, decididos a hacerse con el poder en Castilla, pero sin derribar a donjuán II. Por fin se firma el Tratado de la Torre de Arciel, que cae mal en Castilla, porque recupera la libertad y el maestrazgo de Santiago otro de los infantes aragoneses, don Enrique, que estaba en prisión por orden de Alvaro de Luna. La división de la nobleza en Castilla no podía ser más grave para el reino. Hay motines en Medina del Campo, en Valladolid y en Zamora, y varias grandes familias, los Velasco, Stúñiga, Manrique, Mendoza, se ponen a favor de los infantes de Aragón. El destierro del valido, en Ayllón, se hace inevitable. Sin embargo, las divisiones entre sus enemigos, devuelven el poder a don Alvaro, que se reconcilia con los infantes y vuelve, esplendoroso como siempre, a la Corte, en el castillo de Turégano. Y vuelve también a dirigir la política exterior enviando a las naves castellanas a combatir y derrotar de nuevo a los ingleses. Lo hace a petición de Juana de Arco. En el caso del Cisma papal apoya al Pontífice de Roma, Martín V, frente a su pariente, el tozudo papa Luna, encerrado en Peníscola. En la guerra contra los moros, Juan II llega hasta las puertas de Granada después de la victoria de sus ejércitos en la Higueruela, que se atribuye don Alvaro, con su habitual sistema de propaganda, que trasciende a la Historia, ya que Felipe II ordena que enormes frescos de los claustros del monasterio de El Escorial reproduzcan con todo detalle la gran batalla de la Higueruela. Faltaba todavía más de medio siglo para el fin de la Reconquista. Toda la nobleza está contra don Alvaro de Luna. Éste se lleva al rey de una ciudad a otra, en una verdadera huida por tierras de Ávila y Salamanca, hasta refugiarse en Bonilla de la Sierra. A su paso por Alba de Tormes, nombra conde de Alba, origen del futuro ducado, a uno de sus pocos fieles, Fernán Álvarez de Toledo. Por aquellos días empezaba a despuntar un nuevo personaje, donjuán Téllez Girón y Pacheco, siempre al lado del príncipe de Asturias, el futuro Enrique IV. Se trataba de un hombre hábil y ambicioso, mezcla de portugués, palentino y andaluz. Pronto sería marqués de Villena y árbitro de la política castellana. Juan II se convierte en un verdadero prisionero de la Liga nobiliaria —en un verdadero golpe de Estado— en Rámaga, al sur de Madrigal de las Altas Torres, donde tiene su palacio, modesto caserón donde nacería Isabel la Católica. Don Alvaro decide jugarse todo a una carta en la batalla de Olmedo, en realidad una pequeña escaramuza en la que sólo hubo veintidós muertos. Aunque no hubo vencedores ni vencidos, el condestable don Alvaro de Luna se atribuyó la victoria. Por esas fechas murió la reina de Castilla, doña María, y el intrigante valido preparó las segundas nupcias de Juan II con Isabel, infanta portuguesa, un matrimonio que tendría extraordinaria trascendencia pues de él nacería Isabel la Católica. A pesar de todos sus esfuerzos, la impopularidad del Condestable era cada día mayor, y la situación del país más desastrosa. Además, Isabel, la nueva reina, se iba a convertir en su mayor enemiga, a pesar de deberle su boda con el rey. En 1448 Castilla está en guerra abierta con Aragón. Frente a los moros, en la sierra Bermeja, ha habido

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graves contratiempos, Toledo se ha sublevado a causa de los impuestos y se acusa a don Alvaro del más impopular de los pecados, proteger a los judíos. Pero no cede, quiere perpetuarse por encima de todo. La caída se va haciendo inevitable. ¿Está cansado? ¿Sus argucias ya no engañan a nadie? La Crónica del Halconero, la más famosa de la época, ya no quiere saber de él. Es la reina la que convence al claudicante don Juan II para que ordene la prisión del Condestable. Tal vez el rey en secreto hizo lo posible por salvarle mientras don Alvaro se entretenía en Burgos, «dedicado a la poco piadosa tarea de hacer asesinar a don Alvaro Pérez del Vivero, por el simple hecho de no ser adicto a su persona». Doña Juana Pimentel, la esposa del valido, «La Triste Condesa» hace lo posible y lo imposible por salvar a su marido: «Recurriré a los moros y a los diablos si fuera preciso» —exclama, cayendo en la cólera real del mezquino monarca—. Don Alvaro va al cadalso, elegante, soberbio, representando siempre su propio personaje. Plaza de Valladolid, 3 de junio de 1453. El Príncipe de Asturias comienza a dar muestras de su indignidad y lamentable carácter. Se divorcia de Blanca de Navarra para casarse con Juana, hermana de Alfonso V de Portugal, lo que será fuente de conflictos sucesivos. Es como el pórtico de una nueva etapa2. ***

SEGUNDA PARTE A Fernando I de Aragón, que gobernó con acierto pero con la lógica oposición de los defraudados urgelistas, le sucedió su hijo primogénito, Alfonso V, al que se llamaría el Magnánimo. Será un protagonista de historia que dedicó la mayor y mejor parte de su reinado a los asuntos de la Corona de Aragón en Italia, dejando un tanto olvidados los de España, tal vez porque estaban más interesados en ellos sus hermanos, y sobre todo para evitar roces con Castilla. Por todo ello fue un personaje muy controvertido con apasionados panegiristas y acérrimos críticos. Veintiocho años de los cuarenta y dos de su reinado permaneció fuera de España, dejando como lugartenientes en su ausencia a su mujer, María, y a su hermano Juan, el que sería luego Juan II, el padre de Fernando el Católico. La citada reina María era la hija de Enrique III el Doliente y, por lo tanto, también una Trastámara. Así pudo Alfonso dedicarse tranquilo durante sus dilatadas ausencias «a la deleitosa vida renacentista en Nápoles y Sicilia». Alfonso V contó con eficaces colaboradores aragoneses, los Fernández de Heredia, Santángel, Urríes, Lanuza, Ram... lo que no caía muy bien en Cataluña; para compensar lo cual aceptó los privilegios catalanes en las Cortes de Barcelona, que estaban divididas entre las gentes del conde de Cardona y del de Pallars. A los dos tuvo que encarcelar la enérgica reina María mientras el rey estaba en Sicilia.

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Según algunos historiadores catalanes, Alfonso V ganó Nápoles, fue admirado monarca y árbitro de la política italiana, y dio paz y orden al confuso mosaico de pequeños estados, ducados y principados de la península itálica, empezando por los del Papa; pero no fue afortunado en los asuntos de su propio reino ibérico. Sin embargo, no debe olvidarse que gracias a la política del Magnánimo vinieron después los de sus magníficos continuadores, Fernando el Católico y Carlos III. Alfonso V nació en 1396 y fue rey, coronado en Zaragoza en 1414. Desde joven, su objetivo fue conquistar la corona de Nápoles frente a los Anjou, que reinaban allí. Logró sus propósitos más por la diplomacia que por las armas. Fue un gran mecenas, amante del lujo, del arte en general; así concibió la política, como una de las bellas artes. En Italia se le consideró siempre como un catalán. Tuvo unos fructíferos amores con la bellísima Leonor d’Alagno y en cambio no tuvo hijos legítimos, por lo que le heredó su hermano Juan. Tuvo Alfonso también su política africana llegando hasta la isla de Djerba, en Túnez, y dirigió una expedición a Trípoli, pero sin ánimo de permanecer. Muy implicado en la política italiana, despierta la preocupación de Milán, Florencia, Bolonia, Génova... que se unen circunstancialmente contra él. Así cuando Alfonso V sitia Gaeta, es derrotado por las naves aliadas en Ponza3. Se habló mucho de tal derrota, pero no pasó de ser un episodio sin trascendencia, ya que varios de los aliados de Génova se pasaron pronto a su bando, empezando por los Visconti, de Milán. Utilizando más la diplomacia que las armas efectivamente, Alfonso V se convierte en el más poderoso e influyente en la Italia renacentista. Entra en Nápoles en triunfo, aclamado como un emperador romano en febrero de 1443. El Papa Eugenio IV le reconoce como rey «pius, clemens, invictus, Rex Hispanus». Alfonso V pudo ser uno de los más grandes reyes de España, pero no quiso enfrentarse a sus parientes, los Trastámara de Castilla, y prefirió ser un gran señor del Renacimiento en Italia4. *** El Príncipe de Viana es como una sombra en la historia, perdido entre dos épocas, entre tres territorios, Castilla, Navarra y AragónCataluña. Era hijo de doña Blanca de Navarra (hija a su vez de Carlos III el Noble) con el infante de Aragón, donjuán de Trastámara, llamado a ser el rey Juan II. Era don Carlos de Viana un castellano nacido en Peñafiel, un muchacho muy en la línea de los otros Juanes «amadores de toda gentileza», blandos, indecisos, intelectuales, ambiciosos sí, pero sin voluntad y sin dotes de mando. El enfrentamiento del príncipe con su padre era inevitable, probablemente por culpa de una disposición testamentaria de su madre que le impedía titularse rey de Navarra mientras viviera su padre, don Juan de Aragón, que sólo era rey consorte. Esto iba contra las leyes del reino. Se unía esta situación a la lucha entre dos fuertes facciones navarras, choques ancestrales entre la montaña y el llano, entre agricultores y ganaderos. Eran los agramonteses y beamonteses y tenían como jefes a personajes de estirpe real, los

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primeros al mariscal Pedro de Agramonte y el famoso caballero Pierres de Peralta, y el segundo a Juan de Beaumont y al conde de Lerín. El rey consorte, de hecho regente, donjuán, nombra gobernadora de Navarra a su segunda esposa, la castellana doña Juana Enriquez, madre de don Fernando el Católico. Desde luego no parece una medida políticamente muy acertada. Parece que la gobernadora lo hizo muy bien, pero eso no bastaba. Para el Príncipe de Viana, hijo de la primera esposa de don Juan, Blanca de Navarra, doña Juana Enriquez era «su ángel malo». La guerra entre padre e hijo estalló enseguida con clara victoria del rey en Aibar (1451). El padre desposee de la sucesión a don Carlos y a su hermana Blanca, casada con Enrique IV de Castilla, y designa a otra hija, Leonor, casada con Gastón, conde de Foix. El desgraciado Príncipe de Viana va por todas partes demandando ayuda. Primero a París, a rogar a Carlos VI de Francia; luego a Nápoles, en pos de su tío Alfonso V, que posiblemente iba a abogar en su favor, pero muere por aquellos días. La subida al trono de Aragón de Juan II, el durísimo padre y fabuloso personaje, cambia el panorama. Ahora Carlos pasa a ser duque de Gerona, heredero de Aragón, Cataluña, Navarra y Nápoles, con muchas probabilidades, por delante del bastardo de Alfonso V. Además el Príncipe de Viana era aliado de Enrique IV de Castilla, casado con su hermana. Juan II tenía ya sesenta años, edad muy avanzada por aquel tiempo. Pero el culto e indeciso Príncipe era un insuficiente para altos destinos, un héroe romántico sin epopeya y sin tragedia que nunca estuvo a la altura de los amores que despertó. Incluso a sus defectos se debió que Navarra se convirtiera en la manzana de la discordia hispánica hasta 1512. En Cataluña casi se le santificó y fue piedra de escándalo por sus relaciones con su padre, Juan II, y con su medio hermano Fernando el Católico. Lo veremos en el capítulo siguiente. Le queda a don Carlos la gloria de su pequeña corte renacentista en Olite y en Tafalla, y el haber escrito una obra fundamental «La Crónica de los Reyes de Navarra», ese Reino que es la esencia de España, sin tópicos y sin política. Simplemente, con la verdad de la historia. 1 Don Alvaro de Luna era hijo del copero mayor de Enrique III y señor de Cañete, con la mujer del Alcalde de la villa, llamada por ello «la Cañeta». Era don Alvaro un joven muy atractivo, gentil cantante y bailarín y vencedor en los torneos. 2 El rey Juan II, débil y negativo en política, fue un hombre culto, verdadero rey renacentista. En su reinado florecieron Juan de Mena, el marqués de Santillana, Jorge Manrique... Él mismo, y don Alvaro, fueron brillantes prosistas y poetas. 3 A este episodio dedicó el marqués de Santillana su obra «La Comedieta de Ponza». 4 Los italianos atribuyeron a los catalanes todas las desgracias que cayeron en su territorio. Alfonso V nombró gobernadores, embajadores, generales, prebostes, todos catalanes. Cosme de Médicis les llamaba «la peste catalana». El Dante hablaba de «Lavara povertá dei catalani». Nunca gustan los extranjeros en el poder.

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XV ENRIQUE IV DE CASTILLA Y JUAN II DE ARAGÓN

Triste, muy triste la situación de Castilla a mediados del siglo XV. «¿Dónde la voluntad de poder y de visión para la unificación del antiguo reino godo? ¿Dónde el afán de una Castilla que apenas existe, que se fragmenta y desangra en banderías y en una falta total de política con proyección de futuro?» —escribía yo hace pocos años en Así se hizo España. Y no era ya Castilla el pequeño Condado de Fernán González, sino un gran territorio que iba del Finisterre hasta el cabo de la Nao, como un ente político, como un Estado, con un solo rey y con gran personalidad en el concierto internacional europeo, cuando Francia no comprendía el Franco Condado ni la Borgoña, ni el Rosellón y la Cerdaña; apenas la Aquitania, la Normandía y la Provenza... Sólo Inglaterra, en su insularidad era, con España, lo más próximo a poder ser llamado un Estado y una Nación. En gran parte era como la consecuencia de la victoria de la Monarquía que encarnaba al pueblo y a la historia. Lo que ocurría en Castilla era que en reinados anteriores, con altibajos, habían sido decisivos la figura del monarca y su protagonismo, algunos verdaderamente extraordinarios. Ahora, en esos años que comentamos, aparece como siempre en primer plano el rey, un rey tan lamentable y negativo como Enrique IV. Con él y contra él, la nobleza, supone la más fuerte eclosión de personalismos, negativa también para el país. Enrique IV es proclamado rey en Valladolid en 1454. Tenía veinticuatro años de edad, mientras que su tío, Juan II de Aragón, llega al trono en 1458, cuando tenía ya sesenta años. En pocos reyes han pesado tanto como en Enrique IV sus condiciones fisiológicas, anatómicas y psicosomáticas, y con tan graves consecuencias. Se le conoce mejor por los cronistas de la época que por las imágenes, de las cuales, sólo hay una auténtica en un códice de la biblioteca de Stuttgart. Muy Trastámara, alto, grueso, rubio, y de piel muy blanca, pero con algo de infantiloide y de brutal a la vez. El doctor Marañón estudió muy a fondo su personalidad y sus reacciones con el fin, sobre todo, de saber si fue o no el Impotente, nombre por el que le conoce la historia. Tema tan importante que de él iba a depender la sucesión en el trono y toda la política del futuro. Su propia vida, en el plano del gobierno del Estado y sus relaciones de toda índole, en la grande y en la pequeña historia, dependió de ese misterio, tan íntimo, y tan grave por su extraordinaria trascendencia.

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Según parece, según las crónicas, hasta 1463, Enrique compuso la figura de un buen rey, imponiendo su autoridad en Castilla y bien visto en Cataluña, lo que no podía ser más positivo. Inicialmente tuvo el acierto de rodearse de simples hidalgos, no dejándose avasallar por la alta nobleza. Entre otros nuevos colaboradores, el condestable Miguel Lucas de Iranzo, el Contador mayor Diego Arias, judío converso, y don Beltrán de la Cueva, hidalgo de Úbeda de origen montañés, que llegó a las máximas alturas, siendo un mediocre, aunque lucido personaje. Por aquellos días quien ejercía mayor influencia con el rey, desde que era príncipe de Asturias, era el nefasto don Juan Pacheco, reciente marqués de Villena. La impotencia de Enrique empezaba a ser vox populi, pero no se planteó políticamente hasta que pasó el tiempo y la reina no quedó embarazada. Enrique IV inicia algunas campañas en tierras de moros, pero se reducen a talas y saqueos. Se empieza a decir que el rey simpatiza con los moros. Cada día es más impopular y los grandes personajes de la nobleza no ocultan su malestar frente al monarca. Éste visita las Vascongadas donde recibe constantes muestras de sincera adhesión a la Corona. Resulta paradójico que Enrique propusiera a Juan II de Aragón en 1457 la boda de su hijo Fernando con su medio hermana Isabel, es decir, el matrimonio que se convertiría en su mayor adversario cuando años más tarde se llevó a cabo, precisamente contra su voluntad. No os extrañéis por esta atención que presto en esta historia a los temas matrimoniales, en especial en casos como éste, de tan extraordinaria trascendencia. En la Edad Media, y también hasta nuestros días, son algo tan importante o más que las batallas o la diplomacia en las relaciones entre las monarquías hereditarias. Claro es que la diplomacia es con frecuencia esencial en la preparación de esos enlaces. Fracasada de momento la unión FernandoIsabel, Enrique IV hace gestiones para casarla con el Príncipe de Viana, heredero y primogénito de Juan II, que no puede admitirlo porque está en guerra abierta con su hijo Carlos de Viana y decide someterlo a prisión. Razón suficiente para que Enrique IV se disponga a aliarse con todos los enemigos de Juan II. Para evitar que esta situación se agrave, el rey de Aragón trata de que negocie la paz su embajador Pedro Vaca con el poderoso arzobispo castellano Carrillo. La muerte del Príncipe de Viana en 1461 cambia totalmente el panorama político entre Aragón y Castilla. El 28 de febrero de 1462 nace la infanta Juana, hija oficialmente de Enrique IV y de su segunda esposa, Juana de Portugal. El arzobispo Carrillo la bautiza y nadie duda por entonces de la legitimidad. Digamos en un inciso que por aquellos días el duque de Medina Sidonia y el conde de los Arcos conquistan a los moros Gibraltar. Otro hecho que demuestra la inestabilidad política de la época y de sus protagonistas, fue que la Generalitat de Cataluña nombra rey a Enrique IV de Castilla, todo menos Juan II. Es una prueba de que no había animosidad en Cataluña contra Castilla ni contra los Trastámara.

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Enrique IV nunca llegó a ser rey en Cataluña por diversos avatares. Se entrevista con Luis XI de Francia en el Bidasoa. Va acompañado del esplendoroso don Beltrán de la Cueva, tan decorativo como inútil consejero. Nada se arregla con la reunión y Enrique vuelve decepcionado a su Segovia. Por entonces se empieza a dudar de la legitimidad de la infanta Juana y a llamarla «la Beltraneja», como probable hija del favorito don Beltrán, al que el rey ha nombrado duque de Alburquerque. Por esa época es cuando se nombran los grandes ducados, Alba, Medinaceli, MedinaSidonia, Infantado... Varios de ellos, con otros nobles, se reúnen en una magna asamblea en Burgos, en septiembre de 1464. En el manifiesto que publican se ataca al rey sin medida: está dominado por don Beltrán de la Cueva, protege a los infieles, desprecia al clero católico, altera el valor de la moneda, actúa contra derecho en Navarra y Cataluña. Pero, sobre todo, por primera vez, en un documento oficial se dice que doña Juana no es hija del rey, y que el heredero del trono debe ser el infante don Alfonso, hermano menor de Enrique IV, y de la que será Isabel la Católica. El manifiesto iba también contra el marqués de Villena, nefasto amigo del rey, y en dicho escrito se notaba la influencia de los arzobispos Carrillo y Fonseca. Es el momento de la famosa «Farsa de Ávila». Enrique IV fue destronado en efigie, representado por un monigote al que el arzobispo Carrillo y los condes de Benavente, Stúñiga, Plasencia y otros nobles despojaron de los atributos reales, y designaron allí mismo como rey a su hermanastro Alfonso. Varias ciudades importantes se muestran a favor de Enrique, que reparte dinero a espuertas. Le apoyan los conversos, y también el Papa, que todavía le considera rey legítimo. Su situación mejora al firmar una alianza en Penley (1466) con los ingleses, rompiendo la tradicional alianza de los Trastámara con Francia. En esta ocasión ofrece a su hermana Isabel para esposa del duque de Gloucester. Era el quinto pretendiente después de don Fernando de Aragón, del Príncipe de Viana, de Alfonso V de Portugal y del hermano de Villena, Pedro Girón. Con razón podía considerarse a Isabel como la novia de Europa. El enfrentamiento de don Enrique con los nobles da lugar a choques militares, el más importante la segunda batalla de Olmedo —recordar la primera, en tiempos de don Alvaro de Luna—. También este combate fue apenas una pequeña escaramuza, con victoria real pero sin trascendencia. En cambio el joven infante don Alfonso se apoderó de Segovia, la querida plaza refugio de Enrique IV. El destino dispuso que el que estaba llamado a ser Alfonso XII falleciera repentinamente en Cardeñosa (Ávila), todavía no se sabe si de peste o envenenado, según costumbre de la época. Ha llegado el momento de la joven infante Isabel, que en ningún momento acepta ser llamada reina mientras viva su hermano, el rey Enrique. Pero al mismo tiempo proclama a todos los vientos la bastardía de su sobrina Juana «la Beltraneja», de lo que está convencido el pueblo y reconoció públicamente el rey. Estos elementos de juicio, clave política de la época, fueron confirmados en la famosa entrevista y en el pacto de los Toros de Guisando (1468). Enrique IV afirmó que «la reina Juana, de un año a esta parte no ha usado limpiamente de su persona» y «nunca

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ha estado legítimamente casado con ella». Promete expulsarla de Castilla y también dejar casar a Isabel con quien quiera... El legado pontifico absolvió a todos los presentes por el incumplimiento de juramentos pasados, siendo Isabel investida oficialmente como princesa heredera. La joven princesa estaba decidida a casarse con don Fernando de Aragón, por lo que rechazó la embajada portuguesa que venía a pedirla en matrimonio para el poderoso monarca Alfonso V de Portugal. Juan II de Aragón envía a sus embajadores Pedro Vaca y Pierres Peralta para incorporar Castilla a la alianza contra los franceses. Incorporar Borgoña a dicha alianza y la marina del Cantábrico, santanderinos y vascos, resulta decisivo. Entretanto Fernando e Isabel no perdían el tiempo. Su táctica era de hechos consumados. Acuerdan sus capitulaciones matrimoniales en Ocaña, a espaldas de Enrique IV. Para nada pide consejos Isabel a los arzobispos, a Stúñiga y a Pacheco, como había aceptado como condición en Guisando. Sólo los Manrique y los Enriquez le apoyan. Don Fernando entra secretamente en Castilla disfrazado de criado de mercaderes, y después de interesantes y rápidos episodios en Burgo de Osma y Dueñas, nada más llegar a Valladolid, contrae matrimonio con la princesa Isabel. Hay muchas dudas de la autenticidad de la dispensa papal por parentesco (eran primos lejanos, impedimento absurdo); lo cierto es que la dispensa válida llegó a posteriori. Isabel no quiere una ruptura con su hermano el rey, mientras éste viva. Ella y Fernando, hábil político desde su primera juventud, envían a su embajador, Pedro Vaca, para proponer al rey Enrique la boda de su futuro hijo con la Beltraneja. Pero nace una niña y entonces, los partidarios de Juana la juran como heredera y princesa de Asturias en el Val de Lozoya, bajo la protección de los poderosos Mendoza. Enrique IV se vuelve atrás y dice que Juana es su hija legítima. Isabel, lógicamente, le llama perjuro. El país está asolado y arruinado por una larga guerra civil, sin grandes hechos de armas. La catastrófica situación se agrava por los enfrentamientos nobiliarios, por ejemplo entre los Ponce de León y los Guzmán en Andalucía, y los oñacinos y los gamboinos en el País Vasco. El nuevo Papa, Sixto IV, se muestra decidido a favor de los jóvenes príncipes; los Mendoza se pasan a su bando y lo mismo los Medina Sidonia, grandes señores del Sur. La entrada de Juan II en Barcelona, que tanto le había combatido en su guerra con el Príncipe de Viana, es otro tanto muy favorable para don Fernando y para la coordinación política entre Cataluña y Castilla, que se inclina de día en día a favor de Isabel. Hasta Segovia y sus Alcázares están con ella, gracias al alcaide de la fortaleza, Andrés de Cabrera, casado con Beatriz de Bobadilla, la gran amiga de Isabel. La influencia de Juan II de Aragón en Castilla cada día es también mayor, con la ayuda de Pedro Vaca, castellano como él. Ha muerto Pacheco, el último gran valido de Enrique IV, que le hizo marqués de Villena. El rey le sigue al poco tiempo a la tumba, ese pobre personaje que llevó a

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Castilla a la más grave de las crisis, lastre final del medievo, extraño, tarado, de triste memoria. Si os relato y comento todas estas cosas, faceta desagradable, como otras varias, es para poner de relieve cuánto mérito supone haber superado crisis y etapas desastrosas, cuánto esfuerzo ha costado ir haciendo España desde la Prehistoria, y cómo vale la pena saber todo eso, así como las glorias y grandezas que logró nuestra patria, para así aprender en el pasado, tomar lección y ser capaces de superar las dificultades y emular unidos a los mejores para asegurar el bienestar y el futuro. «El mismo día que Enrique muere en Madrid, Isabel es proclamada reina en Segovia. Las torres de señales de los alcores y los oteros llevan la nueva hasta los últimos confines del reino. Con la espada y la cruz —en los grandes tópicos están las grandes verdades— llegará pronto también la nueva de que la España de los romanos, de los visigodos, de la Reconquista de la España perdida, ha rematado su andadura en pos de la unidad en la diversidad» (De Así se hizo España). *** Juan II de Aragón Rey consorte de Navarra, eterno inquieto en Castilla, señor entre los arriscados señores de los reinos hispánicos y hábil político en la Europa renacentista, Juan II llega al trono de Aragón en 1458, cuando tenía sesenta años de edad, a la muerte de su hermano Alfonso el Magnánimo. Lleva a la espalda dos guerras civiles en Castilla y otra en Navarra, éxitos y decepciones que no le han hecho envejecer ni el cuerpo ni el espíritu. Sigue con mente ágil y despierta y en plena forma física, de la que saben los campos que recorre sin tregua, cazando y guerreando. Así describía yo en Así se hizo España al gran donjuán II, el padre de Fernando el Católico, que le sucedería en el trono. Creo que bastarían estas palabras aplicadas a los hechos, que relato muy brevemente a continuación, para conocerle bien. Juan II era un extremoso. Amaba apasionadamente a su segunda mujer, Juana Enriquez, y al hijo que ella le dio, don Fernando. Y odiaba, contra natura, por las circunstancias y por la fuerza del destino, a su primogénito, hijo de su primer matrimonio con doña Blanca de Navarra, Carlos, Príncipe de Viana. Muchas más fueron sus predilecciones y sus inquinas, siempre muy humanas, para poderlas tratar en este resumen de resúmenes. Donjuán II era un hombre valiente, de grandes decisiones. Rompe con Francia, se alia con Inglaterra. Ve en Carlos, su hijo, un rebelde que le enfrenta con Barcelona y no va a parar hasta que desaparezca el uno y hasta conquistar a la otra. No le importan las coaliciones contra él y el ultimátum que le envían. Se le niega la entrada en Cataluña, que nombra a Viana lugarteniente perpetuo del reino, y la solución en cuanto al príncipe, falso héroe popular, le viene sola, ya que Carlos fallece de una vieja dolencia pulmonar, aunque se hable de envenenamiento, como siempre ocurría en estos casos. Barcelona continúa sublevada. Fernando, de nueve años, tiene que huir, con su madre, Juana Enriquez, pero su marido, el viejo monarca, vence a los

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revolucionarios barceloneses en Rubinat, toma Tárrega y sitia a la gran ciudad catalana. Juan II, además, sabe que los otros reinos de la Corona, Aragón, Valencia y Mallorca, están de su lado. Son los días en los que el Consejo del Principado ofrece la Corona (barcelonesa no de toda Cataluña, que en gran parte está con el rey), a todo el que se presenta, o se va en su busca; Enrique IV de Castilla, un Anjou que designe Luis XI, Pedro de Portugal, quien sea; todo menos Juan II. Sicilia también está de su lado, así como muchos nobles, Galcerán de Requesens, el conde de Prades, el de Cardona... En el campo militar, conquista Lérida y Villafranca del Penedés y vence a los rebeldes en Prats del Rey y en Calaf. Sigue Tortosa. También se enfrenta a Luis XI de Francia, que aprovechándose de la situación, ha entrado en tierras de Gerona. «Con ímpetu juvenil, como un muchacho, va y viene de un extremo a otro de sus reinos: todo lo atiende, en la cancillería, al lado del pueblo y en el campo de batalla». Por fin, en 1473, desde Pedralbes entra en Barcelona y jura la Constitución del Principado. En plena vitalidad, aún continuará seis años más su colosal andadura. Guerrea como un rey caudillo y rondando los ochenta aún se enamora de una bella joven barcelonesa. En pleno invierno, meses antes de su muerte, atraviesa los Pirineos y llega a conquistar Perpiñán. Francia reconoce la soberanía catalana en el Rosellón y la Cerdaña, pero neutralizando dichos territorios, si bien poco después, Luis XI falta a lo pactado y reconquista Perpiñán. Juan II ha visto cumplido su gran designio. Ha podido ver a Fernando e Isabel en el trono, Aragón y Castilla unidos. Se inicia una nueva era. «Y el rey longevo, el gran rey que fue el hombre extraordinario que venció al tiempo, que fue grande hasta en sus defectos, tenía que morir como había vivido, peligrosamente. El final le llega a Juan II en el campo, como en sus años mozos de infante cazador y amigo de trovadores, frente al mar de la Corona de Aragón, en las costas de Garraf, cazando ¡cómo no! detrás de la pieza y mirando, como siempre, hacia delante». Era el 19 de enero de 1479 Tenía ochenta y un años de edad.

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XVI LOS REYES CATÓLICOS: PONIENDO LA CASA EN ORDEN

Lo que podía resultar más sorprendente al llegar los Reyes Católicos al trono compartido, era ver la eclosión, la fuerza nueva y expansiva de un país, de los reinos hispánicos, de sus pueblos, que todavía estaban hundidos en la más profunda de las crisis, con una estructura interna desquiciada, en una decadencia política prolongada, la economía hundida y el grave lastre de rencores que suelen dejar tras de sí las contiendas civiles. Asombra esa transformación de los reinos peninsulares a fines del siglo XV, que son capaces de unirse convirtiéndose en una gran nación, la primera potencia del orbe, que lo será durante más de siglo y medio. Es un Estado, una nación que sumando sus regiones o reinos de procedencia, no tendrá para el mundo más nombre que el de España. Es el remate de un largo proceso histórico, con base en el pasado y con proyección de futuro. A fines del siglo XV sólo los grandes estados eran viables, Francia, Inglaterra, España y Portugal, mientras el mundo, y occidente sobre todo, sufrían un giro copernicano, una revolución espacial y humana. Tenían los reinos de Isabel unos siete millones de habitantes, los de Fernando sólo uno, Granada medio, y Navarra no más de cien mil habitantes. Valencia y Sevilla eran las ciudades más pobladas; Barcelona andaba por los 25.000 y Madrid apenas 10.000. La mayoría del pueblo español vivía del campo.

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Al hacerse la unión personal IsabelFernando, cada reino conservó sus instituciones y sus organizaciones peculiares. Las Cortes respectivas se reunieron en varias ocasiones. Fernando convocó seis veces las de Cataluña. Asistía en persona y hablaba catalán como su lengua natural. Igualmente se reunían las Cortes en Valencia y las castellanas en varias ciudades, ya que todavía no se había fijado la sede del reino en una ciudad. Los Reyes Católicos respetaron con escrupulosidad las monedas acuñadas en Aragón, Navarra, Cataluña, Valencia, Baleares, y más adelante, Granada: el excelente, el real, la blanca, el ducado, el excellent valenciano, el principat catalán... En cambio, muy oportunamente fueron suprimidas las aduanas interiores. Y los mandos de los ejércitos se daban lo mismo a aragoneses que a castellanos, sin distinción ni preferencias por tierras de procedencia. *** A Isabel se la describe como blanca, rubia, de ojos azules o verdes, muy Trastámara con la ascendencia Lancaster. Se notaría también en su carácter. Tenía especial acierto en valorar a las personas, algo que no supieron hacer su padre y su abuelo. Tenía también un claro sentido jerárquico, con una admirable mezcla

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de energía, majestad y delicadeza señorial, a lo que había que añadir una cultura sobresaliente para su tiempo. Pero destacaba sobre todo por su moralidad y por su sentido de la justicia. Don Fernando destacaba a su vez por su superior mentalidad política, verdadero estadista en el concepto moderno. Fue «el político por excelencia», modelo para Maquiavelo, Gracián, Quevedo y Saavedra Fajardo. «A él —decía Felipe II— se lo debemos todo». Trastámara fuerte, inteligente, de pura cepa, digno de su padre Juan II, de su abuelo, don Fernando de Antequera, de su tío Alfonso V el Magnánimo. Rey del buen sentido, «el seny», administrador a la catalana, marido amante y respetuoso, pero no fiel, y con ciertas dosis en su carácter, puede que éticamente criticables, pero muy propias del político renacentista: egoísta, escaso en gratitudes (lo que es muy propio de los reyes), disimulado y oportunista. Era un rey para la historia, no un santo para los altares, como lo fue su esposa. Y, desde luego, con gran atractivo personal, sin ser, ni mucho menor, un Adonis. Con Isabel constituyó la pareja precisa, la adecuada pareja en el lugar preciso y en el momento preciso. Acertada la fórmula de Nebrija. «Tanto Monta», con el yugo y las flechas de sus iniciales, unión y eficacia, como símbolo. No hubo división de funciones entre ellos sino acción conjunta, en la administración específica, en la firma de documentos, en la justicia. Tenían que poner la casa en orden, tarea ingente después de tanto desastre, crisis y descomposición del reino. Corrigen, crean y proyectan para el futuro. Respetan a los diversos reinos pero lucharán contra los localismos disgregadores y contra la anarquía. En todo se muestran modernos y realistas. Por una parte dan acceso a la propiedad de la tierra a los «remensas» del campo catalán por la sentencia arbitral de Guadalupe (i486), y por otro jerarquizan los títulos de la grandeza (15 en Castilla, 12 en Aragón); meten en cintura a los nobles, pero sin destruir los linajes, haciendo de todos ellos eficaces colaboradores al servicio de la Corona, y luchan contra la anarquía y los restos del pequeño feudalismo, sometiendo villas, castillos y comarcas que sólo obedecían a ciertos señores. Lo hicieron implacables, siempre con justicia y energía, utilizando procedimientos que no debemos juzgar con la mentalidad de hoy sino con la de aquel tiempo. Todas estas situaciones se plantearon especialmente en Galicia, frente a los arriscados y despóticos señores de los pazos, como Pedro Álvarez de Sotomayor, el conde de Camiña, el famoso Pedro Madruga, el mariscal Pardo de Cela, los Ulloa, Moscoso... Los reyes lo mismo encerraban a un primo del monarca, que amparaban a los vencidos en Ronda; por eso el pueblo estaba con ellos. Para todos esos fines ordenaron el funcionamiento de las hermandades locales como Santa Hermandad general, brazo armado de la ley, de la Corona y de los ciudadanos, una especie de moderna gendarmería, eficaz y rápida. Los Reyes Católicos estructuraron el gobierno mediante un régimen de Consejos: de Estado, de Aragón, de Hacienda, de Órdenes militares, cuyos Maestrazgos se

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incorporaron a la Corona, de la Santa Hermandad, y por encima de todos, el Consejo Real. En 1492, por bula de Sixto IV, se creó el Consejo Supremo de la Inquisición. Para todo ello, los monarcas recurrieron a hombres nuevos, personas amigas de absoluta confianza, como secretarios técnicos procedentes de la pequeña nobleza local, gentes de letras, a veces conversos, algún eclesiástico distinguido (recordemos a Cisneros, a fray Hernando de Talavera, al obispo Alonso de Burgos...). Además, algún miembro de la alta nobleza, como Fernando Álvarez de Toledo, y hasta tres mujeres notables, como Beatriz de Bobadilla, Beatriz Galindo, «la Latina» y la santa Beatriz de Silva, a la que tanto quiso y admiró la Reina. Se codificaron las leyes con el Ordenamiento de Montalvo, nuevas pragmáticas y las famosas Leyes de Toro (1505), administrando la justicia las Reales Chancillerías de Valladolid, Ciudad Real y luego, Granada después de la conquista. Y en Vizcaya el Juez Mayor, en Aragón el Justicia, y en Navarra, con la incorporación, su propia Audiencia. *** Hasta la conquista de Granada los Reyes Católicos fueron soberanos de gran tolerancia; siguieron siendo, como en la Edad Media, los reyes de las tres religiones, cristianos, judíos y musulmanes. Pero desde los levantamientos en la Alpujarra, Ronda y Sierra Bermeja, su política con los moros se endureció, obligándoles a bautizarse. Los conversos fueron llamados moriscos y no tardaron mucho en producir sublevaciones, lo que dio lugar a su expulsión. Sin embargo, no hubo contra ellos la fuerte animosidad popular de siglos que existía contra los judíos. Eran éstos los que desde siempre se aislaban en sus ghettos, no les aislaba el odio del pueblo sino su carácter israelita tan peculiar. Además, ellos dominaban los negocios y todo el mundo les debía dinero. Los Reyes Católicos, que no eran racistas, tenían el buen sentido de utilizar a su servicio a los judíos, y las medidas contra ellos fueron tomadas exclusivamente por motivos religiosos, no de raza. La religiosidad, católica exclusivamente, fue el motor de la mayor parte de las medidas tomadas por los Reyes Católicos, por Isabel en especial. No hacían más que interpretar una herencia secular que venía desde Recaredo y recoger el sentimiento del pueblo, especialmente en Castilla, un tanto más suave en Aragón. La medida de la expulsión fue tomada en 1492 y se cumplió con todo rigor, llevando a los judíos en todas direcciones de Europa (Portugal, Países Bajos, Inglaterra...), Oriente Medio y Norte de África. Su número es muy discutido, de poco más de 100.000 hasta 500.000. A los que se quedaron, los conversos y judaizantes, el pueblo les llamaba «marranos»1 y la Inquisición los vigilaba de cerca. De los expulsados descienden los sefardíes, con su peculiar castellano, dispersos por todo el mundo. El caso de los moriscos es muy distinto. Eran en su mayoría agricultores y vivían en las zonas granadinas y en los reinos de la Corona de Aragón. El tema de su expulsión es uno de los más polémicos de nuestra historia por motivos y consecuencias de toda índole, sociales, económicos, culturales... Incluso se ha manifestado en el famoso y enconado enfrentamiento intelectual de los grandes historiadores don Claudio Sánchez Albornoz y don Américo Castro1 2.

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La valoración de esta polémica, el tomar partido en el arduo tema del «legado del Islam», se sale de los propósitos de este libro elemental, pero es una incitación para el joven lector. Por mi parte confirmo la idea que ya he venido exponiendo en otros capítulos. Hay que recoger y asimilar todo lo valioso que han aportado al acervo español todas las corrientes que han pasado por nuestra península, sin prejuicios pero con claras ideas, comprendiendo la mentalidad de cada época. Creo muy negativa la llegada de los árabes a España. Una vez que estuvieron aquí, hagamos español todo lo positivo de su estancia en nuestras tierras, de las albercas, los arroces y los alcázares, a la Alhambra y la Mezquita, pasando por Averroes, Avicena y Aben Tofail... Y recordemos que la más alta misión de los Reyes Católicos era crear un Estado fuerte y rematar una «guerra divinal» de siglos. *** Fernando e Isabel llevaron a cabo una verdadera modernización de las fuentes de riqueza y una novedosa política financiera, fomentando también las obras públicas y protegiendo la ganadería, siguiendo la idea tradicional de la Mesta como base de la economía castellana. Protegieron la industria muy vascongada de los ferrones locales, fomentaron la marina pesquera del Cantábrico y el comercio en el Mediterráneo, la construcción de caminos y puentes, las agrupaciones de transportes, la exportación de tejidos, las grandes ferias, la habilitación de buenos puertos, las empresas mercantiles en Barcelona, Sevilla y Canarias como cabezas de puente para el Nuevo Mundo... Algo que nunca se había visto desde los romanos y no volvería a verse hasta Carlos III. Podría seguir con datos y más datos sobre la obra ingente de los Reyes Católicos en la tarea que he resumido en la expresión «Poniendo la casa en orden»; y en condiciones para convertirse en el primer y gran EstadoNación de Occidente3. 1 Término equivalente a «los que esperan al Mesías». 2 En sus obras España, un enigma histórico (C. Sz. A.) y La Realidad Histórica de España (A. C.) 3 Vuelvo a remitirme a mi obra Así se hizo España y a mi biografía Los Reyes Católicos {Espasa Calpe, Madrid, 2001).

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XVII LOS REYES CATÓLICOS: GUERRAS Y DIPLOMACIA

La guerra con Portugal La primera guerra que se les plantea a los Reyes Católicos no son ellos los que la buscan. Se trata más bien de una guerra civil renovada por problemas sucesorios. El marqués de Villena tenía en su poder a doña Juana la Beltraneja. Decidió, al servicio de sus ambiciones, ofrecerla en matrimonio a Alfonso V de Portugal, que la llevaba cerca de cuarenta años. El plan iba sin duda contra Isabel de Castilla, a la que llamaban simplemente «reina de Secilia». Al mismo tiempo Alfonso V pactó con Luis XI de Francia para ayudarse mutuamente en la guerra del Rosellón contra don Fernando y en la de Castilla contra Isabel. Porque el rey portugués había entrado por tierras de Zamora y Galicia con más de 40.000 hombres y la ayuda de los de Villena. Ante tal amenaza se unieron a Fernando, que mandaba personalmente sus tropas, las milicias de Ávila y Segovia y los vascos, que vinieron valerosos y decididos en defensa de sus reyes. Se reúnen Cortes en Medina del Campo, la Iglesia apoya con la plata de sus tesoros e Isabel se niega a un arreglo con Alfonso V, que quería retener Toro y Zamora. El choque, en el que había castellanos en los dos bandos, se hizo inevitable. 20.000 hombres más llegaron de Portugal al mando del príncipe Juan, «el Príncipe Perfecto», en ayuda de su padre. La batalla se dio en los campos de Peleagonzalo, al lado de Toro (12 de marzo de 1476). Las tropas portuguesas fueron desbaratadas y acabaron huyendo. Aunque la batalla no fue de gran envergadura ni decisiva militarmente, flotaba en el aire el recuerdo de Aljubarrota, y el grito de ¡Fernando!, se impuso al de ¡Alfonso! de los portugueses. Ahora bien, políticamente, a partir de entonces quedó descartado cualquier enlace castellanoportugués y se consolidó la unión con Aragón. El partido de Juana la Beltraneja se deshizo y las villas y los nobles, una tras otra, uno tras otro, se unieron a doña Isabel y al vencedor en Toro, don Fernando. El espléndido y brillante plateresco de San Juan de los Reyes, en Toledo, fue erigido para conmemorar la victoria. La paz que terminó con la guerra de sucesión de Castilla, se firmó en Alcafovas en septiembre de 1479, tratado que se llamó de «las Tercerías de Moura» porque varios castillos quedaron en garantía de su cumplimiento, verdadera reminiscencia medieval. Se abre entonces un período de amistad entre los reinos peninsulares. Y Juana la Beltraneja,

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a la que se llamaba «la excelente señora», que rondaba los quince años y firmaba «Yo, la Reina», vivió desde entonces al margen de la gran política peninsular. Murió en 1530. Su viejo prometido, Alfonso V de Portugal, había muerto cincuenta años antes. *** Decía en mi obra Así se hizo España que la toma de Granada era una necesidad histórica, algo más que una campaña y una conquista. Los Reyes Católicos lo sabían; era el remate al gran viaje de siglos en el viejo solar hispano. Una vez ordenada la casa y hecha la paz con Portugal, el objetivo de los reinos españoles no podía ser otro que culminar la Reconquista. Fernando III el Santo y sus sucesores cometieron el error de permitir que se consolidase un reino musulmán en una de las zonas más abruptas de la península cuando, conquistada Sevilla y la puerta de Europa, había sido fácil la total recuperación de la España perdida. Las parias tuvieron en gran parte la culpa, así como las ayudas que llegaron al reino nazarí de Granada desde el norte de África, a pesar del dominio del mar que tenían las flotas castellana y catalana unidas en esta empresa. En un principio, la campaña dirigida por los Reyes Católicos tuvo el carácter medieval de una guerra de fronteras, posiciones móviles, hazañas de las huestes nobiliarias andaluzas y sin un plan estratégico preconcebido. Talas y cabalgadas en territorio enemigo, episodios caballerescos que han inspirado a tantos autores españoles y extranjeros. El rey Fernando comprendió que había que hacer la guerra de otra manera. Por ello se dispone a organizar un ejército semipermanente, parques de artillería en Medina del Campo, Fuenterrabía y Madrid, servicios de intendencia y sanidad e ingenieros, etc... Acababan de sufrir un grave contratiempo los cristianos, la derrota de una correría de las gentes del marqués de Cádiz en las anfructuosidades de la Ajarquia, más de 1.000 muertos y de 800 prisioneros. Don Fernando va a tomar desde entonces, 1483, la dirección de la guerra para evitar tales desastres, «sin prisa pero sin pausa» en sucesivas campañas anuales. Reinaba en Granada el sultán Muley Hacen. Había entre él, su mujer Aixa la Horra, sus hijos Boabdil y Yusuf y su hermano Abu Abd Allah, llamado el Zagal, continuas divisiones internas. El ejército cristiano se aprovechó para tomar Lucena, batalla en la que murió el valiente moro Aliatar. Muley Hacen muere en Almuñécar y es enterrado en la cumbre de Sierra Nevada a la que da nombre. En sucesivas campañas, 1483, 84 y 85, se conquistan Coin, Cártama, Alhaurín, Ronda y Marbella. El Papa concede al rey Fernando las condiciones y la ayuda de cruzada: es el sentido «divinal» de la guerra, que decía Sánchez Albornoz. Las tropas se reúnen en Córdoba: más de 40.000 ballesteros, 10.000 jinetes, muchos miles de peones y auxiliares, más de 100.000 en total, 6.000 zapadores y 60.000 bestias de carga, enorme material, poderosa artillería... parece imposible tal esfuerzo de organización. Por primera vez aparece citado en las crónicas por Hernán Pérez del Pulgar el caballero de Montilla Gonzalo Fernández de Córdoba, herido en el brillante episodio bélico de la conquista de Loja, «flor entre espinas», como la llaman los romances.

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En la campaña de 1487 participan 70.000 aragoneses, catalanes, valencianos y sicilianos al mando del maestre de Montesa y del gobernador de Cataluña. Caen VélezMálaga y Málaga. Dos años después Huéscar y Baza. El carácter de esta guerra resulta desesperante. La reina Isabel tiene que recurrir a empeñar sus joyas a los judíos de Barcelona y Valencia. La Hacienda, por entonces, no contaba con ingresos suficientes para mantener tanta campaña, y concretamente para montar los magníficos servicios de intendencia y sanidad, de los que se ocupaba personalmente la reina. En 1490 caen Almería, Guadix, Salobreña y Almuñécar, y meses después don Fernando toma el mando directo de los ejércitos en el momento decisivo para forzar la capitulación de la capital, florón de la Corona que los Reyes Católicos vienen representando por las bolas de piedra, las granadas, que adornan toda su arquitectura. Hernando de Zafra, secretario real, entra en la ciudad para preparar la rendición. Ofrece dejar salir libremente a los moros, conservar sus mezquitas, ser juzgados por sus leyes, seguir hablando su lengua y vivir según sus costumbres. A Boabdil se le deja un pequeño reino simbólico en la Alpujarrra. La entrega de las llaves de la ciudad anhelada tiene lugar el 2 de enero de 1492. Las campanas de la Torre de la Vela suenan al unísono de las de Roma. Todo Occidente celebra una gran victoria que compensa la pérdida de Constantinopla, ocupada por los turcos cuarenta y nueve años antes. Todavía no han pasado veinte años desde que una princesa sin corte y sin corona buscara refugio de castillo en castillo en un reino en plena crisis, y de que un príncipe aragonés tuviera que atravesar las tierras de Aragón a Castilla, disfrazado de mozo de un mercader, en pos de su princesa. Ahora en Granada son ya los reyes más poderosos de Europa y su diplomacia y sus ejércitos van pronto a demostrarlo. Las guerras de Italia Me permitirá el joven lector, o el no tan joven, una también juvenil exaltación al recordar aquí a algún excepcional personaje, en este caso don Gonzalo Fernández de Córdoba, como en otros lo pueden ser donjuán de Austria y Hernán Cortés. Al protagonismo de los reyes, esencial a lo largo de la Edad Media, sigue o acompaña en momentos estelares de nuestra historia el de algunos grandes hombres que han dejado inmortal memoria. En las llamadas guerras de Italia durante el reinado de los Reyes Católicos, estos ceden el primer plano al Gran Capitán, al que las historias llamarán también «El caballero de la Reina» por ser el mozo castellano que desde su primera juventud gozó de las preferencias de doña Isabel, aparte de por su galanura personal, su apostura y valor, por sus excepcionales calidades políticas y militares, siempre al servicio leal de la Corona. Así lo comprendió perfectamente el talento de don Fernando, que le confió mandos y misiones importantísimas; y si más adelante llegó a sentir celos del Gran Capitán no fue por su admirativa relación recíproca con la Reina, sino porque don Gonzalo había adquirido tal fama en Italia, era tal su prestigio en toda Europa y era tan brillante el

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esplendor de que rodeaba sus actos y su persona, que a un rey como Fernando el Católico le costaba mucho soportar que un súbdito, por grande que fuera, pudiera hacerle sombra. Aparte de que los monarcas, al menos en nuestra patria, no suelen ser muy agradecidos con las personas que más esclarecidos servicios les han prestado. No había más que recordar a los tres antes citados. La política internacional de Aragón se impuso a la de Castilla, que tradicionalmente había sido la aliada de Francia. Ello se debió a los éxitos de la diplomacia de don Fernando apoyada por los ejércitos de los dos reinos, y el sistema se convirtió en la norma de la política exterior española durante dos siglos, hasta el final de la Casa de Austria en nuestro país, lo que nos costó, entre otras cosas, Gibraltar. El genio político del monarca supo ir venciendo los problemas con Portugal a base de enlaces matrimoniales y de una sensata distribución de misiones oceánicas, unidas a un oportuno acercamiento a Inglaterra, no tan acertado en cuanto a los asuntos personales. Isabel, por su parte, siempre insistiría en lo indeclinable de nuestra preferente dedicación a las Indias recién descubiertas y a la continuación de la expansión en África, considerada como el complemento de la Reconquista, siempre con un espíritu evangelizados Esa implícita adjudicación de la política exterior a don Fernando nos implicó a fondo en Europa, de la que habíamos estado al margen en algunos aspectos políticos, no en los temas culturales y en las relaciones reales y personales. Los objetivos hispánicos se hicieron esencialmente catalanes, es decir, mediterráneos e itálicos, con nombres concretos como los de Sicilia, Cerdeña, Nápoles, el Rosellón, la Cerdaña y la expansión comercial y marítima hacia las costas africanas y hacia Oriente. Líneas de acción que inevitablemente nos harían chocar con la casa francesa de Anjou, que tenía muy parecidos intereses. Así, la política de don Fernando se enfrenta enseguida con Carlos VIII de Francia, hijo de Luis XI. Era el nuevo monarca francés «un tanto locoide con manía de grandeza y, para hacerle más peligroso, riquísimo y aventurero». Añádase a lo anterior, las relaciones siempre tirantes francoespañolas por las cuestiones pirenaicas, de gran trascendencia en la política occidental. No olvidemos el asunto clave de Navarra, siempre latente. El duque de Milán, Ludovico el Moro, facilitó el paso de los franceses, incitándoles a continuar hacia Roma para combatir a Fernando V (numeral de Castilla que llevará ya en la historia, no Fernando II, que lo era de Aragón), amenazador desde Sicilia, de donde era rey desde muy joven. El rey de España prepara su ejército con presteza en la frontera pirenaica y sitúa la flota de Bernat de Vilamarí frente a Colliure, lo que le permite, junto a doña Isabel, entrar en Perpiñán fácilmente. Barcelona vibró de entusiasmo unida a sus reyes «por el gran triunfo histórico». Carlos VIII creyó que con esa conquista don Fernando se conformaría, por lo que continuó su avance en Italia con su deslumbradora caballería, acompañado por los duques de Milán y de Ferrara, más los Orsini, los Savelli y los Colonnas. El Papa

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Alejandro VI, Borgia, español, tiene que encerrarse en el castillo de Sant’Angelo, mientras Carlos VIII continúa hacia Nápoles. El rey Fernando reacciona prestamente con una doble acción, diplomática y militar. Se alia con Venecia, con el Papa y con el Regente de Milán. Y pone en marcha una de las más brillantes campañas militares de nuestra historia, de la que vendrá una hegemonía política de casi dos siglos. Parten para Italia la flota de Galcerán de Requesens y los ejércitos de Gonzalo de Córdoba. Era éste un segundón de la casa de Aguilar, nacido en Montilla en 1453 Tiene cuarenta y dos años, va a llenar una época con sus hechos gloriosos y va a ganar fama de recto, inteligente, valiente, leal e irreductible. Desde joven siguió a la reina Isabel, princesa perseguida y trashumante. Ya destacó en la batalla de Albuera y fue herido en Loja. Destacó en las campañas de Granada y supo coordinar como nadie la acción de la artillería y de la infantería. En Italia lo primero que hace es ocupar la Calabria, tierra abrupta como las sierras granadinas. Sufre un contratiempo en Seminara debido a que la retirada inesperada de las tropas del rey de Nápoles le deja sus flancos al descubierto. Pero no tarda en vencer en Atella a su anterior vencedor, D’Aubigny, y entonces empieza a ser llamado el Gran Capitán. Poco después Gonzalo recibe del Papa la Rosa de Oro, la más alta condecoración pontifica, al haber liberado a Roma del terrible sitio al que tenía sometida a la Ciudad Eterna, desde Ostia, el aventurero vascogascón Menoldo Guerri, al servicio de Francia1. El Gran Capitán entraba en la urbe entre aclamaciones y arcos de triunfo, como un César vencedor (1497). Reinaba en Nápoles, muy en precario, Fadrique II, ya que por el Tratado de Granada del año 1500, Luis XII y Fernando V habían acordado repartirse su reinado: Luis sería rey de Nápoles, y Fernando, duque de Apulia y de la Calabria. En el tratado faltaba buena fe por ambas partes. Quedaba además por aclarar de qué parte quedaban las comarcas de la Basilicata, la Capitanata y el Principado. En el fondo lo que se jugaba entre los Trastámara y los Anjou, entre España y Francia, era la supremacía en Italia y en el Mediterráneo. Fernando V prepara en Málaga una armada y un ejército muy poderosos. El pretexto es ir a atacar al turco. De camino, conquista las Gelves, Corfú, Zante y Cefalonia. Esta última isla la cede a los venecianos, que se han unido a sus fuerzas. Del lado francés se pone al frente de un gran ejército a un joven y valeroso general, el duque de Nemours, con el general d’Aubigny y César Borgia a su lado; César, hijo del Papa Alejandro VI, ha recibido de los franceses el título de duque de Valentinois. El Gran Capitán ataca desde Calabria y ocupa Tarento en 1502. Después vence en la batalla de Barletta, con la ayuda naval del almirante vasco Lazcano en Otranto. Luego viene la serie grandiosa de victorias de Gonzalo de Córdoba: Ceriñola, Garellano y Gaeta. En Ceriñola muere el generalísimo francés Nemours. También vence a los franceses en Seminara. El vencedor es Luis de Andrade. El Gran Capitán, «un verdadero elegido de los dioses», entra triunfador en Nápoles en mayo de 1503.

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Luis XII, derrotado en Italia, pretende atacar por los Pirineos. Navarra resiste, ayudada por Castilla, y Fernando V acude al Rosellón y rechaza el ataque. Los sucesivos jefes del ejército francés en el Sur de Italia, el mariscal de la Trémouille, el marqués de Mantua, Francesco Gonzaga y el marqués de Saluzzo, habían sido derrotados por Gonzalo de Córdoba, que ha revolucionado el arte militar con una nueva estrategia y utilización de medios. No es sólo el vencedor que ha causado al enemigo más de 4.000 muertos, millares de prisioneros y se ha apoderado de parques de artillería, banderas, equipos enormes y costosísimos; es además admirado por su generosidad, señorío, valor personal y hasta por el esplendor que le rodea. Esto último, es lo que más molesta a don Fernando, que tanto debe a Gonzalo, su excesivo lujo, el reparto que hace entre los barones italianos que le han ayudado, de tierras conquistadas para la Corona, su prodigalidad y sus gastos, los de la famosa historia de «las cuentas del Gran Capitán». Era una pura anécdota, pero a la fuerza tenía que chocar el estilo avariento del formidable monarca que fue don Fernando, con el espléndido vencedor de Ceriñola. Los dos, al frente de la galería de los más soberbios personajes de nuestra historia. *** Política matrimonial de los Reyes Católicos Ya hemos ido viendo a lo largo de la Edad Media la importancia de la política matrimonial de los reinos occidentales, todos ellos monarquías absolutas. Muchas veces más pacífica y más beneficiosa que varias batallas2. Otras, no tanto. Los Reyes Católicos fueron decididos partidarios de una política de bodas para sus hijos que contribuyeran a las alianzas y buenas relaciones con otras potencias. Casi siempre enfocadas a crear las bases para la unidad peninsular y para cercar a Francia, tradicional enemiga de Aragón y Cataluña. Ya hemos visto cómo la táctica internacional de don Fernando se impuso a la vieja amistad castellanofrancesa. Para lograr esos enlaces se empleó a fondo la diplomacia española logrando sus objetivos, las bodas, si bien éstas, por desgracia, no fueron ni mucho menos afortunadas3. En 1497 se celebraron las bodas de la infanta primogénita Isabel con el rey don Manuel de Portugal, y las de los infantes donjuán y doña Juana con Margarita (Margot) y Felipe, hijos de Maximiliano, emperador de Alemania. El heredero del trono de España debía ser el príncipe donjuán, la gran ilusión de sus padres y de todo el país. Su muerte en plena juventud dicen las crónicas que se debió a excesos amorosos, «a que había usado en exceso de su cuerpo». Era una gran frustración, teniendo en cuenta que las leyes aragonesas no admitían la sucesión femenina y que los Reyes Católicos sólo tenían hijas. Margot, la joven viuda, poco después dio a luz un hijo muerto, y regresó a Flandes, donde más adelante se dedicó a la educación de su sobrino, el futuro Carlos I de España. Desgraciado fue también el matrimonio de la infanta Catalina con el príncipe Arturo de Inglaterra. Parece que era la hija favorita del rey Fernando. Además, reforzar

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la amistad con los ingleses era uno de los objetivos preferentes de la política fernandina para cerrar el cerco de Francia. Pero murió Arturo, Catalina contrajo nupcias con el nuevo rey, Enrique VIII, y es de todos conocida la mala vida que él le dio: aislada, encerrada, repudiada y reemplazada en el lecho conyugal por Ana Bolena y sucesivas amantes del monarca «Barba Azul». Origen tal fracaso de otro mucho más grave, la separación de Inglaterra de la Iglesia Católica. A la muerte del príncipe don Juan, la infanta Isabel, hermana mayor, y su esposo, don Manuel de Portugal, son jurados herederos del trono de Castilla (1498) y también, venciendo ciertas dificultades, de la Corona aragonesa. Surge una nueva gran esperanza en el corazón de los Reyes Católicos: la infanta Isabel da a luz un niño sano, Miguel, el nieto anhelado. Y nace en Zaragoza para mayor símbolo de la unión. Tristemente, era un mal de la época, la madre muere en el sobreparto, pero queda la gran ilusión del infantito, que es reconocido como heredero de los tres grandes reinos peninsulares, Castilla, Aragón y Portugal, que no tardaría en completarse con la vuelta de Navarra a la Corona española. Un sueño de siglos cuando alboreaba el siglo XVI. La reina Isabel se lleva al príncipe Miguel a Granada, donde le cuida con amor maternal y con su clara idea de que es el heredero más importante de nuestra historia. El 20 de julio del año 1500, todo el gran proyecto ibérico se viene abajo con la muerte del príncipe. La desgracia persigue a la sucesión de los Reyes Católicos, que ahora toma otros rumbos. Pocos meses antes de morir Miguel, ha nacido en Gante su primo hermano, Carlos, duque de Luxemburgo, que nos vinculará a ese Flandes, gloria y dolor de España, y a todos los problemas políticos y religiosos de Europa. El matrimonio de Juana con Felipe el Hermoso no va a traer a España, en conjunto, más que nuevas y muy graves desgracias. Ella se ha convertido en la heredera de los reinos españoles, pero su salud mental, en parte por herencia, en parte por el mal trato de su esposo, es una calamidad que se ha manifestado ya en varias ocasiones con lamentables escenas aún en vida de su madre, la Reina Católica. Él, Felipe, es un fementido personaje, que se entrega políticamente a Francia y hace todo el daño que puede a su suegro, el rey don Fernando. Son temas tan arduos y complicados que no pueden resumirse aquí en unas líneas. Yo aconsejaría al joven lector, y al no tan joven, que conozca las distintas versiones, según los libros sobre tan interesante etapa que se citan en la bibliografía. En el capítulo siguiente volveremos sobre el tema, ya que sus consecuencias se prolongarán en los trascendentales años que van de la muerte de Isabel la Católica a la de su esposo, el extraordinario monarca que fue don Fernando. 1 Sobre todos estos episodios y la vida del Gran Capitán, véase mi biografía de dicho título El Gran Capitán (Madrid, Espasa Calpe, 1998). 2 Isabel y Fernando se adelantaron al famoso lema de la Casa de Austria: «Tu, felix Austria, nube, bella ferant allii» (o viceversa). Es decir, «Hagan otros la guerra. Tú, feliz Austria, cásate».

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Para este tema y todo lo relacionado con estos capítulos, véase mi biografía de los Reyes Católicos, antes citada.

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XVIII EL TESTAMENTO DE LA REINA. LA REGENCIA DE DON FERNANDO

Los cronistas dicen que la Reina estaba enferma de alma y cuerpo desde 1502. Las muertes de su hijo Juan y de su nieto Miguel, las dos esperanzas de España; la de su hija Isabel y las ausencias de María, reina de Portugal, y de la desgraciada Catalina, reina de Inglaterra; los trastornos mentales de Juana, que se volvían contra ella y su ausencia en Flandes, más la incalificable conducta de su yerno Felipe el Hermoso... Y los frecuentes viajes de don Fernando por motivos políticos y militares, quién sabe si además alguna aventura «non sancta»... La Reina firma su testamento el 12 de octubre de 1504, justo a los doce años del descubrimiento de América. El 23 de noviembre añade el famoso Codicilo. No es que personalice la historia. Es que la vida y la política de los pueblos de Europa siguen girando en torno a sus grandes protagonistas. A Isabel le preocupaba extraordinariamente que sus reinos pasaran a ser gobernados por una hija mentalmente enferma con un marido del que no se podía fiar. Sí confiaba en el talento y el patriotismo del hombre maduro y experto, el rey patriota, el maestro de política con el que había compartido el gobierno de los reinos durante más de treinta años. Confía en que él sabrá cubrir la Regencia hasta que su nieto Carlos alcance la edad para reinar. Habría preferido a su otro nieto Fernando, hermano mayor de Carlos, muy castellano, nacido en España, no en Gante, y de muy buenas cualidades... pero lo esencial era respetar el orden sucesorio. Así, declara heredera a Juana, y si ésta se halla ausente o enferma, deberá gobernar y administrar los reinos su padre don Fernando, hasta que Carlos, que tiene cuatro años, llegue a los veinte. Parece que la reina intuye los problemas que se pueden producir. Entre otras precauciones advierte que no se deben dar oficios o cargos a extranjeros. No se cumplió su advertencia y así vino la Guerra de las Comunidades, como pronto veremos. En el Codicilo la Reina pone especial énfasis al marcar reglas concretas para la protección de los naturales de los territorios descubiertos en Ultramar, prueba de su espíritu cristiano y profunda fe evangelizadora, admirable ejemplo para tantos defensores de los derechos humanos, que hoy proliferan, no siempre con espíritu altruista... Al fallecer Isabel I en Medina del Campo, la Historia de España se pone de luto. ***

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Fernando el Católico renunció al título de rey de Castilla desde el mismo día en que murió la reina, y alzó pendones en Medina del Campo por los reyes doña Juana y don Felipe1. Este príncipe flamenco estaba en Flandes, lejos de España, pero aun más lejos mentalmente que geográficamente. Vivía en su tierra, ya casado, «de vanquete en vanquete y de dama en dama», como informaba el embajador Fuensalida. Sin embargo, los nobles españoles se iban poniendo de su lado frente a don Fernando. Pensaban que iba a ser más fácil influirle, que les dejaría recuperar su an tiguo poder territorial, y no ser gobernados por el firme e irreductible rey viudo. Fieles a don Fernando seguían el arzobispo de Toledo, Ximénez de Cisneros, el duque de Alba, el obispo Fonseca, el conde de Cifuentes y los embajadores Fuensalida y Figueroa. En cambio, en contra «rugían y afilaban sus dientes como jabalíes furiosos» el señor de Belmonte, donjuán Manuel, hombre de confianza de Felipe y embajador en Alemania, el conde de Benavente, el marqués de Villena, el duque de Alburquerque... Era como volver a los tiempos de Enrique IV. Las Cortes de Toro en enero de 1505 confirman la regencia de don Fernando, mientras que su yerno Felipe concierta contra él a Luis XII de Francia y a Maximiliano de Alemania en los Acuerdos de Haguenau. El gran rey aragonés reacciona inmediatamente y convence al monarca francés de que su amistad le conviene más que la alemana, el Imperio, que amenaza a Francia con sus dos grandes enclaves de Flandes y Borgoña. Es ese Fernando, atacado y casi aislado por las maniobras de Felipe el Hermoso, y con gran parte de la nobleza contra él, el que a la defensiva, firma un 12 de octubre, fecha clave en la Historia, el segundo Tratado de Blois en el que se acuerda la boda del rey Fernando con Germana de Foix, sobrina favorita de Luis XII. «Golpe maestro de diplomacia, de una diplomacia sin escrúpulos tal vez, pero que salva la situación, el cerco sobre Aragón, y cae como un mazazo sobre Felipe el Hermoso.» En cambio esa boda va a ser una grave amenaza para la unión de Castilla con Aragón, el gran designio de Juan II y el admirable logro de los Reyes Católicos; la posible sucesión no era ningún disparate ya que don Fernando tenía cincuenta y cuatro años y Germana dieciocho. Analizar esta nueva situación, comprender o no la decisión del rey de Aragón, suponer sus planes de futuro, es ardua cuestión a la que han dado vueltas y más vueltas los historiadores. No puedo extenderme aquí comentando los pros y los contras, poniéndonos en el momento y las circunstancias en que obró don Fernando. Me remito una vez más a mi obra Así se hizo España y a la biografía del gran rey que publiqué en 19952. Aquí debemos atenernos a los hechos e ir viendo lo que ocurrió a partir de la tan discutida boda. Lo que es cierto es que don Fernando «puso alma y vida en sus últimos años para abrir cauce y facilitar el próximo reinado de su nieto, que sería Carlos I», si bien su boda con Germana le enajenó las simpatías castellanas e inclinó la opinión popular y nobiliaria en favor de don Felipe, que en unión de doña Juana, la reina, llegó a La Coruña con una poderosa flota y un nutrido ejército de 9000 hombres.

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Flay varios encuentros entre suegro y yerno, en condiciones muy desventajosas para Fernando en cuanto apoyo, fuerza y medios. Sólo el duque de Alba y el Conde de Cifuentes le acompañan. Las entrevistas tienen lugar en Puebla de Sanabria, en Villafáfila y en Renedo (Valladolid). Floras tristes para el rey de Aragón. Es Felipe el Flermoso el que propone que la reina sea recluida, dado su estado mental. Él, lo que quiere es reinar solo, sin interferencias. A partir de entonces son tantos sus errores, abusos, y disparatadas medidas de gobierno, que la nobleza le va abandonando y el pueblo empieza a considerarle un extranjero usurpador. La muerte vino a imponer su juicio inexorable. Don Felipe, «en plena aunque disoluta juventud, murió a fines de 1506, cuando tenía veintiocho años». Todos los médicos, incluso los suyos personales, certificaron con toda clase de garantías, autopsias, análisis, que había fallecido de enfermedad, fiebres en un organismo debilitado. Parece, pues, que no hubo «bocado», como se llamaba por entonces a los oportunos envenenamientos. Y aquella muerte no pudo ser más oportuna. Se había formado un Consejo de Regencia presidido por Cisneros, arzobispo de Toledo, por el Almirante de Castilla y los duques de Nájera y del Infantado. Ellos acuerdan avisar a don Fernando, que navegaba hacia Italia, para que regrese con urgencia. Excuso decir la preocupación, el miedo más bien, de los nobles que habían tomado el partido de Felipe el Hermoso. Esperaban duras represalias si volvía el temido Fernando: «Si pudieran sacar al demonio del infierno para juntarse contra su Alteza, lo harían», decía el duque de Alba. Don Fernando se lo toma con calma. Su sagacidad y su realismo le aconsejan consolidar su posición internacional antes de regresar. Se entrevista en Savona con Luis XII. Asiste al encuentro con todos los honores, a la altura de los reyes, el personaje más prestigioso de Europa por aquellos días, el Gran Capitán, castellano leal siempre a don Fernando como lo fue a su dama, la Reina Isabel3. Después, el rey entra triunfalmente en Nápoles confirmando así su soberanía en el reino que se llamaría «de las Dos Sicilias». Va con doña Germana, pero a quien hace que juren fidelidad los napolitanos es a doña Juana y a su hijo don Carlos, no a la reina Germana. Esa pobre doña Juana, reina de España, peregrina con su fúnebre cortejo llevando al «Hermoso» en pleno invierno por tierras de Castilla, «de pueblo en aldea, de iglesia en convento, loca de amor, de pena y de celos». Vuelve Fernando el Católico como Regente. Somete a los nobles todavía reticentes. No admite adversarios en los reinos que gobierna. Prefiere la persuasión, pero si es preciso, recurre a la fuerza. Así reduce al duque de Medina Sidonia, que ha pretendido ocupar para sí Gibraltar. Y aplasta las rebeliones de Montilla y de Niebla. En las Cortes de Madrid jura como gobernador y tutor de los reinos, y saca otra vez unidos a Castilla y Aragón para su nieto Carlos I, para su reino unificado, que es lo español, sin necesidad de águilas imperiales. Más adelante, en 1508, don Fernando firma con Francia y el Emperador Maximiliano la Liga de Cambray contra Venecia y con ayuda del Papa Julio II, pero poco después,

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al apoyar Luis XII el Cisma de Pisa, rompe con Francia, reafirmando la fidelidad española a la Sede de Pedro. Mientras, la infantería española, vencedora de los aliados en la batalla de Ravena, consolida su prestigio como la primera fuerza militar de Europa. *** Política de expansión en Africa Isabel la Católica había encomendado a sus sucesores que dedicaran el mayor interés a la expansión africana, algo así como continuar la Reconquista y siempre por razones espirituales. El rey Fernando, por motivos más pragmáticos, coincidía con su esposa. Quería seguir la política aragonesa de dominar las dos orillas del Mediterráneo occidental para proteger sus reinos fuera de la Península Ibérica y para dominar el comercio hacia Oriente, amenazado por los piratas berberiscos. Desde la prehistoria la espalda de España está en el Magreb, por lo que merece una atención muy especial. Ya desde 1497 Pedro de Estopiñán había ocupado casi sin resistencia la plaza de Melilla, auténtica «res nullius», cuando faltaban muchos años para que existiera el reino de Marruecos. El rey don Fernando, de acuerdo con Cisneros, promueve la conquista de Mazalquivir y la penetración del Alcaide de los Donceles hacia el interior, camino de Tremecén, y después se emprende la campaña de Orán con una gran flota (10 galeras y 80 naves menores) con un ejército a bordo (2.000 jinetes y 10.000 infantes). Con ello, Pedro Navarro toma Bugía, y poco después Argel. Pasa a mandar la expedición don García de Toledo, hijo del duque de Alba. Se conquista Trípoli el día de Santiago de 1510, pero después, en las costas de Túnez se sufre la grave derrota de los Gelves, muriendo don García en el combate. Otra cosa había ocurrido de continuar al frente Pedro Navarro, y sobre todo si se hubiera encomendado el mando de la expedición al Gran Capitán, como él había pedido. Mando que no obtuvo por los celos del rey, a los que ya me he referido. Así acaba durante el reinado de don Fernando la expansión en África, que tratará de continuar su nieto Carlos I. Bien habría querido el gran monarca Trastámara continuar la campaña en el Magreb, incluso con el sueño de llegar a Egipto y Jerusalén. Se dirige a Sevilla para preparar una gran armada contra el turco. De camino, después de entretenerse en cazar garzas, cae enfermo más allá de Guadalupe, en un lugar extremeño, Madrigalejo, pequeño Madrigal, la cuna de Isabel en tierras de Ávila, paradoja de la Flistoria. El rey, gravemente enfermo, aún tiene tiempo para escribir a su nieto Carlos designándole gobernador general de Aragón, reino del que ya es soberana su madre Juana la Loca, que precisamente por su singular locura no puede desempeñar esa soberanía. Doña Germana, políticamente nada representaba para él. En espera de la llegada de don Carlos desde Flandes, don Fernando designa gobernador general de Castilla al cardenal Cisneros, y de Aragón al arzobispo de Zaragoza don Alonso, su hijo natural. Es cosa, esta última, que hoy nos parece absurda, que los reyes, como don Fernando, hagan que el Papa nombre arzobispos a sus reales vástagos naturales. Claro es que algunos Papas hacían lo mismo con los suyos.

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Muere el formidable protagonista de la historia, Fernando V, rey de España, en Madrigalejo el 21 de enero de 1516. Faltaban cuatro años para que el futuro César Carlos estuviera en edad de reinar. Posiblemente la Historia de España habría sido distinta si el mozo de Flandes hubiese podido durante unos años convivir y recibir la lección de su abuelo. «Porque de lo que no cabe duda es de que entre el muchacho de Gante, hijo de Felipe el Hermoso, y el monarca de las guerras de Granada y de Italia, del descubrimiento de América, de la incorporación de Navarra y de la expansión en África, el político por excelencia, el hijo de Juan II, Trastámara, infante de Aragón, había un abismo que sólo llenaría para el César la amarga experiencia de los años, de los triunfos y de los fracasos. Así, cuando bajo su majestad resplandezca un día el sol del Imperio, tendrá que recordar a Sus Altezas, a Isabel y Fernando, que le dieron a España como obra nueva con historia de siglos, tan sólida, tan bien hecha, que a pesar de las luces y sombras, los avatares de medio milenio y de nuestras propias debilidades, aún está ahí, como ellos nos la dejaron.» (Así se hizo España). *** Navarra vuelve a España Navarra, que había sido tal vez el primer reino impulsor de la Reconquista en la Edad Media, se quedó pronto sin frontera con el moro, es decir, sin posibilidades de expansión al verse rodeada por los tres grandes reinos, Castilla, Aragón y Francia. Su tarea en este sentido termina en el siglo XI con Sancho el Mayor, verdadero padre de España. El destino de Navarra a lo largo de bodas y sucesiones se acaba vinculando a intereses franceses, las casas de Evreux, Valois, Foix y Albret, de modo que se convierte en un reino español vinculado a otro país, rindiendo vasallaje a un rey extranjero. Al llegar los años de Regencia de Fernando el Católico, estaban enfrentadas las gentes de la montaña con las del llano, agramonteses y beamonteses. El heredero del trono navarro era un sobrino de don Fernando, Francisco de Foix (llamado Francisco Febo en España), y el gran regente trató de ayudarle ya que Castilla ejercía un verdadero protectorado sobre Navarra por el Tratado de Tudela (1476). Los nuevos reyes navarros, Catalina, hermana de Francisco Febo, y su marido Juan de Albret, se comprometen a cerrar la frontera con Francia si ésta entra en guerra con España. Don Fernando cuenta con la lealtad entusiasta y activa de los guipuzcoanos, lo que le permite disponer de los puertos de la costa, dejando a Navarra sin comunicación por mar. También el pueblo navarro está a su favor y sin la menor inclinación por los franceses. Además, con la colaboración de su yerno, Enrique VIII de Inglaterra, está en condiciones de abrir un nuevo frente en el suroeste francés desde Fuenterrabía. Interiormente, le ayudan los bea monteses, de modo que así puede presentarse en Navarra como un liberador, y no como un invasor. Desde Salvatierra de Ávila envía un poderoso ejército de 15.000 hombres y un gran tren de artillería al mando del duque de Alba, que penetra en tierras navarras y

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avanza sin resistencia hasta Pamplona, que se rinde en tres días, y dos semanas después se acaba la guerra. Otra cosa hubiera sido de no estar el pueblo navarro de su parte. Los franceses contraatacan con lo mejor de su ejército. No hay más que ver quiénes eran sus jefes: el propio Delfín, De Lautrec y el rey francés de Navarra, Juan de Albret. Llegan a Pamplona, pero ahora la ciudad sí que resiste. Al llegar refuerzos españoles enviados por el Arzobispo de Zaragoza, hijo de don Fernando, al mando de Sancho de Villalba, los franceses retroceden y las tropas españolas pasan los Pirineos y ocupan San Juan de Pie de Puerto. El rey Fernando da cuenta a las Cortes en Burgos de la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla. Es como un homenaje al recuerdo de Isabel y a la gran ayuda que le prestó Castilla para conquistar y conservar los reinos de la Corona de Aragón en Italia y en las islas, recuerdo también de los grandes servicios del Gran Capitán. Además, le ofrece más garantías de unión Castilla como núcleo generador del nuevo Estado, con mayor fuerza de adhesión, el reino más poblado y más rico de la península. Esta preferencia de Castilla sobre su reino de Aragón fue una decisión de don Fernando profundamente meditada, trabajada y deseada. En su mente, siempre su nieto Carlos y el propósito de dejarle todos los reinos hispánicos unidos bajo su Corona4. 1 Resulta extraño que a Felipe el Hermoso se le incluya en la lista de reyes españoles como Felipe I, cuando la reina era su mujer doña Juana I, que era la auténtica soberana. Claro es que lo mismo se hace con Fernando II de Aragón, al que se llama Fernando V. Claro es también que ni Fernando ni Isabel se titularon Reyes de España. El primer rey de España fue una Reina, doña Juana. 2 Yo, Fernando el Católico (Ed. Planeta, Barcelona, 1995). 3 Estaban también presentes los dos grandes señores franceses vencidos por don Gonzalo, D’Aubigny y La Palisse. Los reyes se deshicieron en elogios al Gran Capitán. Fue para éste el día más feliz de su vida. 4 «Una importante medida política de Fernando fue mantener las instituciones peculiares del reino navarro después de su reincorporación al Reino de España, instituciones que perduran y que han dado continuidad y personalidad impar a su españolismo. No cabe duda que los Reyes Católicos quieren mantener un cierto federalismo institucional bajo la Corona, pues bien fácil les hubiese sido unificar las Cortes de todos sus reinos y centralizar el gobierno. Lo que sólo hicieron en lo imprescindible para asegurar la hegemonía española en Europa y para evitar la vuelta a las banderías y a los feudalismos» (De una nota de Así se hizo España). Otra cosa son las tergiversaciones históricas de los ridículos nacionalismos separatistas de hoy.

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XIX EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA

El descubrimiento de América es un acontecimiento de tan extraordinaria dimensión en la Historia de la Humanidad, que aun siendo una epopeya totalmente española, se convierte en un hecho de trascendencia universal. Es el momento cumbre en la transición de la Edad Media a la Edad Moderna. Figuraos un mundo que acababa en las costas occidentales de Europa, y más allá sólo el agua del mar y el misterio hacia el abismo. Y de pronto, en pocos años, por obra de los españoles, el globo terráqueo pasa a ser lo que ahora conocemos, y dos partes de la humanidad que no se conocían desde la noche de los tiempos, se ponen en contacto, y a través del amor y de la guerra se convierten en un todo homogéneo dentro de las diferencias de climas, razas y geografías dislocadas. Ese colosal descubrimiento va a marcar, en muchos sentidos, el destino de España, hacia dentro y en la Historia Universal. Tan grande acontecimiento hay que situarlo en el contexto de la época y del reinado, porque los protagonistas fueron los últimos Trastámara, los Reyes Católicos, y Cristóbal Colón. El que el honor de «la más alta ocasión que vieron los siglos» correspondiera a España no fue fruto del azar sino de una serie de circunstancias que concurrían en los pueblos de la Península Ibérica. Decía Eugenio D’ors en bella frase: «no se puede tener impunemente un palco proscenio en el gran teatro del misterio». España y Portugal estaban predestinadas por su posición geográfica, por sus marinas, por sus cartógrafos, por su espíritu de conquista, por su vocación de ir por esos pueblos de Dios, con la herencia de siglos de cruzada y necesidad de pueblos pobres en lo material. Los Reyes Católicos recogieron todos esos factores para patrocinar un viaje disparatado en principio, que había sido rechazado en todas las Cortes a las que peregrinó Colón en busca de ayuda para la aventura. Nunca pensó en el descubrimiento de un nuevo mundo. Sólo en encontrar un camino desconocido hacia las Indias, en competencia con los portugueses y en pos de las especias. Cipango, Catay, el Gran Khan... bellos nombres para la gran fantasía. Nadie pensó en ese mundo nuevo, ni los teólogos de Salamanca ni los frailes astrónomos de la Rábida, pero Colón, gran embaucador, les fue convenciendo a todos. No es cosa en esta breve historia que estoy escribiendo para los jóvenes españoles del siglo XXI especialmente, el entrar en detalles de una epopeya, descubrimiento, conquista

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y colonización, tan conocida hasta por los más ignaros, y que ha merecido y merece miles de páginas de relatos y de interpretaciones, muchas veces polémicas. Me limitaré a lo esencial, para reavivar el recuerdo, aclarar algunos conceptos y ¿por qué no?, despertar en vosotros un cierto orgullo patrio. «Lo importante, con serlo mucho, no fue el ir. Lo trascendental de verdad fue el volver y contarlo. Y lo maravilloso, lo sobrehumano, fue el esfuerzo posterior de todo un pueblo, de sus reyes y de varios hombres fabulosos que llevaron a cabo la conquista y la colonización.» *** De pocos personajes se sabe y se ha escrito tanto como de Colón. Y sin embargo, después de tanto estudio sigue rodeado de un halo de misterio y de opiniones contradictorias. Se discute acerca de su nacimiento, genovés, gallego, mallorquín, extremeño, catalán, hasta francés. Parece cierto que nació en Génova, hijo de Susana Fontanarosa y nieto de Jacob, con abundantes gotas de sangre judía. Su carácter tenía mucho de israelita, insistente, incansable, desconfiado, con preocupaciones religiosas y fervor de converso, avaro, desarraigado y semiapátrida, con aires proféticos... Gran tema éste de Colón judío, en la línea de los hombres que más han influido en la historia del mundo y en su transformación: Jesucristo, San Pablo, Marx, Freud, Einstein... Colón escribía en latín y en español, apenas sabía italiano y escribía portugués, aunque en Portugal se casó con Felipa Moniz de Perestrelo, de origen genovés. Es tan importante la figura de Colón y el conocer su trayectoria, que por eso me detengo un poco en estos datos. Después de intentar ser oído en varios países y en España por los duques de Medinaceli y de Medina Sidonia, Colón llega a los Reyes Católicos. Su empresa era para reyes. Logra que le reciban en Alcalá de fienares el 20 de enero de i486, pobre, desalentado y tenaz. Por aquellos días estaba ya viudo. Antes ha convertido en sus valedores cerca de los soberanos a fray Juan Pérez y a fray Antonio de Marchena, muy influyentes con la reina, así como a Beatriz de Bobadilla, a fray Hernando de Talavera, a los tesoreros Quintanilla y Santángel... Como es muy hábil, de palabra fácil, ávido, tenaz y muy listo, sabe mezclar su devoción a la Virgen y a los santos con su disposición para llenar con sus planes las arcas de la Corona. Los portugueses decían de Colón: «Homen falador e glorioso; mais fantástico que certo no que dezia». El 30 de abril de 1492 firma con los apoderados de los Reyes las famosas Capitulaciones de Santa Fe. En ellas se le nombra almirante vitalicio de todas las islas y tierras firmes por descubrir, título hereditario, virrey con derecho al décimo de todas las mercancías que se consigan y otra serie de beneficios.

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El dinero lo facilita Santángel de fondos de la Santa Hermandad (1.400.000 maravedises). Colón contribuye con un octavo, con préstamos de los Pinzones y judíos. La recluta de las tripulaciones se hace también gracias a los prestigiosos Pinzones. El almirante manda la nao «Santa María», conocida también por «La Gallega», y las otras dos carabelas, la «Pinta» y la «Niña», son mandadas por Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El piloto de la nao es Juan de la Cosa, y la expedición lleva una carta de los Reyes Católicos para el Gran Khan. Sin entrar en detalles: el 3 de agosto, salida de Palos de Moguer, el 31 de agosto en La Gomera, último territorio español. El 12 de octubre de 1492, Francisco Rodríguez Bermejo, conocido como Rodrigo de Triana, ve en lontananza la costa de Guanahaní. Da su famoso grito de ¡Tierra! En premio, recibe un jubón de seda. Un jubón de seda por descubrir América. A la isla se le llama San Salvador, hoy Watling, en el archipiélago de las Bahamas o Lucayas. Luego, más islas. Reciben nombres españoles, Fernandina, Concepción, Cuba, que es llamada Juana, la princesa de Asturias, Haití o La Española o Hispaniola, donde se conoce el primer nombre de un americano, Guacanagari... En la Isabela se construye el fuerte de Navidad con los restos de la «Santa María», que ha naufragado. Hay que contar el descubrimiento: la «Niña» llega a Lisboa, y la «Pinta», a Bayona de Galicia. Colón es recibido por los Reyes en el Salón del Tinell, de Barcelona. Les presenta siete indios, pepitas de oro, unos loros... No permiten que se arrodille, le sientan a su lado. Los Reyes Católicos quieren reafirmar su derecho a las tierras descubiertas. El mejor título puede concedérselo el Papa, por el concepto medieval de «Dominus orbis».

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Alejandro VI otorga la bula «Inter Caetera», en pro de la justicia, de la evangelización de infieles a cargo de príncipes cristianos. Por fin se marca el límite entre españoles y portugueses a 370 leguas al oeste de Cabo Verde. Es el famoso Tratado de Tordesillas, en junio de 1494. Por él, Brasil queda dentro de los límites portugueses, y el resto de América y todo el Pacífico y sus islas, quedan del lado español. Se hacían realidad, verdad histórica, las poéticas palabras de Luis de Camoens: «D’un polo a outro o portugueis impera. D’un polo a outro o castellano voa e os dos extremos da terrestre esfera dependen de Sevilla e de Lisboa» *** El segundo viaje de Colón fue ya una expedición colonizadora. Nada menos que diecisiete naves salieron de Cádiz el 28 de septiembre de 1493, con mil quinientos hombres entre los que había de todo, sacerdotes, gentes de muchos oficios, agricultores, ganaderos, militares... Sorprende la rápida y eficaz organización. El insigne genovés va a bordo de la nao capitana, la «Mari Galante». Descubre Borinquen (Puerto Rico), se sorprende con el canibalismo de los indígenas, y más aún al descubrir en La Española que el fuerte de Navidad ha sido destruido. Entonces ordena construir la Isabela, primera ciudad de la colonización. Regresa Colón después de tres años en 1496. Informa a los reyes y prepara enseguida el tercer viaje para el que parte de Sanlúcar de Barrameda en febrero de 1498, con más de quinientos colonos. Para reunirlos hubo que indultar delincuentes pues pocos se fiaban de lo desconocido, misterio, peligros, lejanía, viajes de días y días... Colón va resultando tan mal gobernante y político como buen navegante y magnífico relator de sus propias aventuras. Hay desórdenes en La Española. El almirante no acierta a reprimirlos y su gobierno es fuente de toda clase de conflictos. Francisco de Bobadilla, enviado a poner orden, cumple tan estrictamente su misión que devuelve a Colón a España encadenado. Los Reyes le ponen enseguida en libertad, y le devuelven bienes y honores para él y sus descendientes, pero queda para la Historia la imagen del fabuloso personaje sujeto con grillos como un vulgar delincuente. En 1502 emprende el cuarto viaje. Hace diez años del primero. Tiene sólo cincuenta y un años, pero está viejo y cansado, muchos esfuerzos, emociones y sinsabores. Cada día aparece más obseso, más iluminado; quiere llegar a Catay, la China de Marco Polo. Nuevos motines, llega Nicolás de Ovando con plenos poderes de los Reyes. Su flota es de 52 naves con 2.500 hombres. No cabe duda de que España da importancia a la gran empresa. Colón reclama bienes, mando y honores sin medida, impertinente, desagradable. Los Reyes recelan de él. ¿Es el soberano un desagradecido? ¿Es él un héroe perseguido? Don Fernando le apreciaba; transmitió sus títulos, almirante, virrey, marqués, a su hijo Diego, al que casó con una sobrina del duque de Alba...

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El extraordinario y controvertido personaje murió en Valladolid el 21 de mayo de 1506. El nuevo mundo por él descubierto debió llevar su nombre, y no el de Américo Vespucio, florentino, dependiente de comercio de Sevilla, miembro de una expedición de Alonso de Ojeda y de Juan de la Cosa a las costas de Venezuela... A América fue todo lo bueno y lo malo de la España conquistadora y colonizadora. Los resultados prácticos no correspondieron al esfuerzo espiritual y material de todo un pueblo. Ahí está la leyenda negra surgida de Francia y de Inglaterra, y de algún mal español. Pero la gloria fue inmensa, y la cosecha, veinte países hablando nuestra lengua, entroncados en la cultura y la religión occidentales. Creo que es bastante para justificar el paso de España por la Historia. Breve nota sobre la Inquisición en España Primero es preciso advertir que la Inquisición fue creada en Francia en el siglo Xm y funcionó en dicho país contra los cátaros y albigenses. Lo que concedió Sixto IV a los Reyes Católicos por su bula de 1478, era la creación del Tribunal del Santo Oficio en tierras castellanas. En Aragón ya existía por sus contactos con los problemas religiosos del sur de Francia. Al aceptar en Castilla la nueva Institución, Isabel y Fernando no hacían más que seguir las iras del pueblo contra los judaizantes, que después de conversos seguían practicando en secreto su religión primera. Se nombró un inquisidor general para toda España, fray Tomás de Torquemada, que pronto destacó por sus procedimientos y excesiva severidad. En Aragón protestaron por el carácter general de la nueva Inquisición. En el tumulto fue asesinado en la catedral de la Seo el benévolo inquisidor Pedro de Arbués, años después elevado a los altares. Si el Santo Oficio practicó el tormento, éste era un sistema normal en todos los tribunales europeos de la época. A los condenados, la Inquisición los entregaba al brazo secular para cumplir la última pena, si bien para otras condenas tenía sus propias cárceles. Son datos del muy serio historiador don Antonio Ballesteros Beretta. Cataluña tenía su propia Inquisición desde 1459 a petición de los concellers de Barcelona, donde desde 1401 se prohibía la permanencia de judaizantes por más de quince días. Son datos del profesor Luis Suárez Fernández, que cree que el objetivo inquisitorial era fortalecer la mentalidad española por el camino de la ortodoxia pura. Y añade con acierto que juzgar acerca de los efectos buenos o malos derivados de la Inquisición de aquel tiempo «es algo que no toca decidir a un historiador». Américo Castro atribuye al Santo Oficio raíces hebraicas, y cree que fue engendrado por la pasión de los hombres de las tres religiones, cristiana mayoritaria, y judía y mahometana, minoritarias, que venían chocando a diario «su aquel remolino de todas las violencias que fue nuestra tardía Edad Media». Lo que luego se prolongó por obra de la tremenda crisis que la Reforma provocó en toda Europa, según Sánchez Albornoz. La Inquisición, en contra de la lógica opinión actual, era popular entonces, lo que también era lógico. No me corresponde exponer aquí criterios propios sobre tan debatida cuestión. Yendo a los dos extremos, podría referirme en pro de la Inquisición a don

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Marcelino Menéndez y Pelayo (Historia de España, seleccionada, Madrid 1933), y en contra, a J. A. Llórente (Historia crítica de la Inquisición española, Barcelona 1922).

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SEGUNDA PARTE

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XX EL REINADO DE CARLOS I. EL IMPERIO

Carlos I va a ser el primer rey de la España unida desde los Reyes Godos, ya que sus predecesores lo habían sido de cada uno de los reinos que la constituían. La gran preocupación era que el futuro rey era un mozo de Flandes, desconocido de España y de los españoles, rodeado de ambiciosos que ya se repartían riquezas y prebendas... Fernando el Católico envió a Flandes a varios hombres suyos para que empezaran a españolizar a Carlos de Gante, duque de Luxemburgo. Entre ellos, Luis de Vaca como preceptor y profesor de español y de cosas españolas. Tuvo poco éxito en su misión. Más afortunado fue Francisco de los Cobos, que se ganó una influyente y duradera posición cerca del futuro rey. Desde la muerte de don Fernando habían quedado de regentes, en Castilla el cardenal Cisneros, y en Zaragoza don Alonso de Aragón, arzobispo e hijo natural del rey Fernando. Cisneros fue un verdadero monarca en funciones, fiel a la idea de los Reyes Católicos y eficaz y leal preparador del trono para su nieto Carlos. Fue un político enérgico que metió en cintura a los nobles con su famoso «¡Estos son mis poderes!», mostrándoles la artillería de sus ejércitos. Quiso seguir, sin éxito, la política africana de los Reyes Católicos, pero fracasó la expedición a Argel. En cambio su labor cultural fue admirable y duradera. Fundó la Universidad de Alcalá de Henares, la Complutense; editó la célebre Biblia Políglota y protegió las artes. En torno a él, los nombres de Nebrija, Pablo Coronel, fray Tomás de Villanueva, Alonso de Herrera, Arnaldo Guillén de Brocar...

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Para la corte flamenca de Carlos, Cisneros sobraba. Le despide con una seca carta de orden del rey, el valido Chiévres, y el gran cardenal, cansado, decepcionado y triste, fallece en Roa cuando iba al encuentro del nuevo rey, que acababa de desembarcar en Tazones, Villaviciosa de Asturias. *** ¿Cómo era el mozo de Flandes? La herencia y las circunstancias, el azar y la necesidad van a hacer de él el protagonista de toda una época y un gran monarca de la Historia Universal. Grande en cuanto a fama y gloria. No tanto en cuanto a eficacia y resultados de su reinado. Se trata de un personaje trascendental y complicadísimo de puro simple, que sigue gozando de lo que podríamos llamar «la mejor prensa de nuestra historia». La iconografía de la primera juventud del futuro Emperador no puede ser menos favorable, muy poco esperanzadora y estimulante para sus nuevos súbditos. Véanse los retratos de Van Orley y Strigel. Formado fuera de España, hasta su propio nombre, Carlos, Karl, era extranjero, el de su antepasado y admirado Carlos el Temerario de Borgoña. Para colmo, nombra regente de España hasta su llegada a Adriano de Utrecht, arcediano de Lovaina; otro flamenco, el canciller Jean Sauvage, va a presidir las Cortes de Valladolid; el joven Guillermo de Croy, de 19 años, es nombrado arzobispo de Toledo, y pronto cardenal, y otro flamenco más, Charles de Lannoy, virrey de Nápoles. Una vez jurado rey, Carlos I reside tres años en España antes de ir a Aquisgrán, para ser coronado emperador, gracias a los votos que compra con dinero que saca a las Cortes españolas, y préstamos de los banqueros Fugger o Fúcar. En España no se siente el menor entusiasmo por la aventura imperial de don Carlos. Lo nuestro no es lo imperial, sino el reino. Así se ha comprobado a través de los siglos. Muertos Chiévres y Sauvage, el nuevo canciller es Mercurino Gattinara, mucho mejor que los anteriores y claro antifrancés, con lo que entronca más con la política de Fernando el Católico. En julio de 1519, Carlos I es elegido Emperador con el ordinal Carlos V, por el que le conocerá la historia. Cree en su misión histórica, en el imperio de los Habsburgo, en la dinastía, en el Toisón de Oro. Y admira a su abuelo el rey Fernando, y su política. Unas palabras, demasiado breves para la importancia del tema, sobre las Comunidades, que encierran un grave problema de hondas repercusiones en los inicios del reinado de Carlos I. En modo alguno el movimiento comunero fue antimonárquico, social y revolucionario, como algunos han querido presentarlo en nuestro tiempo. Ni por un momento las Comunidades dejan de ser leales a la Corona. La rebeldía estalla en Castilla con virulencia frente al séquito rapaz que rodea a Carlos I. La encabezan miembros de la pequeña nobleza, los famosos Padilla, Bravo y Maldonado. También los Lasso de la Vega, López de Ayala, los Guzmanes de León, Pedro Girón, el obispo Acuña... Poco tendrán que ver con los socialistas autonomistas de 1931 ni con los marxistas

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cantonalistas de Villalar 1980... Los comuneros gritaban: ¡Viva Carlos y muera Chiévres!, y entraban en combate, según Marañón, al grito de ¡Viva la Inquisición! Es de destacar que la alta nobleza, bien aleccionada antes por los Reyes Católicos, mantuvo una posición equilibrada y constructiva. Y todos los españoles, de un lado y de otro, con gran sentido patriótico. El movimiento fue sobre todo burgués y concejil. A él se incorporaron menestrales, campesinos y gentes de iglesia, mientras Carlos seguía en Flandes, lejos de España en todos los sentidos.

El movimiento armado careció de grandes acciones, «aunque no le faltó la crueldad de todas las contiendas civiles». También demostraron su lealtad a la Corona los comuneros acudiendo a Tordesillas a rendir pleitesía a doña Juana la Loca, reina de España, ya que su hijo Carlos, por entonces era sólo Su Alteza. «Villalar, más que un combate, fue una dura represión ante el enemigo que huye, a pesar de las valientes exhortaciones de los tres jefes comuneros, que fueron ejecutados». En conjunto me atrevo a decir que «la sucesión de los Reyes Católicos en Carlos V, nos trajo, como línea dinástica, más perjuicios que beneficios y, eso sí, mucha grandeza, tanto que, decayendo durante siglos, aún seguimos siendo la España de 1492, de 1516. Un mérito que no hay que regatear, en conjunto y sucesivamente, a las casas de Austria y Borbón, que desde entonces, están escribiendo la Historia de España con

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renglones torcidos, sólo rectos de vez en cuando»1. El movimiento de las Germanías se produjo, más que por motivaciones políticas, por la falta de autoridad estatal en Valencia. Un simple incidente, la ejecución por el populacho de un panadero homosexual, dio lugar a la revuelta. El rey don Carlos cometió el error, tan repetido a lo largo de la historia, de no acudir a la ciudad, que reclamaba su presencia. El movimiento en modo alguno, era contra él. Mandó al regente Adriano y la respuesta fue que las milicias populares, para defenderse de tropelías, se apoderaron de la capital valenciana. En aquellos momentos la gobernadora era Germana de Foix, la viuda de Fernando el Católico y casada con el marqués de Brandenburgo. Llegaron tropas de Castilla al mando del marqués de los Vélez. La guerra fue más bien guerrilla, con aires medievales, con asalto a villas y castillos. Se prolongó dos años, acabando por imponerse los ejércitos reales, sobre todo porque las ciudades vieron que la tiranía de los grupos revolucionarios y la anarquía suelta eran mucho peores que la autoridad del poder real. Es posible que hubiera cierta conexión entre Comunidades y Germanías, probablemente en tierras de Murcia, que eran medio castellanas y medio levantinas. Desde luego, una clara colaboración entre la nobleza de las dos regiones españolas. Las Germanías se mostraron muy católicas, obligando a los moriscos a bautizarse. Tanto Marañón como Menéndez Pidal opinan que Comunidades y Germanías tuvieron mucho de arcaicas, medievales y retrógradas, resultando totalmente estériles. Por cierto, ni catalanes ni aragoneses ni murcianos apoyaron lo más mínimo a las Germanías, de las que la mallorquína fue la más recalcitrante, resistiendo al virrey Gurrea hasta 1523. Eso sí, siempre leales y subordinados a la lejana autoridad real. *** A las guerras de comuneros y agermanados siguió un prolongado período de paz en España. La numerosa escolta personal que se trajo Carlos I de Flandes no fue necesaria, y se quedó en Fuenterrabía para prevenir ataques franceses. Bajo el gobierno de Francisco de los Cobos no hubo problemas internos, y hasta pudo desarrollarse una política de mejoras en beneficio del pueblo. Lo que sí crecía era el malestar por las largas ausencias de don Carlos2 y por las grandes cantidades de dinero que pedía a las Cortes. Fueron unos años en los que se perdió la ocasión de completar la gran obra de los Reyes Católicos. ¿Fue por incapacidad y falta de visión del Emperador o consecuencia de lo implacable del destino? En domeñar a éste se conoce a los verdaderos gigantes de la historia. Hubo efectivamente una inevitable simbiosis en la historia de Occidente con el reinado de Carlos V. Lo que faltó fue su iniciativa, una auténtica creación cesárea. Marchó casi siempre a remolque de los acontecimientos. Es ciertamente el primer actor en la primera mitad del siglo XVI, rodeado de un gran elenco, pero no es el autor de la obra. Más que hacer historia, la interpreta, mejor o peor, casi siempre con gran empaque, grandeza y sentido del honor, condicionado por sus herencias, sobre todo la borgoñona, y por lo parcial de su formación. Para España hay que reconocerle su buena voluntad, su esfuerzo, hasta su españolidad, demasiado tardía.

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En los días de Carlos V, ya Emperador, el turco, la Sublime Puerta, con Solimán el Magnífico al frente, se dispone a llegar al corazón de Europa, por el Danubio y por el mar hasta las costas de España. El Emperador de Occidente debe salirles al paso, fiel a la consigna de su abuelo don Fernando: «Paz entre cristianos, guerra contra los infieles». Pero los cristianos de Francia y de Alemania no están por la Cruzada, como en las Navas o en el Salado. Los príncipes alemanes se interesan más por su nacionalismo germano y por seguir el principio «cuius regio eius religio». Y en Francia, Francisco I da toda la preferencia a una política que le enfrenta a su primo Carlos I por los asuntos de Borgoña, de Nápoles y de Milán, herencia de sus gloriosos antepasados. Por otra parte, el rey de España no llega a identificarse a fondo con la gran empresa americana de su abuela Isabel. Aquello de las Indias «es algo insólito, muy lejano, demasiado reciente, demasiado rápido el avance, demasiado complejos y nuevos los problemas, viajes, encomiendas, mandos improvisados, leyes indianas, misiones, riquezas, oro y plata, plumas y caníbales... Un maremagnum para una cabeza medieval, acuciada por problemas más cercanos, graves e ineludibles». Lo cierto es que nuestra grandeza vino de golpe, pluriforme, dispersa, desmesurada, demasiado grande, demasiado pronto. España a destiempo, como casi siempre. Carlos I, Carlos V y sus contemporáneos, Francisco I de Francia, Enrique VIII de Inglaterra, el Papa León X, Lutero, Solimán el Magnífico, Mauricio de Sajonia... Él, el primero, «primus ínter pares, envuelto en los problemas de todos y contra todos». Y en su tiempo, estos hombres con estos nombres: Hernán Cortés, Pizarro, el gran duque de Alba, Elcano, San Ignacio, Francisco de Vitoria, Erasmo, Vives, Las Casas, los teólogos de Trento... No olvidemos que el reinado de Carlos I es el de la primera vuelta al Mundo, iniciada por Magallanes y culminada por Juan Sebastián Elcano. La pugna entre Carlos I y Francisco de Francia, en origen heredada, geográfica, internacional, llega a convertirse en un desafío personal con algo de caballeresco con trascendencia política, diplomática y militar. En el gran torneo, Carlos obtiene la no menos grande victoria de Pavía. Una victoria sin alas, como casi todas las de nuestro monarca, porque Francisco, prisionero, le engaña, se burla de él, se escapa a base de tretas diplomáticas y es capaz de aliarse con el turco para ir contra su primo. Después siguen alternando guerras, paces, treguas, las disputas por tierras italianas; Francisco quiere Navarra, y Carlos la Borgoña, pero nada logran. Se impone la continuidad territorial. En cambio todo es posible en el mosaico de Estados italianos. «Sólo en una cosa nos parecemos Francisco y yo: los dos queremos Milán» —dice don Carlos—. Y la lucha se proyecta hacia Roma, que es saqueada por los «lansquenetes», tropas alemanas mercenarias y otras españolas, del servicio de Carlos V y al mando del traidor condestable de Borbón. Es el famoso saco de Roma perpetrado por los ejércitos del supercatólico rey de España. En la zona fronteriza se derrota a los franceses, que quieren conquistar Fuenterrabía. Un hecho destacable: la victoria española se debió sobre todo a los 6.000

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peones voluntarios de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, las mejores tropas del Emperador, que por aquellos días había firmado con Enrique VIII de Inglaterra el Tratado de Windsor contra Francia. Es la hora de Pavía, a la que antes me he referido: 24 de febrero de 1525, victoria absolutamente española, no imperial. «Todo se ha perdido, menos el honor», exclama Francisco, prisionero. Carlos I prohíbe las fiestas para celebrar el triunfo: «No hay por qué celebrar y envanecerse de victorias sobre los cristianos». Carlos no estuvo en Pavía. Los que hicieron cautivo al rey de Francia fueron el guipuzcoano Juan de Urbieta, el gallego Alonso Pita y el granadino Diego de Ávila. Francisco I no cumple las cláusulas del Tratado de Madrid. Una vez liberado por Carlos I, pretende aliarse con el Papa, con el turco, con Florencia, Venecia y Milán, con quien sea para vengar su derrota en Pavía. Nueva guerra, con el famoso saco de Roma, al que ya me he referido, y nueva paz, la llamada de Cambray o de las Damas, firmada por Margarita de Austria, tía de Carlos I, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I. Carlos I es proclamado Emperador por el Papa en San Petronio de Bolonia, el 24 de febrero de 1530, en una grandiosa ceremonia. Pero poco después rompe la unidad del Imperio: su hermano Fernando será el futuro emperador, y su hijo Felipe será el rey de España y de las Indias, así como de Flandes y de varias zonas de Italia. Bien debieron celebrar esta división todos los enemigos de Carlos V, protestantes, franceses y turcos. Sigue una nueva tregua en Niza. Los dos grandes enemigos, Francisco y Carlos, mantienen una cordialísima y caballeresca entrevista en Aigües Tortes. El desastre de la expedición a Argel en 1541 hizo descender el prestigio imperial en Europa. Casi todos, franceses, turcos, alemanes, suecos y daneses, se unen frente al Emperador. Sólo cuenta con la alianza inglesa (política exterior que España debía seguir siempre, tema clave que por su dimensión excede del propósito de esta obra, y que con mucho gusto expondré en toda otra ocasión que se presente). Precisamente con ayuda inglesa, llevó Carlos sus tropas hasta las cercanías de París después de ocupar Luxemburgo, campaña en la que volvió a cubrirse de gloria la infantería española. Nueva paz en Crépy. La muerte le llega a Francisco I en 1547. El Emperador, prematuramente viejo, va a encontrarse ahora con un joven rey como rival, Enrique II de Francia, que nada más comenzar su reinado se alía con los príncipes alemanes. Durante tres años largos se combate en las fronteras francesas, Metz, Toul, Verdun, Estrasburgo, Dinant... hasta la tregua de Vaucelles de 1556. En los próximos enfrentamientos España tendrá ya un rey joven, Felipe II. *** El fraile agustino Martín Lutero convierte una cuestión contra León X sobre disciplina e interpretación religiosa, en una de las revoluciones políticas y de pensamiento más importantes de la historia humana. Coincide con la posición nacionalista exaltada de los

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príncipes alemanes frente al Emperador. Las corrientes geopolíticas y estratégicas más bien se aprovechan de las ideologías circunstanciales. El patriotismo territorial y señorial de los alemanes quiere imponer el conocido principio de «eius regio, eius religio». La confesión de Augbsburgo luterana se impone en la Dieta de Worms y se forma la Liga de Smalkalda, todos contra el César, que no tiene la habilidad ni la fuerza para imponerse. ¿Fue por exceso de frentes que atender, Túnez, el Islam, el Mediterráneo, el turco en el Danubio, los franceses en Metz, los rebeldes alemanes en el Elba...? Es la hora de la cumbre personal en la gloria de Carlos V: la de Mülhberg, el César a caballo pintado por el Tiziano. El elector Juan Federico de Sajonia sufre una derrota al frente de la Liga de Smalkalda, pero una vez más, la victoria de Carlos V es una victoria sin alas. No se aprovecha, los enemigos se reponen enseguida, y el triunfador, a los pocos días, tiene que salir huyendo de Insbrück, en medio de una tormenta de nieve, a través de los Alpes, camino de Italia. Si hay que juzgar a los reinados por sus resultados, como decía Marañón... Los españoles no tuvieron demasiada conciencia de la Desinterés español aventura imperial, a la que dedicaron grandes riquezas, es por el imperio fuerzos y hombres de guerra. Interesaban las relaciones con Europa, pero no complicarse con sus problemas. Interesaba la conquista de Túnez pero no el Danubio y Smalkalda... Tanta empresa exterior impidió a Carlos I el dedicar la atención debida a la estructuración del país, gran ocasión perdida. ¡Ah, si hubiera seguido la línea que le trazaron Isabel y Fernando! Fracasó la unidad religiosa que unía a los cristianos ei César cansado desde la Edad Media. El Concilio de Trento fue un gran esfuerzo para lograrla, esfuerzo casi totalmente español, la Contrarreforma... Pero el César estaba cansado, desengañado, piensa que Dios no quiere servirse más de él. El Carlos I de las horas finales es otro hombre, tal vez el mejor, el anciano rezador de Yuste, de vuelta ya de todas las glorias humanas. Pensemos en Carlos, un monarca con súbditos en Bél Monarca universal gica y Méjico, en Alemania y Argentina, en Cuba y en Sicilia, en Francia y en Filipinas, en Austria y en Chile, en Milán y en California; el caballero del ideal, el infatigable defensor de la fe y de la dinastía, el rey de la buena intención, del honor y de la grandeza... Fue todo menos un político. Por eso la posteridad le sigue amando y admirando a pesar de que en esa inmensa grandeza, el triunfo y el fracaso son dos caras de la misma moneda. 1 De Carlos la Juan Carlos /(}. A. Vaca de Osma, Espasa Calpe, Madrid 1986). 2 De los cuarenta años de su reinado, Carlos sólo pasó aproximadamente 17 años en España. En Flandes residió 12 años, en Alemania más de ocho, y en Italia casi tres. Fue un rey ausente.

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XXI FELIPE II, EL REY DE EL ESCORIAL

Es difícil encerrar en unas pocas páginas un reinado de cuarenta y dos años, que además, es uno de los más intensos, más llenos y más dramáticos de la historia de España. Cuarenta y dos años en los que se entrecruzan el hombre y su tiempo, el personaje y su circunstancia, de modo que no puede adivinarse hasta qué punto quién condiciona a quién. Felipe II es su herencia, más su educación más el destino. Para unos, el mejor rey que haya existido. Para otros, el peor de los tiranos. Algún autor, no español precisamente, ha llamado al siglo XVI, el siglo de Felipe II. Un rey que no es un conquistador, que no hace sino defender o reclamar lo suyo, sin afanes imperiales, pero que es uno de los protagonistas más controvertidos y más apasionadamente interpretados de la historia universal. Todos contra él, más aún que contra su padre: el sultán turco, el hugonote francés, el pirata inglés, el luterano alemán, el secretario traidor, el rebelde flamenco (gueux de mer o mendigo del mar), el morisco de la Alpujarra, el prior de Ocrato portugués, el justicia de Aragón, su hijo el príncipe Carlos... Vamos a irlos encontrando, uno tras otro. Felipe II nace el 21 de mayo de 1527 en Valladolid. El pueblo le quiere y le admira, lo hará hasta su muerte. Sin embargo, paradójicamente, por su carácter y conducta es uno de los reyes menos españoles de nuestra historia. Y más paradoja: se le sigue considerando como la imagen de España, como el más representativo de nuestros monarcas. Felipe II, al que se le llama el Rey Prudente, es sobre todo un rey cumplidor y fiel a su misión, con el reino y con la Cristiandad. Probablemente si hubiera predominado en él la prudencia habría dosificado mejor sus empresas y sus esfuerzos. Felipe, desde sus días de príncipe heredero decía: «He de continuar la política desde mi señor rey don Hernando, mi abuelo (en realidad bisabuelo) por todo el reinado del Emperador, mi señor». Cuenta el soberano con el mejor ejército de Europa, pero no muy numeroso para atender tantas misiones defensivas y preventivas, unos 60.000 hombres. Se multiplican con prodigiosa eficacia, con espíritu de victoria y grandes capitanes. Felipe II, sin arredrarse ante tanto compromiso, es sin embargo, íntimamente pesimista. Lo disimula en su solemne declaración a las Cortes de Toledo de 1559, pero sabe que la situación es muy compleja y que nada está resuelto, como no lo estará muchos años

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después, cuando el Rey de El Escorial haya gobernado en el más grande de los escenarios históricos, ese claroscuro a través del cual todavía brillan la estrella y la estela del rey Felipe. Vamos también a verlo con la brevedad obligada de esta obra, que no es sino un incentivo para que sigáis más adelante. *** A los 16 años, Felipe es ya regente del reino durante las largas ausencias de su padre, muerta su madre, la incomparable emperatriz Isabel. Muestra una madurez y un desarrollo intelectual muy superiores a su edad. No parece, en cambio, que aliente el espíritu bélico de Carlos V: contemplando el campo de batalla, después de la insigne victoria de San Quintín, exclamaba: «¿Pero es posible que esto gustase a mi padre?».

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Por el contrario destacaba por su afición y condiciones para las tareas de despacho. «El señor de la minucia y del escrúpulo» le llama Sánchez Albornoz. El catolicismo era norma de su vida, la defensa de la fe por encima de todo, lo que no fue obstáculo para que tuviera numerosas amantes además de sus cuatro esposas. El papa Sixto V dudaba en cambio de la sinceridad religiosa de don Felipe... «... no es más que un pretexto de Su Majestad, cuyo principal móvil es la seguridad y engrandecimiento de sus dominios». Para mí, lo que quería ser crítica del Papa se convertía en un gran elogio al rey de España, que fue siempre, por otra parte, ferviente católico, que sacrificó muchas veces lo material a lo espiritual y que consultaba a los teólogos sus acciones. Martín Hume llegaba a escribir que la gran mayoría de los españoles exaltaba que sus monarcas hacían causa común con el Todopoderoso en el exterminio de sus enemigos. Felipe II fue casi el autor e impulsor del Concilio de Trento, que estableció unas normas de la Iglesia para varios siglos, pero llegó a ser excomulgado cuando los ejércitos del duque de Alba tomaron Ostia y Tivoli. A Felipe se debe esa síntesis perfecta EstadoReligión que representa el monasterio de El Escorial. Felipe II hereda la rivalidad hispanofrancesa que venía de la Corona de Aragón, y continúa y se incrementa, con múltiples alternativas, en los reinados de Fernando el Católico y de Carlos I. Ahora, a esta relación se une la faceta de la presencia española en Flandes, que encierra a Francia. Es lógico que ésta aliente toda rebeldía flamenca, tan cerca de su frontera norte. Es la hora de la batalla de San Quintín, gran victoria del ejército español al mando de Manuel Filiberto de Saboya, sobre el más brillante ejército francés que pueda imaginarse, al mando del condestable Montmorency y del almirante Coligny. La política en los Países Bajos, honor y carga para España, nos trae sobre todo complicaciones, ocupación de tropas y muchos gestos. ¿Cómo y con quién deben gobernarse aquellos territorios, tan lejanos y de difícil comunicación, tan distintos, tan codiciados por franceses e ingleses, por sus puertos, por su comercio, tan reacios a la ocupación por los Tercios? Guillermo de Orange, joven, riquísimo, ambicioso, gran señor, protegido por Carlos V, esperaba ser nombrado gobernador. Nunca perdonaría a Felipe II que no le designara. La nombrada fue la medio hermana del rey, Margarita de Parma, aunque teniendo en uno de sus Consejos a Orange, al que comenzó a llamarse «el Taciturno». Chocó éste con Granvela, arzobispo de Malinas, el hombre de Felipe II en los Países Bajos, y unido a los Condes de Egmont, que había sido muy proespañol y lo probó en San Quintín, y de Hornes, inició el camino de la rebeldía abierta, actitud que aumentó cuando se quisieron imponer en Flandes los acuerdos antiprotestantes de Trento. La consecuencia inmediata fue una revuelta tumultuaria: 400 iglesias fueron quemadas y saqueadas. Dirigieron la rebelión los agitadores profesionales de siempre, al servicio de intereses antiespañoles. Autores citados por sir Charles Petrie, por Dean Bourgon y por Clough Strada dicen que los amotinados fueron «prostitutas, ladrones y

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borrachos, así como grupos de muchachos manejados». Incluso el príncipe de Orange ordenó ejecutar a algunos cabecillas por los desmanes de Amberes. Después llega a Flandes el duque de Alba, atravesando media Europa con los tercios desde Italia. Se crea el Tribunal de los Tumultos, cuya actuación incrementa la reacción contra la presencia española. Todo son vacilaciones, fallos políticos, y el principal responsable es el rey Felipe, mal informado, ausente, indeciso, manteniendo sólo firme su defensa a ultranza del catolicismo. Verdaderamente el monarca había heredado una misión imposible. Unos Países Bajos gobernados desde España era un colosal disparate. De buscar una auténtica responsabilidad originaria, habría que encontrarla en la división del Imperio que hizo Carlos V. La política de fuerza nada resolvía. Lamentables fueron las ejecuciones de los condes de Egmont y Hornes, para las que el rey se mostró inflexible, como brazo armado de la Providencia. Hubo sí, alta traición y deslealtad; la pena era la habitual en la época, pero hacía falta una habilidad y una generosidad que brillaron por su ausencia. De modo extraño y secreto muere también Montigny, preso en Simancas. En cambio se salva el verdadero enemigo, Guillermo de Orange. Es él, al publicar su famosa «Apología», el que culmina la división de los Países Bajos, protestantes al Norte, católicos al Sur; Holanda y Bélgica, que perdura hasta hoy. Felipe II quita el gobierno de Flandes al duque de Alba. Parece más de acuerdo con su temperamento suave y pacífico el nuevo gobernador don Luis de Requesens, hombre sagaz y moderado. Pero poco después de iniciar con éxito su misión pacificadora, Requesens muere en 1576. Es el momento en que Felipe II envía para sustituirle a su medio hermano donjuán de Austria. ¿Creyó el rey que era la persona indicada para Flandes o quiso apartarle de la Corte por celos políticos y mandarle a un puesto donde la victoria del héroe de Lepanto era casi imposible? En plan positivo puede pensarse que Felipe II creyó que el hijo de Carlos de Gante sería bien recibido en tierras flamencas, y que por su prestigio y valor personal, era el adecuado para ser nombrado regente vitalicio, consolidando así la presencia española en los Países Bajos. Tal vez con este fin don Felipe envió también a Alejandro Farnesio, brillante capitán, para que ayudara a su tío donjuán de Austria1. Éste obtuvo una gran victoria sobre los rebeldes en Gembloux, pero no impidió que el enemigo ocupara Amsterdam. Donjuán no encontró el apoyo que esperaba de Felipe II. Éste dedicó, probablemente con acierto, todas sus atenciones a Portugal. Desasistido, escaso de fuerzas militares y enfermo, donjuán de Austria muere a los 33 años en 1578. Alejandro Farnesio conquista Maastricht en una brillantísima operación. Luego consigue victoria tras victoria, Amberes, la Esclusa, Ostende, epopeyas de un pequeño pero admirable ejército. Además se hace querer en el país. Las tropas inglesas que apoyaban a los rebeldes tienen que volverse a Inglaterra, Guillermo de Orange es

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asesinado en Delft por un fanático borgoñón... Todo parece favorable para que Farnesio remate la total pacificación de unos Países Bajos españoles. Pero se dan dos circunstancias negativas. Felipe II retira fuerzas para intervenir en Francia en favor de la Liga Católica contra los hugonotes, y Alejandro Farnesio muere también muy joven en Arras en 1592. Parece que Flandes devora a los gobernadores. El siguiente es el conde de Mansfeld, prestigioso, señor del país y buen militar. Le sigue el archiduque Ernesto de Austria; luego, el conde de Fuentes... Poco pudieron hacer porque la línea que había marcado el rey era ya la del abandonismo. Para ello nombró el archiduque Alberto, cardenal y arzobispo de Toledo, es decir, un gran señor del Imperio, de la Casa de Borgoña y, por lo tanto, de Flandes. Poco después le casará con su hija, la adorada hija Isabel Clara Eugenia, como para que sean soberanos propios de los Países Bajos. Así se lo recomienda su gran consejero, don Cristóbal de Moura, conde de Castel Rodrigo. Don Felipe está cansado. Ha firmado con Francia la Paz de Vervins (2 de mayo de 1598). Cuatro días después abdica. *** Parece el destino fatal de los protagonistas en las grandes hegemonías universales a través de los tiempos: tener que abarcar demasiado, estar obligados a atender varios frentes, no saber o no poder concentrar sus fuerzas y, además, no rectificar a tiempo. Les pasó a los grandes caudillos de la Antigüedad, a Napoleón, a Hitler, en el siglo XVI a Felipe II, y puede ocurrirle a los Estados Unidos en un próximo futuro, si bien el tipo de hegemonías y de guerras en nuestro tiempo es bien distinto al del pasado. Vienen a cuento estas palabras para que consideremos el enorme esfuerzo que tuvo que hacer España para ser digna del papel que por aquellos años le había correspondido en la historia, y los sinsabores y desvelos de Felipe II al tratar de hacer compatible la misión histórica y religiosa que se había adjudicado, o le habían adjudicado la herencia y las circunstancias, de manera inflexible, con los medios humanos y materiales de que podía disponer. Como vemos, no eran sólo los Países Bajos los que atormentaban su mente y caían como una pesada carga sobre España. Recordemos que Inglaterra y nuestro país eran las naciones avanzadas en la formación de las naciones y Estados de Occidente, potencias marítimas sin motivos importantes hasta entonces que las enfrentasen, más bien unas condiciones muy propicias para la alianza frente a terceros. Fueron los Países Bajos los que dieron lugar al grave choque de intereses entre España e Inglaterra, rompiendo la razonable idea de Carlos I de casar a su hijo y heredero con la reina inglesa, María Tudor, que era nieta de los Reyes Católicos. La boda se llevó a cabo, pero con gran disgusto de los protestantes anglicanos, perseguidos en su país por la enérgica reina María, católica aún más inflexible que su marido don Felipe. La guerra religiosa se hizo inevitable, unida a los intereses comunes de los protestantes de Flandes con los del otro lado del canal, amén de la lucha

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por la hegemonía comercial y marítima en los mares del norte, ahora extendida a las rutas hacia América. Añadamos a todo lo anterior la unión de Portugal a España, que rompía la ya vieja alianza anglolusitana, y la subida al trono de Francia de Enrique IV, protestante de ideas y decidido antiespañol. A pesar de su conversión, «París bien vale una misa», el rey francés se siente feliz al unir sus intereses con Inglaterra frente a España. Los enfrentamientos se inician enseguida, en el mar y con los ataques británicos a las plazas españolas de Ultramar: Cartagena de Indias, La Habana, Santo Domingo y San Agustín. Alejandro Farnesio ocupa Amberes en 1585. Isabel I de Inglaterra teme un golpe contra su país y el apoyo de Felipe a la católica Irlanda y a la también católica María Estuardo, reina de Escocia. Felipe II se equivoca al creer que va a encontrar apoyo inglés si desembarca en la isla. Isabel ha logrado infundir a la población verdadero pavor ante ese posible desembarco. Un factor desfavorable para don Felipe fue la muerte de don Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, experto marino que iba a mandar la gran armada que se estaba formando en puertos españoles y flamencos, una espléndida y poderosa fuerza naval de 500 barcos y 95.000 hombres. Lo que vino a continuación es bien sabido. El nuevo almirante, duque de Medina Sidonia, es muy inferior a Santa Cruz. Hubo torpeza e indecisiones en la dirección, y los elementos naturales desencadenados contra la flota invasora. No hubo una gran batalla sino encuentros esporádicos, ninguno decisivo. Se perdieron 60 barcos y miles de hombres, lanzados contra los escollos por el viento y dominados por la superior artillería británica. El desastre de la llamada «Armada Invencible» echó por tierra, más bien por mar, los planes de Felipe II. En su gran política internacional supuso una pérdida irreparable y de muy graves consecuencias. *** En las guerras entre España y Francia en el siglo de Felipe II, ninguna de las dos impuso su ley ni consiguió grandes ventajas. Sí se beneficiaron otros países, Inglaterra, los Países Bajos, la Alemania protestante. España se vio implicada en las guerras de religión del país vecino. El hecho más notable fue la gran victoria de San Quintín, seguida de mesura y de prudencia. Otra victoria española sin alas, como las de Carlos V. Los triunfos hay que rematarlos, no dejar que el enemigo se reponga. Pero aquellas no eran guerras totales, y al poco tiempo el francés duque de Guisa reconquistaba Calais. La derrota de San Quintín de un lado, y las arcas hispanas exhaustas, llevan a la paz de CáteauCambrésis en 1559, seguida de la boda de Felipe II con la hija menor de Enrique II de Francia, Isabel de Valois. En Bayona (1564), Catalina de Médicis, con su hijo Carlos IX, nuevo rey francés, se entrevista con el duque de Alba, que representa a Felipe II. Se acuerda la ayuda española en la guerra contra los hugonotes. Algunos suponen que la célebre matanza de protestantes la noche de

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San Bartolomé, fue consecuencia de dicha entrevista. Después, entre treguas y negociaciones, tras la ya citada conversión oportunista de Enrique IV, Enrique de Borbón o de Navarra, «el bearnés», se llega al Tratado de Vervins (1598). Es como el desenlace de un callejón sin salida. Casi coincide con los días finales de Felipe II en El Escorial. *** El turco, representando el imperialismo islámico, dominaba ya el norte de África, desde Egipto alentaba la rebelión de los moriscos en la Alpujarra y asolaba las costas de Italia y de España, con dominio naval en el Mediterráneo. Otro frente y muy amenazador para Felipe II, ya que, además, ponía en peligro la comunicación con los reinos itálicos de la Corona española. Y a eso se unía la defensa de la línea del Danubio, por solidaridad de la casa de Habsburgo. Desde 1569 había estallado la rebelión de los moriscos en núcleos aislados de Aragón, Valencia y, sobre todo en las montañas de Granada, dirigida por un descendiente de los Omeya, según decía. Tomó el nombre de Aben Humeya, pero se llamaba Fernando de Válor. Donjuán de Austria hizo allí su primer caudillaje y derrotó a los rebeldes. Entretanto, las fuerzas del Sultán, tras Túnez y Chipre, iban a ocupar Malta. Se formó entonces la Liga Santa con España, el Papa y Venecia, encomendándose el mando supremo de la Armada a donjuán de Austria2, verdadero héroe de romance. El 7 de octubre de 1571, día del Rosario, se da en el golfo de Lepanto «la mejor ocasión que vieron los siglos», en palabras de Cervantes, que luchó allí y perdió un brazo. 250 naves cayeron en poder de los cristianos, se hicieron 10.000 prisioneros y murieron 15.000 turcos, a los que mandaba Alí Bey. En España se recibió la noticia con una alegría moderada. El triunfo fue lejano, con aliados, no se sintió como cosa nuestra en exclusiva. Debió tenerse la impresión de que se trataba de otra victoria sin alas. Se celebró más en Roma y en Venecia, y tampoco en esta ocasión se remató al enemigo. En 1572 la flota turca era ya más fuerte que antes de Lepanto. Se pudo crear un reino en los Balcanes con donjuán de Austria en el trono, o también en el norte de África, como se ofreció al vencedor, el hermano del rey. ¿Otra vez los celos? Ese sí hubiese sido el final feliz de la espléndida victoria. *** En mi obra De Carlos I a Juan Carlos /(vol. I) escribí que de todas las empresas de Felipe II, la llevada a cabo con más inteligencia y con más amor, fue la de Portugal. Corazón y cabeza bien acordes y con proyección de futuro. Felipe era medio portugués, sangre portuguesa de su madre, y carácter, en muchas cosas, más portugués que español. La pérdida del rey don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir, dejaba vacante el trono de Portugal. El único varón que quedaba de la Casa de Avis era el anciano cardenal infante don Enrique, que creyó que quien era más apto y tenía más derechos para sucederle era Felipe II, pero el pueblo temía a la poderosa vecina, Castilla, rival en el Medievo.

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Penetra por tierra en Portugal el duque de Alba con 40.000 hombres. Por mar, la poderosa escuadra de don Alvaro de Bazán. Era antes del triste episodio de la Invencible. Huye el único rival de don Felipe, don Antonio, prior de Ocrato, popular e ilegítimo heredero, hijo de la amiga del rey anterior, «la Pelicana». Felipe II es proclamado rey de Portugal en las Cortes de Thomar en abril de 1581. Los dos reinos se unían bajo su Corona. Dos años permanecerá en Lisboa con ánimo de volver y dejando como regente, primero a su sobrino y yerno al archiduque Alberto, y luego a don Cristóbal de Moura, marqués de Cartel Ro drigo, acertados nombramientos. *** Dos personajes y una obra esencial, son el escenario humano y el paisaje de los últimos años de la vida del grande e infortunado monarca que fue Felipe II. En primer lugar, la tragedia de su hijo, el príncipe don Carlos, nacido de su primera mujer, la infanta portuguesa María Manuela, en 1545. Desde su niñez fue enfermizo, megaloide, endeble, bilioso y algo tartamudo. Su mala sangre se impuso en la adolescencia a su estricta educación: grosero, irascible, lascivo, psicópata sexual... Las Cortes de Toledo le juran como heredero del trono. No cabe mejores compañeros de estudios: don Juan de Austria y Alejandro Farnesio. Traiciona a su padre y a su patria. No come, se golpea con las paredes en una celda prisión del monasterio escurialense. Acaba muriendo loco, casi suicidado. Todo lo demás son leyendas negras y bella música de óperas históricamente disparatadas. El otro personaje es Antonio Pérez, nefasto personaje de sangre judía, reconocido hijo por Gonzalo Pérez, secretario de Carlos I. Asciende a ser también secretario de don Felipe, casi su valido. Todo pasa por él y a todos engaña. Para el rey es un auxiliar cómodo, confía en él; entra en el juego la princesa de Éboli, esposa de Ruy Gómez de Silva, gran personaje del reino e íntimo del monarca; muere asesinado Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria... Demasiado para una obra general y de divulgación como la presente. Me remito a las obras citadas al final de este capítulo. Pero insisto en que Antonio Pérez fue un listo y fementido traidor. La obra, todos lo sabemos, es el Monasterio de El Escorial, recuerdo imperecedero del gran don Felipe, homenaje en piedra por la victoria de San Quintín, el día de San Lorenzo, y templo y tumba erigidos a la mayor gloria del César Carlos I por su hijo amantísimo. Ese monasteriopanteónpalacio representa la auténtica piedra política de España, no la gran piedra lírica, como dijera Ortega y Gasset. Homenaje a la Majestad y a la victoria simbólica de la España del siglo XVI frente a los enemigos de la Cristiandad. Obras complementarias para este capítulo son: De Carlos I a Juan Carlos I(Espasa Calpe, Madrid, 1986), Carlos Iy Felipe IIfrente a frente (Rialp, Madrid, 1998), Don Carlos, hijo de Felipe IIdel doctor Antonio López Alonso (Universidad de Alcalá de Henares, 2000), Antonio Pérez, de D. Gregorio Marañón (Espasa Calpe, Madrid, 1958), «El Escorial, piedra política» de J. A. Vaca de Osma en Hacia el futuro de España (Ávila, 1964). 1 Alejandro Farnesio era hijo de Margarita de Parma, hija natural de Carlos V.

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2 Véase mi biografía Don Juan de Austria (Espasa Calpe, Madrid, 1999).

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XXII LOS REINADOS DE FELIPE III Y DE FELIPE IV

Lo que deseo en este libro, más que abrumaros con datos, la mayor parte imprescindibles, es facilitaros la comprensión y la interpretación de los hechos que se van sucediendo a lo largo de nuestra historia. Este criterio es más válido que nunca en un capítulo como éste, en el que durante dos prolongados e intensos reinados se acumula tal serie de acontecimientos, tan diversos y de tan graves consecuencias, que reunirlos supone ardua tarea. Sobre todo con la intención de evitar que mi propósito divulgador y de estímulo para el joven lector quede frustrado por la oscuridad, el cansancio o el aburrimiento. Felipe III Felipe II ha sido un rey tan señero, tan grande en sus cualidades y en sus defectos, de tal dimensión histórica y universal, que su reinado difícilmente podía tener un digno continuador. Tres reinados seguidos en la cumbre hacen casi imposible mantenerse en ella. Aun así, el cronista Matías de Novoa consideraba «la etapa de Felipe III como un reinado prosperísimo y dichoso, el más dichoso y bienaventurado que tuvo el mundo». ¡Nada menos! España, como hemos visto en tiempos de Felipe II, se veía obligada a seguir contra todo y contra todos. Soñaba con la paz, un sueño que no pasará de ser una utopía. España era todavía mucho más extensa y poderosa que en tiempos de los Reyes Católicos; entonces se estaba camino de la cumbre pero ahora estaba acercándose la hora del declive, idea que se aprecia en las famosas «Empresas» de Saavedra Fajardo, en las ideas de Quevedo y de Gracián: «O subir, o bajar». Habría sido necesario un espíritu ascendente, un gran rey con visión total de sus reinos y proyección de futuro. Felipe III no fue ese rey. No bastaba con que le llamaran «el Piadoso». Cierto es que el erario estaba exhausto, y que pronto se entregó a un importante y discutible personaje, el duque de Lerma, que inaugura la serie de validos de los Austria menores, con interesantes precedentes, medievales, don Alvaro de Luna, el marqués de Villena, don Beltrán de la Cueva, y un sucesor dieciochesco, Godoy, «Príncipe de la Paz»1. En un Estado burocrático que vegetaba a principios del xvii y con un rey indolente, el terreno no podía ser más propicio para validos, privados y favoritos, que no siempre quieren decir lo mismo: los hay nobles, los hay innobles...

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Decía Felipe II, refiriéndose a su hijo, el futuro rey: «Me temo que me lo han de gobernar». A pesar de tal augurio, Felipe III contaba con una reacción en su favor: «Ninguna cosa despierta tanto el bullicio del pueblo como la novedad», decía Quevedo. Sin embargo, como dice Seco Serrano, «el pueblo, al ver que Felipe II soltaba las riendas del poder, sintió a su muerte una sensación de consternación y de orfandad». El nuevo rey era «pequeño, agradable, rubio, sonrosado, de inteligencia mediocre, humano, cortés, suave, grave, ecuánime, liberal casi pródigo, desinteresado de la cosa pública...». De poco, de muy poco parecía capaz, sólo para que Velázquez diera mayor gloria a sus pinceles. Todos los poderes los concentra en don Francisco Gómez de Sandoval, primero marqués de Denia, luego duque de Lerma, que hasta firma por el rey mientras fomenta sus diversiones y placeres. Lerma, que hace algunas obras positivas, lleva la Corte a Valladolid, se enriquece y crea una especie de subvalidos de su confianza. Uno de ellos, don Rodrigo Calderón, muere ahorcado en la Plaza Mayor de Madrid, mientras el pueblo critica y ataca a Lerma, que se libra de esos ataques logrando el capelo cardenalicio: «Para no morir ahorcado “el mayor ladrón de España” se vistió de colorado»... Le sucede en la privanza su propio hijo, el primer duque de Uceda, mucho más honrado y moderado que su prepotente padre. Durante este período postLerma tuvo mucha influencia la emperatriz María, abuela de Felipe III y hermana de Felipe II. El rey la quería y confiaba en ella; el pueblo la admiraba por su profundo españolismo y acendrado catolicismo2. Fue la fundadora del convento de las Descalzas Reales e hizo todo lo posible para que la Corte volviera de Valladolid a Madrid. La única esposa de Felipe III, Margarita de Austria, se dedicó a tener hijos, nada menos que ocho. Fundó el monasterio de la Encarnación en Madrid y la Clerecía de Salamanca. *** A pesar de las limitaciones del rey y de la lamentable situación descrita, la Institución Real seguía incólume, y el pueblo unido para todo a la Corona. España seguía gobernando en medio mundo: quedaban atisbos de poder hegemónico, de prestigio y fuerza militar y una gran diplomacia que tuvo por aquellos años una de sus mejores épocas al servicio del país, siguiendo la gran escuela de Fernando el Católico. Son esos embajadores, en una verdadera edad de oro de la diplomacia española, los que mantienen la dignidad y el antiguo poderío hispano en Europa: acuerdos en Londres, treguas en Bruselas, ventajas políticas en París, predominio en Italia, bodas y proyectos conjuntos francoespañoles e hispanoingleses, influencia en la elección imperial, alianzas al principio de la Guerra de Treinta Años... Todo sin derramar sangre española, a base de paciencia, trabajo, astucia, gallardía, cultura, inteligencia, osadía y prudencia. Además con poco gasto, en época en que no había dinero ni para la mesa del rey. Fue la tarea del conde de Gondomar en Londres, del conde de Oñate en Viena, del marqués de Bedmar en Venecia, de íñigo de Cárdenas en París, de Zúñiga, del duque de Feria, de don Gómez Suárez de Figueroa.

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Se acuerdan las bodas de la infanta Ana de Austria con el heredero del trono francés Luis XIII, y del futuro Felipe IV con Isabel de Francia, lo que por desgracia no sirvió, por culpa francesa, de Richelieu concretamente, para aliviar la hostilidad entre los dos países. Por aquellos días seguía siendo esencial mantener la comunicación entre las posesiones españolas en Italia y en Flandes. Es decir, el famoso paso de la Valtelina a través del cantón suizo de los Grisones. Fue una de las grandes tareas del duque de Osuna, desde Nápoles, del marqués de Villafranca, desde Saboya, y del marqués de Bedmar, con la llamada «conjuración de Venecia». Es digna de resaltar la sobresaliente actuación de don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, de acuerdo con el gran Bedmar. Tan importante fue, patriótica y personalista, que el conde de Villamediana se permitió comentarla así: «¿El duque bienes ajenos? Fue tan modesto que el rey le dio oficio de virrey y aspiró a dos letras menos.» Las potencias europeas seguían unidas frente a España. Isabel I de Inglaterra, Enrique IV de Francia y los protestantes alemanes apoyaban a Mauricio de Nassau, el líder flamenco, que derrotó al archiduque Alberto de Austria en la batalla de las Dunas (lóOO). En cambio, como reacción, Ambrosio Spínola, genovés al servicio de España, venció a los aliados conquistando Ostende. Spínola, el general de la toma de Breda, el del famoso cuadro velazqueño de «Las Lanzas», fue galardonado con el Toisón de Oro y el título de marqués de Los Balbases. Como la guerra resultaba ya insoportable para ambas partes, se llegó a la Tregua de los Doce Años, en La Haya en l609. España iba siendo derrotada, perdiendo el predominio no sólo en los Países Bajos, sino también en los mares y en el comercio. Esta situación contribuía a que en Portugal se sintiera que el formar parte del imperio español en nada favorecía a sus colonias en América y el Extremo Oriente. Inglaterra seguía hostilizando a España. Ataca a Las Palmas, La Coruña y Lisboa, y saquea Cádiz. Hay que negociar la paz con la vengativa reina Isabel, de lo que se encargan en Londres el conde de Villamediana y el duque de Frías, pero quien lo logra es el conde de Gondomar. Él consiguió además que fuera ejecutado como pirata el héroe nacional inglés sir Walter Raleigh, y que fueran liberados todos los sacerdotes católicos encarcelados por Isabel. Por desgracia, esta acción tan positiva de Gondomar, que hubiese culminado con «la boda española», que deseaba Jacobo I Estuardo, se vio frustrada con el vendaval europeo del siglo XVn, la Guerra de los Treinta Años. Felipe III, aconsejado por el padre Aliaga y por el duque de Uceda, nuevo valido, visita por fin Portugal después de veinte años de reinado. Debió haberlo hecho mucho antes y con frecuencia. También debió reforzar la defensa de Brasil, de Guinea, de Mozambique, de las Molucas, atacadas por holandeses e ingleses. A pesar de tales fallos, don Felipe fue acogido con gran entusiasmo por el pueblo en todas las poblaciones portuguesas, y acompañado por los duques de Braganza y de Barcelos y por el almirante de Portugal, don Lope de Acevedo. Lisboa acogió al rey

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con espléndidas fiestas y pidió a Felipe III que la hiciera capital de todos sus reinos. ¡Qué gran momento para formalizar, asegurar y dar proyección de futuro a la unión peninsular! No precisamente por la cuestión de la capitalidad lisboeta, asunto importante pero no esencial. Los gobernantes españoles no estuvieron a la altura de las circunstancias; las potencias europeas iban a oponerse con todos los medios a la unión hispanoportuguesa, y además el lamentable, casi enfermizo, austracismo de la dinastía desviaba la atención y los medios españoles a orillas del Danubio, del Mosa y del Escalda, en vez de afirmarlos en las aguas del Tajo, proyectándolos a América y África. ¡Ah, si hubiera vivido Fernando el Católico! En marzo de 1621, a los cuarenta y tres años de edad y veintiuno de reinado, fallece Felipe III. Nada esencial se ha perdido pero la crisis del reino está abierta, parece imparable. Habría hecho falta un gran talento político para poner en forma el país, unificar de verdad el esfuerzo de sus territorios aun dentro de su diversidad, concentrar en menos frentes la acción exterior, elegir bien los gobernantes, crear riqueza y administrarla sabiamente... ¿Demasiada tarea para el nuevo rey, Felipe IV, el del Siglo de Oro, en uno de los más largos reinados de nuestra historia? *** Felipe IV El historiador catalán Soldevila aconsejaba para España al llegar al trono Felipe IV una política de modestia internacional. Pero el conde duque de Olivares era un fanático de la política de la Casa de Austria, centralizador a ultranza, es decir, castellanista en lo interior y agresivo imperialista en lo internacional. Para coordinar tan difícil empresa de doble faceta, hacía falta un auténtico hombre de Estado, el genio político del cardenal francés Richelieu. Olivares, que no era tonto ni mucho menos, y ferviente patriota, a su modo, presentó un Memorial al rey, al iniciar su privanza. «Tenga V. M. como el negocio más importante de su monarquía el hacerse rey de España, que no se contente con ser el rey de Portugal, de Aragón, de Valencia y conde de Barcelona... sino por reducir estos nervios de los que se compone España al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia. Que si V. M. lo alcanza será el príncipe más poderoso de la tierra.» Dispone ya Olivares del poder que le ha traspasado por orden del rey el duque de Uceda. Don Felipe acaba de subir al trono con dieciséis años. Los historiadores dicen de él que es indolente, bueno, simpático, de escasa voluntad y sensualidad enfermiza, erotismo morboso, con arrepentimientos piadosos, y cortesano amigo de fiestas, saraos y bufones. Rey caballero y cazador para los pinceles de Velázquez, «un criado que pinta», según el monarca. Este casi lamentable fin de raza preside desde el Alcázar de Madrid el destino de las Españas.

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Si a don Gaspar de Guzmán y Pimentel hubiera que juzgarle por los resultados, el veredicto de la posteridad no podría ser más desfavorable. Y, sin embargo, era un hombre muy culto, de arrolladora fuerza vital, de alta posición de familia, voluntad firme y talento natural y cultivado. Cuando empieza su privanza dice a Uceda, con verdad: «Todo es mío». Efectivamente, el rey está en sus manos; Cánovas y Silvela, dos primeros ministros que han estudiado a fondo su personalidad, afirman que es una constante lección para gobernantes, con todos sus aciertos y todos los defectos, entre éstos su confianza desmedida, su tremenda soberbia y su tozudez inflexible. No obstante, fue bien recibido por el pueblo, que veía en él la persona capaz de hacernos volver a las glorias del pasado. Su presencia, sus dotes de mando, su constante afirmación de que quiere la paz le dan gran prestigio en Europa: Spengler dice que es el personaje más poderoso del continente y Hauser cree que han vuelto los momentos más gloriosos de la Casa de Austria. Vicens Vives le reprocha, en cambio, que no dedique más atención a las Indias, de las que nos viene la riqueza. Porque las arcas del Estado están vacías y Castilla, la que venía pagando glorias y victorias, ya no da más de sí. Lo escribe Quevedo: «En Navarra y Aragón no hay quien tribute un real; Cataluña y Portugal son de la misma opinión...» Y Olivares pretende que todos paguen y que aporten hombres para los ejércitos... Para ello prepara proyectos descabellados, más por la forma que por el fondo, ya que lo que preconiza con la «Unión de Armas» es lo que han hecho todos los grandes países de Europa. Es lo que hizo Richelieu, su «grand dessein» en el que deja de lado prejuicios religiosos e intelectuales para que sólo cuente lo político. Todavía se viven horas de euforia sobre el tema de Flandes. Ha muerto el archiduque Alberto y es gobernadora Isabel Clara Eugenia, la hija muy querida de Felipe II. Don Fadrique de Toledo destroza a la flota holandesa y se cumple la lacónica orden de Felipe IV: «Marqués de Spínola: tomad Breda». También se vence a holandeses y británicos en la Guayana y Puerto Rico. Poco después fallece en Flandes la gobernadora. Parece que el espíritu de Carlos de Gante desaparece para siempre. Sin embargo, aparece en la historia un insigne vástago de la familia, inteligente y gran militar, el cardenal infante don Fernando, tercer hijo varón de Felipe III, que en principio había sido destinado a la Iglesia. A los diez años era cardenal de Toledo, pero su carácter y cualidades le llevaban por otros derroteros. Este don Fernando, digno del nombre de sus reales predecesores, fue nombrado gobernador de Portugal, no tomó posesión, de Cataluña y luego, de Flandes, al morir Isabel Clara Eugenia. Obtuvo una gran victoria sobre los protestantes en Nordlingen (1634) acreditándose como uno de los primeros militares de la época, reuniendo además altas dotes de político; habría sido un perfecto jefe de Estado, a mil codos sobre su hermano Felipe. Parece que España vuelve a ser el árbitro de Europa. Don Fernando se acerca a París. Luis XIII y Richelieu huyen, pero, como le ocurrió años atrás a Alejandro Farnesio, la conquista se frustra por razones políticas, la

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absurda piedad del influyente padre Aliaga y los celos de Olivares. Se malogran también el avance del almirante de Castilla desde Guipúzcoa hacia Burdeos, las victorias hispanas en los Alpes y el Tesino y la lealtad del Franco Condado hacia España. Pero Madrid vacila, no aplasta al enemigo, y la Fortuna, siempre tornadiza, se da la vuelta y Nordlingen se va a llamar Rocroi. La muerte en 1641 del cardenalinfante don Fernando cierra un ciclo en la historia de Europa. Ya lleva muchos años en marcha la Guerra de los Treinta Años, que sólo en su última fase, el llamado período francés (16351638), nos afecta directamente. La intervención de Richelieu contra los Habsburgo centroeuropeos lleva la guerra contra sus parientes españoles a la frontera pirenaica, a Flandes y a los Alpes. Hay numerosos encuentros, victorias y derrotas, ninguna decisiva. Los franceses son rechazados en la heroica defensa de Fuenterrabía por la propia población ayudada por las tropas del marqués de Mortara, y el cardenalinfante don Fernando vence también a los franceses en Sedán. Sin embargo, este balance más bien positivo no impide que se agudice el declive, que suenen las campanas por España. Estamos llegando a la hora fatídica de 1640, el año de las rebeliones de Cataluña y Portugal. *** Ha muerto Richelieu. También el rey Luis XIII y el emperador Fernando II. Olivares cae en desgracia. Wéstfalia va a marcar el inicio de la hegemonía francesa. Miremos hacia dentro de España, siguiendo los consejos de Ángel Ganivet y del historiador catalán Vicens Vives. Los reinos españoles, Navarra, Cataluña, Valencia, las Vascongadas... tenían su organización propia, sus sistemas forales y leyes peculiares que se venían respetando desde tiempo de los Reyes Católicos. Pero el regionalismo político anticentralista estaba hecho de susceptibilidades más que de razones históricas y prácticas. Por todo ello, en las horas bajas de la empresa hispánica de Castilla, poco podía seducir a los reinos periféricos peninsulares el proyecto de la «Unión de Armas». El caso de Cataluña es el más sintomático. Antes de 1640 no había animadversión contra Castilla ni contra los Austrias, si bien permanecía latente el recuerdo de las glorias medievales del condado de Barcelona y de la Corona de Aragón. Era un pueblo tradicionalista, conservador, sensible y con su propia cultura. Lo que exigía Olivares a los catalanes era una aportación proporcional y fija para todas las empresas de la Monarquía. Cuando se niegan a ello con enconada resistencia surge en las regiones castellanas un sentimiento anticatalán. Los tercios que han luchado en el Rosellón y acampan sobre el terreno en Cataluña, cumpliendo órdenes de Olivares, no se hacen querer por la población. Ocurre siempre en esos casos, alojamientos, manutención, auxilios... Es tiempo de revueltas en Nápoles, en Flandes, en Portugal, en Alemania... En Barcelona sufre las consecuencias don Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma y nuevo virrey. A la tradicional llegada de los «segadors» la víspera del Corpus, estalla el motín bien montado por los agitadores de turno. Santa Coloma es acuchillado después de una noche trágica. Las manifestaciones no van contra el rey ni tienen carácter secesionista3.

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Las masas gritaban por las calles ¡Visca el rey! ¡Muyra lo mal govern! ¡Visca la fe católica! La rebelión del «Corpus de sangre» duró una semana y produjo no más de veinte muertos. Tuvo mucho más carácter social, del campo contra la ciudad, sin carácter separatista alguno. Así puede verse en J. ff. Elliott, Aguado Bleye, Vicens Vives, Ubieto, Reglá yjover... Los consejos de transigencia del conde de Oñate no fueron atendidos, y Olivares forzó a Felipe IV a que de clarara la guerra a uno de los reinos de su Corona, a Cataluña, cuyo Parlamento se dividió entre los que preferían someterse al perdón real y los que querían combatir. Estos esperaban contar con la ayuda de otros reinos españoles, Aragón, Valencia, Navarra... lo que no ocurrió; y también de Francia, así como la coincidencia con la posible rebelión portuguesa. Richelieu quiso reconocer una república catalana bajo protectorado francés, pero los líderes de la rebelión decidieron que mejor era depender de Felipe IV que del absorbente centralismo de París que nada entendía de foralismos. Los ejércitos y la flota francesa participaron en la lucha, con resultado alterno. Nunca llegó el rey Luis a Barcelona, pero se perdió el Rosellón. Olivares hizo que Felipe IV llevara su cuartel general a Zaragoza, pero los continuos errores políticos del valido, de fracaso en fracaso, forzaron su caída y el regreso del rey a Madrid. La separación de Portugal convenía a todas las potencias europeas. Si no, las escasas muestras de independentismo habrían sido reprimidas fácilmente. Claro es que hacía falta talento, prudencia, prestigio y autoridad para hacer concesiones sin llegar a rupturas. Todo eso faltaba al rey y a su primer ministro, y no al duque de Braganza, que iba a ser Juan IV. Lástima grande, porque como escribía Camoens, «castellanos y portugueses, porque españoles lo somos todos». El l2 de Diciembre de 1640 se inició en Lisboa una revuelta limitada, pero en tres horas la gobernadora Margarita de Saboya fue detenida y el duque de Braganza proclamado rey de Portugal. En Madrid se supo una semana más tarde. Poco a poco las colonias portuguesas de ultramar fueron reconociendo tal situación. Durante siete años hubo encuentros y pequeños choques militares sin trascendencia grande. Incluso varios parientes cercanos de Olivares, los Guzmanes, estuvieron del lado de Juan IV. El Conde Duque murió en Toro, después de su destierro, en julio de 1645. Había dejado tras él una estela de de sastres. El impuesto de la Sal provoca una revuelta en el País Vasco, alentada por el clero y dirigida por un clérigo, el doctor Armona; rebelión social, no nacionalista. El duque de Medina Sidonia quiso independizarse como soberano de Andalucía y el de Híjar hizo lo mismo en Aragón. Más grave fue la sublevación de Nápoles, dirigida desde Francia por el cardenal Mazarino, revuelta que tuvo al frente al pescador Masaniello (Tomás Aniello), también de carácter social, bajo los mismos gritos patrióticos del Corpus de Sangre de Barcelona, y los de ¡Viva Dios! y ¡Viva la Virgen del Carmen! Dos jefes de gran categoría, don Juan José de Austria —hijo natural de

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Felipe IV y «La Calderona», famosa actriz— y el Conde de Oñate, reafirmaron la posición española en el sur de Italia para muchos años. Don Luis de Haro, sobrino de Olivares, marqués del Carpió, no hizo más que ir saliendo adelante frente al superior talento del francés cardenal Mazarino. A los dos días de iniciar su gobierno, se pierde la batalla de Rocroi, símbolo del fin del poder militar español en Europa (mayo 1643). Barcelona se rinde por fin a don Juan José de Austria, que ha vencido antes a los grandes generales que contra él envió Mazarino a la capital catalana, Condé, Schomberg, La Motte, Vendóme... Cataluña va a conservar sus fueros y privilegios. Vino después la Paz de los Pirineos. Don Luis de Haro quiso reconquistar Portugal, sin decisión, sin continuidad, sin inteligente política ni medios suficientes. Más de veinte años de pequeñas batallas para acabar perdiendo las decisivas de Estremoz y de Villaviciosa. *** Entre las paces de Westfalia y la de los Pirineos, de 1648 a 1659, se consume la supremacía española en Europa, que pasa a manos de Francia. Nos representó en Westfalia el insigne escritor Saavedra Fajardo. Se trataba más bien de la liquidación del Imperio austríaco; no nos afectaba directamente, no obstante tuvimos que confirmar la cesión a Holanda de las provincias de Brabante y Limburgo. Aparecen con esta paz dos naciones nuevas, Holanda y Suiza, y Suecia se convierte en la primera potencia del Báltico.

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Aún obtuvo España una importante victoria en Valenciennes (1656), que compensó en parte la derrota de Rocroi. Los vencedores fueron don Juan José de Austria y el marqués de Caracena. Pero poco después, además de perder Jamaica, sufríamos una grave derrota en la segunda batalla de las Dunas, en la que perdimos Dunquerque, Oudenarde, Dixmende y las Gravelinas, donde antaño obtuvimos una gran victoria. Luis XIV se casa con su prima María Teresa de Austria, infanta de España. Esta boda, en San Juan de Luz, es una perfecta obra diplomática del cardenal Mazarino, que en 1659 firma con don Luis de Haro en la isla de los Faisanes, en el Bidasoa, la famosa Paz de los Pirineos. En ella se desgajaron el Rosellón y la Cerdaña de la parte catalana de España, prevaleciendo el criterio geográfico francés de la frontera en las cumbres pirenaicas, sobre los derechos históricos de la Corona de Aragón. El final del reinado de Felipe IV es como un símbolo de las grandezas y de las miserias de la monarquía hispánica. Gracias a esta institución España como reino, como Estado lo ha resistido todo, abusos de validos, tendencias secesionistas, un rey carente de las cualidades indispensables para gobernar, el acecho de todas las potencias rivales... Se acerca un fin de raza, después de tantas bodas entre parientes cercanos: es el último Austria más Austria que sobrevive, el que será Carlos II. El 17 de septiembre de 1665 muere el rey Felipe IV después de un larguísimo reinado, cumbre del arte y de las letras españolas y abismo de nuestras desgracias políticas en el exterior, con riesgo irreparable que se consumó con la pérdida de Portugal. Él cavó bajo el Monasterio de El Escorial el Panteón de Reyes. El gran don Francisco de Quevedo lo comentaba así: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados... y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte.» 1 Véase mi libro Los nobles e innobles validos (Ed. Planeta, Barcelona, 1990). 2 La Emperatriz María era madre de Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II y madre de Felipe III. 3 Véase mi obra Los catalanes en la Historia de España (Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1996).

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XXIII CARLOS II. FIN DE LA CASA DE AUSTRIA

Desde los primeros reinos de la Reconquista se había establecido en España una a modo de sucesión familiar que adquiere carácter hereditario de padres a hijos desde Fernando I en Castilla y su consagración jurídica en las Partidas de Alfonso X el Sabio. Así, hasta el último de los Austrias, Carlos II. Pocas veces las circunstancias fueron más adversas para mantener ese principio que cuando ocupó el trono este desgraciado monarca, y sin embargo, pocos reyes se habrán visto más amparados por su pueblo que él. Parecía que el país sacaba fuerzas de flaqueza para salvar a una España que se hundía, fuerzas que venían sobre todo de la periferia. El rey Carlos II tiene sólo cuatro años al suceder a Felipe IV. Se hace cargo de la regencia su madre, que es su prima carnal, hija de una hermana de su padre. Seguía la lamentable endogamia1. Se forma un Consejo de Gobierno para auxiliar a la reina. Están representados la Iglesia, el Ejército, la Nobleza, la Justicia, fuerzas vivas regionales... El secretario es Blasco de Loyola, vascongado de pro. Pero doña Mariana entrega toda la confianza política a su confesor, el jesuita alemán Everardo Nithard; es decir, dos extranjeros, reina y confesor, al frente del país. Todas las simpatías populares se van del lado de don Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV, al cual detesta, como es lógico, la reina, por ser producto de los amores de su marido con la Calderona. Era donjuán hombre de muchas buenas cualidades, valor personal, buen dialéctico, dosificada ambición2, muy patriota aunque tal vez algo indeciso en los momentos decisivos. La reina había desterrado a donjuán a Consuegra, pero él, al poco, reaparece en Barcelona, desde donde se dirige a Zaragoza con el apoyo del virrey y de los Consejos de los tres reinos de Aragón. Luego, con una escolta de trescientos caballos se presenta en Torrejón de Ardoz, a las puertas de Madrid, y desde allí exige la salida de Nithard, a lo que la regente tiene que acceder. Don Juan José no se decide a entrar en Madrid. Durante más de dos años, de 1669 a 1672, no intervino en política de modo decisivo, salvo para crear la Guardia Real. Para evitar sus veleidades «golpistas», doña Mariana de Austria quiso enviarle lejos, de gobernador a Flandes, cementerio político, cuando no definitivo de grandes personajes. Él, naturalmente, se negó a aceptar.

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Fue una lástima que a Juan José de Austria le faltara decisión para hacerse con el poder: lo tenía todo, aura popular, prestigio guerrero y el apoyo de los reinos, en especial el de Aragón, Cataluña y Valencia. Doña Mariana aprovechó la indecisión del ilustre bastardo para entregar toda su confianza a un advenedizo sin mérito alguno llamado Fernando de Valenzuela, el peor de los validos de la época. Adulador, sin formación cultural ni política, sin escrúpulos, ambicioso, incapaz para comprender los problemas del país, pero eso sí, simpático, de buen talle, listo y maestro en el arte de «salir del paso». No puedo impedir la comparación con un encumbrado político contemporáneo. A Valenzuela le llamaban «el Duende de Palacio», y la regente le nombró marqués de San Bartolomé de Villasierra. El rey, que tenía sólo catorce años y era un pobre retrasado, física y mentalmente, tuvo sin embargo ánimos para ordenar prender al valido y «tomarle cuentas». Tuvo don Carlos el acierto de tener a su lado a su hermano don Juan José de Austria. Al comparecer en público los dos juntos en noviembre de 1675, fueron aclamados por el pueblo, que veía en ellos el final de los males del país. Pero el pobre «Hechizado», convencido por su madre, manda a donjuán a Italia y Valenzuela vuelve al poder, superando en esa etapa todos los abusos y fallos de su anterior mandato. El bastardo real no obedece. Se queda en Zaragoza y con el respaldo del cardenal arzobispo, de la nobleza aragonesa y del pueblo, organiza un pequeño ejército. Con él, unos 16.000 hombres, se presenta en la raya de Castilla, continúa y se presenta solo en Madrid en medio del entusiasmo delirante de las gentes. Con ello Carlos II alcanza su máxima popularidad. Don Juan José empieza a gobernar en enero de 1677 y logra que se recuperen el prestigio y la dignidad que la monarquía había casi pedido. Además, con educación y cariño, consiguió sacar el máximo rendimiento de las escasas facultades del rey, haciendo de él un monarca popular y querido. Devolvió a la Corte su antigua categoría y esplendor, pero sin excesos, y cortó enérgicamente favoritismos, abusos y cohechos. Doña Mariana de Austria fue confinada a Toledo, y Valenzuela desterrado, primero a Méjico y luego a Cavite, en Filipinas. El poder de don Juan José, obtenido al fin y al cabo por un golpe militar patriótico y desinteresado, con gran apoyo de la periferia, empezó a molestar a muchos. Como siempre en estos casos, se engrandecen los fallos y no se aprecian los muchos aciertos. Y todo esto, gracias a él, con el clamor popular acompañando por doquier a Carlos II. Tan favorable panorama se vino abajo al fallecer prematuramente el gran bastardo, una frustración más en la historia de España, en septiembre de 1679. Para las potencias europeas el tema clave del último tercio del siglo XVII era ir tomando posiciones para la sucesión española. Francia iba asegurando sus fronteras, y Luis XIV su «grandeur», que no duró muchos años. Inglaterra se tallaba su imperio colonial a costa de España, y Holanda no le iba a la zaga. La Paz de Aquisgrán en 1668 dio de lado a España, y todos los firmantes tenían ya previsto el reparto de los reinos españoles cuando Carlos II tenía sólo veinte años pero se daba por supuesto que no habría hijos de sus matrimonios.

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Luis XIV presentó al gobierno de Madrid una interesante proposición: los Países Bajos para Francia; a cambio el Rosellón, la Cerdaña y la Baja Navarra para España. Pueden analizarse las muchas ventajas y tal vez lo utópico de tan importante «cambalache de altura». A mí me hubiera gustado, pero no hay tiempo ni espacio para perderse en futuribles. Madrid no aceptó: poco podía esperarse de tan cortos gobernantes. Tuvimos que adherirnos a la Paz de Nimega (1678), primera en la historia europea negociada en francés, nueva lengua diplomática, y no en latín. Por lo menos recuperamos Puigcerdá, que se había perdido antes, pero cedimos Luxemburgo, cedido a Francia por veinte años. También en estos días de predominio francés sus tropas llegaron a ocupar Barcelona (1697), que tuvo que devolver en la Paz de Ryswick, porque las potencias aliadas se impusieron por el mar. En el fondo, en el tablero de la gran política europea se estaba jugando la sucesión en el trono de España, donde no aparecía la menor veleidad republicana ni de cambio dinástico. Histórica lealtad a la Institución, a pesar de que el desgraciado Carlos II languidecía en el alcázar de Madrid. Francia, que está de moda, impone el matrimonio del rey con María Luisa de Orléans, sobrina de Luis XIV. Viene para dar un hijo a la Monarquía española. Por francesa, el pueblo la ve como una espía del enemigo, pero se la aceptará si es capaz de dar a luz. De entonces, aquellos versos: «Parid, bella flor de lis en aflicción tan extraña: si parís, parís a España; si no parís, a París.» Muere la bella flor en 1689 sin haber dado al rey el deseado heredero. Enseguida se la busca sucesora. Es elegida la princesa alemana Mariana de Neoburgo, hija del elector palatino del Rhin. Es una espléndida hembra con una «recomendación formidable»: su madre ha tenido veintitrés hijos. La nueva reina demostró muy escasas condiciones para ser la adecuada para España: no comprendió al país, fue mezquina, ambiciosa y una peligrosa mezcla de infantilismo y astucia. Fingía embarazos y se rodeó de una ridicula camarilla, la condesa de Berlips (la perdiz), el confidente Wiser (el cojo) y el secretario Angulo (el mulo). El pueblo habría preferido una gran dama española. Además se hizo inevitable el choque de las dos Marianas, la madre, la de Austria, y la esposa, la de Neoburgo. Poco podía hacer el primer ministro, conde de Oropesa, buen gobernante lleno de buena voluntad, para resolver tamaño entuerto. A la muerte del Conde, el mejor ministro después de don Juan José de Austria, en Madrid, un poblachón que todavía gobernaba medio mundo, no había otro tema en los mentideros que el de las intrigas de todos para la sucesión real.

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Dirigían los bandos cara al futuro, el embajador francés, marqués de Harcourt, y el del Emperador, conde de Harrach. Y terciaba el representante del elector de Baviera, al que apoyaba el influyente cardenal Portocarrero. En esa batalla de intrigas, Mariana de Neoburgo se inclinaba, naturalmente, por la candidatura del archiduque Carlos, hijo de su hermana y del emperador Leopoldo. En cambio, la reina madre apoyaba a su bisnieto José Fernando, hijo del elector de Baviera, y Luis XIV volcaba todo su poder, diplomacia y compra de voluntades, en favor de su nieto, el que sería Felipe V, nieto a su vez de una hermana de Carlos II, María Teresa, reina de Francia. El gobierno de Madrid, con Oropesa al frente, y el Consejo de Estado, presidido por Portocarrero, van decidiendo el ánimo del rey en favor de José Fernando de Baviera, que es menor de edad y hay que prever una regencia. El rey no ha muerto. Todavía espera procrear. Pero ya se extiende la noticia de sus hechizos, de su enfermedad y de su impotencia, rumores extendidos sobre todo desde Viena. Con la mayor desvergüenza, Luis XIV propone al Emperador y al rey de Inglaterra el reparto de la monarquía española. Él se quedaba con Nápoles, Sicilia y Guipúzcoa. El acuerdo se firma en La Haya en 1698, pero surge una nueva circunstancia: fallece José Fernando en febrero de 1699. A él se le había atribuido España con un imperio muy disminuido. Entonces el patriotismo que queda en el gobierno de Madrid se niega a aceptar tal reparto, y para evitar la desmembración de las Españas, cree que lo más adecuado es inclinarse por el candidato francés, ya que el poder de Luis XIV garantiza que su nieto heredará la totalidad de los territorios de la monarquía española y la integridad de los mismos. En este sentido fue decisiva la intervención en Madrid de Ana de la Trémouille, princesa de los Ursinos. «En los angustiosos días del otoño de 1700 se va extinguiendo la vida de Carlos II». El cardenal Portocarrero pone a la firma del rey la designación del nieto de Luis XIV y de María Teresa, hermana de Carlos II (insisto en este parentesco), el que va a ser Felipe V. Muere el mísero «Hechizado» el l2 de noviembre del año 1700. Las tropas francesas estaban ya en la frontera para traer las flores de lis a España. Iba a cambiar la dinastía, pero la monarquía española salvaba su integridad y aún seguiría siendo por un siglo, una primera potencia en el mundo. 1 Cuando entra sangre de fuera, legítima o ilegítima, es cuando la Casa de Austria da sus mejores frutos, donjuán de Austria y don Juan José de Austria. El cardenalinfante don Fernando es una gloriosa excepción. 2 El príncipe de Condé le llamaba «Don Juanísimo».

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XXIV CAMBIO DE SIGLO, CAMBIO DE DINASTÍA. FELIPE V

Don Eugenio D’Ors diría que pocas veces coinciden las calendas con la historia como en el año 1700 de nuestra era. Cambio de siglo, cambio de dinastía, cambio de sistema, nuevo estilo de vida, nuevas corrientes políticas y filosóficas, el equilibrio europeo, la Ilustración... También una nueva guerra parece inevitable. La unión familiar borbónica cae muy mal en Inglaterra, por amenazar su dominio en los mares y en el comercio mundial. Además, el emperador Leopoldo se niega a aceptar el testamento de Carlos II, y Holanda teme que España y Francia unidas impongan el catolicismo en Flandes. Añadamos a Portugal, cada día más unido a los intereses británicos y temeroso de la unión peninsular borbónica. En Versalles se celebra un acto solemne. Es el embajador español, marqués de Castelldosrius, y no Luis XIV, el que pronuncia la famosa frase: «Quelle joie! II n’y a plus de Pyrenées, elles se sont abimées et nous ne sommes plus q’un». El rey Sol da instrucciones a su nieto: «Recorre el país, no te dejes gobernar, da los puestos de responsabilidad a los nacionales...» Sabios consejos. Felipe V pasa de las lecciones de su maestro Fénélon a las del poco hábil e impopular Portocarrero, aunque más le influirá su confesor, impuesto por Luis XIV, el padre Daubenton, y los miembros del séquito que acompaña a la joven reina María Luisa Gabriela de Saboya. El piadoso y digno don Felipe no difiere mucho, en cuanto a indolencias y aspecto, de sus predecesores Austrias, pero es más robusto, más instruido y, sobre todo, mejor educado. El nuevo rey entra por Irún y Fuenterrabía el 23 de enero de 1701. Hace el recorrido hasta Vitoria a caballo, rodeado del entusiasmo popular. Todo el País Vasco y Navarra están al lado de Castilla en favor del nuevo rey. El recorrido entre el Buen Retiro y los Jerónimos para ser proclamado, es un delirio público. Y lo mismo ocurre en Barcelona, donde los reyes se instalan durante más de cinco meses, muy a gusto y de acuerdo con los consejos de Luis XIV. Felipe vence sus crisis de decaimiento y depresión y siente que revive su espíritu al saber que los cañones vuelven a tronar en Italia. Va a ser un rey valiente, animoso, que sólo actúa para la guerra y para tener hijos1. Eso sí, sabe rodearse, y confiar, en un selecto grupo de magníficos colaboradores. Pronto se siente identificado con su

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nueva patria y con su oficio de rey. Al frente de sus ejércitos, con Vendóme al lado, vence a los austríacos en Santa Vittoria y después en Luzzara. Eso que al frente del enemigo están los dos mejores generales de la época, el famoso Marlborough y el príncipe Eugenio de Saboya. El pueblo español empieza a creer que es un nuevo Carlos V y que van a renovarse sus gloriosos, aunque infructuosos anales. *** La tónica del juego político internacional en Europa durante el siglo XVIII hasta la aparición de Napoleón en escena, fue un sistema de equilibrio: anexiones parciales, casi nunca permanentes, compensaciones, repartos, devoluciones... La Gran Bretaña dirige el juego. Por ello une en alianza a otros países, Austria, Holanda, Suecia... para evitar el predominio francés. Es la etapa de las victorias de Marlborough, el famoso «Mambrú se va a la guerra...».

No todos los españoles están con Felipe V: el almirante de Castilla, duque de Medina de Rioseco, le abandona y se va a Portugal, uniéndose al Tratado de Methuen, que vinculaba para muchos años al país vecino con Inglaterra. También la antigua Corona de

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Aragón, Cataluña en especial, con el apoyo de la Triple Alianza contra Francia, se inclina por el candidato austríaco al trono de España, el archiduque Carlos, que ya se titulaba Carlos III. Era lógico: Cataluña no quería nada con Francia, que ocupaba sus territorios irredentos del Rosellón y la Cerdaña; guardaba un horrible recuerdo de sus ocupaciones anteriores, temía la competencia de su industria textil, y veía en los Austrias la garantía de sus fueros y libertades frente al centralismo francés de los Borbones etc. Por eso Cataluña demostró su españolismo tradicional y conservador al adherirse firmemente al archiduque austríaco frente a Felipe V. Lo malo fue que de esta laudable actitud dinástica y política no se derivaron más que desgracias para todos2. Por desgracia también se repitió entonces lo que ha ocurrido siempre en las contiendas civiles en España: cada bando llama en su apoyo a fuerzas extranjeras, y son éstas las que se benefician bien pronto. Las hostilidades se inician enseguida. Son demasiados episodios para detallarlos. Procuraré dar una idea, una relación de los mismos, muy resumida. 1 El duque de HesseDarmstad, al frente de un fuerte contingente austrobritánico, desembarca en Cádiz con el propósito de conquistar Andalucía. La reina y Portocarrero arman batallones para contrarrestarlos. 2 Nos hunden los famosos galeones en la rada de Vigo (octubre 1702). 3 Se forma un ejército español de 40.000 hombres al mando del duque de Berwick, famoso bastardo, hijo de Jacobo II Estuardo y de Arabella Churchill3. 4 Felipe V se pone al frente de sus ejércitos. 5 El almirante Rooke y el duque de Darmstad atacan Gibraltar, heroicamente defendido por don Diego Salinas, con sólo cien hombres. Tiene que capitular, pero lo hace para Carlos III como legítimo rey de España. Fracasó en cambio el ataque a Ceuta. 6 Los aliados vencen a los franceses a orillas del Danubio y en Ramillies. 7 Fracasa el intento del marqués de Villadarias con 4.000 hombres para recuperar Gibraltar. 8 El inglés conde de Peterborough, en audaz golpe de mano, se apodera de Barcelona, que será la capital del archiduque Carlos. Felipe V sitia la ciudad condal, pero la escuadra británica le obliga a retirarse. 9 . El pretendiente, que se hace llamar Carlos III, entra en Madrid (29 de junio de 1706). Castilla y Extremadura se levantan en armas contra él. 10 El duque de Berwick, con un ejército casi todo español, vence en Almansa (abril 1707). Cambia el curso de la guerra. Se celebra el triunfo en Madrid. El duque de Orleáns conquista Valencia y Zaragoza para Felipe V. 11 Los franceses siguen siendo derrotados en los campos de Europa y por mar. Esto último nos cuesta la pérdida de Mallorca, Menorca y Cerdeña. 12 El duque de Vendóme, con tropas españolas, vence en Brihuega y Villaviciosa. Estos son los principales episodios de la Guerra de Sucesión, en la que también se luchó en tierras americanas, en las fronteras de Florida y de Canadá.

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Recordemos que Navarra se mantuvo en toda la contienda a favor de Felipe V, y a ello debió el conservar sus fueros y privilegios. La muerte del delfín de Francia, padre de Felipe V, y del emperador José I de Austria, padre del archiduque, abren las posibilidades de negociación. Han combatido más de 300.000 hombres, los gastos han sido enormes y todos están cansados. Se dan los primeros pasos para el Tratado de Utrecht, a nuestras espaldas. En las Preliminares de Londres (1711) negocia Luis XIV de modo vergonzoso en nombre de su nieto, y cede en todo lo que no es suyo. Perdíamos Gibraltar y Menorca, que pasaban a Inglaterra; varios territorios españoles de Italia se entregaban al emperador, salvo Sicilia, que se adjudicaba a Víctor Amadeo de Saboya. Perdíamos también lo que nos quedaba en los Países Bajos. Y aún se pierden más cosas: «el asiento de negros» en América, que se cede a Inglaterra, y Colonia de Sacramento en Sudamérica, que pasa a Portugal. Utrecht, uno de los mayores desastres de nuestra historia, según Menéndez y Pelayo, una gran verdad. Eso sí, Felipe V es reconocido como Rey de España y de las Indias. Quedan así enfrentados solamente en la Península Cataluña y el rey Felipe, pero de hecho sólo resistía Barcelona. Los catalanes querían la paz. Resistió heroicamente la Ciudad Condal durante once meses a los 40.000 hombres y 140 cañones del duque de Berwick. La capitulación honrosa tuvo lugar el 12 de septiembre de 1714. Se distinguieron en la defensa contra los Borbones el «conseller en cap» Rafael Casanova y Villarroel. Casanova, el personaje de «la Diada», nunca fue perseguido después. Nunca se luchó contra España ni con propósitos separatistas. Fue contra la nueva dinastía, en defensa de la antigua, para que el archiduque Carlos de Habsburgo reinara en Madrid. Era como renovar el recuerdo de Carlos V, tan unido a Barcelona. Que no tergiversen la historia ciertos sectores catalanes. *** Felipe V es un rey francés. No puede evitarlo por mucho que se identifique con los intereses de España. La influencia de su abuelo, el Rey Sol, se ejerció a través de una serie de personajes: el confesor Daubenton, el duque de Grammont, embajador, el cardenal d’Estrées, entonces sólo abate, y, sobre todo, el hacendista Orry y el embajador Amelot. Algo así como los flamencos de Carlos I, pero mucho más honrados, inteligentes y eficaces. Orry hizo una gran labor para sanear la Hacienda y crear riqueza suprimiendo trabas y protegiendo la industria y las obras públicas. Gracias a la labor de estos equipos, España se pondría en condiciones de volver a ser pronto una primera potencia europea en lo económico, cultural y militar. En la Corte de Felipe V ejercía tanta influencia y poder como los mejores validos de etapas anteriores, la famosa princesa de los Ursinos, Ana María de la Trémouille, de sesenta años, que dominaba a la joven reina, María Luisa Gabriela, joven y atractiva, que sólo tenía veinte. Agradable remedio para la melancolía y el aislamiento del muy devoto y muy sensual Felipe V.

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Murió en 1713 la juvenil soberana e inmediatamente la de los Ursinos fue expulsada de España por la nueva reina, Isabel de Farnesio, hermosa, inteligente y cultivada, que muy pronto dominó al débil rey. Con Isabel llegó un personaje italiano, hijo de un jardinero de Firenzuola, aventurero genial, que fomentó toda la añoranza de Italia que había en los españoles: era el que conoce la historia como Cardenal Alberoni, uno de los principales estadistas europeos del siglo xviii. Fue un verdadero milagro el período selectivo egregio dirigido por Alberoni, rodeado de eficaces colaboradores españoles, los Patiño, Campillo, Ensenada... Recuerda el reinado de los Reyes Católicos después del desastroso de Enrique IV. En el campo militar destacan los triunfos del marqués de Lede, que recupera para España las islas de Cerdeña y Sicilia, admirable capacidad de reacción. Las combinaciones audaces de la diplomacia de Alberoni nos acercan a Rusia y a Suecia; organiza expediciones a Escocia, conspiraciones en París, levantamientos en Hungría... El pusilánime rey Felipe, asustado por tanta audacia y por los ataques franceses en nuestras fronteras —dirigi dos ahora por Berwick, que ha cambiado de bando—, proyecta desprenderse de Alberoni, al que echa de España. Grave error que no afecta al españolismo del Cardenal, que sigue defendiendo todo lo nuestro desde Italia. Nos adherimos a la Cuádruple Alianza (1720) y Jorge I nos promete la devolución de Gibraltar, primera promesa de una larga serie que nunca se cumplió. También se concierta la boda del futuro Luis I con Luisa Isabel de Orleans, hija del regente. Felipe V, un tanto prematuramente, renuncia al trono de España abdicando en su hijo Luis I, de diecisiete años. ¿Es que aspira a reinar en Francia o simplemente a causa de una de sus profundas depresiones? Casi con seguridad, la segunda razón, porque Luis XV era ya mayor de edad. Luis I cae bien al país: la novedad, es español y dotado de juveniles gracias. Se le llama ya «El Bienamado», pero las viruelas no le respetan y muere a los siete meses de reinado. Vuelve Felipe V al trono. El cerebro y ejecutor de la política española en este período va a ser un singular personaje, otro aventurero extranjero, pero sin la categoría, la inteligencia y la honradez de Alberoni. Se llama Juan Guillermo Ripperdá, holandés, católico y de supuesto origen catalán, una especie de Casanova y de Cagliostro, con una vida novelesca que no me puedo detener a relatar aquí. Fluctuamos de alianza en alianza, de bloque en bloque, en plena época del equilibrio europeo. Ripperdá dura un año. En él es nombrado primer ministro, duque, grande de España... Sus intrigas le llevan a prisión en el Alcázar de Segovia. Acabará en Tetuán convertido al islamismo. Entre las Ligas de Viena y Hannover, llega a ser verdadero ministro universal don José Patiño, nacido en Italia y de origen gallego; uno de los más grandes gobernantes de la época, a la altura de Walpole o del cardenal Fleury, de la serie francesa de los Richelieu y Mazarino. William Coxe define a Patiño como dulce, a la vez diestro y

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firme, sagaz político... Y mezcla de italiano y de gallego. No cabe más. ¡Ah, se me olvidaba!: en su juventud fue novicio jesuíta. Enumerar las obras positivas de Patiño ocuparía muchas páginas. Terminó su vida con mucha ironía. El rey le concedió la grandeza la víspera de su muerte: «El rey me da el sombrero cuando ya no tengo cabeza». Su política nacional y exterior sería la base de los reinados de Fernando VI y de Carlos III. El Primer Pacto de Familia se firmó en El Escorial en 1734. Todavía los ejércitos españoles del duque de Montemar vencían en Italia, afirmando nuestros reinos en el Sur. Se conquistaba Orán. Se construyeron las bases navales de Cartagena y Cádiz. Las guerras de Sucesión de Polonia y de Austria sólo nos afectan indirectamente. Francia no era una leal aliada. Seguía negociando a nuestras espaldas. Felipe V muere en el Palacio del Buen Retiro el 9 de julio de 1746. El Segundo Pacto de Familia se había firmado en Fontainebleau en 1743. Conviene recordar que el rey Felipe abolió los fueros de Aragón y Valencia, y en Cataluña se estableció que el Capitán General sería la máxima autoridad en nombre del rey. Navarra siguió siendo un reino, gobernada por un Virrey, conservando sus Cortes, Diputación, Cámaras, moneda y leyes civiles. También las Provincias Vascongadas conservaron sus Juntas, fueros e Instituciones propias. Y Felipe V fue el rey de los Palacios: el Real de Madrid, La Granja de San Ildefonso, Aranjuez, Riofrío. Y también el de las Reales Academias. Nos está esperando Fernando VI, el rey de la Paz. 1 Felipe V en sus dos matrimonios tuvo once hijos. 2 Según el gran historiador Vicens Vives, y de los «Anales de Cataluña», de Feliú de la Penya, se desprende que «en aquella ocasión los catalanes fueron los más españoles de España». 3 Berwick entroncará con la Casa de Alba española. De ahí le viene el apellido FitzJames, que conservan hasta hoy. Arabella era antepasada directa de Sir Winston Churchill.

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XXV FERNANDO VI, UN REY PARA LA PAZ

Al llegar al trono Fernando VI, el ministro de Estado de Francia, marqués de Argenson, escribía: «El gobierno fue francés en vida de Luis XIV, italiano en el resto del reinado de Felipe V; pero ahora va a ser español y nacional». Tiene gran parte de verdad este aserto dentro de su carácter generalizador. El nuevo rey hereda los restos, efectivamente, de una guerra limitada en Italia de la que va a tratar de salir lo antes posible. Ahora va a tener que ocuparse de defender las Indias lejanas y las comunicaciones con ellas, y muy preferentemente, de la recuperación de Menorca y Gibraltar. Fernando es consciente de que para ello hay que disponer de medios militares y navales, «si vis pacem para bellum»; es el mejor modo de hacerse respetar y de defender con firmeza una neutralidad armada. Ese va a ser el objetivo de los dos grandes ministros del reinado, Carvajal y Ensenada. La clave era recuperar el poder naval, como comprendió bien don José Patiño en los años últimos de Felipe V. Un país con territorios en Ultramar, con unas costas peninsulares de miles de kilómetros, con plazas fuertes en África, con islas en el Mediterráneo, en el Atlántico y en el Pacífico, necesitaba sobre todo una poderosa armada. Para ello se crearon grandes astilleros en El Ferrol, Cádiz y Cartagena, además de los tradicionales carpinteros de ribera de la costa cantábrica. El reinado, en su conjunto, podemos definirlo como pacífico, en cierto modo de transición y ordenador de la casa, como le gustaba a Isabel la Católica. Así va a poder España en poco tiempo contar con peso propio en la política europea y así será hasta el desastre de Trafalgar, muchos años más tarde. Fernando VI sube al trono a la edad de treinta y tres años con muy modestas condiciones para gobernar. Afortunadamente sigue el buen criterio selectivo de colaboradores que había iniciado su padre, buenos administradores, hacendistas, militares expertos, gentes honradas y excelentes patriotas. Más que unas Cortes, que venían siendo inútiles, actúan con acierto las chancillerías, las Audiencias, las Capitanías generales, los intendentes, eficaces funcionarios al estilo francés. Reconozcamos que el rey valía muy poco: de escasa prestancia, con incapacidad natural que él mismo reconocía, hundido a menudo en crisis de melancolía y con muy laudables aficiones a la caza y a la música. De ahí la influencia que tuvo en la Corte el tenor italiano Carlos Broschi, el famoso Farinelli.

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Tenía Fernando gran sentido del deber, de su oficio de rey, con un patriotismo nato que no alteraban influencias familiares, como la de la reina viuda Isabel de Farnesio. En cambio le fue muy útil la ayuda de su esposa, la inteligente doña Bárbara de Braganza1. Esta señora era muy poco agraciada, aunque de noble porte un tanto voluminoso. En los diez años que compartió el trono, se llevó muy bien con su regio esposo, pero no tuvieron hijos. Tal vez esta falta de prole influyera en la impopularidad de doña Bárbara. Difícil cuestión ésta de la elección de princesas extranjeras para casarlas con el príncipe heredero. Son lógicos, hasta deseables, pero también tienen sus inconvenientes estos enlaces. En los primeros años del reinado de Fernando VI, se distinguió por sus victorias militares en Italia el marqués de la Mina, que compensaba los fallos del hermanastro del rey, el príncipe don Felipe, que defendía sus intereses borbónicos en Parma y Plasencia, más vinculado a Versalles que a Madrid. El canciller francés d’Argenson decía del marqués de la Mina: «Es un verdadero español por su odio a los franceses». Todos querían la paz. Los pueblos estaban cansados. Paz que se acuerda en Aquisgrán en 1748 entre franceses ingleses y holandeses. España y Austria se adhieren. Es el «balance of powers tan caro a los británicos. Los dos hombres decisivos en esta etapa fueron el secretario de Estado don José de Carvajal y Lancaster, y el marqués de la Ensenada, que lo era de Marina, Guerra, Hacienda e Indias, el primero anglofilo, el segundo francófilo. Carvajal tenía sangre inglesa y portuguesa en sus antepasados y era diplomático. Estaba convencido de que España e Inglaterra no tenían intereses contrapuestos y que en realidad se complementaban. Claro es que esta idea la subordinaba a la devolución de Gibraltar y Menorca. Don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, riojano, era un hidalgo que ya había demostrado sus condiciones militares, administrativas y hacendistas en el reinado anterior al lado de Patiño. Carlos III, cuando todavía era rey de Nápoles, le concedió el título con el que ha pasado a la historia. Era fastuoso, gastador y con grandes dotes de hombre de Estado. El rey le reprochaba sus lujos. Él le contestaba: «Señor, por la librea del criado se debe conocer la grandeza del amo». Carvajal, extremeño, era mucho más sobrio y austero. El duelo gubernativo entre los dos ministros duró seis años y fue muy fructífero para el Estado. ¿Alianza inglesa o alianza francesa? Según el momento, las circunstancias y las condiciones, con visión no sólo de presente sino también de futuro. En general, por razones geopolíticas me parece más positivo el entendimiento con Inglaterra sin excluir la amistad con Francia, como quería Ensenada, con absoluta reciprocidad. La muerte repentina de Carvajal abrió un interrogante político. El que más la comentó fue el embajador inglés Keene. Pero con el apoyo de los muchos enemigos españoles de Ensenada mantuvo en Madrid las posiciones inglesas, primero con el duque de Huáscar, luego de Alba, Secretario de Estado por poco tiempo, y luego del que ocupó definitivamente el puesto, con Ricardo Wall, embajador en Londres.

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Ensenada fue desterrado a Granada cuando estaba en mejor forma y más necesarios eran sus servicios, que sólo premió una pequeña pensión por el Toisón de Oro, hasta su muerte varios años después en Medina del Campo. Su obra fue ingente, merecedora de la gratitud española, pues a él se debió un largo período de paz y prosperidad interiores. Ensenada fue el gran precursor del reformismo de Carlos III, constructor de canales, de carreteras, de observatorios, de fábricas, de puertos, de astilleros... Promotor de la Real Academia de Bellas Artes, del Jardín Botánico, de la Cría caballar, de modernizar la agricultura y el comercio, de fomentar las letras y las ciencias... Todo ello aumentando la recaudación del Tesoro, sin incrementar los gastos, creador del Catastro... Fueron años de expansión demográfica, de desarrollo de la burguesía y de las clases medias, de consolidación de la periferia en armonía con el centro, en beneficio de toda la nación. Debe recordarse que concedió la nobleza por fuero a los vizcaínos. No es elogiar por elogiar. Se trata de una simple constatación de hechos. *** A pesar de la anglofilia del Secretario de Estado Ricardo Wall, Fernando VI siguió siendo neutral. Wall demostró actuar siempre como un verdadero ministro de España. Lo más importante para nosotros durante la llamada Guerra de los Siete Años, en la que fuimos neutrales, fue la toma de Menorca por el francés conde de Richelieu. Dicha guerra entre Francia e Inglaterra fue preferentemente colonial. De un lado y otro lucharon también Prusia, con los ingleses, y Austria y Rusia con los franceses. Ricardo Wall, dando pruebas de patriotismo, rechazó las ofertas tentadoras (y falsas), de un bando y de otro. Por aquellos días murió en Aranjuez la reina doña Bárbara de Braganza, fiel e inseparable compañera de Fernando VI, al que deja sumido en la mayor tristeza, al borde de la locura melancólica que le lleva al retiro definitivo en el castillo de Villaviciosa de Odón. Queda como regente Isabel de Farnesio, encargada de preparar el reinado de Carlos III, hermano de Fernando, que en Nápoles ha dado muestras de su buen hacer en el trono y de sus inclinaciones francófilas. Muere don Fernando el 10 de agosto de 1759, a los cuarenta y cinco años de edad. Balance positivo el de su reinado: paz y mayor riqueza para el país. Su neutralidad armada, gracias a la marina creada por Ensenada, queda como un modelo. Se firmó en 1753 el Concordato con la Santa Sede, que duró muchos años, en la línea del regalismo y del mutuo apoyo IglesiaEstado. Melchor de Macanaz fue en gran parte el artífice de esta política. En pocos reinados se han respetado y ayudado tanto las peculiaridades regionales y locales, siempre con el bien general como objetivo. Fernando VI reina y apenas gobierna. No fue popular ni le interesó serlo. Un hombre bueno y recto, justo, sensato, pacífico y prudente. Una prueba admirable de las virtudes intrínsecas de la Institución Real como garantía de la dignidad y continuidad de un país, al margen de las cualidades personales del monarca, que reina pero no gobierna.

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1 Fernando VI envió residenciada a Isabel de Farnesio a la Granja de San Ildefonso «para que templase sus aficiones al mando político en sus bellos jardines versallescos y en los fríos pinares del Real Sitio de Valsain».

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XXVI CARLOS III

PRIMERA PARTE POLÍTICA INTERNACIONAL «Carlos III es uno de los Reyes más sencillos y más consecuentes de nuestra historia. Su reinado es uno de los más completos y complejos. Y la posteridad ha hecho de él uno de los más controvertidos y polémicos»1. Parece, paradójicamente, que al dar en este reinado un gran salto adelante se estaba mirando hacia atrás y tomando ejemplo de los Reyes Católicos, pues desde entonces no se había dedicado tanta atención a la política interior, a poner la casa en orden con visión de futuro; y en lo internacional, a devolver a España un puesto de primer orden en el concierto europeo y en Ultramar. La línea tan positiva de este reinado se inició con los grandes ministros de la etapa anterior, Alberoni, Patiño, Ensenada... Es notable el peso que tuvo en este inteligente sistema y estilo de gobernar la influencia política italiana del citado Alberoni, de los Tanucci, Grimaldi, Squilacce... Menos sentido imperial y de cruzada y más escuela y despensa. Como decía Ramón de Basterra, más planta y menos águila. A todo este modo de dirigir el país, reformismo, ilustración, absolutismo, borbónico, despotismo, ilustrado, ministros regalistas, uniformismo administrativo, paternalismo político, lo podríamos resumir en una palabra: carlotercismo. Carlos III era el cuarto hijo de Felipe V, y nada hacía presagiar que llegara a rey de España cuando nació en el viejo alcázar de Madrid el 20 de enero de 1716. El tópico sobre su persona que llega hasta nosotros nos lo presenta como discreto, rutinario, feo, piadoso, cazador, coleccionista y alimentado de huevos pasados por agua y de chocolate. Y fiel a su esposa en vida y luego de viudo. Antes de llegar a Barcelona para suceder a su hermano de padre, Fernando VI, había sido duque de Parma y rey de las Dos Sicilias, reinando veinticinco años en Nápoles, bajo la influencia de su maestro Tanucci. También pesó en su conducta su primera y única esposa María Amalia de Sajorna. Me gusta insistir en la descripción de los protagonistas de la Historia de España, en su personalidad, en su actuación. Así los que se inician en su estudio pueden comprender

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mejor los porqués, los cornos, las razones y las sinrazones de nuestro devenir histórico. Y juzgar en consecuencia2. ¿Cómo era Carlos III, ese hombre que tanto nos han deformado los estereotipos en pro y en contra? «Ponderado, caluroso y frío, firme en sus decisiones, tenaz pero siempre consecuente, rutinario, puntual, impasible, formalista y buen administrador. Formalista en todo lo que afectase a la dignidad real, pulcro en su persona, respetuoso de las leyes, simplificador y equilibrado... No le gustaban los cambios; generoso y afable con los humildes, naturalmente bondadoso pero no el bonachón indolente que algunos nos pintan: «A nadie abandono y nadie debe abandonarme» —decía. Infundía respeto y temor a la vez, era exigente y la agudeza y malicia de sus observaciones eran frecuentes. Y siempre el tiempo como arma de conducta, su mejor auxiliar. En contraste con sus predecesores, fue sano de cuerpo y de espíritu, dotado de una especie de «pesimismo entusiasta» que le hacía parecerse más a sus parientes austríacos, Felipe II o María Teresa de Austria, que a un Luis XIV o Luis XV. Nunca fue un rey popular en Castilla, despertando más afecto y entusiasmo en Cataluña y Aragón. Tenía un alto sentido de su misión: «Dios me ha puesto aquí porque ha querido», decía. Siempre eligió con acierto a sus colaboradores, pero en el trono fue un solitario. *** Francia e Inglaterra eran las dos grandes potencias europeas que por la geografía y por la historia más peso tenían desde hacía siglos en la política exterior española. Al llegar Carlos III al trono, ¿qué relación podíamos tener con una Gran Bretaña que retenía Gibraltar y Menorca y entorpecía nuestro comercio marítimo? ¿Y con una Francia que negociaba a nuestras espaldas con grave perjuicio para nuestros intereses? Carlos III, cuando todavía estaba en Nápoles, le decía al embajador Ossum: «Mi primera preocupación como rey de España será poner en seguridad las Indias españolas3.» Eran tiempos en los que Francia se acercaba a Viena para contrarrestar el acercamiento de Inglaterra al poderío creciente de Federico II de Prusia. Otro factor digno de consideración es el ocaso del poderío turco, del que las demás potencias se quieren aprovechar. Carlos III se veía en un grave dilema diplomático. Desde Nápoles le venía una cierta aversión a la Gran Bretaña, algo visceral porque en 1742 una poderosa flota inglesa le obligó a ser neutral. Además, inevitablemente, algo le tiraba su sangre francesa, pero no era hombre para arrebatos y sentimentalismos. Cerebral y políticamente quería ser amigo de Inglaterra y romper los lazos que le ligaban a sus vecinos y parientes de ultrapuertos: «Los franceses no se unen con mi genio ni con mi manera de pensar» —decía a Lord Bristol, embajador inglés—. En principio quiso evitar un Tercer Pacto de Familia, pero no tuvo más remedio que firmarlo en 1761, debido a la tozudez británica que retenía Gibraltar y Menorca y seguía hostilizando nuestras comunicaciones con América. Por entonces es ya secretario del Estado el conde de Floridablanca.

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En nuestra relación con Francia aparecíamos siempre como subordinados y llevando todas las de perder. Por ello, Carlos III, pleno de dignidad, decide no seguir a remolque y tener una política internacional propia, lo que no ocurría desde hacía muchos años. Así fue hasta la paz de París de 1783. Desde 1763 al 79, más de quince años, España vive un insólito período de paz, convertida en una de las tres grandes potencias europeas, sobre todo en el mar. En ese período destaca la diplomacia del marqués de Grimaldi, de origen genovés al servicio de España. Los únicos roces hispanoingleses de la época se debieron a la cuestión de las Malvinas, que quedó en tablas, ya que ambos gobiernos renunciaron a la posesión efectiva de las islas. Un tema casi olvidado y todavía infravalorado, fue el de la intervención española en la guerra de Independencia de los Estados Unidos4. Fue tan importante, material y políticamente, tan poco agradecida y tan necesitada de difusión que lamento de verdad no poderme extender en una obra elemental como la presente. Me limito ahora a citar la declaración en Nueva York, en 1952, del embajador de los Estados Unidos en España, señor Stanton Griffis: «Debemos poner perspectiva histórica y aludir a la ayuda que España prestó a los Estados Unidos en el momento de su independencia, un extremo que los historiadores aquí han tratado de ocultar siempre o, por lo menos, disminuir, mientras ensalzaban la ayuda francesa... Durante ciento setenta y cinco años (ahora 225) hemos oído hablar de lo que otros países han hecho por la independencia americana pero, en cambio, se ha callado el socorro que nos prestó el monarca español Carlos III...» La voluntad de paz de Carlos III era sincera, trataba de mantener la neutralidad hasta donde fuera posible. ¿Fue un acierto o un error la ayuda a los independentistas americanos frente a Inglaterra, de lo que se aprovechó Francia? A mi modo de ver fue un error, tal vez inevitable. Hizo imposible cualquier acuerdo importante con Inglaterra y así fue, lamentablemente, hasta Trafalgar. Dio un triste ejemplo a los países de la América Hispana para precipitar su emancipación. Todo sin el menor beneficio: ni agradecidos ni pagados5. Nadie mejor que George Washington resume la importancia de la ayuda que recibió de España cuando le dice a nuestro agente Rendón lo siguiente: «El soberano español Carlos III es el poderoso protector y defensor de la Independencia de los Estados Unidos». Los dos grandes ministros de Carlos III, Aranda y Floridablanca, que dirigieron alternativamente nuestra política internacional, dieron en todo momento pruebas de su acendrado patriotismo y dedicaron sus mejores afanes, aún con discrepancias de procedimiento, a la recuperación de Gibraltar y Menorca. También fue alterna la suerte en los encuentros navales de las dos escuadras. En cuanto a los resultados prácticos, en Inglaterra nadie se atrevía a dar un paso para la devolución de Gibraltar. Parecía que era algo así como el símbolo del poderío británico en el mundo. Y eso cuando Inglaterra se estaba tallando un gran imperio en los

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cinco continentes. No digamos ahora, cuando la Commonwealth casi se ha reducido a su isla. Menos mal que, con la ayuda francesa, resultó más factible la conquista de Menorca por la armada conjunta al mando del duque de Crillon, que recibió el título de duque de Mahón. Gibraltar estuvo a punto de ser conquistada como consecuencia del bloqueo naval y de los planos del marino español Antonio Barceló, pero la empresa acabó en un fiasco a pesar del gran lujo de fuerzas utilizadas, entre ellas las famosas «baterías flotantes» del ingeniero francés d'Arcon. Negociaciones y más negociaciones, intentos de canje, de compra, de compensaciones... En el caso de Gibraltar, seguimos como entonces. Floridablanca decía que «ningún ministro inglés tiene valor suficiente para tratar este asunto». En cambio, la paz de Versalles de 1783 «quedaba como uno de los momentos más brillantes y favorables para España desde la paz de CáteauCambresis». Recuperamos las dos Floridas y Menorca. Sin embargo, la gran política «de vigoroso aliento y largo alcance emprendida en tiempos de Carlos III se iba a ver frustrada en el reinado siguiente». Lo que pronto podremos comprobar. *** Sin relación directa con el breve resumen que acabo de presentar, durante el reinado de Carlos III, se lleva a cabo una de las más bellas y perdurables empresas hispanas: la conquista y colonización de California por nuestros virreyes de la Nueva España. Fundaciones y misiones se van extendiendo por aquellos sorprendentes parajes: Sacramento, Santa Fe, San Diego, Los Ángeles, Santa Bárbara, San Antonio y Laredo en Tejas. San Francisco, Santa Monica... A esa doble acción, militar y religiosa, se debe el que la costa americana del Pacífico sea hoy un emporio de riqueza, una avanzada moderna de cultura y civilización occidentales. *** En tiempos de Carlos III, España volvió a mirar al norte de África. Se establecieron relaciones con Marruecos, negociando con ellos como los franceses y los ingleses, decía el conde de Aranda. Y añadía: «Ya pasaron los tiempos de las Cruzadas». El gran geógrafo y marino Jorge Juan negoció un tratado de paz perpetua, si bien el rey de Marruecos propició un intento, fracasado, de asalto a Melilla en 1775. Y eso en un clima de amistad personal con Carlos III. Ahora, y entonces, hay que asegurarse bien cuando se trata con ciertas gentes... Además Inglaterra y Holanda seguían suministrando armas a Marruecos. Por otra parte, Argel continuaba siendo un nido de piratas. España intentó una operación de conquista dirigida por el brigadier O’Reilly. Fue un fracaso por la mala preparación y porque Francia avisó a los argelinos. Floridablanca logró al fin un arreglo pacífico y comercial con las tres regencias berberiscas influidas por Turquía, es decir Argel, Túnez y Trípoli. ***

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Carlos III fue uno de los protagonistas al más alto nivel de la «internacional patricia» de que habla Ramón de Baste rra, con las emperatrices María Teresa de Austria y Catalina de Rusia, con Luis XV de Francia, Federico II de Prusia y el primer ministro portugués Pombal. No tuvimos conflicto alguno con los imperios alejados de nuestro territorio, Rusia, Prusia, Austria y Turquía. Francia quería seguir dirigiéndonos, pero Floridablanca y hasta el francófilo Aranda no lo permitieron. Y después de la independencia americana, sólo Gibraltar fue el obstáculo para nuestro perfecto entendimiento con la Gran Bretaña. «El nombre de España se pronunciaba entonces con respeto en las cancillerías de Europa, y el gobierno de Madrid era consultado y sus opiniones tenidas muy en cuenta». Pero Carlos III desconfiaba de su sucesor. La continuidad del asombroso ascenso se iba a quebrar a la muerte del viejo rey cazador. La Revolución Francesa estaba en puertas para acabar, entre otras muchas cosas, con los gobernantes ilustrados. Carlos III va a ser el último soberano ilustre del siglo, el último gran rey ilustrado.

SEGUNDA PARTE IN INTERIOR HISPANIA»... Uno de los más distinguidos escritores de la generación regeneracionista, Ángel Ganivet, en torno al desastre de 1898, escribió esta frase latina: «Noli foras ire; in interior Hispania habitat veritas». El carlotercismo, como hemos visto, se ocupó con eficacia de lo internacional, pero tuvo siempre presente que lo esencial era dar preferencia «al interior de Hispania», a poner la casa en orden y mejorarla, como quiso en su día Isabel la Católica. Los hombres que dirigían el país a mediados del siglo XVIII se dieron cuenta de que un país no es más feliz porque sea más grande, sino porque sea mejor y para que en él vivan sus habitantes lo más felices posible. Malas costumbres inveteradas, manos muertas, sopa boba, hidalgos arruinados y ranchos de campamento hicieron decir a Carlos III cuando encontró resistencias a su política reformadora: «Son como los niños, lloran cuando se les lava la cara». Tarea primordial era la de extender la formación, la cultura, la educación, un mínimo vital suficiente... Fue en España lo equivalente al racionalismo europeo, dando siempre muestras nuestros ilustrados de un exaltado patriotismo, de religiosidad, lejos del anticatolicismo de los Voltaire, Rousseau, d’Alambert, Federico II y Pombal. España, en 1750 tenía algo más de nueve millones de habitantes, pasando a once en 1787. Madrid y Barcelona eran ciudades de unos 150.000. Era una época absolutista, en la que el soberano reinaba y gobernaba, y en la que se demostró en nuestro país que la razón era compatible con la virtud, con el cultivo de la ciencia, la construcción de obras públicas... En este período la nobleza no fue anulada. Se dieron más títulos que en etapas anteriores, más el reconocimiento de los de Nápoles y los que dio el archiduque Carlos

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de Austria, pero es una nobleza que ya no sigue mandando, se hace palatina y cortesana. Los eclesiásticos, ordinarios y regulares, poseían más del 16% de la tierra cultivada. Los gobernantes, que querían incrementar la riqueza nacional, prestaron especial atención a corregir esta situación. No había masas obreras ni dirigentes provocadores por motivos laborales, y se va formando una clase media que empieza a contar en el gobierno. El Consejo de Castilla pasa a ser dirigido por hombres procedentes de la Universidad, son los llamados «manteistas» por las capas o manteos que llevaban. De esa clase procedían los Campillo, Patiño, Ensenada, Macanaz, Muzquiz, Floridablanca, Campomanes, Roda, Gálvez, los grandes protagonistas y colaboradores del rey, que era quien mandaba de verdad. Y se crea la Real Orden de Carlos III para premiar la virtud y el mérito, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción. «Los secretarios hacen ahora más en una semana que antes en seis meses» —decía la reina María Amalia—. Los ilustrados tenían alergia a la vagancia. Por eso dictaron órdenes contra la lenta y retrógrada administración, contra los vagos y maleantes, contra el juego... Al considerar esta política y las medidas de gobierno de entonces, no debemos proyectar sobre el siglo XVIn la mentalidad y las diferencias ideológicas de los siglos XIX, XX y XXI. No afiliemos a partidos de hoy el paternalismo, el despotismo ilustrado de los gobernantes de la época de las luces. *** A Carlos III debió parecerle que el marqués de la Ensenada era demasiado ministro para él. Es casi una norma que los supremos mandatarios, reyes absolutos, grandes presidentes y ministros, en dictaduras o en democracias, no quieran a su lado a quienes puedan hacerles sombra. Fue uno de los grandes talentos de Carlos III: magníficos colaboradores, pero siempre servidores y en un nivel inferior. Lo mismo los extranjeros, Tanucci, Grimaldi, Squilacce, que los españoles, Floridablanca, Aranda, Compomanes... Los quería laboriosos y honrados. Así a Esquilache, título italiano españolizado, los enemigos tuvieron que atacarle por su esposa, no tan incorruptible como él. El historiador francés Pringlé dice que Carlos III tuvo «el mejor equipo de ministros y colaboradores de Europa, el grupo de gobernantes más cautos y escépticos de la historia de España». Un Carlos III que jamás se dejó dominar, ni por su única esposa María Amalia de Sajonia, que le había dado trece hijos. Don Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, noble aragonés, era militar de gran prestigio y valor, enérgico y popular. Lo mismo mandaba el ejército frente a Portugal que desempeñaba con gran dignidad y patriotismo la embajada en París. Su antipatía con Floridablanca era notoria y «el rey demostró su autoridad y sutileza utilizando simultáneamente a ambos, y ambos sirviéndole en todo momento con absoluta fidelidad y entusiasmo». Don José Moñino, conde de Floridablanca, austero, recto y perfeccionista, fue un formidable gobernante, sin grupo ni partido. Lo mismo atendía con acierto la política exterior como la interior.

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También fue un gran ministro don Pedro Rodríguez Campomanes, ilustre jurisconsulto, teórico práctico del reformismo, de vasta cultura especialmente en los campos de la historia y de la economía, muy relacionado con de Quesnay y con Adam Smith. Sin olvidar a don Manuel de Roda y al Conde de Cabarrús, de origen francés pero español de pro, primer financiero de la época. Y ¡cómo no!, el admirable Jovellanos, hombre más bien del siguiente reinado y autor de un acertado «Elogio de Carlos III». Bien se puede afirmar lo que escribía Feijoó en sus Cartas eruditas: «España nunca tuvo igual colección de buenos ministros». *** No fue el famoso bando de 22 de enero de 1776 el que desencadenó el motín contra Esquilache, mal llamado de Esquilache. El prohibir a los funcionarios del servicio real el uso de capas largas y sombreros gachos no era, ni mu cho menos, motivo suficiente para tamaña algarada, sólo muy relativamente popular. Las verdaderas causas eran muy variadas y complejas. Las medidas del bando, como la prohibición de armas blancas y de fuego, de las timbas y los tugurios, caen siempre mal a las gentes de mala condición y a los que, detrás, se aprovechan para fines diferentes. Si se añaden las malas cosechas por la sequía, con la consiguiente subida de precios, ya está todo dispuesto para promover el ataque a Esquiladle. A los nobles les molestaba la aplicación del catastro a sus bienes y la subida al poder de manteistas y golillas, y a la Iglesia el creciente regalismo, así como a los jesuítas la pérdida de la influencia que tenían cuando gobernaba su amigo Ensenada, desterrado en Medina del Campo. Ocho cuadrillas bien organizadas recorrieron los barrios de Madrid excitando a la revuelta. Siguió la invasión de cuarteles, la liberación de presos, el asalto a las casas de Esquilache, Grimaldi y del arquitecto Sabatini. Contra ellas actuaron las guardias valonas, odiadas por ser extranjeras. Intervienen los frailes para mediar. Su influencia en el pueblo era grande. Carlos III comparece ante el pueblo. Las reducidas masas populares, cara a cara con el monarca, gritan con entusiasmo: ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache! Y después un rosario público. ¿Fue todo movido por las clases privilegiadas, como afirma Pierre Vilar? El rey se retira a Aranjuez, accede a destituir a Esquilache y anula el famoso bando. Floridablanca afirmará años después que ciertos sucesos producen buenos efectos, y son una experiencia para evitar grandes males. Hemos visto también que, como en las Comunidades, en la Diada de Barcelona, en todas las revueltas «a la española», seguía viva la simbiosis ReyPueblo. Y siempre contra los extranjeros. La expulsión de los jesuitas ha servido para dividir las corrientes historiográficas en favor o en contra de Carlos III. No fue exclusivamente española, sino producto de las corrientes de la época, que promovieron la expulsión en todos los países borbónicos, Francia, Portugal, Nápoles... mientras en los países imperiales centroeuropeos se acogía amorosamente a los jesuítas expulsados. Fue un hecho «mediterráneo» de indudable trascendencia, producto

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en gran parte del absolutismo regio, obra muy personal de Carlos III, antijesuita desde sus tiempos de Nápoles. El rey no se dejaba influenciar; estaba seguro de que obraba en bien del reino y de la religión. Además, varios obispos y otras Órdenes religiosas vieron muy favorablemente la expulsión. Hay que tener en cuenta que en la tradición jesuíta estaba la aversión a la autocracia, nombres como los de Suárez, Mariana, Molina... Y además dependían de un poder extranjero, de su general en Roma. Carlos III actuaba como Carlos I, con la diferencia que va del «saco de Roma» a los decretos de Aranjuez. Cinco de los seis obispos consultados aprobaron la medida, a la que se opuso tenazmente el papa Clemente XIII; acabó por ceder su sucesor Clemente XIV, al que Floridablanca arrancó, con diplomacia y amenazas, el Breve «Dominus ac Redentor noster» (1773) que suprimía la Compañía de Jesús en todo el mundo. Su ausencia de España durante más de cincuenta años repercutió en nuestra incultura hasta muy avanzado el siglo XIX, por la falta de enseñanza humanística y científica, especialidad de los jesuítas en los estudios secundarios. *** La idea de colonizar no era cosa nueva en España. Había sido tarea de los reinos de la Reconquista, se llevó también a cabo en las sierras granadinas al conquistar la capital andaluza los Reyes Católicos, y era la equinoccial empresa desde hacía tres siglos en América, Fernando VI proyectó llevar irlandeses a Sierra Morena y Ensenada recibió ofertas de suizos y alemanes con el mismo fin. Ahora, por orden de Carlos III, el culto intendente Pablo Antonio de Olavide se encargó de la ejecución del plan del bávaro Thurriegel con seis mil alemanes y flamencos. Fue una hermosa utopía del reinado llevada a la práctica con el admirable sentido pedagógico y urbanístico del carlotercismo. Se crearon trece poblaciones, algunas de las cuales subsisten hoy: La Carolina, La Carlota, Guarromán, Rumblar, Santa Elena... Hubo algunos errores en la aplicación práctica, una cierta inadaptación de los extranjeros y, como digo en mi biografía de Carlos III, «una especie de animadversión hispánica a lo racional, al orden, a la lógica y un cierto horror al cambio si éste supone esfuerzo sin gloria ni provecho inmediato». Así era entonces, pero, en todo caso, un ejemplo, una empresa en la que tal vez convenga insistir algún día. *** En el reinado de Carlos III, la política, el gobierno, son también economía, industria, comercio, urbanismo, cultura, ecología, sanidad, educación, desarrollo... La agricultura goza de todas las preferencias fisiocráticas de la época. No entro aquí en detalles, me limito a ennumerar temas y logros. El proyectismo es la fiebre de aquel tiempo. Se construyen canales, Aragón, Urgel, Tauste; sigue el de Castilla... Pantanos de Lorca, de Puentes, de Valdeinfierno, y el mayor del mundo en Guadarrama se hunde cuando se acercaba a los cien metros de altura. Los primeros faros, en Punta Galea y Monte Igueldo. La Escuela Agrícola de Aranjuez. El Jardín Botánico de Madrid y el estudio de la flora de José Celestino Mutis. Se cortan los abusos de la Mesta. Repoblaciones forestales por doquier. Nuevos cultivos de algodón y de olivares. Cultivo de baldíos y

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revalorización de patrimonios municipales. Grandes obras públicas y programa en ejecución de carreteras radiales y transversales. Construcción de puertos, de dársenas, de astilleros y de arsenales. Obras de urbanismo, alcantarillado, fuentes, pavimentación y alumbrado: Madrid y Barcelona, como otras importantes ciudades, se transforman, Carlos III, el mejor Alcalde. El «mal de piedra» del monarca da lugar al Palacio Real, a la Puerta de Alcalá de Madrid, al edificio del Museo del Prado, a la Cibeles y Neptuno, a Casas de Ayuntamiento en ciudades y pueblos... Y el afán pedagógico ordena la enseñanza primaria obligatoria y gratuita, los centros de forma ción de maestros, la ayuda al desarrollo de las Reales Academias, gloria de los Borbones; escuelas textiles, de maquinaria, de sordomudos... Bibliotecas públicas y oficiales, conciertos, premios a la cultura y a la ciencia. Las Sociedades Económicas de Amigos del País, el desarrollo cultural «a la española» en el País Vasco (Vergara, Mondragón, el conde de Peñaflorida, los famosos «caballeritos de Azcoitia»). Fábricas de paños, de sedas, de cristal y de porcelana (La Granja, el Buen Retiro), de papel, de armas, hornos de fundición... Gran desarrollo científico, muchas mejoras en la Hacienda pública, buena distribución de impuestos, que no aumentaron. Creación del Banco de San Carlos, actual Banco de España, de la Lotería Benificiata, del primer papel moneda, del primer servicio de correos del mundo. Se fundan hospitales, los Montes de Piedad, Asilos y Escuelas de Oficios... Perdón, lector por tanto dato. Creo que valen la pena, aun así, tan en desorden. Carlos III nos dio también la bandera española roja y gualda, y el Himno Nacional, la Marcha Real granadera... Las críticas a Carlos III y a su reinado pesan poco al lado de todo esto. El gran rey, amante de la familia, que le rodea, vuelve a la casa que Felipe II Habsburgo creó en El Escorial para que duerman el sueño eterno los reyes de España, sean Austrias o Borbones. Era el 14 de diciembre de 1788. 1 De Carlos la Tuan Carlos /(losé A. Vaca de Osma, Espasa Calpe, Madrid, 1985). 2 Véase mi biografía Carlos ///(Rialp, Madrid, 1997). 3 Desde luego no se le ocurrió decir «Latinoamérica», ese terminacho francés decimonónico, extendido hoy con la complicidad de algunos españoles... 4 Ver mi estudio «Intervención de España en la guerra de Independencia de los Estados Unidos». (Ed. Aldus, Madrid, 1952). 5 Ver los razonamientos con detalle en mi tratado De Carlos I a Juan Carlos /(vol. I).

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XXVII EL PENOSO REINADO DE CARLOS IV

Parece mentira que en tan poco tiempo pueda darse un cambio tan radical. De la seriedad, el equilibrio, la templada serenidad y el «pesimismo optimista» de la etapa carlotercista, pasamos a la tragicomedia en palacio, a la algarada, a la bajeza, al chafarrinón... Adiós a la elegancia, a la decencia, a la dignidad, a la pedagogía constructiva. Claro es que dos factores externos van a irrumpir de modo decisivo en la vida española: primero el torrente desbordado de la Revolución francesa, y poco después, la invasión napoleónica. Lo que fue un verdadero desastre, ya que el sistema del reinado anterior seguía vivo, los hombres eran los mismos y todo permitía la esperanza de seguir desarrollando y mejorando el país. Para España, la Revolución francesa, fenómeno inevitable, eclosión de fuerzas sociales, fue un elemento tan perturbador como la invasión musulmana, como la llegada de la casa de Austria, como la vuelta a los tiempos de Enrique IV o de Carlos II. Y con consecuencias que se prolongan casi dos siglos. Al subir al trono en diciembre de 1788, Carlos IV tenía cuarenta años y debía tener experiencia de gobierno por las lecciones de su padre. Fue bien acogido a pesar de haber nacido en el extranjero, en Nápoles. ¿De qué sirvió su popularidad inicial, el buen estado del país que heredaba? ¡Qué mediocridad la de este monarca robusto, abúlico, de corta inteligencia, cuyo retrato fiel es caricatura! Al subir al trono era ya un hombre vencido por su escaso talento, su falta de interés por lo que no fueran la caza, los oficios manuales y su salvación eterna. Tiene cierta dignidad real, pero no basta... Se casa con su prima hermana María Luisa de Parma. Sigue la lamentable endogamia familiar. Ella es hija del infante don Felipe, hermano de Carlos III. Luisa, así le gustaba que la llamaran, se convirtió en la protagonista negativa del reinado. De joven debió tener cierta gracia y agrado, según la retrata Mengs, pero pronto fue una vieja prematura, cubierta de afeites, dientes postizos y un violento carácter, unido a la viveza y simpatía característica de muchos Borbones. Pronto empezó su serie de amantes, sin que su marido se enterara... Surgía por entones en la política española la estrella rutilante que llenaría todo el reinado: Manuel Godoy y Alvarez de Faria, fenómeno contradictorio, funesto pero muy interesante, que supera en valimiento y privanza a todos sus predecesores, nobles e

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innobles validos que hemos ido viendo a lo largo de esta historia. Convierte a España en su coto de caza y juega a la política internacional como a la ruleta. Pero Godoy no era un loco ni un insensato: era un patriota con mente despierta, pero le perdía su desmedida ambición y su vanidad teatral. Resumamos su asombrosa carrera política y de honores: La reina Luisa le hace su amante, siendo ella todavía princesa de Asturias, en septiembre de 1788. Carlos IV convierte a este guardia de Corps en garzón de palacio. En 1789 es ya Coronel de Caballería, comendador de la Orden de Santiago en 1790. En febrero de 1791, mariscal de campo; en marzo, gentilhombre de cámara (me figuro que especialmente, de la de la reina), y en julio teniente general y Gran Cruz de Carlos III. Todo ello sin salir de los palacios de Madrid, Aranjuez y La Granja. En 1792 recibe como regalo real la dehesa y el ducado de Alcudia, el Toisón de Oro en noviembre, y en la primavera siguiente, capitán general, máxima jerarquía de unos ejércitos que ni conoce. Sus únicas lides han sido las de Cupido. Al principio, Godoy actuó con una cierta prudencia, siguiendo en lo posible, la línea de los ilustrados del gobierno anterior. En esa etapa autoriza el regreso de los judíos a España. Añadamos que vestía a sus criados con la librea real, que Carlos IV le había tomado verdadero cariño y le llamaba «mi primo» y «mi querido Manuel». Razón tenía Carlos III cuando le decía: ¡Qué bobo eres, hijo mío! *** Los gobernantes responsables y expertos, como Aranda y Floridablanca, tomaron enseguida noticia de lo profundo y grave de la conmoción revolucionaria en el país vecino. Tremenda preocupación, a pesar de que en España no había síntomas de un riesgo parecido. Sin embargo se empieza a tomar medidas para evitar el contagio. La Convención francesa envía a Madrid al embajador Bourgoing, que logra de la reina y Godoy, que Floridablanca deje el gobierno y acabe en la cárcel en Pamplona. Era el principal obstáculo para la influencia francesa. Sube al poder Aranda, que dura poco, porque Godoy se le impone en el Consejo de Castilla y se convierte en el señor de los destinos políticos del reinado. El valido, inexperto y derrochador, gasta enormes sumas en París para evitar la ejecución de Luis XVI y María Antonieta. Entonces la Convención declara la guerra a España: «Se necesitan obras y que los Borbones desaparezcan de un trono que usurparon... Sea llevada la libertad al clima más bello y al pueblo más magnánimo de Europa». En España se desencadena un fervor patriótico y monárquico contra los regicidas de ultrapuertos. Nunca hubo mayor entusiasmo y mayor unanimidad entre todas las clases sociales españolas. Todos querían ser voluntarios y aportar medios. Se sitúan dos ejércitos en los extremos de los Pirineos para cerrar los pasos de Irún y de La Junquera. El general Ricardos, al frente de 32.000 hombres, consigue importantes victorias parciales en territorio francés, sin llegar a Perpiñán porque le falta artillería de ataque. Empieza a fallar el alto mando de Godoy, que ni conoce los frentes. Los ejércitos que mandan Ventura Caro en Navarra y el príncipe de Castelfranco por Aragón, apenas

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se mueven. Por aquellos días el conde de Aranda es desterrado porque preconiza negociar la paz, y muere en Épila en 1798. En la guerra del Rosellón mueren los generales Ricardos y O’Reilly, así como el general en jefe francés Dugommier. Los franceses ocupan Bilbao y Vitoria, pero son detenidos en Miranda de Ebro por las milicias castellanas. En Guetaria se proclama la «República independiente de Guipúzcoa» patrocinada por Francia. La ocupación revolucionaria fue violenta, fueros pisoteados, iglesias saqueadas, destrucciones inútiles, robos y violaciones. Eso eran libertad, igualdad y fraternidad. Y llevarse todo lo que podían. Plasta la guillotina funcionó en San Sebastián. Godoy acepta sin más el fin de la guerra y el «dictado» de Basilea en 1795. Los franceses se retiran acosados por los guerrilleros vascos, catalanes y castellanos, pero se compensan quedándose con la mitad de la isla de Santo Domingo. Y Godoy recibe el título de Príncipe de la Paz. Quedamos sometidos a esa paz, Basilea, que no nos traería más que desgracias hasta 1808. *** El Príncipe de la Paz no tiene una política exterior definida. Cree que le conviene la amistad del poderoso señor, Napoleón, que distribuye poder y reinos. Y sabe que lo popular en España por entonces es ser antibritánico, porque Inglaterra ataca nuestro comercio con las Indias y sigue en Gibraltar. En el Tratado de San Ildefonso en 1796 se nos obliga a luchar contra los ingleses al lado de Francia y a entregar a Napoleón la Luisiana si recuperamos el Peñón. La alianza descrita nos pequdicará en cosas esenciales, pues nos llevará a la pérdida de la flota creada por Ensenada, a la decisiva y funesta fecha de Trafalgar. Otra consecuencia fue la traición francesa con el pretexto de la invasión de Portugal, y, tal vez lo más grave y doloroso, la prematura emancipación de la América Hispana. Todas estas consecuencias concatenadas entre sí y bien auspiciadas por franceses e ingleses, a pesar de sus intereses encontrados pero siempre con aquella España desquiciada como víctima propiciatoria. Atacamos a Inglaterra en un acto gratuito cumpliendo órdenes de París. Perdimos la batalla naval del cabo San Vicente, lo que produjo gran impresión en España. También la isla de Trinidad. En cambio, Mazarredo, defendió con éxito Cádiz frente a los ataques ingleses e igual hizo en Tenerife Antonio Gutiérrez frente a la flota de Nelson. Godoy, mal visto por París, deja provisionalmente el gobierno. Es el momento en el que entran en el gabinete ministerial Francisco Saavedra, prestigioso, culto y poco enérgico, en Estado, y el gran Jovellanos en Gracia y Justicia. Sólo unas líneas para referirnos a tan ilustre personaje. Es el producto humano más significativo de la época. Muy dieciochesco, puro eclecticismo, armonizador de corrientes, tradicionalista, jansenista, católico apostólico romano. Universitario de Ávila, Osma y Alcalá, pedagógico como Olavide, con estudios eclesiásticos pero deriva a caminos civiles. Alcalde de Casa y Corte, historiador, con

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polifacética obra escrita, ilustrado director de la Sociedad Económica Matritense, pero gijonés de pro... Uno de los espíritus más selectos y constructivos de nuestro país. Jovellanos acepta sin ambición ser ministro. Durará poco. Un personaje así no era compatible con otro como Godoy. A Saavedra le sustituye Mariano Luis de Urquijo, culto, liberal, más o menos filósofo de ideas avanzadas, y se dice que fue uno más a compartir el lecho de la reina. También duró poco. Tuvo la habilidad de tener contra él al Papa, a Napoleón y a Godoy. Como muchos ministros caídos pasó por la prisión de Pamplona. Más adelante fue un notorio afrancesado, pintado por Goya y dícese que masón1. Le sustituyó en Estado Pedro Ceballos, primo político del Príncipe de la Paz. 1 El segundo Tratado de San Ildefonso (1800) nos cuesta la Luisiana y seis poderosos navios. Llega a El Escorial como embajador Luciano Bonaparte, hermano del Emperador. En 1801 firma con Godoy el Tratado de Aranjuez que deja la Toscana como reino permanente para un infante de la familia real española. Napoleón lo que desea sobre todo es que España le ayude para el «bloqueo continental» contra Inglaterra. Una de las primeras consecuencias fue la llamada «Guerra de las Naranjas», con la fácil entrada de las tropas españolas en tierras portuguesas, con lo que nos apoderamos de Olivenza. Godoy se apuntó el tanto. Napoleón no aceptó el tratado hispanoportugués de 1801, que respetaba la independencia de nuestro país vecino. Destituye a su hermano Luciano como culpable de dicho tratado, llama ridículo personaje a Godoy y amenaza con «hacer sonar la última hora de la Monarquía española2. *** ¿Pudimos alinearnos con la coalición europea contra Napoleón y ahorrarnos Trafalgar? Poco podía esperarse de unos gobernantes como aquellos. El diplomático francés Lebéne los describía así: «Son unos verdaderos animales, parientes o hechuras del Príncipe de la Paz... ¡Cuatro imbéciles dirigidos por un pavo!» No obstante, tal vez gracias a la gestión del «ilustrado» embajador en París, Azara, amigo de Napoleón, logramos la devolución de Menorca y la anexión oficial de Olivenza. Fue la paz de Amiens en 1802, sólo un paréntesis en la carrera imperial de Bonaparte. Napoleón amenaza por carta a Carlos IV. Para reforzar sus argumentos pone un poderoso ejército en la frontera. Hay que declarar la guerra a los ingleses. El acuerdo lo firman en Paris Talleyrand y Azara en 1803 Napoleón quiere la escuadra española para invadir Inglaterra. En el mar todo van a ser maniobras mal dirigidas por los franceses con su almirante Villeneuve, al que tardíamente se quiere sustituir por el almirante RosilyMesros. La gran víctima va a ser España, y los héroes que lucharon en la desastrosa batalla naval de Trafalgar, los Gravina, Churruca, Cisneros, Alcalá Galiano, Valdés, Álava... «hombres que iban al combate con la certeza científica de la derrota» en palabras del mejor historiador francés de la época Geoffroy de Grandmaison. Aconsejo al joven lector que lea «Trafalgar», primer tomo, primera serie de los «Episodios Nacionales»,

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obra admirable de documentación, perfectas descripciones y buena literatura de don Benito Pérez Galdós. La gran victoria de Nelson, que murió en el combate, representa un giro total en nuestra historia. Dejamos de contar en el mar... y en la tierra. Empieza una nueva era en la geopolítica mundial. El Príncipe de la Paz despierta odios en casi toda la población, pero no ofrece mejores perspectivas el equipo que conspira en favor del Príncipe de Asturias, dirigido por el canónigo Juan Escoiquiz, que aspira a ser un nuevo Cisneros. Godoy se ve obligado a enviar a Dinamarca los 17.000 hombres del marqués de la Romana, al servicio de Francia, pero se consuela al ser nombrado Gran Almirante; él, que no ha visto el mar ni en pintura, y presidente del Consejo de Estado, un Estado que ha convertido en almoneda. A su hermano Diego le hace duque de Almodovar, y a su amante Pepita Tudó, condesa de Castillo Fiel y vizcondesa de Rocafuerte. El enviado personal de Godoy en Francia, Izquierdo, firma un acuerdo en Fontainebleau en octubre de 1807 para repartirse Portugal con Napoleón, de la siguiente forma: a) El Norte constituirá un pequeño reino para los reyes de Etruria. b) El Centro se dejaría para compensaciones. c) El Sur, el Alentejo y el Algarbe formarían un reino para Godoy. Napoleón garantizaba a Carlos IV sus Estados y el título de Emperador de las Américas, así como una especie de protectorado sobre Portugal. En Madrid parece que nadie se entera de lo que pasa. Se cree que el ejército del mariscal Junot, ya en Irún, viene contra Godoy y a poner al príncipe de Asturias en el trono. Es el clima que tan bien retrata Galdós en «La Corte de Carlos IV». María Luisa y Godoy denuncian la conspiración de Fernando contra ellos. Carlos IV le reduce a prisión en El Escorial y le procesa. El despreciable príncipe, para salvarse, denuncia a todos sus amigos conspiradores, entre ellos los duques de San Carlos e Infantado y el conde de Orgaz. Napoleón encuentra así un motivo más para decidir su intervención en España. Las tropas francesas han comenzado a pasar los Pirineos. Junot, en Portugal con 20.000 hombres, Dupont en Valladolid con 30.000, Moncey por la costa, Darmagnac en Navarra, Duhesme ocupa Barcelona y Murat, a las puertas de Madrid. El regente de Portugal ha marchado a Brasil para continuar la guerra contra Francia al lado de Inglaterra. Godoy aconsejó a sus reyes que hicieran lo mismo. Parece que él estaba preparado para seguirles, nada de quedarse a resistir invasores. El pueblo, indignado al conocer estos planes, se subleva en Aranjuez. El famoso motín del 19 de marzo de 1808 fue sin duda excitado y dirigido contra Godoy por varios nobles disfrazados y por los propios servidores de palacio. Atacan la residencia del valido, que es descubierto escondido entre alfombras. Le van a linchar pero el futuro Fernando VII, en uno de sus contradictorios gestos, le salva de las turbas. Sigue el tumulto y Carlos IV toma la medida de abdicar en su hijo, con gran júbilo popular que ve caer a Godoy y subir al trono al «Deseado».

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Carlos IV escribe a Napoleón. Se rebaja de modo inconcebible poniéndose bajo su protección y amparo en unión de la reina y del Príncipe de la Paz. Hasta el final, fiel a su amado Manuel3. Los reyes caídos llegan a Bayona de Francia el 30 de abril de 1808. Fernando llegará diez días después que sus padres. Allí van a renunciar todos a la Corona de España y a servírsela en bandeja a Napoleón. Es uno de los más vergonzosos episodios de nuestra historia. Todo el sistema de la monarquía española se viene abajo: Dios, Patria y Rey, trilogía de la patria y la fe, se convierte en lema de partido y no de unidad. Lo que en otros países fue estímulo de progreso, nos lleva aquí a las estériles banderías. Perdemos el tren de Europa. Vamos a cocernos en nuestra propia salsa. Y eso va a ser nuestro siglo XIX, un riquísimo retablo de personajes y personajillos, con un fondo de guerras civiles, algaradas, motines, pronunciamientos, fracasos exteriores y luchas ideológicas en una España a la deriva4. 1 Mariano Luis de Urquijo fue ministro de José I. 2 Luciano Bonaparte se llevó de España al cesar en su embajada, el Toisón de Oro, veinte cuadros de las colecciones reales, 100.000 francos de pensión y una colección de brillantes del Brasil, amén de oro y plata. 3 Carlos IV y María Luisa pasaron por Bayona, Fontainebleau, Compiégne y Marsella. Luego llegaron a Roma. Allí murieron los dos con diferencias de días en 1819. Godoy les siguió en el exilio y murió en París en 1851. 4 Véase mi obra España a destiempo (Rialp, Madrid, 1988).

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TERCERA PARTE

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XXVIII EL REINADO DE FERNANDO VII

PRIMERA PARTE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA En el capítulo anterior han ido apareciendo ya algunos rasgos del personaje que, para nuestra desgracia, se iba a convertir en don Fernando VII. Más bien da pena el príncipe que a los diecisiete años escribe a su madre, contra la que conspira, esta ridicula carta: «Señora; mamá mía... Heres mi pichona como dises y he llorado porque no beniste conmigo, que estoy güerfanito de Padre y Madre...» En octubre de 1802 se casa con su prima hermana María Antonia, princesa de Nápoles. Después del motín de Aranjuez, tras la abdicación de Carlos IV, entra como rey en Madrid. «¡Qué sinceridad de aplauso, qué vértigo de pasión y de idolatría!» —exclama Mesonero Romanos, testigo de la escena. El éxito inicial de Fernando VII es consecuencia más bien del odio a Godoy. Dicen que el «Deseado» tenía cierto encanto personal, muy apreciado por las damas a pesar de su fealdad. Además en los primeros días de reinado tuvo el acierto de condonar algunos impuestos y de poner en libertad a varios notables perseguidos antes por el valido, como Cabarrús, Jovellanos, Urquijo... Pero cuando Fernando entra en Madrid (2431808) ya estaba en la capital Joaquín Murat, gran duque de Berg, general en jefe de los ejércitos de Napoleón. Pocos días después la Gaceta anuncia que el rey sale hacia el norte para reunirse con el Emperador. Queda como regente el viejo infante don Antonio. En Vitoria se aconseja a Fernando que no siga a Bayona y que se ponga al frente de los ejércitos españoles, pero él cree que es mejor que se sacrifique por el bien de España. ¿Cobardía o clarividencia? Él no podía sospecharlo, pero fue mucho más útil a la patria como «Deseado», en su dorada prisión de Valen cay que como inexperto generalísimo. Napoleón obliga a Fernando a devolver el trono a su padre, nominalmente, porque a razón seguida Carlos IV renuncia a la Corona en Burdeos el 12 de mayo; corona que por designio imperial pasa a los sienes de José I, hermano de Napoleón. Fernando es llevado al castillo de Valenyay, donde vivirá hasta el final de la Guerra de la Independencia entre músicas y amenidades, bajo la atenta vigilancia de Talleyrand, ministro de Exteriores del Emperador. Es una vergüenza la actitud del joven rey, que

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felicita a su sucesor José I y le expresa «su amor sincero y su eterna fidelidad a Su Majestad Imperial». Pero en España sigue imperando la enorme fuerza del sentimiento monárquico, peso y honor de siglos, que podía más que la evidencia. La rebelión de España contra el extranjero invasor nada tuvo de revolución social y antinobiliaria, como afirma Pierre Vilar. En la rebeldía hispánica estaban los campesinos y los aristócratas, los majos madrileños y los somatenes del Bruch, los garrochistas andaluces y los estudiantes de Valladolid. Fue una amalgama social en la resistencia a los ejércitos imperiales, con todas sus grandezas y todas sus miserias, desde el cura del pueblo al «ilustrado», amigo del país, con la excepción del fenómeno de los «afrancesados», que pronto veremos. *** Cuando hace pocos días el autor que esto escribe ha publicado una historia de la Guerra de la Independencia de más de cuatrocientas páginas, se ve en verdaderas dificultades para resumirlas aquí sin dejarse en el tintero nada esencial y, al mismo tiempo, hacer algo más que un simple catálogo. Me encomiendo a la comprensión del lector, sobre todo al no iniciado en esta materia, como gran parte de la juventud a la que me dirijo. Efectivamente, el levantamiento de Madrid el 2 de mayo de 1808 tiene una grandeza simbólica que va más allá de los hechos en sí mismos. Se han ido los reyes, se llevan ahora a los pequeños infantes: ¡Nos los llevan!, y el pueblo se subleva frente a los dragones, polacos y mamelucos que han avasallado Europa a las órdenes de Napoleón. ¿A quién no le suenan los nombres de los capitanes Daoíz y Velarde, del teniente Ruiz, de Manuela Malasaña, de Clara del Rey...? Goya levanta acta, con sus obras geniales, de la lucha en la Puerta del Sol y de los Fusilamientos del 3 de Mayo. Las gentes españolas —escribe Seco Serrano— recogen del suelo la soberanía abandonada. Ha fallado la Corona, la pieza maestra. A Madrid le siguen Asturias, Santander, León, Sevilla, Valencia, Galicia; Palafox entra con tropas en Zaragoza y los catalanes infligen a los franceses la primera derrota en el paso de los Bruch. La Junta de Asturias es la primera en enviar una misión a Londres. Todos se unen con la ilusión de «El Deseado» y también influye una aversión ancestral a los franceses, por fortuna superada en nuestro tiempo. La Junta Central se instala en Sevilla. La preside el gran veterano Floridablanca, que muere al poco tiempo. La Junta se dio a sí misma el título de Majestad. Napoleón había enviado a España, de primera intención, lóO.OOO hombres y 21.000 caballos. Conocidos sus reyes y príncipes, creía que la conquista era fácil. Sus ejércitos iban al mando de sus mejores mariscales, los vencedores de Jena y Austerlitz. La guerra se va a desarrollar en una primera etapa, en los caminos, en las sierras, en las emboscadas en terrenos abruptos... y en la resistencia heroica de las plazas, sitiadas, como en los tiempos de Viriato y de Numancia. Napoleón tiene la obsesión de llegar a Cádiz, donde se halla bloqueada la escuadra francesa. Sus tropas, de paso, saquean Córdoba cometiendo los más horribles desmanes; pero en Bailón, los franceses van a ser derrotados en campo abierto. La primera derrota

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en la historia de los ejércitos napoleónicos. Es el 18 de julio de 1808, allí donde seis siglos atrás, se dio la gran victoria de las Navas de Tolosa. Ahora, allí, van a capitular los 20.000 hombres del general Dupont. La victoria tiene eco en toda Europa. José I tiene que abandonar a toda prisa el Palacio Real de Madrid, donde llevaba poco tiempo instalado. Portugal sigue a España en la rebelión. Desembarcan en Lisboa tropas inglesas al mando de sir Arturo Wellesley, pero Napoleón sabe que perder una batalla no es perder la guerra. Decide que su presencia, su dirección personal, son indispensables: «II faut que j’y sois» —escribe a su hermano José. Ahora es la auténtica Grand’Armée, más de doscientos mil hombres, la que pasa los Pirineos. En Vitoria impone a José y a sus ministros españoles su indiscutible autoridad, e inmediatamente se lanza a ocupar la línea del Ebro. El general marqués de la Romana, que ha regresado de Dinamarca, es vencido en Espinosa de los Monteros, y esta victoria así como otras, parciales y nada decisivas, Francia las inscribe en el Arco del Triunfo de París. Por ejemplo, Tudela, Gamonal, y, sobre todo, la de Somosierra, más importante, a la vista del propio Napoleón. Somosierra, que se convirtió en la literatura y los grabados en la verdadera epopeya napoleónica en España. Pasadas las cumbres serranas tras la carga de la caballería polaca, el Emperador llega a Madrid y se instala en Chamartín, dejando a José I en el gran Palacio de Oriente. Unas líneas sobre el rey intruso. Al llegar a Madrid tenía cuarenta años, buena presencia que pronto probó con varias acomodaticias damas de la sociedad española. Su mujer, Julia Clary, nunca quiso venir a España. José tenía fama de ser el más inteligente de los hermanos. Él hubiera preferido continuar como rey de Nápoles. Algunos políticos, por ambición o por ideología, se prestaron a servirle: Ceballos, Azanza, Mazarredo, Cabarrús, O’Farrill... Jovellanos e Infantado se negaron. Durante su breve reinado trató de poner en marcha la Constitución dictada en Bayona. José, que era mucho mejor de lo que decía la lógica crítica española del momento, trató de ser grato a las gentes del país, se identificó bastante con lo nuestro y no puso gran interés en aplicar la citada Constitución, que Napoleón fue el primero en no cumplir al ordenar la incorporación a Francia de todos los territorios españoles del norte del Ebro. En sus planes, salió de Madrid hacia Galicia para combatir a los ingleses en La Coruña. Pasó la sierra de Guadarrama con 50.000 hombres y se instaló en Astorga con 100.000 y 200 cañones, pero ante las graves noticias que llegaban de Centro Europa, regresó con urgencia a París, dejando al mando al mariscal Soult, duque de Dalmacia, uno de sus mejores mariscales. *** Zaragoza, en toda guerra peninsular pasa a ser un objetivo esencial por su posición geográfica, centro de comunicaciones entre los cuatro puntos cardinales. Para Napoleón, la clave para sus planes. A su conquista dedicó gran parte de sus mejores fuerzas al mando de famosos mariscales como Lannes, Mortier, Moncey, LéfebreDesnouettes, Verdier... No contaba con el temple extraordinario de los aragoneses a lo largo de los dos enconados sitios, con el general Palafox, Agustina de

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Aragón, la condesa de Bureta, el marqués de Lazán, el cura Sas... «Guerra a cuchillo» contestó Palafox a los franceses que le proponían capitular. «Es una guerra que da horror, la ciudad arde... pero esto no intimida a nuestros enemigos». (Carta del mariscal Lannes, duque de Montebello, a Napoleón). Los muertos se cuentan por miles, Palafox cae gravemente enfermo. La ciudad se rinde con todos los honores el 21 de febrero de 1809. Zaragoza se ha ganado su título de «inmortal ciudad». Y Palafox, el de duque de Zaragoza. Muy semejante fue la heroica defensa de Gerona. Tres sitios, el más largo el último, de ocho meses. Frente a 20.000 o 30.000 hombres de Verdier, el general Álvarez de Castro no disponía de más de seis mil. El hambre y la peste hicieron más daño que las bombas francesas. El mariscal Saint Cyr recibió 30.000 hombres más de refuerzo. Álvarez de Castro, como Palafox, cae gravemente enfermo. A la hora de la inevitable rendición sólo quedan mil combatientes, la mayoría inválidos y enfermos. La población ha tenido que comer ratas y cueros de guarnicionero. Enfrente, más de 50.000 sitiadores. Otro fenómeno característico y peculiar de la Guerra de la Independencia fue el de los guerrilleros, palabra que con la de guerrilla se ha incorporado al lenguaje universal. Constituyó una forma de luchar contra el enemigo que contribuyó de modo decisivo a su expulsión del país. No fue la guerrilla exclusivamente la que derrotó a los franceses. De poco habría valido sin la reorganización de los ejércitos regulares bajo el mando de generales como Castaños, Blake, Cuesta, Alburquerque...; ejércitos a los que se incorporaron algunos de los más destacados guerrilleros con sus propias huestes. Varios de ellos alcanzaron altas graduaciones militares, como El Empecinado, Mina, Porlier, Renovales... Y, desde luego, con la eficaz intervención de las fuerzas inglesas al mando de Wellington. La guerrilla fue algo espontáneo, popular, más bien campesino, que actuaba en escaso número y por sorpresa. Fue esencial para desorganizar las comunicaciones de los franceses, para hostigar las retaguardias de sus grandes unidades y para responder a la crueldad con la crueldad. Los guerrilleros se adaptaban al terreno, atacaban siempre y no acepaban el combate. Procedían de todas las clases sociales y actuaban por patriotismo, por amor al rey y por afán de aventura vengativa. Por desgracia, tuvieron continuidad después de la guerra, pero con otras características, formando parte de los bandos en las contiendas civiles, y de bando a bandolero, no hay mucha distancia. No hubo un frente continuo ni una clara delimitación de posiciones en la lucha contra el francés. Lo mismo ocurrió en la Guerra de Sucesión y, en gran parte, durante la contienda de 1936 a 1939. Cada junta provincial actuaba por su cuenta y los mariscales franceses eran como virreyes en los territorios que ocupaban. Columnas en marcha, poblaciones sitiadas, operaciones dispersas con suerte alterna... Mayor orden militar con la llegada del disciplinado y bien mandado ejército de Wellington, sir Arturo Wellesley, que aquí ganó títulos y honores, entre otros, el ducado de Ciudad Rodrigo. Poco habrían conseguido los 30.000 ingleses frente a los 300.000 de la Grand’Armée. Por eso insisto en que fue la acción coordinada de ellos con el ejército español y con la guerrilla la que expulsó a los

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franceses. Así se venció en Talavera, en Fuentes de Oñoro, en Salamanca y en los Arapiles, ésta, la victoria más importante de los aliados desde Bailén. Tras este triunfo, el ejército, con Wellington al frente, entra en Madrid. José I tiene que huir. En Vitoria, en junio de 1813, se da la última batalla importante de la guerra de la Independencia. El rey intruso pierde en ella parte del inmenso botín que se llevaba de España, su famoso «equipaje». El expolio que hicieron él y sus ejércitos del tesoro español no tiene parangón en la historia, por lo menos hasta la Segunda Guerra Mundial. En diciembre de 1813 se firma el Tratado de Valenqay. La Guerra de la Independencia ha terminado. El rey puede volver: la calamidad de «El Deseado» se cierne sobre España. *** Por ser un tema político y no propiamente militar, y porque al abrir nuestra historia constitucional sigue dando lugar a diversas consideraciones, he dejado hasta aquí, al margen de la propia Guerra de la Independencia, el tema de las Cortes de Cádiz. Hago un breve resumen de lo que he escrito en anteriores obras mías1, y aconsejo sobre todo la lectura del tomo «Cádiz» de los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós. La convocatoria de las Cortes se fijó para el 24 de septiembre de 1810, en plena guerra. Acudieron una serie de señores, en general juristas, profesores y hombres de Iglesia designados por varias provincias, sin ley electoral previa y de dudosa validez general. Pesó mucho en su labor la influencia de la Revolución francesa, un espíritu más bien anticatólico y anticlerical, así como la sorda acción de las sociedades secretas, en especial, de la masonería. Oigamos algunas opiniones de muy notables historiadores: «Las Cortes de Cádiz no tenían ambiente popular ni contaban con el apoyo de la mayoría de las personas cultas» (Aguado Bleye y Cayetano Alcázar). «Estas Cortes se están excediendo de sus atribuciones» (Jovellanos). «La Constitución de Cádiz fue un ingenuo monumento a la libertad del hombre, basada más que en Rousseau, en el eterno sentimiento cristiano...» (Seco Serrano). «Era mucho más española en el fondo de lo que parecía en la forma» (Vicens Vives). «En Cádiz, abogados, intelectuales y negociantes “americanos”, liberales en su mayoría, legislaron en nombre de España pero sin contacto alguno con el pueblo» (Pierre Vilar). «En las guerrillas, actos sin ideas, en las Cortes, ideas sin actos» (Carlos Marx). «La palabra Constitución no tenía todavía sentido alguno para la inmensa mayoría del cuerpo nacional, que encuentra sencillamente natural que el rey mande y los demás obedezcan» (José María Jover). «Hubo un grave divorcio entre las Cortes y el eje activo de la vida del país» (A. Jutglar). «Las Cortes de Cádiz fueron algo caótico, sin ley electoral, sin experiencia, sin censo, en plena guerra, con el país fragmentado, con zonas ocupadas e innacesibles, llenas de brillante verborrea, con más temores que ideas» (Alberto Gil Novales Tuñón de Lara).

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En Cádiz se hizo una Constitución ni buena ni mala. Tuvo aciertos, como admitir de nuevo las hembras a la sucesión de la Corona, como reconocer, por primera vez en un texto fundamental, la unidad de España, como la abolición de la Inquisición, la confirmación de la monarquía hereditaria, algunas medidas de hacienda e instrucción pública... Demasiado casuismo. En las Cortes gaditanas se creó la Orden Nacional de la Laureada de San Fernando. Y se estableció, verdadera paradoja, que la religión de España sería perpetuamente la católica, prohibiendo la práctica de cualquier otra. La Constitución de Cádiz, la famosa «Pepa», aprobada un día de San José, se inicia así: «En nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo...». Y se legisla que «Los españoles serán justos y benéficos...» *** El término «afrancesado» tiene dos interpretaciones. Hay un afrancesamiento intelectual y cultural, que se dio en parte en la Ilustración española y que puede darse en cualquier época. El país más fuerte de cada tiempo suele imponer las modas y los modos. Y hay un afrancesamiento ideológico, de simpatías y de intereses que se convierten en «colaboracionismo» con el invasor, como ocurrió en la Guerra de la Independencia. Algunas consideraciones sobre sus consecuencias las veremos en la segunda parte de este capítulo. ***

SEGUNDA PARTE: EL AUTÉNTICO Y LAMENTABLE REINADO DEL «DESEADO» ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra historia nos hemos referido a entradas triunfales en medio del fervor de la multitud, entusiasmos no siempre correspondidos con los hechos posteriores! El regreso de Fernando VII iba a marcar un máximo en el entusiasmo y otro aún mayor en la decepción. Contaba el rey, al volver a España después de la Guerra de la Independencia, con la ilusión de un país que de su ausencia había hecho un mito. Era el «Deseado», que contaba también, de entrada, con el apoyo del ejército y la influencia de la Iglesia. Era lógico que se impusiera a unas Cortes de tan dudosa representatividad y a la discutible novedad constitucional. En Cádiz no se había contado con el rey ni con el pueblo para legislar. Ahora, el rey, aclamado por el pueblo, tampoco iba a contar con las Cortes, que son disueltas al trasladarse a Madrid (1511814). Después de llegar a Valencia, el rey se instala en el Palacio Real de la capital de España, de la que es en esos días el verdadero amo. Monarca absoluto como lo habían sido sus predecesores, buenos reyes varios de ellos, capaces de ideas y de novedades positivas; pero Fernando después de expresar buenos propósitos y hacer promesas de convocar Cortes representativas y estamentales, se dedicó a una política de represión y de venganza. Se rodeó el rey de una camarilla, con el inevitable y nefasto Escoiquiz, un aguador, Chamorro, un tal Ugarte y un duque negociante, el de Alagón, un conjunto de tono

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populachero y sin prestigio. Mientras, América se nos iba para siempre y el bandolerismo, secuela degenerada de las guerrillas, se extendía por doquier. Pudo Fernando rodearse de ilustrados que quedaban del antiguo régimen, pero no pasó a ser un tirano indeciso, que iba a merecer de los historiadores el calificativo de bellaco y de rey felón, que había olvidado todo lo que se veneró y se luchó en su nombre durante la Guerra de la Independencia. En los días en que Fernando VII volvía a España, se reunía en Viena un Congreso en el que los países aliados contra Napoleón pretendían crear una nueva política, un nuevo orden para Europa, que en cierto modo era una vuelta al Antiguo Régimen. Además de los emperadores de Austria y de Rusia, allí estaban los ministros más destacados de la época, famosos diplomáticos como Metternich, Nesselrode, Castlereagh, Canning, además del camaleónico y listísimo Talleyrand, ex obispo, ex revolucionario, ex príncipe, ex ministro de Napoleón, y ahora jefe de la diplomacia de Luis XVIII, que con su actuación había incorporado a la derrotada Francia al carro de los vencedores. España, primera en derrotar al hasta entonces dueño de Europa, no pasó de ocupar un lugar secundario en el célebre Congreso. El pobre representante español, don Pedro Gómez Labrador no tuvo culpa alguna. Habría necesitado ser un ser extraordinario para compensar en las negociaciones la incompetencia y calamidades del gobierno al que representaba. No se lució mucho personalmente, a pesar de lo cual recibió el título de marqués de Labrador. Nuestros aliados nos dejaron solos: «Sólo se es leal con los fuertes» —dice con acierto el profesor Palacio Atard—. Y eso ocurrió en el Congreso de Viena. Los negociadores españoles se negaron a firmar las actas finales pero en 1817 acabamos firmando. ¡Qué remedio nos quedaba! A partir de entonces, a pelearnos en casa... *** Al principio, en su Decreto de Valencia, Fernando VII declaraba sus preferencias por la libertad, por un gobierno moderado y tener como norma el acuerdo con sus súbditos. Palacio Atard atribuye su rápido cambio a una conspiración que se descubrió en Cádiz para eliminarle, a la sublevación de Espoz y Mina y al regreso de Napoleón en los Cien Días. Con el apoyo del Ejército dirigido por el general Elío, comenzó un período de gobierno autocrático, si bien se mostró benévolo tanto con los afrancesados como con los patriotas reaccionarios. Permitió el regreso de los jesuítas, restableció las Sociedades de Amigos del País y apoyó el buen sistema financiero de Martín de Garay. Pero por otra parte restableció la Inquisición y creó un durísimo Ministerio de Seguridad. Pronto estallaron varias sublevaciones militares de carácter liberal dirigidas por heroicos jefes profesionales o de guerrilla de la pasada guerra, Porlier, Lacy, Mina, Milans del Bosch. Y la masonería no paraba de conspirar: las logias se aprovechaban de todo descontento sin dar la cara. El 1 de enero de 1820 se subleva el general Riego con las tropas que iba a embarcar para reprimir la rebelión en Nueva Granada, en América. Proclama la Constitución de Cádiz y apenas es seguido. Dicen los historiadores que era hombre de pocas luces y de una vanidad pueril, pero podía servir de detonante y La Coruña y Zaragoza se unen a

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su proclama, que fracasa en Barcelona y Pamplona. Sin embargo, de un modo sorprendente, el rey, tres meses después, acepta la Constitución del año 12. Puede que influyera en ello que el general O’Donnell, conde de La Bisbal, se uniera a los rebeldes. El 12 de marzo, Fernando VII publica su famoso Manifiesto: «Marchemos todos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Y como en la era absolutista se fusiló a Porlier y a Lacy, ahora se da garrote al general Elío y matan a martillazos al canónigo Vinuesa. Riego reaparece como Capitán General de Aragón. En pocos años, según Comellas, se producen 122 alzamientos populares realistas. Curiosa confusión de «los tres mal llamados años», con unas Cortes en las que la quinta parte de los diputados eran párrocos o religiosos. Se disuelve el Arma de Caballería, se destierra a los «serviles» o reaccionarios, y se exaltan todas las rebeliones históricas, a los sones del himno de Riego, que es nombrado Presidente de las Cortes. Como reacción se empiezan a oír los gritos de ¡Viva el Rey! en Aranjuez, en Valencia, en el Norte... Los artilleros, absolutistas, amenazan con la sublevación, e igual grito se extiende por Navarra, con los mariscales Ezpeleta y Enrile al frente. Y la llamada regencia de Urgel es la máxima expresión de absolutismo, con el marqués de Mataflorida, el barón de Eróles y el arzobispo de Tarragona, en clima de auténtica guerra civil con la Constitución de Cádiz. La mayoría del pueblo se siente al margen. Sigue fiel al trono y el altar, fidelidad a la que no sabe corresponder Fernando VII. El Congreso de Verona se reúne en octubre de 1822. Decide presentar un ultimátum al gobierno de Madrid para reponer a Fernando en la plenitud del poder. Es la Santa Alianza: el zar Alejandro I, el Emperador de Austria, Wellington, Metternich... Por Francia, el vizconde de Chateaubriand, el más decidido reaccionario, y también los reyes de Prusia y Cerdeña. El presidente del gobierno español, Evaristo San Miguel, se limita a expulsar a los embajadores del ultimátum. La respuesta es la entrada en España de los llamados «Cien mil hijos de San Luis», al mando del duque de Angulema. De los 100.000, 56.000 son extranjeros, a los que se unen más de 40.000 españoles. Un paseo militar y otra entrada más en Madrid entre clamores de un pueblo feliz, por el momento. El Gobierno y las Cortes, llevándose al rey, marchan hacia el Sur, a Cádiz, ciudad simbólica. Los Cien Mil Hijos asaltan, apenas sin resistencia, el Trocadero, victoria menor que es convertida en gran episodio bélico por los franceses, tal vez para compensar malos recuerdos de diez años antes. El rey, con su tercera esposa, Ma Josefa Amalia de Sajonia, vuelve emocionado y contento, a dormir en el Palacio Real de Madrid. *** Los diez últimos años del reinado de Fernando VII fueron llamados por los liberales «la ominosa década». Los posibles impulsos del rey hacia una política «ilustrada» los frenaba el partido apostólico, más fuerte que la autoridad regia. Fernando anuló varias sentencias de muerte, pero aun así hubo más de cien ejecuciones, sobre todo, de militares. Riego fue ejecutado en 1823, y en 1825 tuvo lugar la ignominiosa muerte del

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formidable guerrillero y patriota Juan Martín Díaz, «El Empecinado», general del ejército. El gobierno se fue moderando con el Conde de Ofalia, con López Ballesteros y Cea Bermúdez. Empezaron a surgir los primeros recelos entre Fernando VII y su hermano Carlos, que teme que el rey se deje manejar. Por esas fechas se produce en Cataluña la revuelta de los agraviados o «malcontents», durante la cual don Carlos fue leal a su hermano. Hay que tener en cuenta que Fernando seguía sin hijos y, por lo tanto, Carlos era el heredero del trono. Los «malcontents» llegaron a tener más de 30.000 combatientes: fue como un ensayo general, apoyado por alguien desde Madrid o desde el extranjero, de lo que iban a ser las guerras carlistas. España empezaba a dividirse en buenos y malos, en blancos y negros, como dice Seco Serrano. Los rebeldes son reprimidos después de cuatro meses y muchos de ellos son ejecutados, distinguiéndose en la represión un terrible personaje, el conde de España, aventurero francoespañol, militar valeroso en la Guerra de la Independencia. Los antiguos guerrilleros no sabían vivir sin poner las armas al servicio de sus ideales. El famoso «Chapalangarra» murió al tratar de entrar en España por Valcarlos; fracasaron Mina y el coronel Valdés en parecidos intentos. El caso más grave fue el de Torrijos, jefe revolucionario, fusilado en la playa de Málaga al llegar desde Gibraltar. Es una confusa etapa en la que, como contraste, Fernando VII hace fusilar al general Bessiéres, francoespañol, furibundo apostólico. *** Muchas veces en la historia, es el destino el que convierte un hecho, en principio positivo, en fuente de acontecimientos inesperados con consecuencias trascendentales. Uno de ellos fue la muerte de la tercera mujer de Fernando VII, también sin hijos. El rey contrae nuevas nupcias con su sobrina María Cristina de Borbón, de Nápoles. A los pocos meses se confirma que habrá sucesión. El Rey publica, aprobada por las Cortes, la Pragmática Sanción que deroga el Auto Acordado de 1713 que excluía a las hembras y a sus sucesores de la sucesión al trono. Los carlistas se negaron aceptar la Pragmática y defendieron la Ley Sálica. Era marchar, paradójicamente, contra la tradición de la ley de las Partidas de Alfonso X, la que permitió ser reina a Isabel la Católica. Ese simbólico nombre se dio a la hija que nació del matrimonio de don Fernando con doña Cristina. Las Cortes juran a la recién nacida como heredera de la Corona; Calomarde, ministro absolutista, es destituido; el primer ministro Cea Bermúdez destierra a don Carlos y a toda su familia y se concede una amplia amnistía a los doceañistas. El 29 de septiembre de 1833 fallece Fernando VII. El lector tiene sobrados elementos para juzgarle. Son muchos los acusadores y pocos los defensores. Tal vez el único argumento general en su favor fue que en su tiempo se creó el Museo del Prado.

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XXIX ISABEL II: TREINTA Y TRES GOBIERNOS EN VEINTICINCO AÑOS

Era la primera vez en la Historia de España en que una mujer, Isabel II, llegaba al trono como heredera de la totalidad del país, pues su gloriosa predecesora Isabel I lo fue de Castilla, no de España, y doña Juana la Loca, sólo fue reina de derecho, ya que de hecho el rey lo fue su hijo Carlos. Durante la minoridad de Isabel, su madre, Cristina, la reina gobernadora, no puede cubrir el vacío que se produce en la gobernación del país, menos aún al casarse, a los tres meses de viudez, con Fernando Muñoz, un simple guardia de Corps. Por lo visto eran los gustos de familia. Es posible que un carlismo menos intransigente, más flexible para adaptarse a los tiempos y capaz de abrirse a Europa, habría podido llenar ese vacío real y político. Lo cierto es que si quedaba algo tras la Guerra de la Independencia, ahora se puede asegurar que el Antiguo Régimen ha muerto y hasta aparecen algunas veleidades republicanas, al menos de una especie de República coronada. En la realidad lo que se iba a imponer eran las fórmulas militares, el gobierno del «hombre fuerte» de turno, al margen de su ideología política, pues los hubo desde el máximo progresismo hasta el más reaccionario de los tradicionalismos. Casi todos estos generales con pujos de estadista fueron grandes patriotas, aunque muy pocos tuvieron verdaderas condiciones de gobernante. Son militares que llegan al poder al fracasar el régimen de partidos, y dentro de él, los políticos civiles. Y esas situaciones se producen cuando falla la cabeza del Estado. La mayoría de estos jefes de los ejércitos son de ideas liberales y lo primero que buscan es convertirse en jefes de partido. Y viceversa, los partidos buscaban su correspondiente «espadón» para encabezar el siguiente pronunciamiento. Con el Palacio de Oriente, con Cristina e Isabel, se agrupaba la alta aristocracia, la nueva clase rica de financieros y comerciantes y la oficialidad politizada. En el campo del pretendiente don Carlos, los medios rurales, el bajo clero, algún obispo, los hidalgos provincianos y los pocos guerrilleros que quedan con viejas añoranzas tradicionales. Las grandes potencias estarán, como siempre, dispuestas a intervenir en nuestros problemas, como siempre también, al servicio de sus intereses. España es un campo abonado, de 1808 a 1939, por lo menos. Y las logias masónicas se infiltran y actúan en todos los sectores que deciden. También es una constante en nuestro país en los siglos XIX y XX durante más de cien años. Madrid por aquellos tiempos lo absorbe todo, con

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burocracia y grupos de presión, con más corazón que cabeza, como dice un autor. Madrid, «rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas» recién creadas por Javier de Burgos, y que pronto adquirirán carta de naturaleza en España. Ahí estará la culpa de los anticentralismos, de los cantonalismos, de los nacionalismos aldeanos que aún padecemos. *** Una guerra civil, encarnizada y difusa a la vez, que se prolonga cuarenta años, inevitablemente perturba la vida y desarrollo de una nación. Es una guerra que cambia de escenarios pero es igualmente furiosa y bárbara en el campo que en la ciudad. Como lo prueba la matanza de cien frailes en Madrid en 1834. El carlismo es algo más que un pleito dinástico. Entran en él factores políticos de partido, factores religiosos, socíales de defensa de fueros y privilegios, de diferencias regionales... Algunas de estas cuestiones se exacerban en determinadas zonas, mientras que en Madrid el anticarlismo adquiere caracteres revolucionarios, anticlericales y de motín callejero, con un fondo de tertulia de café y de conspiración de vía estrecha. El pretendiente y la reina gobernadora, por medio de Cea Bermúdez, se cruzan manifiestos que son verdaderas declaraciones de guerra. Don Carlos se apunta el tanto de defensor exclusivo de los fueros que se habían venido manteniendo como régimen tradicional en el País Vasco, en Navarra y Cataluña, con diversos matices, respetados por los Borbones, a pesar de su centralismo. La imposición de la uniformidad constitucional frente a los derechos ferales fue una de las funestas consecuencias de las Cortes de Cádiz. Al bando de don Carlos le faltaban las ciudades y los generales. En cambio los «cristinos» disponían de todo lo que les faltaba a fes carlistas, la alta administración, el dinero, los banqueros, las capitales, los títulos del Reino, el gran comercio... En ambos bandos se luchó con valor, con fiereza y hasta con un bello romanticismo, bien reflejado todo ello en la riqueza literaria de Galdós, Baroja y Valle Inclán. Lo que no hubo en esa guerra, en contra de la opinión de algunos, fue lucha de clases. El gobierno de Madrid fue al principio incapaz de imponerse a un don Carlos que al llegar a Navarra desde Portugal (1271834) apenas disponía de medios. Pero tampoco dominó al populacho que asesinó a mansalva a dominicos, franciscanos, jesuítas... falsamente acusados de haber envenenado las fuentes de Madrid. La sublevación carlista fue iniciada por un grupo de voluntarios realistas en Talavera de la Reina y pronto se extendió a casi toda España. Además contó enseguida con el talento militar de Tomás de Zumalacárregui, que de la nada creó un verdadero ejército, capaz de hacer fracasar a fes generales que el gobierno de Madrid envió contra él, Joaquín de Osma, Espoz y Mina, Oraa, Fernández de Córdoba, Quesada, Rodil, Espartero, Valdés...

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El objetivo de los carlistas es la capital de España pero don Carlos se empeñó primero en conquistar Bilbao, grave error, fracaso y muerte de Zumalacárregui en junio de 1835. Sin él comenzaron los descalabros carlistas, aunque el general Eguía logró reunir un ejército de 33000 hombres. Sus hechos más notables fueron una serie de románticas y disparatadas expediciones que recorrieron casi toda España, de Algeciras al Pirineo catalán, de Écija a Santiago de Compostela, sin consolidar una posición, sin conquistar plazas importantes y sin lograr las adhesiones que esperaban. Casi conquistaron Madrid, llegando por una parte a Torrejón de Ardoz, y por otra a Las Rozas, a las puertas de la capital. Siempre por «casi», tanto los generales Gómez, Gergué, Zaratiegui, incluso el propio don Carlos, al frente de la «Expedición real». También el famoso general Cabrera «el Tigre del Maestrazgo», llegó hasta Arganda», «casi» a Madrid. También se intentaba un acuerdo secreto, casar al hijo de don Carlos, conde de Montemolín, con Isabel II. Por fin, el general Maroto firma con Espartero, dos antiguos camaradas, en la güeña en Sudamérica, el famoso Convenio de Vergara el 31 de agosto de 1839 Don Carlos pasa la frontera. Fin de una guerra, que tendría su segunda edición muchos años después y que marcaría la hora de Madrid, la Meca liberal, la hora del centralismo español para más de un siglo.

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*** Durante la minoría de Isabel II se pasa de Martínez de la Rosa al Conde de Toreno, y de Toreno a Istúriz, masón progresista que se hace cortesano. Es la gran arma real hasta Alfonso XIII, meter en Palacio a los políticos avanzados, halagos, codearse con los grandes Toisones, títulos, banqueros, generales... Martínez de la Rosa es el padre del «Estatuto Real», rara especie entre ley de Bases, reglamento, con algo de Constitución y de Carta Otorgada, pero sin llegar a ser ni la una ni la otra. Contra él se sublevó el general Evaristo San Miguel, cortesano e izquierdista. Hábilmente manejados, se sublevan los sargentos en La Granja para volver a la Constitución de Cádiz. La reina gobernadora cede ante la amenaza de matar a su esposo, Fernando Muñoz, elevado de guardia de corps a duque de Riansares. Nuevo presidente, José María Calatrava, pequeño aspirante a Robespierre español. Poco después gobierna Álvarez Mendizábal, judío, peón de Inglaterra en España, que lleva a cabo la famosa desamortización, buena idea en principio pero que se convierte en un buen negocio para unos cuantos. Lo mejor de la época es la creación de las provincias por Javier de Burgos. Se crearon también los partidos judiciales, los ministerios de Fomento y de Ultramar y el Consejo de Estado. ¿Se volvía a los buenos tiempos de Carlos III?1 La intervención militar en la política española no es cosa nueva del siglo XIX, viene de muchos siglos atrás, por lo menos desde los tiempos del Cid, pasando por donjuán José de Austria. Ahora desde los días de la Reina Gobernadora dura por lo menos setenta años y se convierte en un hábito. En el reinado de Isabel II había setecientos generales, de los que setenta intervinieron con mayor o menor acierto en tareas de gobierno. Todos ellos, incluso Narváez, fueron, en el sentido más amplio, constitucionales. Castelar decía que es posible que los «pronunciamientos» fuesen legalmente una grave falta, «pero mirados a la luz eterna de la conciencia humana que bendice a los héroes de la libertad, son los grandes jalones que van señalando el progreso de España». Las clases políticas estaban muy mal preparadas, el sistema de elección, defectuosísimo, el pueblo se abstenía y aquellos señores, que eran todo menos hombres de Estado, se dedicaban al juego de las prebendas. Se produce una especie de lucha sorda entre María Cristina y el «hombre fuerte», don Joaquín Baldomero Fernández Álvarez (o González) Espartero, más conocido por este último apellido. Consecuencia de sus aproximaciones y alejamientos, es el constante cambio de presidentes de gobierno, el diplomático Bardaji, el conde de Ofalia, el duque de Frías, Evaristo Pérez de Castro, Antonio González, Valentín Ferraz, Mauricio Onís y Mariano Cortázar. Fracasa el sistema, se disuelven las Cortes y la Reina gobernadora tiene que irse a Marsella. Espartero, modesto de origen, elemental de conocimientos, guerrero en todas las guerras, manchego de Granátula, empieza a creerse rey. Se quedó en Regente, proclamado por las Cortes, después de ser Presidente del Consejo de Ministros. Las logias tuvieron gran parte en su éxito.

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Muy pronto surgen contra él las primeras sublevaciones, O’Donnell en Pamplona, el general Concha en Madrid, para poner en el trono a Isabel II. Se suceden las ejecuciones, la más destacada, la del general Diego de León, conde de Belascoain, «la primera lanza del reino», querido por todos, al que Espartero no quiso indultar. Se disuelven las Cortes. Siguen elecciones que son una farsa, según su propio presidente, Joaquín María López; todos con calles en Madrid. Triunfan las revueltas en casi toda España. Las dirigen nuevos generales descollantes, Prim, Narváez, Pezuela; más adelante todos ellos recibirán títulos de nobleza. Espartero se refugia en Cádiz y sigue a Londres. Isabel II, casi en volandas, es llevada por sus generales al trono. Isabel es casi una niña. Tiene trece años el 10 de noviembre de 1843 al comenzar su reinado. El marqués de Lozoya, gran historiador no suficientemente valorado, la califica de generosa, patriota, apasionada, versátil, amante de las Bellas Artes, poco inteligente, llana pero majestuosa. Caballerosamente se olvida de aludir a cierta ninfomanía. Isabel II comienza su reinado con la llamada «década moderada» de 1843 a 1854. Es una década relativamente positiva, de marcado tono oligárquico y con la lacra, al parecer inevitable, de un caciquismo, casi oficial y profesionalizado, tal vez un mal menor. Bien lo utilizaron Mon, Pidal, González Bravo, el polaco Sartorius, Olózaga, etc. La prensa empieza a ser considerada como el «cuarto poder». En 1845 nace una nueva Constitución, centralista, católica, equilibrada, con dos Cámaras y un poder real fortalecido. Es el tiempo en que destaca un buen político y gobernante, Bravo Murillo, que en otro reinado habría sido un gran hombre de Estado. Y también el duque de Ahumada, creador de la admirable Guardia Civil, que después de siglo y medio largo sigue siendo escudo, gloria y salvaguardia de España, siempre al servicio de la ley y de la sociedad. Narváez es la clave de todo este período. Preside el gobierno en tres ocasiones con gran talento natural y sentido político. Auténtico «hombre fuerte», fue algo más que «El Espadón de Loja», su pueblo natal. No sólo mandó, también creó y organizó. Su último gobierno lo formó en 1865. Tal vez le faltó reflexión: con ella, dice Seco Serrano, habría sido perfecto. Cayó sin apoyo del inefable matrimonio real, bajo las presiones de Inglaterra y Francia, que no podían consentir que España volviera a ser algo, y ¡cómo no!, por la inevitable envidia nacional. Baroja califica a Narváez de hombre genial. *** El matrimonio de la joven reina era cuestión política de extraordinaria importancia. Hubo muchos candidatos, a los que se iban oponiendo alternativamente las grandes potencias: el francés duque de Aumale, un Coburgo alemán, el conde de Trápani, tío de Isabel, enorme disparate, el conde de Montemolín, hijo de don Carlos, ya imposible, que habría liquidado el pleito dinástico... Se la casa por fin con Francisco de Asís, hijo del hermano menor de Fernando VII, primo hermano de la reina, otra vez la disparatada endogamia. Además, este duque de Cádiz, «Paquito Natillas», era de más que dudosa virilidad. Isabel le detestó siempre2.

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Bravo Murillo, sucesor de Narváez, fue un gran talento desperdiciado en una época esterilizante. Pudo ser un Ensenada, un Floridablanca, un Jovellanos. O un gran ministro europeo, como algunos del siglo XX. Le faltó astucia y los progresistas le detestaban. Tres veces tuvo que disolver las Cortes. «Lo hago para que ustedes descansen y a nosotros nos dejen gobernar y administrar» —dijo en 1851, harto de la insensata y destructiva oposición progresista—. Hizo el primer plan de ferrocarriles, la Ley de Contabilidad del Estado, grandes obras públicas, la ley de Puertos, construcciones navales, el Canal de Isabel II, el Concordato con la Santa Sede... Hizo la Constitución de 1852. En conjunto, se pasó, porque no contaba con fuerzas para tantas y tan importantes obras. Otra vez el pronunciamiento. Ha fracasado de nuevo un sistema civil moderado, esta vez de derechas. Se pronuncian los generales de la izquierda de entonces, a los que hoy se llamaría extrema derecha, los O’Donnell, Dulce, Ros de Olano, todos con títulos poco después. Es la llamada «vicalvarada» porque se pronunciaron en Vicálvaro. Los elementos civiles del golpe fueron los moderados Ríos Rosas y el joven Cánovas del Castillo, redactores del llamado «Manifiesto de Manzanares». Les apoyaban varios banqueros. En Madrid hubo barricadas, incendios, asaltos, comités y fusilamientos, también contra las fábricas en Barcelona y contra los cortijos en Andalucía. Había como un aire de revolución a la francesa y de humillación a la Corona, que se vio obligada a llamar de nuevo a Espartero para apagar el fuego; así que nada duró el duque de Rivas, liberal, presidiendo un efímero gobierno. No se consigue detener la riada revolucionaria. Espartero, duque de la Victoria, conde de Morelia, conde de Luchana, Príncipe de Vergara, etc. etc., está viejo, cansado, incapaz. O’Donnell le derriba, pero su gobierno sólo dura «un largo y cálido verano», porque Isabel le desaíra en un baile en Palacio. Vuelve Narváez, por cuarta vez. Isabel se cansa de él, siguen gobiernos que duran días, vuelve O’Donnell con la «Unión Liberal», que, asombrosamente, duró casi cinco años (18581863). La Guerra de África ayudó al gobierno a lograr un consenso nacional. Palacio Atard dice que la Unión Liberal demostró que se puede gobernar «sin tradición, sin historia y sin principios... pero no encontró salida». En 1859, a causa de un incidente fronterizo, se inició la guerra de Marruecos. Se lograron éxitos militares con gran repercusión popular. Prim venció en la batalla de los Castillejos y se conquistó Tetuán. Otra victoria en Wad Ras, muy notable, y la guerra se liquidó en favor de España. También una expedición a Méjico, movidos por Napoleón III, en favor de Maximiliano. Prim ordenó oportunamente la retirada, ya que nada nos iba en aquella aventura. En 1861 la isla de Santo Domingo volvió voluntariamente a ser española, de la «querida España vieja», como ellos decían; pero la incapacidad de la Corona y de sus partidos nos hizo retirarnos de nuevo cuatro años después. En 1866 tuvo lugar la absurda guerra del Pacífico contra Perú y Chile por el apresamiento de una goleta. La

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intervención de los buques blindados norteamericanos hizo inútil el heroísmo de la escuadra de Méndez Núñez, el almirante de la famosa frase de «más vale honra sin barcos que barcos sin honra». La «Corte y licencia de la Reina Castiza», en palabras de Valle Inclán, ha llegado a la máxima expresión del esperpento político. Los partidos gastados y sin prestigio; la reina madre se mete en todo, ha llevado a la Corte a su marido, con su familia del estanco de Tarancón y con este ducado y el de Riansares; al rey Francisco todos le han perdido el respeto, le llama «Paquito Natillas» y le hacen coplas aludiendo a su homosexualidad sui géneris. En la cruel sátira valleinclanesca se recita: «Isabel y Marfori, Patrocinio y Claret, para formar un banco ¡vaya unos cuatro pies! Se alude a uno de los amantes de la reina, Marfori; al influyente padre Claret y a sor Patrocinio, «la monja de las llagas». Narváez y O’Donnell han muerto. Ahora, los grandes empresarios del 68 van a ser los generales Prim y Serrano. Este último es más bien un general de Palacio, cortesano muy bien visto por la reina, de gran prestancia e instinto oportunista. Sus convicciones eran pocas, entre ellas, la amistad del marqués de Salamanca y hacer una gran fortuna. Y será duque de la Torre. Prim era muy distinto. Se trata de un excepcional personaje, uno de los más valiosos del siglo: más culto e inteligente que Espartero, más brillante y equilibrado que Narváez y con una deslumbradora carrera militar. Gran señor con espíritu aristocrático y una invencible afición a la política. Prim pasa de revolucionario a querer convertirse en caudillo de España. No tarda en ser conde de Reus, vizconde de Bruch, marqués de los Castillejos y duque de Prim «postmortem». Formidable catalán que derriba a la monarquía y la repone. Ante la inmoralidad en torno a la reina, la demagogia en auge, la mala situación económica; el descontento del Arma de Artillería y las arbitrariedades de la camarilla, el Ejército se siente obligado a intervenir. El general Prim, con su gran prestigio, es el llamado a coordinar la conspiración. Con él colabora desde Cádiz el general Primo de Rivera, primero de este ilustre apellido que aparece en la historia. El mejor colaborador civil es don Práxedes Mateo Sagasta. También estaban de acuerdo con Prim, sin intervenir directamente, los demócratas «de cátedra», como Castelar y Pi Margall, y el jefe de un partido centrista, con prestigio y pocos votos, don Nicolás María Rivero. Además, don Juan Prim cuenta con excelentes conexiones con la masonería. La Revolución comenzó, ¡cómo no!, en Cádiz en septiembre de 1868. Digo ¡cómo no! porque desde 1812 varios movimientos políticos de signo «progresista» han comenzado allí, mientras que los de signo conservador han solido elegir Valencia. Con Prim dirigían el movimiento el general Serrano, «el de Palacio», y el almirante Topete. Una pequeña

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batalla se dio en el puente de Alcolea. El historiador militar, general Carlos Martínez Campos, descendiente de Serrano, llama a aquel encuentro, más que combate, «un trueno sin tormenta, un chispazo sin corriente». Y era tanto el prestigio de Prim, que se cantaba: «En el puente de Alcolea la batalla ganó Prim», mientras el conde de Reus estaba a cientos de kilómetros. Isabel II, que estaba en San Sebastián, quiere volver a Madrid, pero se ve obligada a cruzar la frontera e instalarse en Pau. La sublevación triunfa, apenas sin resistencia. «La reina de los tristes destinos», acompañada de su amante de turno, Marfori, se va de España después de haber tenido treinta y tres gobiernos en veinticinco años. *** Desde 1812 España venía demostrando que era incapaz de un bipartidismo civilizado, a la europea, y que derivaba inexorablemente hacia la violencia revolucionaria o hacia la autoridad militar. No se diga que rompíamos la legalidad constitucional cuando cambiábamos de Constitución cada quince días y el sistema parlamentario era una farsa de caciques, masones, espadones y buenos señores teóricamente demócratas. ¿Culpa de unos pocos o pecado nacional? Lo único que deseamos aquí, como historiadores, siguiendo el consejo del profesor Jover, es «la aproximación persistente a la realidad». El crecimiento de la población, de 11.500.000 habitantes en 1800 a 16 millones en I860, no va acompañado del crecimiento económicoindustrial ni educativocultural. Fracasan el liberalismo (Vicens Vives) y la aristocracia histórica (Galdós). El campo cuenta muy poco, deciden las grandes ciudades. En ellas se irá produciendo, lentamente, un gran cambio social. Al morir Carlos III e incluso después de la Guerra de la Independencia, no había en España problemas de unidad nacional. Fue la ceguera torpe, el uniformismo forzado por los gobernantes pseudoliberales de Madrid el que fue provocando la reacción contraria, sobre todo en la periferia, que era paradójicamente la que estaba resultando más favorecida en la práctica, y lloriqueaba al creerse postergada políticamente, aduciendo unos amañados derechos históricos. El profesor José María Jover se refiere a «una espléndida tradición constitucional española», que califica de noble, coherente y rica. No querría pecar de anticonstitucional ochocentista ni dudar de la nobleza y buena fe de aquellos fabricantes de textos utópicos, casuísticos y doctrinarios, según los casos, pero creo que lo importante, como fue ocurriendo años después, ha sido ir transformando la sociedad con fórmulas realistas y eficaces, como en tiempos de los Reyes Católicos, de Fernando VI y de Carlos III. Y sin olvidar la frase sacramental del tan admirado parlamentarismo británico: «Parliament is the body, the Crown is the spirit, the spirit of beeing in Parliament. Lo que traducido al español, resulta la fórmula que repito a lo largo de estas páginas: La simbiosis ReyPueblo, éste representado legítimamente por las Cortes de la Nación. 1 Para conoce bien los detalles y opiniones sobre todo lo que ocurrió en el Gobierno de España durante todo este período, recomiendo leer las obras de los ilustres profesores Gonzalo Anes y Palacio Atard.

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2 «¿Hemos reparado en que los padres, abuelos y bisabuelos de Alfonso XII fueron Borbones casados con Borbones?»

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XXX ESPAÑA SIN REY

Por primera vez, desde los Reyes Católicos, España está sin rey. Aún antes, desde los Reyes godos, la forma de gobierno en los reinos reconquistadores había sido siempre la monarquía. Al llegar 1868, el Antiguo Régimen se había hundido en el descrédito, la sangre y el ridículo. La Revolución del 68 fue dirigida por generales conservadores, cuando no decididamente monárquicos, y con la ayuda de dos infantes, Montpensier y don Enrique, duque de Sevilla. Lo que ocurría es que Prim era un empecinado antiborbónico: «Un Borbón en el trono de España ¡jamás, jamás, jamás!» era su lema. Y ya se sabe lo que son los jamases en política, más todavía cuando los exclama un general aristocrático al grito de ¡Viva el Rey! Palacio Atard ha llamado a aquellos años «la Edad de Oro de la masonería». Lo fue, en efecto, pero creo que no más que los de la II República española. El general Serrano entró triunfalmente en Madrid. Era la costumbre. Formó un gobierno provisional con Prim de ministro de la Guerra y Topete en Marina, es decir, el triunvirato de la reciente revolución, la de la «España con honra» como proclamaba el general de Reus. En ese gobierno aparecían también Sagasta en Gobernación y el «progresista» Ruiz Zorrilla en Fomento. Los grandes honores se dejaban para Serrano, con todos sus méritos, un tanto «fantasmón». En conjunto, parecía que Prim era el hombre adecuado para dirigir los destinos del país. Era el hombre de la burguesía acomodada, de la periferia creadora y conservadora. Se convocan elecciones por sufragio universal. La nueva Constitución de 1869 es monárquica, casuística y muy larga, obra de Salustiano Olózaga. En espera de encontrar rey, se nombra regente al general Serrano, duque de la Torre, con el tratamiento de Alteza, para colmar la vanidad del duque y de la duquesa, «encerrada en su jaula de oro», como decía Castelar. Es la época de la oratoria grandilocuente en aquellas Cortes en las que hay más de ochenta republicanos y un par de partidarios del hijo de Isabel II, el que será Alfonso XII. Para llegar a él, un largo y complicado camino, lleno de obstáculos. España busca un rey. De Borbones, nada, porque Prim no quiere. El Coburgo queda excluido por su segundo matrimonio morganático. Al Hohenzollern alemán, se opone Napoleón III, que tampoco quiere a los Orleans, lo que excluye al duque de Montpensier, cuñado de Isabel II por estar casado con la infanta Luisa Fernanda. Los

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príncipes nórdicos son eliminados por protestantes. Hasta se pensó en el viejo y caduco Espartero, retirado en Logroño, que habría sido Bald omero I. «Difícil es hacer un rey —decía Prim—, pero más difícil es hacer una república en un país en el que no existen republicanos». Y es, lógicamente, Prim quien elige. Opta por un hijo de Víctor Manuel II de Saboya, Amadeo, duque de Aosta. Los Saboyas han unificado una Italia muy liberal, casi producto revolucionario que alarma en Europa. Amadeo es masón como Prim. Le nombran las Cortes por l6l votos, 60 la República... Y sólo dos Alfonso XII. ¡Bonito modo de nombrar un sucesor de Carlos V, de Isabel la Católica, de Felipe II, de Carlos III...! Es el momento ideal para que se levanten los carlistas en varias provincias. Y hasta para que lleguen a Cuba los aires revolucionarios e independentistas. Unas horas antes de la llegada a España de Amadeo I, el general Prim, su inventor como rey y el único capaz de hacerle durar en el trono, era asesinado al salir del Congreso, en la cercana calle del Turco (hoy marqués de Cubas), casi esquina a la de Alcalá. Este magnicidio, tan perjudicial para Amadeo, fue oportunísimo para muchos, enemigos políticos, dinásticos y personales. Se atribuyó a matones a sueldo. ¿Quién pagaba? Más de cien años después sigue siendo una incógnita. ¿Tal vez un tal Paul y Angulo, que fue hombre de confianza de Prim y masón como él? Porque el general, convertido en dictador, ya no interesaba a la Orden masónica. Añadamos anarquistas, republicanos, los de Montpensier, los carlistas... El caso es que desaparecía uno de los políticos más capaces, más interesantes del siglo, verdadero hombre de Estado. Tengo casi el convencimiento de que los que mataron a Prim fueron los que tenían como objetivo la república. De don Amadeo poco interesante hay que decir que no entre en el terreno de la anécdota. Serrano no creía en él, pero arengaba al pueblo en su nombre. Romero Robledo sentenció cruelmente después de conocerle: «Es un idiota». Muchos militares se negaron a prestarle juramento y la nobleza no acudía a sus recepciones, salvo algunos aduladores. Castelar se sentía avergonzado «al verle sentado en el trono de los Reyes Católicos», y Cánovas contribuyó a crear el vacío en su torno. Hasta una obrita ligera se estrenó por aquellos días con el título «Macarronini I». Y resulta que el pobre señor era joven, apuesto, de buen corazón... No sabía español y desconocía totalmente el país, destacando solamente por sus aventuras galantes y por haber nombrado al viejo Espartero, Príncipe de Vergara. Las Cortes son un verdadero desbarajuste, mientras los alfonsinos van progresando, bien dirigidos por Cánovas. Amadeo quería marcharse cuanto antes de «esta casa de locos» como él decía. Lo hizo el 11 de febrero de 1873, después de dos años de reinado. España dejaba de ser un reino para convertirse en república, régimen que iba a tener una gran ocasión histórica. «Veremos cómo la aprovechó» —me permitía yo decir en mi obra De Carlos I a Juan Carlos /(vol. II). ***

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Cosas de nuestro inefable siglo XIX: unas Cortes monárquicas traen la república por 258 contra 32. Claro es que los republicanos la derribarán un año después. El propio Pi y Margall se pregunta qué república es aquélla. El primer presidente del Gobierno ejecutivo —que no de la República, que nunca lo tuvo, ya que no había Constitución— fue don Estanislao Figueras, catalán muy gris, que lo único que se recuerda de él es que se fue. Las elecciones dan una abstención del 6l%. Cuarenta diputados no pasaron de tener 1.000 votos y el más votado fue un candidato de ficción por Cartagena, señor Lapizburu, que no existía y que logró 9.622 votos. El profesor Jover dice que el tipo humano imperante era «el agitador, el político de café, mitad literato, generalmente provinciano, protagonista de la bohemia...». El proletariado confunde república con reparto de tierras, según el profesor Jutglar, y Jesús Pabón dice que la libertad y la crítica se confunden con el insulto y la bullanga del motín. De febrero de 1873 a enero de 1874 hubo cuatro presidentes del Gobierno, a los que impropiamente se llama hoy, de la República. A Figueras le sustituye Pi y Margall, federalista teórico que duró un mes. El siguiente fue don Nicolás Salmerón, profesor de filosofía, que duró dos meses, al dimitir por no querer firmar unas penas de muerte. Don Emilio Castelar, el último, batió el récord: llegó a gobernar tres meses. Eso sí, fue el más alto ejemplo de la oratoria grandilocuente del siglo. En resumen: fracaso de la estructura de la sociedad y falta del sentido del Estado en los dirigentes del nuevo régimen. Uno de los hechos más graves durante la breve República, fue la aventura cantonalista. Muchos creyeron que aquello era federalismo sin tener la menor idea sobre lo federal y convirtieron sus oscuras ideas en un auténtico caos. La exaltación revolucionaria cantonal se extendió por varios puntos de España. «Tiros, coplas, libertad sin orden, sin autoridad», decía el republicano Nicolás Estévanez. El movimiento llega a Sevilla, Málaga, Valencia, Salamanca, Ávila, Béjar... hasta los partidos judiciales. En Andalucía se destruye, se mata, se roba, se quema; Cataluña se hace carlista o prefiere el Estat Catalá. Donde sólo se impuso la violencia fue en Cartagena, incrementada por la sublevación de los barcos de guerra en su puerto, donde la marinería eliminó a los oficiales con gran alarma en todo el Mediterráneo. Es de reseñar que el cantonalismo nada tuvo que ver con el regionalismo ni con las tendencias nacionalistas de determinadas zonas como Galicia, el País Vasco y Cataluña, donde el catalanismo y el federalismo marchaban por caminos muy distintos al de los cantones de Alcoy y Cartagena, por ejemplo. Es interesante constatar que en estas zonas del Levante, los cantonalistas derrotados reconocieron pronto a Alfonso XII o derivaron simplemente a la anarquía o al naciente marxismo. El general López Domínguez, sobrino del general duque de la Torre, el inevitable Serrano, fue quien reconquistó Cartagena. Más adelante sería primer ministro. Se dan los más importantes mandos militares a generales monárquicos, Martínez Campos, Primo de Rivera, López Domínguez, Pavía, éste, capitán general de Madrid,

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puesto decisivo. El proyecto constitucional de Castelar se viene abajo. No le sorprende: «Pues ya estamos desacreditados todos sin excepción...». Hay que tener en cuenta que los predecesores de Castelar, Figueras, Pi Margall y Salmerón habían abusado del espíritu sectario, antimonárquico y antirreligioso, lo que trató de paliar el formidable orador. Tal era el descrédito, que su proyecto constitucional fue derrotado en las Cortes. La República ya no tenía salida. Pavía le dio el golpe de gracia al entrar en el hemiciclo con un pelotón de guardias civiles en la madrugada del 3 de enero de 1874. Fue el fin de «La Gloriosa», como ellos mismos llamaron a su primer ensayo republicano. Vuelve al poder, llamado por Pavía, el ídolo de oropel, don Francisco Serrano. ¿Va a convertirse en una especie de presidente vitalicio, como MacMahon, en Francia? Debo recordar que por aquellos días nació el único fruto, tal vez el único digno de tal nombre, la Institución Libre de Enseñanza, admirable intento pedagógico, aunque demasiado sectario en ideas políticas antirreligiosas. Isabel II esperaba ilusionada, en su palacio de Castilla en París, la restauración en la persona de su hijo. El Ejército, impaciente, la desea. Cánovas apenas puede contener a jefes y oficiales. Martínez Campos, sin contar con él, da en Sagunto el golpe de estado decisivo. *** Renace el fenómeno carlista en circunstancias muy favorables para él. Lo raro es que no triunfase. Su nuevo jefe es el que llaman Carlos VII, titulado duque de Madrid, joven apuesto, con don de gentes, muy superior a don Carlos María Isidro, el de la primera guerra, el hermano de Fernando VII. Para gran parte del país era una esperanza, después del fracaso de los gobiernos liberales. Cuenta ahora con excelentes jefes militares, Elío, Olio, Valdespina Rada, Dolagaray, amén de guerrilleros que levantan partidas en el Norte. Carlos VII vuelve al error de la primera carlistada: atacar Bilbao y no ir decididamente a tomar Madrid, y en Madrid, la Corona. También, a pesar de sus victorias militares, Abarzuza, Montemuro, le faltaron las grandes ciudades y la escuadra. Y también, apoyo internacional. La isla de Cuba, con Puerto Rico, era el último florón de la Corona que nos quedaba en América. Cada día dependía más económicamente de los Estados Unidos, que habían propuesto comprársela a España por 130 millones de dólares. Carlos Manuel Céspedes dio el famoso grito de Yara en 1868, con inspiración y apoyo de las logias de Nueva York y de Madrid. Se suprimió la esclavitud, lo que cayó muy mal a los negreros, que venían haciendo gran negocio con el «comercio de ébano». Esta guerra chica, pero guerra al fin, siguió latente veinte años y fue una pesada carga para los gobiernos españoles, con más pena que gloria. Y Estados Unidos, cada día más cerca de la total beligerancia, como por desgracia iremos viendo. También en época tan confusa y ajetreada, aparece en España el fenómeno del asociacionismo obrero, con influencias europeas del socialismo utópico y del anarquismo revolucionario. Las sociedades obreras se desarrollan en Barcelona, en

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contacto con grupos franceses, ingleses e italianos, más anarquistas que marxistas, y que están en favor del colectivismo ácrata, y son más bien prorepublicanos. Su Asociación, la A.I.T., fue disuelta por Serrano, pero siguió en la clandestinidad. En 1871 se creó en Madrid una asociación de impresores que dos años después se convirtió en el Partido Socialista Obrero Español, de sello marxista y dirigido por Pablo Iglesias, al que subvencionaba el gobierno de Romero Robledo. El factor del sindicalismo obrero tardará en pesar en la vida española, siempre con espíritu republicano, antitradicional e irreligioso. Por fortuna, después de 1975 ha empezado a ser responsable de su misión histórica en favor de la clase obrera, cada día más difuminada. Y, por desgracia, al servicio de intereses políticos de partido por parte de sus dirigentes.

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XXXI LA RESTAURACIÓN. ALFONSO XII

El levantamiento del general Martínez Campos en Sagunto el 29 de diciembre de 1874 se había quedado seguramente en un simple pronunciamiento, uno más, sin que Cánovas del Castillo cargara con la gran responsabilidad del momento y se pusiera a «inventar la España moderna», en sus propias palabras. Los españoles, desde la Guerra de la Independencia, 1808, nos estábamos matando, encarcelando, exilando, depurando, confiscando y persiguiendo. Poco quedaba salvable de aquel naufragio; había que construir de nueva planta después de liquidar y olvidar. Cánovas, hombre de extraordinario talento con experiencia y cultura, trató de conseguir equilibrio y estabilidad, con un laudable espíritu de conciliación. ¿Lo logró? Por lo pronto, los materiales de que disponía eran bastante mediocres. Ortega y Gasset decía que Cánovas, a pesar de su categoría de estadista no pasó de ser «el gran empresario de la fantasmagoría». También reconocía el propio Cánovas, en contra de la idea de Prim, que la monarquía en España tenía que hacerla con republicanos, juego muy peligroso y engañoso. Un factor positivo era que el rey llegaba a España, con el apelativo de «El Pacificador», expresión del deseo colectivo. Privan las palabras que comienzan por «con»: convivencía, conciliación, consenso, confraternidad, congreso... y Constitución. ¿Quién y cómo es el rey que va a representar el primer papel en el gran teatro de la Restauración? Se trata de don Alfonso de Borbón y Borbón, el hijo único varón de Isabel II. Se había formado en Austria, Inglaterra y Francia, de manera muy completa y libre de camarillas, así como de la perturbadora influencia materna. Sus prerrogativas iban a ser bastante limitadas por la Constitución de 1876. Y por desgracia, su salud era preocupante, una tuberculosis lenta pero que entonces no tenía cura. Alfonso era culto, valiente, buen soldado, de agradable aspecto, buen orador, lo que no es habitual en los monarcas, y dotado de una buena mezcla de ardor y escepticismo, lo que no es mala cosa. Llegó a Barcelona procedente de Marsella, y la acogida, ¡cómo no!, fue clamorosa; recepción convertida en Madrid en verdadera apoteosis. Tenía el muchacho diecisiete años. Cánovas le escribió un Manifiesto en el que Alfonso anunciaba que iba a ser buen católico, según tradición de la Corona española, y liberal, como hombre de su siglo.

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Repetimos el nombre de Cánovas. ¿Quién era el empresario de la Restauración, el apoderado del primer espada, es decir del Rey, jefe Supremo de los Ejércitos? Cánovas, un malagueño de familia modesta, hijo de maestro, casi «rebotado» de cura, periodista y político a través del tradicional escalafón, no escrito, de altos cargos... Gran aficionado a la Historia (lo que creo que es imprescindible para todo político que aspire a gobernar), pragmático, ecléctico, artista del compromiso, con el lema «Gobernar es transigir». Para él, España era, sobre todo, una creación histórica, obra de Dios a través de los hombres, a lo largo de los tiempos. ¿Demasiado intelectual para dirigir el gobierno? Desde luego, no le faltaba pesimismo. Tenía un sentido aristocrático de la vida, como historiador, tradicionalista y monárquico cerebral que desconfiaba del sufragio universal... No es cortesano ni halagador, no aspira a la privanza, admira el sistema político inglés, no tiene un verdadero partido, ya que el conservador era un puro artilugio. En cierto sentido es como un cuadro de notables: los duques de Alba, Medinaceli, Fernán Núñez, Sesa, Frías, Veragua..., que ideológicamente están de su lado. ¿Quién era el jefe del otro partido que frente a Cánovas iba a formar el sistema de la Restauración? Don Práxedes Mateo Sagasta, riojano de Torrecilla de Cameros, también de origen modesto, ingeniero de carrera, mucho menos culto que su adversario, pero buen organizador, astuto (Palacio Atard le llama el Talleyrand español), ingenioso, intuitivo y simpático. Azorín decía que «A Cánovas se le admiraba, a Sagasta se le quería». El ilustre riojano estuvo en las barricadas en el 56, en la revolución del 68, con los gobiernos de Amadeo y de la República, conspirador, condenado a muerte en el 63, exiliado en Francia, masón de grado 33. Y, sin embargo, fue respetuoso con la Iglesia y leal con la Monarquía de la Restauración. Jesús Pabón decía de él que era un liberal «al baño María », y Azorín: «Sagasta no escribió ningún libro ni lo leyó». En cambio dejó más de 2.500 discursos y escribió cientos de artículos «con poca doctrina y mucha convicción», según Palacio Atard. En conjunto, un insigne aventurero, interesante personaje político, sin consistencia para ser un auténtico hombre de Estado. Lo mismo daba. La Restauración estaba hecha a base de claudicaciones, de componendas, de respetos inútiles, sin confianza en sí misma, una gran mentira muy útil, que iba a salvar por bastantes años a la monarquía. Tengamos en cuenta que la Constitución de Cánovas, y de Sagasta, la de 1876, fue la de más prolongada vigencia de nuestra historia constitucional, algo así como una hábil combinación de los principios de las anteriores. El rey se convirtió en la pieza clave del orden político además de jefe supremo del Ejército, que durante la Restauración no iba a gobernar, pero sí a influir en el gobierno de los dos partidos turnantes. Tuñón de Lara dice que durante aquel remanso político, el objetivo era lograr una sociedad burguesa a la que el pueblo «subordinado» pudiera ir ascendiendo. En el as pecto religioso, muy polémico a lo largo del siglo, se buscaba un equilibrio, lo que fue más fácil con el nuevo Papa León XIII, muy contemporizador. Fue una época en la

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que se desarrollaron mucho las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, que llegaron a terrenos hasta entonces inasequibles. *** En los primeros días de la Restauración, la guerra carlista se había recrudecido con un Carlos VII que había sido jurado rey en Guernica y era muy superior a sus predecesores. Cánovas pretendió que el propio Alfonso XII fuera a derrotar a su enemigo en el norte. El Estado Mayor, recién creado, reunió un ejército de 130.000 hombres, mientras que los carlistas no llegaban a 40.000. Así los generales liberales vencieron en Cataluña y el Maestrazgo, y Primo de Rivera lograba, al vencer, el título de marqués en Estella, corte y santuario del carlismo, mientras Cabrera, el famoso «Tigre del Maestrazgo», acataba como rey a Alfonso XII. Carlos VII se vio obligado a retirarse a Francia por Valcarlos. Dijo al partir: «Volveré». No volvió, como es notorio, pero sí lo hicieron, muchos años después, los famosos Tercios de Requetés, unidos con sus ideas carlistas al ejército del bando nacional en la guerra de 19361939, mientras que otros restos del carlismo, con sus ideas políticas degeneradas, fueron la base inicial del nacionalismo vasco. Alfonso XII regresó triunfalmente a Madrid en marzo de 1876, como «Pacificador», el del gran monumento en el Retiro madrileño, junto al estanque. El sistema de alternancia política, trasplantado a España desde Inglaterra por Cánovas, fue funcionando aceptablemente por períodos de cinco en cinco años, hasta 1909 Después del asesinato de Cánovas en el balneario de Santa Águeda en Guipúzcoa por el anarquista italiano Angiolillo, los plazos se redujeron a dos. Este crimen abrió la serie de asesinatos de primeros ministros españoles, con el precedente de Prim, que no eran presidentes pero que mandaban tanto o más; Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero Blanco. Al ilustre madrileño le siguieron en la Presidencia Azcárraga, Francisco Silvela y el general López Domínguez, éste de la izquierda dinástica. Se disolvían las Cortes, con demasiado frecuentes elecciones, amañadas a menudo y siempre con gran abstención. El país no se adaptaba en verdad a una democracia importada, que ni entendía ni le convencía, pero la cosa, mal que bien, iba marchando. Los dos grandes partidos, liberal y conservador, carecían de estructuras y de organización, tenían pocos afiliados activos... «En esas condiciones —decía el profesor Sánchez Agesta— el gobierno parlamentario es claramente una ficción». Otro ilustre profesor, el historiador Ballesteros Beretta, opinaba: «Cánovas o Sagasta ¿qué más da?» ¿Eran una invitación al cirujano de hierro que pedía Joaquín Costa? A todos les interesa que el rey salga reforzado. Para ello se le deja la iniciativa de las leyes y la posibilidad de disolver las Cortes. El propio Cánovas no creyó en el sistema: «Nunca he confiado en el sufragio universal porque será siempre una farsa, un engaño a las muchedumbres...» pero como tiene «que continuar la historia de España», vive en la contradicción con tal de evitar la dictadura y la revolución. Una frase define bien la realidad de aquel sistema caciquil, tal vez un mal menor: «Para los enemigos, la ley; para los amigos, el favor». Vicens Vives da su definición: «Farsa democrática y liberal, pero máquina ineludible».

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Pero el caciquismo tiene también defensores: «Es el único sistema que puede salvar a España de la anarquía» (Antonio Maura). Y también Salvador de Madariaga: «Es tan natural, tan en armonía con el carácter nacional, que suprimirlo puede ser peor... Se trata de educar al cacique y hacerle digno de su responsabilidad y de su poder». Me permito opinar que los fallos del sistema, por no decir de la Restauración, venían de largo, era el retraso social, consecuencia de la mala adaptación a la modernización que siguió a la Revolución francesa y a la Guerra de la Independencia, de esa «España a destiempo» que he glosado en una de mis obras1, falta de cultura y educación, sobre todo. *** He subrayado varias veces en esta historia la importancia de las bodas reales. Cuentan las crónicas de la época que la primera boda de Alfonso XII, cosa rara en tales casos, fue por amor. Se trataba de su prima hermana María Mercedes de Orleans, hija de la infanta Luisa Fernanda y del duque de Montpensier. No sé cómo consiguieron dispensa pontificia siendo tan próximos parientes... La dispensa política la logró don Alfonso por su gran amor, ya que el Parlamento no quería en modo alguno al padre de la novia, el turbulento y ambicioso Montpensier. La novela romántica duró sólo seis meses porque «Merceditas ya se ha muerto...» como cantaba el pueblo, que adoraba a la joven y efímera reina. A su idea se debe la Catedral de La Almudena, junto al Palacio Real, donde hoy yacen sus restos. Había que casar de nuevo al desolado monarca. Cánovas pensó que era el mejor modo de contestar a la romántica pregunta: «¿Dónde vas Alfonso XII?». Con la ayuda de la hermana mayor del rey, la infanta Isabel, la famosa «Chata», Cánovas eligió a la archiduquesa María Cristina de HabsburgoLorena, sobrina del emperador de Austria. Era la vuelta a enlazar con la gloriosa dinastía de los Austria. Ella fue la nueva reina de España que se consagró con amor, lealtad y sentido de la responsabilidad a sus obligaciones al lado de su esposo, y después como Regente del reino, con dos hijas menores y encinta de pocos meses. Alfonso XII, en los últimos años de su reinado, confirmó su popularidad en los casos de un grave terremoto en Andalucía y de la epidemia de cólera en Aranjuez. Fue una lástima que un rey con tan buenas cualidades fuera tan superficial, que dejara hacer, que mostrara buenos deseos pero que «pasara» de cuestiones que exigían mayor implicación y enérgica acción. Murió a los veintiocho años de edad, el 25 de noviembre de 1884, después de diez de reinado. Antes de morir le aconsejó a la reina que siguiera pasando de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas. En cuestiones de política internacional, Cánovas aconsejaba una actitud «de recogimiento»; ¿por qué íbamos a complicarnos con los conflictos de los demás? En Europa, la Restauración fue bien acogida. Alfonso XII se inclinó más bien por un acercamiento a Alemania, donde viajó rodeado de honores. Por eso, al volver a París, fue mal acogido. En cambio, Cánovas demostraba una prudente anglofilia. En el conflicto de las Carolinas se llegó a un fácil arreglo con Alemania, con la eficaz mediación del papa León XIII. Con algunas concesiones, las islas siguieron siendo

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españolas. Hay que resaltar que desde que existe Alemania como gran país unificado, tiempos de Bismark, España no ha tenido el menor conflicto con Alemania, que siempre tuvo grandes simpatías en nuestro país. En 1880, la conferencia de Madrid, honor formal para España, inició la política de «protección» sobre Marruecos. En cambio, al margen, el reparto del resto de África. Volveremos sobre tan importantes temas. 1 España a destiempo (Rialp, Madrid, 1988).

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XXXII LA REGENCIA

Difícil tarea para una mujer desconocedora del idioma, del carácter y de las costumbres españolas. Tenía que consolidar el sistema de partidos turnantes, lo que se logró en el llamado Pacto del Pardo entre Cánovas y Sagasta, sin proclamar reina a la infanta Mercedes, hija de Alfonso XII, en espera de ver si era varón el hijo que esperaba la reina Cristina. Ésta demostró talento, discreción y preparación política, lo que la hizo ser respetada por todos. Ahí estuvo el acierto del matrimonio de Estado de Alfonso XII con la archiduquesa austríaca, aunque desde que la conoció dio claramente a entender que física y estéticamente no le interesaba lo más mínimo, si bien procuró respetarla y tratarla siempre con afecto. Claro es que comenzando enseguida a serle infiel y a mantener amoríos extraconyugales. A partir del nacimiento de Alfonso XIII el 17 de mayo de 1886, que nace ya rey, María Cristina será una madre ejemplar, con cariño, dedicación y tacto, salvando toda preocupación por la extranjera, a la que, con cierta malevolencia, la segunda mujer de Cánovas del Castillo, doña Joaquina de Osma, hija del marqués de la Puente, puso el apelativo de «Doña Virtudes» y «La Institutriz». Ya en 1886 se encontró la pobre señora con la llamada sublevación de Villacampa, de signo izquierdista. Varios muertos y rebeldes indultados para evitar mártires. Fue también el primer año en que los socialistas celebraron el primero de Mayo, y empezó a manifestarse con agudeza el anarquismo ibérico, a base de terrorismo, bombas, atentados y magnicidios «a la latina». Para evitar «pronunciamientos» se tomaron acertadas medidas militares: división de España en regiones militares, Servicio Militar obligatorio a la europea, Academia General Militar de Toledo, Alto Estado Mayor, etc. Fue muy positiva la celebración en Barcelona de la Exposición Internacional de 1888. Fueron unos pocos años, de 1886 a 1902, una etapa bien definida como «Edad de Plata» de la literatura: Galdós, Pereda, Alarcón, Palacio Valdés, Clarín, Valera... Una época también muy aburguesada que coincide con los primeros veraneos en la costa, de ahí el «descubrimiento» y desarrollo de San Sebastián y Santander; con las primeras Casas del Pueblo, con los bailes en los salones aristocráticos, el fervor por el folklore castizo y taurino, con el esplendor de las Semanas Santas, con la Institución Libre de Enseñanza... Todo un cuadro nostálgico lleno de encanto si no hubiese sido, por desgracia, germen de un futuro incierto y de discordias.

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*** Hasta que Alfonso XIII tuvo edad para reinar, la reina Cristina tuvo que enfrentarse con dos gravísimas cuestiones: la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el famoso 98, y los primeros planteamientos de las corrientes separatistas de origen regionalista, unas, herencia del carlismo, otras del renacimiento cultural catalán. En Cuba había grandes intereses económicos españoles, aparte de profundos valores afectivos e históricos y de su valor simbólico para la Corona. Era «la perla de las Antillas». Y lo mismo podía decirse de Puerto Rico. El movimiento independentista tuvo, como a principios de siglo, origen criollo con posteriores derivaciones indigenistas y enseguida con el apoyo norteamericano y de las colonias inglesas y francesas del Caribe. Las figuras más destacadas de la naciente rebeldía fueron el culto poeta de familia rica y noble Carlos Manuel de Céspedes, el sargento dominicano Máximo Gómez y el gran líder y doctrinario José Martí. La llamada «guerra chiquita» (1879) acaba con la entrada triunfal de Martínez Campos en La Habana. Los intentos de don Antonio Maura para imponer unos planes autonómicos moderados, por tardíos, tuvieron que fracasar. El gobierno español tuvo que recurrir a la fuerza enviando a Cuba un poderoso ejército de 140.000 hombres, bien armados pero mal instruidos. Iba a probarse la dificultad de sostener una guerra a miles de millas de la metrópoli. Fallaron los sistemas sucesivos del general Polavieja y del general Weyler, que venció en la batalla de Rubí. Recibió este ducado, pero la victoria no tuvo continuidad. En España crecía el odio a los Estados Unidos. Con inconsciencia suicida y populachera se excitaba a la guerra «contra los charcuteros de Chicago». En Filipinas el fenómeno fue muy parecido al de Cuba, pero más indigenista y sin la presencia e intereses de criollos ricos. Fue más bien un movimiento antieuropeo con cercana influencia asiática. España envió 30.000 hombres, pero había que triunfar primero en Washington, en Londres, en París... El caudillo militar filipino fue Aguinaldo, y el ideólogo y héroe, el poeta Rizal, de formación jesuítica. En resumen, sólo se nos respeta en América si somos algo en Europa. En la práctica poco vale el hermoso tópico de «la Madre Patria». Nunca se había visto en la historia algo parecido: una guerra organizada para vender más periódicos. Porque Estados Unidos entra abiertamente en la guerra contra España para que los magnates de su prensa Hearst y Pulitzer aumenten las tiradas. El pretexto es el hundimiento del acorazado «Maine» en la bahía de La Habana. Se dijo que fue debido a un ataque español pero, la verdad, se trató de una explosión interior que produjo 202 muertos en la tripulación. Los norteamericanos habían olvidado la fundamental ayuda que España les prestó para su independencia. La guerra se limitó a marcar la superioridad de la poderosa artillería de los acorazados yanquis sobre los frágiles y anticuados buques españoles. De poco valió la categoría y gran profesionalidad de los almirantes Cervera, en el Atlántico, y Montojo en el Pacífico. Lástima la profunda españolidad de Puerto Rico, que nada valió ante la invasión de los marinos de Estados Unidos. La presencia de España en Ultramar había

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terminado. Fue el fracaso de todo un pueblo: en mayor o menor grado, del rey abajo, todos, hubo un Desastremito y un Desastrerealidad. La Paz de París dio final al conflicto. Después, «a regenerar» una España sin pulso. *** España una y varia. No comento aquí tan fundamental doble faceta de nuestro país por exceder con mucho de los propósitos de esta obra. Lo hago en cambio con mucho detalle en mis obras que cito en la bibliografía, en especial en las dedicadas a los vascos y los catalanes en la Historia de España. En la época de la Restauración se presentan simultánea o alternativamente los diversos factores de desintegración, cerrilismo, sentimientos mal interpretados, historia tergiversada y falseada, intereses extranjeros, aldeanismo, pretensiones seudoculturales... Todos amenazan con romper la unidad nacional, y ninguno de tales factores, incluso coordinados, lo logra, ni en el siglo XIX, ni en el xx, aunque en este último, con ayuda de la ignorancia de algunos políticos, han estado a punto de lograrlo. Me limito aquí a citar brevemente algunos datos de esa época restauradora. La pretendida aventura independentista «bizcaitarra», no tiene ni pies ni cabeza, porque el País Vasco nunca existió como ente político independiente, ni como nación ni como Estado. Además, no tiene viabilidad política, ni económica ni cultural. El catalanismo separatista es otro absurdo. Los llamados «paysos Catalans» fueron tan forjadores de España como Castilla o Aragón. Necesitan a España como España les necesita a ellos, y su regionalismo cultural y tradicionalista no tiene por qué sentirse amenazado ni tampoco su economía, su industria y su comercio, en muchos aspectos, vanguardia española. Bien lo saben los buenos políticos e intelectuales catalanes cuando no los deforman pequeños líderes, algunos republicanos, de extrema izquierda e incluso algunos eclesiásticos. En esto coinciden con varios religiosos vascos «muy católicos al modo sabiniano». En cuanto al galleguismo separatista, salvo en su lengua, la de Alfonso X el Sabio, tan cerca de la portuguesa, y las expresiones románticas, nostálgicas y localistas de su folklore, no merecería ni mención. Lo que ha venido ocurriendo durante la Restauración y hasta hoy es que los gobiernos de Madrid, en general, han ido de traspiés en traspiés en lo que se refiere a los separatismos, unas veces concediendo y transigiendo en exceso, y otras negando y engañando con un nacionalismo español, centralista y cerrado de mollera. Así ocurrió durante muchos años, en el reinado de Alfonso XIII, en la II República y en los cuarenta años de Franco, aunque nunca adquirió la virulencia que tiene desde los tiempos de la transición democrática. No quiero entrar ahora en estos temas gravemente políticos. Creo, con los profesores Palacio Atard, Suárez Fernández, Seco Serrano, Jover, Anes, Pabón... que constituyen una misión incitante para los historiadores, economistas, sociólogos... para ver si enseñan de una vez a los políticos españoles esta asignatura indispensable. *** Al pasar de un siglo a otro, al borde ya del tiempo de nuestros padres y abuelos, para vosotros jóvenes de hoy, de vuestros bisabuelos y tatarabuelos, nos tocan ya las

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consecuencias de aquella España de la Regencia de la Reina Cristina. Tenía España por entonces dieciocho millones y medio de habitantes. Con el ferrocarril habían mejorado mucho la comunicación y el transporte, y también la emigración a las grandes ciudades. Los españoles emigraban mucho a América y seguía habiendo allí muchos intereses hispanos, a pesar de la repatriación de capitales «indianos», convertidos en los nuevos ricos en torno a la Corte.

La explotación de las minas da lugar a la alta burguesía vasca, pronto ennoblecida por el rey. Igualmente crecieron las fábricas en Cataluña y alrededor de Madrid, «el cinturón rojo» en los años treinta del siglo XX. La economía agraria estaba estancada, por lo que faltaba una clase media campesina, con alguna excepción en Levante, la zona

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más equilibrada. El marxismo no encajaba bien en la mentalidad española, menos aún su disciplina. Para el desarrollo del país nos faltaban estructuras, mentalidad de empresa, educación y orden. No obstante, a base de paternalismo, de proteccionismo y de la entrada de empresas extranjeras, la época de la Regencia trajo cierto progreso, algo más que la economía del trigo y del olivo. Políticamente empezó a marcarse una tendencia a la unión republicanosocialista, que sería la que triunfaría en 1931 con la II República. En los medios intelectuales hay una importante aportación positivista y del Krausismo, y en la enseñanza la Institución Libre de Enseñanza supone un notable adelanto. Lo malo es que cada gobierno cambia personas y métodos en la educación de su predecesor. Deseando corregir tantos errores surge el «regeneracionismo», las ideas de Joaquín Costa, que influyeron en el joven monarca y luego en la dictadura de Primo de Rivera, costista tardío y militar. En definitiva, la Regencia es como una transición y al mismo tiempo el crisol en el que se va forjando, con sus trágicos claroscuros, la España del siglo XX.

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XXXIII ALFONSO XIII

Está demasiado cerca, parece que le conocemos como de la familia. Nos falta perspectiva. Estoy escribiendo de historia y resulta que todavía vemos a Alfonso XIII como una noticia de prensa, como un jefe de Estado sometido a controversia parlamentaria. Es, además, el abuelo de nuestro actual rey, donjuán Carlos I. Hace pocos días nos hablaba de don Alfonso un ilustre historiador que acaba de publicar una completa y bien trabada biografía del personaje. De ella sobresale todo lo más positivo y se encuentran inteligentes argumentos justificando las acciones y reacciones del monarca. El biógrafo, ocurre siempre, acaba siendo un enamorado de su protagonista. Y dicen que el amor es ciego. A mí, personalmente, no me convenció la elocuente defensa de don Alfonso. Sigo fiel a la idea de don Gregorio Marañón de que a los personajes históricos hay que juzgarles por sus consecuencias, y no por los detalles de su vida, por simpatías políticas de presente. Alfonso XIII despertó durante su reinado grandes fervores admirativos, simpatías personales y sinceras adhesiones, más fuera de la vida política que dentro de la misma. Y, en el otro extremo, críticas furibundas, incluso odios, casi siempre mucho más contra la persona que contra la Institución. Aún hoy persisten estas actitudes, aunque más matizadas, atenuadas y serias, teniendo en cuenta el sabio concepto de Ortega, es decir considerando siempre al hombre, sin olvidar su circunstancia. Esta es, por fortuna, la posición que toman los historiadores ante el reinado de don Alfonso XIII. Demasiadas fuentes, demasiada pasión todavía. Voy a procurar un criterio selectivo, una difícil objetividad que me permita escribir de tan cercano rey con sentido histórico, venciendo el torrente de información que de él nos llega. Era inevitable que a un monarca de dieciséis años le resultara difícil encabezar un sistema constitucional que no le daba poderes suficientes, ni le permitía ser árbitro porque inevitablemente le llevaba a intervenir en política. Fue una verdadera lástima porque tenía buenas cualidades que, en otras condiciones, le habrían permitido ser uno de los mejores Borbones españoles. Hace pocos años publiqué mi libro Alfonso XIII, el Rey Paradoja1. En él y en De Carlos I a Juan Carlos /(vol. II) digo que en el joven soberano en 1902, al subir al trono, aparecen ya casi todas las características y las muchas contradicciones de su personalidad: apostura, simpatía, llaneza, tal vez demasiada, señorío, más que inteligencia, viveza e ingeniosidad, memoria borbónica, gran amor a España y valor,

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como su padre. Manera de ser y de estar que le acompañó tanto en sus aciertos como en sus errores. Don Alfonso tuvo desde joven tentaciones de poder personal. Lo manifestó desde los primeros Consejos de Ministros que presidió «sin darse cuenta de que el sistema exigía la menor cantidad posible de rey». En los citados libros decía, y lo mantengo: «La ligereza, una cierta frivolidad superficial, el deseo de cumplir con todos, disculpables actitudes a los dieciséis años, se convirtieron en inherentes al rey, constituyeron uno de los motivos principales de sus fallos de madurez y contribuyeron a su pérdida del trono». Personalizó demasiado las relaciones con sus ministros, a los que a veces manifestaba, poco políticamente, su simpatía o su desvío. Con el desacierto de alejarse del mundo intelectual. Al principio del reinado estuvo rodeado de gran popularidad y heredó de la Regencia una serie de políticos de primera fila, en especial Canalejas, lo que hizo menos disculpables sus posteriores errores. Lo que sí tuvo que padecer desde muy pronto fueron campañas virulentas contra él, que repercutían contra la Institución. Para combatirlas con éxito habría necesitado un poder absoluto o una democracia consolidada en un pueblo de alto nivel cívico y cultural. Nada de eso era posible en la España de entonces. Raymond Carr dice que Alfonso XIII fue un rey emprendedor rodeado de políticos chochos —no es cierto más que en parte—, lo que le llevó a la intriga política. Madariaga dice que el rey fue el político más agudo de su reinado, y Ubieto, Reglá, Jover y Seco Serrano dicen que don Alfonso no llegó a ser un auténtico hombre de Estado porque le faltó un sistema ordenado de ideas, una filosofía política y la capacidad para librarse del ambiente cortesano. Vamos a ver si son ciertas estas consideraciones. *** Nada más llegar al trono, Alfonso XIII ratifica a Sagasta como presidente del Gobierno, pero pocos meses después fallece el veterano jefe liberal. El 31 de mayo de 1906 se casa con Victoria Eugenia de Battemberg, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, matrimonio sin interés político alguno, dicen que por amor, del joven rey deslumbrado por la bella inglesita. El tema de las consecuencias de esta boda, en lo que tiene de crónica rosa y en su aspecto político, ha dado y seguirá dando lugar a páginas y páginas de comentarios. Entrar en ellos, se sale de las razones de este libro. No obstante, en resumen, puedo decir que con nada favoreció al reinado, antes bien, en muchos aspectos fue un lastre político. Y en lo personal, aparte de lo positivo de los hijos sanos2, el resto fue una relación respetuosa y alejada, que empezó con el atentado del día de la boda, siguió con las constantes infidelidades del rey y acabó con un total y triste distanciamiento. En el primer lustro del reinado hubo un trienio conservador, 19021906, con Silvela, Fernández Villaverde, Maura y Azcárraga. Maura había sido liberal, le ayudó en su ascenso político su suegro Gamazo y fue presidente a los 50 años. Villaverde, gran hacendista, y Silvela, murieron pronto. Vinieron después gobiernos liberales, con Montero Ríos, Moret, López Domínguez y el marqués de la Vega Armijo. Moret, el más brillante, era un destacado masón,

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anglofilo y al servicio de la Orden. Pero aquello no marchaba. La vetusta Constitución del 76 era un caos en su aplicación. Era «la España sin pulso», que dijera Silvela, políticamente ingobernable, faltando además la armonía para el juego personal de los partidos y de Palacio. Los gobiernos durarán un máximo de cinco meses, con la excepción del llamado «gobierno largo» de Maura. A pesar de sus viajes por Europa, Londres, París, Viena, Berlín, con éxitos, amoríos y atentados, don Alfonso sigue encerrado en la vida de los salones madrileños, decimonónica y económicamente basada en los terratenientes «del trigo», castellanos, y «del olivo», andaluces. Y en Europa están a la vista el socialismo, el comunismo, los fascismos, la revolución y los nacionalismos. Las estructuras sociales se van modificando, la población aumenta, la vida se hace más laica, pero aquí falta visión de Estado. Tal vez lo único que queda leal al Rey e identificado con él es el Ejército, del que es Jefe Supremo. Pero el Ejército, como dice Unamuno, no es popular. Ha intervenido demasiado en política desde la Guerra de la Independencia, no se le considera árbitro neutral y sus mandos son muy elitistas. A pesar de todo ello, la Monarquía tiene que apoyarse en las Fuerzas Armadas, contra motines, huelgas y terrorismo, aparte de la continua sangría de la guerra en Marruecos y de los graves enfrentamientos sociales, que no separatistas, en Barcelona. Por esos días empieza a ser verdad lo del cuarto poder: aparecen «El Imparcial», «El Liberal», «El ABC», «El Heraldo»... y pronto vendrán «La Nación», «El Debate», «El Sol», «La Tierra», «El Socialista», «La Vanguardia», «La Veu de Catalunya»..., varios de ellos en vísperas o en la II República. El factor autonomista no era elemento perturbador de consideración. El catalanismo de los primeros veinte años del siglo no era antiespañol, y con mejor visión de Madrid pudo ser un elemento vivificante y ejemplar para la comunidad nacional. Además, en lo económico, tanto Cataluña, como las Vascongadas y Asturias vivían etapas de gran desarrollo y se incorporaban sus «minorías financieramente selectas» a la oligarquía de Madrid vinculada al Rey. Esos posibles nacionalismos incipientes y encubiertos se convertían en simples izquierdismos, con base carlista y clerical en el País Vasco, y aprovechado en otras regiones, Cataluña, Asturias, Andalucía, Levante, por las Internacionales marxistas y anarquistas, con sus puntas de lanza sindicales, U.G.T. y C.N.T. Ante todo aquello, Alfonso XIII no está a la altura de un verdadero hombre de Estado para comprender, idear y, sobre todo, prevenir. Y no olvidemos a la Masonería. No es por obsesión del pasado franquismo, que pasó a la historia con su fundador. Son los hechos: masones en la sublevación de Villacampa, masones en la pérdida de las colonias, masones en la Semana Trágica de Barcelona, masones en la dimisión y cerco a Maura, masones en los asesinatos de Canalejas y Dato, en la sangrienta huelga general de 1917, en el apoyo a los marroquíes, en la degeneración de los regionalismos hacia el separatismo total, ataques personales al Rey... Como a lo largo del siglo XIX, de Riego a

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lo de Cuba y Filipinas. ¿Francia, Inglaterra, Estados Unidos detrás? ¿Tal vez los ecos de la Leyenda Negra? ¿O porque España seguía siendo popular, nacional y constitucionalmente católica? Y por fin, la obra cumbre masónica: la destrucción de la monarquía de Alfonso XIII (que parece que se negó a ser masón), y su secuencia, la II República3. *** Unas líneas para nombres revelantes. Toda época histórica tiene sus hombres y mujeres destacados. En ese aspecto, los primeros veinte años del reinado de Alfonso XIII fueron un mosaico de figuras notables, que con todo su valor en el campo de la cultura, influyeron muy poco, por desgracia, en la buena marcha de la política y de la vida del país en general. Después de la famosa generación del 98 en la Regencia anterior, los Azorín, Machado, Ganivet, Maeztu, Valle Inclán, Baroja... valiosísimos en el terreno literario y estético y casi nulos en el de las soluciones a los problemas, vinieron ya en tiempos de Alfonso XIII, los Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Madariaga, Sánchez Albornoz, Américo Castro, magníficos escritores e historiadores, no tan acertados en sus frecuentes incursiones en el campo de la política, a pesar de algunos agudos diagnósticos, de las espléndidas muestras de su cultura y de su patriotismo... Lo mismo ocurrió en los terrenos del arte, de la ciencia, de la cultura en general. Brillantísima serie de nombres que, con sus obras, os será fácil encontrar en las muchas obras especializadas que sobre ellos se han escrito. En la crítica situación en que se halla España, quedan elementos regeneracionistas. Lo esencial es encontrar el hombre, y ese parece ser que es don Antonio Maura, procedente del partido liberal y ahora jefe de los conservadores. Forma gobierno por primera vez en 1908 con nombres nuevos, Rodríguez Sampedro, Sánchez Toca, Osma, Sánchez Guerra... equipo que demostró efectividad con un presidente como don Antonio, político innato de visión amplia, gran orador, sincero demócrata y de perfecta moral privada. Es un nombre que cuando formó su llamado «gobierno largo», se lanzó decidido a hacer «la revolución desde arriba». El gobierno Maura hizo una positiva labor administrativa, en hacienda y en la economía en general, un importante avance en política naval, grandes acorazados, cruceros... que nos convirtieron en la quinta potencia mundial en el mar. Fueron los barcos, obra del almirante Ferrándiz, que todavía estaban en buena forma en la guerra de 193639, en los dos bandos. Un dato curioso, con un gobierno conservador: por primera vez se reconoce el derecho de huelga. Fue verdaderamente lamentable que el rey no comprendiera casi nunca al gran político mallorquín. No le gustaba: eran los personalismos tan ligeros de don Alfonso, que se convirtió con eficacia y astucia en el primero de los antimauristas. La famosa Semana Trágica de Barcelona se inició el 25 de julio de 1909. El motivo fue el embarque de tropas para la guerra del Rif, en Marruecos, donde acabábamos de sufrir el desastre del Barranco del Lobo. Se trató en la capital catalana del clásico motín,

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hábilmente manejado por agitadores profesionales; en el fondo, se trataba de destruir la monarquía, bajo la dirección inmediata del masón Francisco Ferrer Guardia, al que Unamuno consideraba como un loco peligroso. Fue condenado a cinco sentencias de muerte, lo que levantó una fuerte campaña europea, bien orquestada por las logias y el izquierdismo internacional. En España nadie pidió el indulto4. El gran historiador Jesús Pabón acusa al «elegante santón liberal, nefasto hombre público (y masón), don Segismundo Moret, de ponerse a la cabeza de la España gritadora, antisocial, concupiscente y embrutecida». Alfonso XIII cedió a la campaña del ¡Maura no! y ni Don José canalejas dejó hablar al ilustre político cuando llegó a Palacio para «dimitirle». Muchos años después, el rey trató de justificarse: «Cedí porque no podía prevalecer contra media España y más de media Europa». Palabras que se comentan por sí solas. Parece que la Reina Madre, doña Cristina, quiso apoyar a Maura y censuró a su hijo por su error. Llegó Moret, gran empresario del antimaurismo, y cayó a los tres meses. Su caída abrió las puertas del poder a uno de los mejores políticos del siglo, verdadero hombre de Estado, don José Canalejas, que había sido republicano, progresista ideológico de verdad, no demagogo, hoy tan de moda. Su elección fue uno de los mayores aciertos del reinado de Alfonso XIII. Canalejas llegó al poder siendo un convencido monárquico, un demócrata autoritario, político «carlotercista», que trató de deslindar bien las funciones de la Iglesia y el Estado. Su llamada «ley del candado» no fue irreligiosa ni anticlerical. Canalejas fue un católico practicante y hasta pidió autorización para tener una capilla privada en su casa. En cuanto a su autoridad, baste decir que militarizó los ferrocarriles durante la huelga revolucionaria de octubre de 1912. Alfonso XIII se vio privado del que fue tal vez el mejor gobernante de su reinado, al ser asesinado don José Canalejas por el anarquista Pardiñas en la Puerta del Sol de Madrid. Con él se perdió la posible evolución sin ruptura de la monarquía borbónica en nuestro país. Al hombre de Estado asesinado le sustituyó el señor García Prieto, que sería pronto marqués de Alhucemas, excelente persona pero sin la independencia y energía de su predecesor. La política de aquel tiempo y las intervenciones de Su Majestad, impedían en muchos aspectos el desarrollo de las buenas cualidades de algunos prohombres. En cambio facilitaba los éxitos circunstanciales de otro tipo de políticos. El más claro exponente era el conde de Romanones, apasionado por el poder, por estar en el gobierno, leal siempre a la monarquía, simpático, agudo, acomodaticio, que como decía de él Jesús Pabón: «ve en pequeño y actúa en pequeño»; un tanto pueril, medía mal las consecuencias de sus actos, y sus perpetuos enredos acabaron siendo nefastos para la monarquía, concretamente para Alfonso XIII. La nueva figura de los conservadores fue don Eduardo Dato Iradier, hombre de Palacio, abogado de grandes sociedades y bien visto por la Corte, equilibrado y con buen sentido. Le cayó la complicada tarea de fijar la posición de España durante la Primera Guerra Mundial, más conocida como la Guerra Europea. Difícil con una

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sociedad muy dividida entre germanófilos y aliadófilos, posiciones que no coincidían exactamente con las tendencias sociales y políticas de los partidos. La derecha tradicional era germanófila, pero gran parte de la alta sociedad y de las finanzas estaban en favor de los aliados, con la izquierda y muchos destacados intelectuales. En general podemos considerar como acertada nuestra neutralidad, aunque tal vez nos había convenido una tardía y oportuna incorporación al carro del vencedor, como hicieron otros. Pero España no suele aprovechar bien estas situaciones, que pudiéramos llamar «a la italiana», en pos del correspondiente «Plan Marshall». Algunos se aprovecharon, alguna gran empresa o gran banco, en especial en el País Vasco; se acumularon reservas de oro que años después, en 193637 irían a parar a la Unión Soviética... Poco prestigio internacional ganamos, salvo el propio rey Alfonso XIII por su generosa actuación en favor de presos y heridos, sobre todo aliados. Hay que reconocer que la situación en Palacio fue muy tensa, disimulada por la dignidad y señorío de las dos reinas, la madre, doña María Cristina de Habsburgo, austríaca, germanófila, y doña Victoria Eugenia de Battemberg, esposa del rey, inglesa y aliadófila. En 1917, el terrible ejemplo de la Revolución rusa, que más tarde, en 1931, influiría en la actuación de la Familia Real y de «sus monárquicos». Crecía el socialismo actualizado por Julián Besteiro e Indalecio Prieto; el Ejército mostraba su descontento con las recién creadas Juntas de Defensa, y en Barcelona, Cambó convocaba una Asamblea Parlamentaria Nacional para exigir una nueva Constitución, incluso un cambio de régimen. El fracaso fue total, pero antes dio lugar a muy graves incidentes con muchos muertos y heridos, en estado de guerra. Cambó, partidario de una «Espanya grand», se vio superado por republicanos y socialistas de una izquierda cada día más crecida y agresiva. Vuelve Maura en 1918 con un gobierno nacional de concentración. Todos los prohombres de la época entran en el equipo, tanto liberales como conservadores, Dato, García Prieto, Romanones, Pidal, el general Marina, González Besada.. Y Santiago Alba y Cambó, las dos figuras crecientes... y enfrentadas. Pues bien, tan brillante gobierno resultó del todo ineficaz. El propio Maura dijo de él: «Vamos a ver cuánto dura esta monserga». Entretanto actuaba ya el futuro Frente Popular para hundir al Rey, a la dinastía y a la misma Institución Real. Recuerdo también que en el Gobierno Nacional de Maura entró de Ministro de la Guerra don Niceto Alcalá Zamora, antiguo pasante y secretario de Romanones y que luego sería Presidente de la II República. *** El problema de Marruecos en el reinado de Alfonso XIII merece, aunque en forma muy esquemática, punto y aparte. Primero, el embajador León y Castillo negoció que nuestro Protectorado llegara hasta el río Sebú, con la capital en Fez. Francia, a espaldas de España, redujo al máximo esos límites en 1904 en su propio beneficio, lo que confirmó la Conferencia de Algeciras en 1906. Reducción que aún fue a más en 1912, en la que sólo nos quedaron montañas y zonas estériles, mientras Francia ocupaba cuatro quintas partes de Marruecos, lo mejor

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del territorio. Cuando por razones históricas, de vecindad y estratégicas todas las preferencias debían haber favorecido a España. Además teníamos que proteger el hinterland de Ceuta y Melilla, españolas de siempre. En 1909, gran desastre del Barranco del Lobo; Francia ocupa Fez, y Canalejas reacciona rápido y ordena ocupar Larache y Alcazarquivir. Pero el francófilo Romanones nos deja luego con un Protectorado de 28.000 km2, sin Tánger, que se internacionaliza, por presiones alemanas, frente a los 572.000 km2 de Francia. En 1913 el general Alfau ocupa Tetuán. Los aduladores llaman entonces a Alfonso XIII «el Africano». 1912. Año de nuevos desastres. Rebelión de Abd elKrim en el Rif. Era un funcionario español de Melilla que había estudiado en Málaga, con el viejo y poderoso Raisuni a su lado, campeón de la doblez al estilo moro. Se hunde la Comandancia de Melilla, es el famoso desastre de Annual. Se culpa de él injustamente, a las órdenes de Alfonso XIII. Luego viene la rendición de Monte Arruit a pesar de la heroica actuación del general Navarro y los suyos. Tuvimos más de 14.000 bajas. Melilla se salvó de milagro; allí aparecieron oportunamente los Regulares indígenas y el Tercio, recién creado por el general Millán Astray; las dos, espléndidas fuerzas combatientes. En Madrid es extraordinaria la conmoción por las derrotas.. Se exigen responsabilidades, el famoso «Expediente Picasso», del que el general instructor es el tío del célebre pintor malagueño. Y cae el gobierno del entonces conservador Sánchez Guerra. Actúa el sindicalismo terrorista, Salvador Seguí, «el Noy del Sucre», Nin, Maurín, Durruti, Ascaso, García Oliver, Ángel Pestaña. El gobierno de la II República, primero los encarcelará y luego, en 1936, los convertirá en héroes... En 1920 se crea el Partido Comunista de España, con pocos miembros. En todo el país obtuvo 2.000 votos en 1922. Barcelona se convirtió en una especie de Chicago, los obreros sindicalistas y los sicarios de los empresarios, se mataban por las calles, auténtico pistolerismo. El crimen social en Andalucía, es aterrador, con cientos de asaltos, incendios y atentados. Sólo en día y medio de 1921 se cometen veintiún asesinatos, y ochocientos en Barcelona entre 1917 y 1922. Y el 8 de marzo del 21 muere asesinado el presidente del Gobierno, don Eduardo Dato, en la Puerta de Alcalá de Madrid por las anarquistas Casanellas, Mateu y Nicolau, el mismo origen ejecutor de Prim y Canalejas. No es el pueblo, los responsables tienen nombres y etiquetas, políticas y de secta, según los casos. El último Gobierno de la Monarquía antes de la Dictadura es como una premonición. En el figuran, Alcalá Zamora, que será primer Presidente de la República; Pórtela Valladores, que lo será del Gobierno, así como Joaquín Chapaprieta y Santiago Alba, que lo será de las Cortes, todos de la II República. Y los presidía un gran señor, monárquico, García Prieto. Mientras, el líder sindical Seguí, asesinaba al arzobispo de Zaragoza, cardenal Soldevilla. Bonito panorama en régimen parlamentario que culminaba su inutilidad. Y el pobre don Alfonso XIII, acusado como culpable de todo.

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1 Alfonso Xin, el Rey Paradoja (Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1993). 2 Las enfermedades inutilizaron para la sucesión a los Infantes don Alfonso, el primogénito, y don Jaime. 3 La Masonería y el Poder, mi obra sobre este tema. (Ed. Planeta, Barcelona, 1992). 4 Unamuno escribió lo siguiente: «Se fusiló con perfecta justicia al mamarracho de Ferrer, mezcla de tonto, loco y criminal cobarde, aquel monomaniaco con delirios de grandeza y erostratismo, y se armó un campaña indecente de mentiras, embustes y calumnias. Todos los anarquistas y anarquizantes se juntaron: se les unieron los snobs y estuvieron durante meses repitiendo los mismos disparates sobre la inquisitorial España, que es el país más libre del mundo».

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XXXIV ALFONSO XIII Y LA DICTADURA. FIN DE LA MONARQUÍA

Entre ovaciones unánimes el rey se ha dado cuenta de que sólo hay una salida, y lo dice en un discurso en Córdoba: Para vencer los obstáculos políticos en pro del progreso y bienestar de España, son necesarias reformas «dentro o fuera de la Constitución». La opinión pública reacciona de su lado. Entonces le propone a Maura una Junta de Defensa Nacional presidida por el propio Alfonso, y Maura le dice que es preferible que patrocine una dictadura militar. Eran demasiados desastres, humillaciones al Ejército y a su jefe supremo, el monarca, fracasos y mediocridad de los políticos, descarado separatismo catalán de Maciá, anarquía irrefrenable, derrotismo en Marruecos... Don Alfonso es responsable, sí, de la Dictadura, pero todo el país la pedía a gritos. ¿Perjuro de una Constitución que más que muerta está ya enterrada? Todo servirá para atacarle desde el 14 de abril de 1931 Pero a mi juicio, la mayor responsabilidad de Alfonso XIII fue el haberse marchado. Veamos cómo se fueron sucediendo los acontecimientos. Los más importantes generales del Ejército se habían puesto de acuerdo para una solución autoritaria y militar: Cavalcanti, Dabán, Saro, Federico Berenguer, Barrera, Milans, Despujol... Por razones personales y por edad quedaron excluidos Aguilera y Weyler. Confiaron entonces en don Miguel Primo de Rivera, Capitán General de Cataluña, donde gozaba de buen ambiente y apoyos políticos. El rey estaba en San Sebastián en la jornada de verano con el ministro Santiago Alba, desde luego enemigo de soluciones militares. Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923 publica en Barcelona un Manifiesto, en nombre de España y del rey, haciéndose cargo del Gobierno. Nunca se dio un golpe menos preparado y con mayor éxito. Don Alfonso regresa precipitadamente a Madrid. Desoye a quienes le aconsejan que convoque Cortes y destituya al general. Comprende la necesidad del golpe militar, pero no le gusta. No obstante, nombra a Primo de Rivera «Presidente del Directorio Militar encargado de la gobernación del país». «Era una solución de emergencia para crear las condiciones que afirmasen una monarquía moderna, duradera y popular —escribe Pierre Malherbe en la Historia de España de Tuñón de Lara—, venía a ser la salida a la crisis de Estado». No me cansaré de decir que la Monarquía de la Restauración estaba acabada, perdida en 1923. Alfonso XIII había querido ya marcharse en un par de ocasiones, no abdicar, sino dejar hundirse a la Institución. Por eso para evitarlo, su espíritu militar y de

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gran patriota le llevó a aceptar la solución dictatorial en 1923, lo que ya no tuvo fue energía ni decisión para hacerlo en 1931, sin darse cuenta de lo que estaba periclitada era «su monarquía», no la monarquía española. Primo de Rivera se expresaba así: «No hemos conspirado, hemos recogido a plena luz y ambiente el ansia popular». Era cierto. «El pronunciamiento fue acogido por el país sin desagrado y hasta con simpatía» (Alejandro Lerroux, jefe radical republicano). «Los sublevados se jactan de haber recogido el ansia popular, tienen razón. En la conciencia de cada ciudadano brota un sentimiento de gratitud para los que han interrumpido la rotación de las concupiscencias» (Ángel Ossorio y Gallardo, presidente de las Cortes de la II República). «Si el movimiento militar ha querido identificarse con la opinión pública y ser plenamente popular lo ha conseguido por entero. Calcúlese la gratitud de la gran masa nacional hacia esos magnánimos generales que, desinteresadamente, han realizado la aspiración semisecular de veinte millones de españoles...» (José Ortega y Gasset, creador de «Al Servicio de la República» y diputado republicano). «Con la Dictadura no corren peligro las conquistas de los trabajadores» (El líder de la UGT, el asturiano Llaneza, a las Casas del Pueblo). «España necesita una dictadura política y le sobra el Parlamento» («El Debate», diario católico). Y se adhieren a la Dictadura la Juventud Maurista, las Confederaciones Patronales y carlistas notorios como Vázquez de Mella y Víctor Pradera. *** El dictador pertenecía a una dinastía de brillantes militares. Se había distinguido en Cuba, Filipinas y Marruecos, así como al frente de los ejércitos liberales en las guerras carlistas y en la Restauración. Tenía la Cruz Laureada de San Fernando, con rápidos ascensos hasta teniente general. Al dar el golpe de Estado tenía cincuenta y tres años. El marqués de Lozoya, ilustre historiador, encuentra a Primo de Rivera muchos parecidos con el condeduque de Olivares, sin ser, ni mucho menos, un valido: gran señor de la Baja Andalucía, voluminoso, exuberante, de temple y aires marciales, grande de España (era marqués de Estelia, con grandeza), alegre, aficionado a la caza y a los caballos, patriota a machamartillo, arbitrista, autoritario, amigo de los amigos pero siempre procurando ser justo, generoso, sin egoísmos... Una diferencia: Olivares era mucho más culto. En su actuación política, Primo fue espontáneo, intuitivo, superficialmente informado, irritable ante los obstáculos, imaginativo, simplista y simplificador... Nada ocultaba, nunca le faltó audacia y, con todas sus carencias, tuvo actos de verdadero estadista. Como hombre, todo un hombre, andaluz hábil y fino, de buen corazón e incapaz de rencor. Salvador de Madariaga decía de él: «Primo de Rivera fue un buen sultán de cuyas manos fluye la miel del buen gobierno para altos y bajos, sobre todo para los bajos...»

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A Primo de Rivera se debió en gran parte la liquidación de la ardua cuestión de Marruecos, como Alto Comisario y general en jefe de nuestros ejércitos. De acuerdo con Francia dirigió el decisivo desembarco de Alhucemas el 8 de septiembre de 1925, que llevó a la rendición de Abd elKrim. Fue un gran éxito ante la opinión pública. Colaboraron íntimamente con él en el Directorio Militar distinguidos generales como Gómez Jordana, Martínez Anido, el almirante Magaz... Los historiadores Fernández Almagro y duque de Maura dicen que, noble y generosamente, Primo de Rivera niega a don Alfonso XIII toda responsabilidad en el golpe militar, del que fue el primer sorprendido. De lo que no me cabe la menor duda es de que la Dictadura le vino al rey como anillo al dedo y le permitió vivir los mejores y más felices años de su reinado, aunque en cuestiones íntimas es difícil calibrar la felicidad. Desde luego, los años política y constructivamente más eficaces. Los citados historiadores llegan a decir que nunca le faltó al dictador la confianza regia. En cambio, Ortiz Estrada afirma que «toda la Dictadura fue una lucha del monarca contra el marqués de Estella con el propósito real de restablecer el régimen de partidos». No coincido con esta última opinión en cuanto a los primeros años de la Dictadura. Luego, don Alfonso fue precipitando su suicidio político y don Miguel empezó a dar traspiés, y a justificar con graves errores su caída. Parece como una jugada del destino la que llevó al final a la frustración del esfuerzo de aquellos dos grandes patriotas. El general Primo de Rivera no podía ir contra el Rey. Era leal, ingenuo políticamente, paternalista y con «el alma cálida», como decía Ortega. Don Alfonso era astuto, con más experiencia, y estaba convencido de que él duraría más porque de su lado estaba una institución de siglos. Además nunca aceptaría ser «Segundo de Rivera» como algunos le llamaban. No se daba cuenta de que los que atacaban al dictador le atacaban a él y estaban preparando la república. Primo de Rivera se rodeó de colaboradores militares en el gobierno central y en las provincias. Suprimió el Consejo de Ministros y las garantías constitucionales. Con un carácter como el suyo, era lógico que al lado de grandes aciertos cometiera grandes errores. Hizo incompatibles los cargos públicos y los puestos en empresas privadas, suprimió el terrorismo, reforzó la unidad nacional, dio eficacia a la administración, ideó y auspició planes ambiciosos... En cambio, arbitrariedades, virajes súbitos, ataques gratuitos a instituciones, cuerpos oficiales, indisponiéndose con artilleros, magistrados, diplomáticos... Lo mismo le ocurrió con los catalanes, que le habían aupado y aplaudido, luego cuando cometió el error de prohibir el uso del idioma, de himnos y de banderas. En cambio tendió puentes al socialismo y logró que casi desaparecieran las huelgas. Del Directorio militar, que había asegurado la paz y el orden, Primo pasó a otro civil, con una serie de políticos bien preparados, técnicos, en general procedentes del maurismo, Calvo Sotelo, Benjumea, conde de Guadalhorce, Yanguas Messía, Callejo, Ponte, Flores de Lemus... El público empezó a hablar de «dictablanda», que luego se aplicó más adecuadamente al gobierno del general Berenguer. Se volvió al

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Consejo de Ministros con las tradicionales carteras y se creó la «Unión Patriótica», con pretensiones de partido único primorriverista, que no logró adhesiones porque no había ambiente para ello en 192526. Ni fascismo a la italiana ni partido democrático; ni la nueva Asamblea Nacional fue un Congreso parlamentario, ni unas Cortes, representativas como las tradicionales del Antiguo Régimen en tiempo de Trastámaras y Austrias. El rey se opuso a todos estos intentos de institucionalizar. En tiempos de Primo de Rivera se creó la Academia Militar General de Zaragoza, cuya dirección se encargó al general Franco, el más joven y de mayor prestigio del Ejército. Siguió la mejor política de construcciones navales; tuvo lugar el famoso vuelo del «Plus Ultra»; se hicieron las primeras pruebas del autogiro La Cierva; se crearon varios Bancos oficiales, Exterior, Crédito Local, Hipotecario, Crédito Industrial, así como el monopolio de Petróleos (CAMPSA), electrificaciones, «firmes especiales» en las carreteras, Telefónica, Tabacalera, Transmediterránea, eficaces creaciones de la época del general Primo de Rivera. Se crearon las Confederaciones Hidrográficas, una red de comunicaciones a la altura de las primeras de Europa, todo ello sin elevar los precios y sin inflación. Se crearon también 5.000 escuelas con los correspondientes maestros y las Escuelas de Trabajo, todo sin paro. Añádase el origen de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1927 y el Metro de Madrid, obra patrocinada por el propio monarca. Parece que estamos en los mejores tiempos de Carlos III. No había libertad política, pero... Claro es que las dictaduras son siempre paréntesis, se acaban con el dictador y no caben en nuestro tiempo de Occidente. *** Entre 1927 y 1929, un Primo de Rivera cansado y decepcionado, es incapaz de poner remedio a una serie de hechos que precipitan su inexorable declive. Es interesante resaltar que durante una dictadura con pocas preocupaciones culturales e intelectuales, se produjera una fabulosa eclosión de poetas, dramaturgos, novelistas, pintores, escultores... no sólo de la famosa generación del 27. Por primera vez se organiza una conspiración seria, cívicomilitar, contra el dictador: Romanones, el doctor Marañón, los viejos generales Weyler y Aguilera... Una vez descubierta, las sanciones son más bien benévolas. Los republicanos en el exilio se agitan y hacen propaganda. Son los Marcelino Domingo, Blasco Ibáñez, Rodrigo Soriano... Hasta el monárquico Sánchez Guerra; se organiza en Valencia un movimiento antidictatorial inexistente y absurdo. Mientras, Alfonso XIII no daba con la fórmula para salir de aquella situación, renovando y aprovechando a la vez lo mucho positivo que quedaba del régimen de Primo de Rivera. En 1929, el gran éxito brindado a los Reyes con las Exposiciones Universal e Iberoamericana, de Barcelona y Sevilla respectivamente, se quedó en lo que un historiador calificó de «operación terapéutica». Hubo un proyecto de democracia orgánica, ideado por Madariaga, que se quedó en nada. Y el rey ya no disimulaba su abierta hostilidad al general. Oía a todos los políticos hostiles a él, lo mismo de derechas que de izquierdas. No se da cuenta de que muchos de los que van contra la Dictadura,

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van contra él. La falta de su madre, la reina Cristina, el mismo año 29, contribuye a su desmoralización en un momento clave. Con la muerte de aquella gran señora se queda sin su mejor consejero. En el mes de noviembre propone a don Miguel que se retire y dé paso a un gobierno provisional presidido por el duque de Alba. El magnánimo y leal dictador acepta y propone para presidente a uno de sus más eficaces ministros, el conde de Guadalhorce... Los generales contestan con ambigüedad a una consulta que les hace. Por fin dimite el 30 de enero de 1930. Se opta entonces por volver a la desacreditada máquina política de 1923, y para presidirla, por el gran disparate de nombrar presidente del Gobierno a otro general, don Dámaso Berenguer, para más inri, jefe del Cuarto Militar del rey, una mezcla de valido de Palacio y de secretario particular, con buenas cualidades, equilibrio, moderación, pero el menos adecuado para las circunstancias, palatino, conde de Xauen, lento y sin crédito por su labor africana. Formó un gobierno conservador, que pronto se vio enfrentado a la sublevación militar y republicana de Jaca en diciembre de 1930; ésta acabó con el fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández, que la dirigieron, lo que facilitó a la República próxima los dos héroes que necesitaba. Son las horas de la «Dictablanda», del «Error Berenguer» (Ortega dixit). Ahora ya no queda Primo de Rivera de pantalla: los insultos, los agravios, las calumnias van directamente contra Alfonso XIII. ¿Quiénes son los que le defienden? Muy pocos. No hay duda sobre su valor personal, pero demasiadas sobre su entereza política y su clarividencia como hombre de Estado. Romanones dice: «Si el rey se ve atacado injustamente, prefiere abdicar». Ya lo había dicho don Alfonso en otras ocasiones del reinado en cuanto las cosas se le ponían mal. El gobierno Berenguer comete un gravísimo error: convocar elecciones municipales en un clima de pasión, con prisas y sin partidos monárquicos de verdad. En cambio, los republicanos se sitúan bien, hacen una acertada campaña, no muy noble que digamos, pero eficaz. Cuentan además con políticos monárquicos y con otros nuevos, sectarios, que pronto serán famosos. Entre los primeros, Alcalá Zamora, Melquíades Álvarez, Santiago Alba, Miguel Maura, Ossorio y Gallardo... Entre los segundos, Manuel Azaña, Casares Quiroga, Martínez Barrio, Alvaro de Albornoz... El conde de Romanones y Sánchez Guerra, políticos monárquicos, contribuyen a hacer caer al gabinete Berenguer, «último reducto de Alfonso XIII». Y el conde aconseja al rey que nombre presidente al almirante donjuán Bautista Aznar. Jesús Pabón, con agudeza decía: «¿Un almirante al frente del gobierno? Síntoma de próximo naufragio». Pronóstico que se ha confirmado en Europa varias veces durante el siglo XX. El pobre almirante Aznar, según Fernández Almagro y el duque de Maura, «llegaba políticamente de la luna y geográficamente de Cartagena». Se formó un gobierno de notables; por nombres no podía faltar, Romanones, La Cierva, Ventosa, García Prieto, Bugallal, ¡Berenguer!, el marqués de Hoyos... Los republicanos firman el famoso «Pacto de San Sebastián» y el gobierno no le da la menor

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importancia. Eso sí, confirma las elecciones municipales suicidas para el 12 de abril de 1931. ¡Arreglar las cosas cambiando concejales! El resultado de los pequeños comicios es verdaderamente histórico. A pesar de todo lo anterior, en las urnas salen 22.150 concejales monárquicos frente a 5.775 republicanos. Pero de las capitales de provincia, en sólo nueve ganó la candidatura monárquica. Lo que dio lugar a un disparatado cambio de régimen, debido más bien a que la propia monarquía se quitó la Corona. El rey, su Gobierno y sus próximos, abrumados, sorprendidos, me atrevería a decir «idiotizados». Algunos bordeando la traición. Y los republicanossocialistas, sorprendidos también, pero crecidos al ver que tocaban ya con los dedos el poder, que el Comité revolucionario empieza a distribuirse. Hasta el Nuncio de Su Santidad, monseñor Tedeschini, no ve con malos ojos lo que viene. En el campo monárquico, predominan el entreguismo y el miedo. Berenguer, ministro de la Guerra, se achica ante una situación que, en cuanto a amenaza revolucionaria, es mucho menos grave que la Semana Trágica de Barcelona. Romanones dice al rey que peligra su vida y que debe irse enseguida de España con su familia. El fantasma de la Revolución rusa de 1917, planea en Palacio. El general bilaureado don José Sanjurjo, marqués del Rif, director general de la Guardia Civil, no sólo no responde sino que se ofrece y pone a las órdenes de Miguel Maura, preconizado ministro de la Gobernación de la próxima República. En casa del doctor Marañón culmina la rendición de la Corona. Se da un ultimátum al rey para que abandone el país, «antes de la puesta del sol». Don Alfonso recibe a sus ministros de dos en dos. «Sin presiones irresistibles en modo alguno, si decide irse es por su propia voluntad». Es él el que da, tal vez, el más grave golpe de Estado desde tiempo de los Reyes Católicos. El general Cavalcanti se ofrece a imponer el orden y afirmarle en el trono: hubiese bastado un par de compañías. La Cierva y Bugallal aconsejan al rey que resista, que de ningún modo se vaya. Con unas medidas enérgicas y si él mismo se dirige al país... Luego habrá tiempo para ordenar la política, emprender una nueva etapa moderna sin romper con la tradición... ¡Ah!, pero se impone el tópico, que aún perdura, de que España se ha vuelto republicana, gran falsedad electoral y social. ¡Había que evitar que se derramara sangre de españoles!, y ¿cuánta se derramó entre 1931 y 1939, y aún después? En el Manifiesto alfonsino se anuncia su marcha y pierde todo derecho al trono para sí y para sus sucesores. Ni en eso acertó, el buen rey y gran patriota, la gran contra dicción, la gran paradoja, entre la persona de Alfonso XIII y su actuación como soberano1. El espíritu de sacrificio no estaba en marcharse, sino en saber quedarse, aun con aquellos monárquicos de vía estrecha, salvo excepciones. Spengler decía que en España, la monarquía se había desahuciado a sí misma. Y Metternich, muchos años antes, había dicho que sólo desaparecen las monarquías que se rinden. No bastaba el patriotismo a raudales: Don Alfonso, cuando se le preguntaba ¿monarquía o república?, contestaba ¡España! Eso es un bonito ¡Viva Cartagena!, no la contestación de un verdadero estadista, de un protagonista de la Historia.

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«En 1942, las calles de las ciudades españolas se cubrían de banderas rojigualdas enlutadas con motivo de la muerte de Alfonso XIII en Roma. En 1980 volvía a la casa solariega de sus mayores en el Monasterio de El Escorial». 1 Ver mi obra Alfonso XIII, el Rey Paradoja (Biblioteca Nueva, Madrid, 1993).

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XXXV LA SEGUNDA REPÚBLICA

Cien páginas necesité en el tomo II de mi tratado de historia De Carlos I a Juan Carlos I, para tratar muy someramente de la Segunda República, fenómeno tan cercano todavía y que ocupa enormes espacios en bibliotecas y hemerotecas. Aquí, dada la índole de esta historia, me veo obligado a una síntesis mucho mayor. Lo que sí voy a procurar es que no falte nada esencial, que los datos estén bien contrastados y sean irrebatibles, y también expresar sin ambages mis opiniones, que podrán no coincidir con otras, pero que se basan en realidades, en las ideas y argumentos expresados por los más ilustres historiadores y por los protagonistas de un lado y de otro, amén de las experiencias de quien, en edad muy temprana, vivió aquellos acontecimientos. Hemos visto en los capítulos anteriores que salvo breves paréntesis y el constructivo e impolítico ensayo de la Dictadura, ni el rey ni sus gobiernos ofrecían la menor solución a los problemas de España, que ya venían durando y agravándose demasiado. Así parece que la venida de la república estaba perfectamente justificada. Hemos visto también cuán fácil era crear ambientes favorables, fervores populares y hasta delirantes entusiasmos para recibir a Fernando VII, a Isabel II y a Alfonso XII. Ahora, todo ese clima, estruendo de locura colectiva, le tocaba a la novedad de la Segunda República, olvidando la calamidad de la Primera, como se olvidaban los fallos de los anteriores al aclamar al nuevo monarca, a lo largo del siglo XIX. La Segunda República no abre herida alguna, ya que las muchas existentes no habían logrado cerrarlas los «restauradores», a pesar de los esfuerzos y méritos de algunos de ellos. Al nuevo régimen le apoyan los sectores intelectuales, algunos muy valiosos, otros formados por simples farsantes o autores sin éxito. Lógicamente contaba con los grupos laborales y sindicales, los «humillados y ofendidos», en gran parte con sobradas razones, y otros movidos, como es casi una norma, por agitadores profesionales y por presiones de partido. Añadamos los sectores periféricos que del regionalismo pasaban al autonomismo, y de éste a la abierta independencia. Se sirvieron de la república, la república se sirvió de ellos y hasta llegaron en el camino a enfrentarse a tiros entre ellos. Volveremos sobre tan agobiante problema, que dura cerca de un siglo. Con todo, no es exacta la frase de Ortega y Gasset: «Delenda est monarchia». No fue la monarquía la que cayó. Fue «aquella monarquía», que como decía Miguel Maura, primer ministro de la gobernación del nuevo régimen: «El Comité Revolucionario

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recogió el poder del suelo, donde lo dejó tirado la Monarquía». España se acostaba monárquica y se despertaba republicana, en palabras del calamitoso almirante Aznar, último presidente del gobierno de Alfonso XIII. *** Uno de los defectos de nacimiento del nuevo régimen fue su espíritu de revancha, mirar más hacia atrás que hacia adelante. No podían impedirlo los que llevaban años al borde del campo de la revolución, ni los políticos postergados por Alfonso XIII, más una burguesía poco madura que empezaba a soñar con el poder. Consecuencia de lo anterior, como aprecia muy bien Vicens Vives, es que el conservadurismo, desde el primer momento, fue enemigo del nuevo régimen. Las secuencias de los acontecimientos fueron muy rápidas. El ministro de la gobernación, marqués de Hoyos, estaba en su despacho. Llega la primera avanzadilla de políticos republicanos: tres próximos subsecretarios, Rafael Sánchez Guerra (hijo del que fue presidente del gobierno conservador), Eduardo Ortega y Gasset («el Malo», hermano del gran don José) y Ossorio Florit (hijo de Ossorio y Gallardo, otro destacado ministro de don Alfonso). El subsecretario de Gobernación que les recibe, les entrega el poder. Así, tan sencillamente, el gobierno pasa a ser republicano. Don Alfonso todavía no había salido de Palacio, como relata Miguel Maura, el nuevo ministro, en su obra Así cayó Alfonso XIII. El Gobierno provisional de la República se proclama a sí mismo. Procede de unas simples elecciones a concejales, de resultado más que discutible. Como antes decía, desde el 14 de abril de 1931, día de su proclamación oficial, la República contaba con la oposición de la alta burguesía, de la jerarquía eclesiástica, salvo la excepción de algún obispo proseparatista, de los patronos agrarios, de fuertes empresarios y de una parte importante del ejército vinculado a la monarquía. La Segunda República, al menos en su primera etapa, fue impulsada por una especie de «intelligentsia», catedráticos, publicistas, maestros, periodistas, elevados junto a viejos políticos y algún joven advenedizo. Gran parte de ellos eran miembros del Ateneo de Madrid. El nuevo presidente del Gobierno va a ser don Niceto Alcalá Zamora. Le eligieron tal vez por su poco peso específico entre las fuerzas de la Conjunción republicanosocialista. Tuvo mala suerte la República al no disponer entonces de un hombre de gran talla política y prestigio nacional. Para evitar lo más posible mis opiniones personales, a continuación doy las de algunos personajes que le conocieron bien: «Don Niceto hablaba por los codos, pero no tenía conversación. Le faltaba categoría, a pesar de su gran capacidad de intriga al estilo caciquil y rural y de su florida oratoria» (Manuel Azaña). «Don Niceto cree estar en el municipio de Priego» (Largo Caballero). «Considera a todos los que le ayudan como ciudadanos alumnos» (Alejandro Lerroux). «Para él los negocios de Estado eran simplemente pleitos que había que ganar con argucias, sofismas y habilidades» (Alejandro Lerroux).

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«Don Niceto, gerundiano y pequeño, en medio de su honradez y ciencia jurídica» (J. Pabón). El presidente Alcalá Zamora era conocido como «El Botas» por las de elásticos que utilizaba. Aparte de este poco respeto, siguió la mala costumbre alfonsina de los personalismos y de meterse en todo, vivir en una pura intriga política, de ser antiAzaña, antiLerroux, antiGil Robles. Entre dos soberbias, una sonora, la de don Niceto, y otra profunda, la de Azaña, los que querían vivir a su sombra, estaban perdidos, caso de Miguel Maura. En el nuevo gobierno había una mezcla de republicanos radicales, de socialistas, de regionalistas catalanes y de autonomistas gallegos. Uno de los socialistas, Largo Caballero, más adelante el «Lenín español», obrero estuquista, había sido Consejero de Estado con Primo de Rivera. Muchos nombres de ministros, subsecretarios y altos cargos que llenaron páginas y páginas en los periódicos de entonces y que no duraban mucho, algunos de innegables condiciones e inteligencia, como Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto y, sobre todo, Manuel Azaña. No hay espacio aquí para todos, la mayor parte masones, pero Azaña merece párrafo aparte. El personaje Manuel Azaña Díaz, nacido en Alcalá de Henares en 1880, es un protagonista de historia tan importante, tan complejo, que para algunos se ha convertido en un mito político, en un semidiós de la intelectualidad, no sólo de la que se autocalifica de progresista, sino también de algún conservador en pos del centro. Debo advertir que don Manuel no goza en absoluto de mi simpatía, ni como persona ni como político, pero no niego en modo alguno la trascendencia de su aparición y actuación en la vida española desde 1931 hasta su exilio, así como el eco que ha dejado en algunos sectores del pensamiento político contemporáneo. Para hablar de él necesitaría todo un libro. Aquí lo limito a unas cuantas opiniones y datos, indudablemente más interesantes que los de don Niceto. Oscuro funcionario jefe del Registro de Últimas Voluntades, triste puesto, quiso ser diputado monárquico, sin éxito. Su actividad se centró en el Ateneo de Madrid, del que fue secretario y presidente, llegada la República. Su primer puesto en el nuevo régimen fue ministro de la Guerra, curiosa afición suya de siempre por razones exclusivamente antimilitaristas. Enseguida fue Presidente del Gobierno, «deslumbrante notoriedad tardía que afiló las aristas de su perfil moral», según Seco Serrano. «Cuidado con Azaña — escribe Unamuno—. Es un escritor sin lectores. Sería capaz de hacer la revolución para que le leyeran». «Azaña es el intelectual fracasado que suele aparecer en todas las revoluciones para verter su odio contra una sociedad que no ha sabido comprenderle» (marqués de Lozoya, historiador). «Vivía para mí solo. Amaba mucho a las cosas, casi nada a los prójimos» (Manuel Azaña describe su propia egolatría). «Tenía una sensibilidad casi enfermiza, una faceta femenina de su carácter, una especie de ambiente malsano, cerrado, de invernadero en torno a él» (Salvador de Madariaga).

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Azaña llevaba en sí la contradicción. De cultura y gustos selectos, necesitaba a las masas, que despreciaba. Su aspecto físico, nada agradable, grueso, pálido, mala vista, lleno de verrugas, debió atormentarle, dados sus gustos de esteta. Políticamente era un republicano centrista que envidiaba y despreciaba a la derecha, jugaba sin ganas a la izquierda y odiaba a los intelectuales porque creía que no le entendían, especialmente a Ortega y Gasset, porque no apreciaba su prosa exquisita. Ortega, para él, «ese filosofazo». Y con un sentido religioso de la vida, sufría un drama íntimo que le llevaba con furia fría y sorda contra la Iglesia Católica. Él encarnará a la República española de 1931, un rey sin corona que será la víctima de su propia revolución1. Los partidos de la Restauración habían desaparecido. Quedan unos pocos nombres, Melquíades Álvarez, Santiago Alba, Royo Vilano va... y Romanones, único monárquico oficial en las nuevas Cortes Constituyentes. El mejor parado de la situación era el partido socialista, con escasos afiliados, pero con la UGT detrás con cerca de 300.000 sindicales. Poco les interesaba el mundo laboral: eran fuerzas políticas de extrema izquierda que preparaban la revolución «a la rusa». Por cierto que al partido socialista de entonces nadie le conocía por las siglas de PSOE. Tenía nombres señeros que se iban a hacer famosos durante el período republicano: Julián Besteiro, presidente de las Cortes; Indalecio Prieto, el gran talento agitador pero con condiciones de estadista; Largo Caballero, líder revolucionario; Fernando de los Ríos, como Besteiro, catedrático e intelectual de primer orden... La derecha organizada era todavía algo inexistente. Un grupo intelectual y literario, a la francesa, nacería pronto, «Acción Nacional», una «Unión Monárquica» de circunstancias para defender la candidatura electoral del muy joven José Antonio Primo de Rivera, sólo con la intención de reivindicar la memoria de su padre, el dictador; un conato de prefascismo del doctor Albiñana, «Partido Nacionalista», y lo mismo, pero con tendencia sindical, «La conquista del Estado» de Ramiro Ledesma Ramos. Más adelante surgió en Castilla y León el partido republicano de derechas, Acción Popular, basado en la burguesía urbana y en la pequeña propiedad rural, como el Partido Agrario de Martínez de Velasco y otros. Añádase la ideología católica y tradicional del partido vasconavarro, mezcla de carlistas y del PNV, y en otro extremo, centroizquierda derivando hacia la colaboración con la derecha, el Partido Radical del antiguo «comecuras» de Barcelona, pero andaluz, Alejandro Lerroux. Demasiada fragmentación para que fuera unida a la eficacia. Así había sido siempre la derecha española. Y me olvidaba aquí, por su escaso peso, del más alfonsino de los residuos monárquicos, «Renovación Española», que dirigía don Antonio Goicoechea y que pronto contaría en sus filas con la gran figura de José Calvo Sotelo. El sectarismo de la Conjunción republicanosocialista, con Azaña al frente, evitó la evolución del régimen hacia el centro, imposible de verdad, a mi modo de ver, al menos por aquel entonces. Al mes escaso de la proclamación de la República vino la famosa quema de los conventos, sin que interviniera la fuerza pública para evitarlo, a pesar de que era ministro de la Gobernación, su jefe máximo, Miguel Maura. Dirigió el motín incendiario un

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ateneísta y diputado, José Antonio Balbontín, que arengaba a delincuentes y mozalbetes en la Puerta del Sol con la ayuda del mecánico Rada, el del famoso vuelo del «Plus Ultra». La triste jornada quemó algunos de los más notables templos de Madrid, más de cien edificios en Andalucía, y se perdieron verdaderos tesoros artísticos de España. Se declaró un estado de guerra que de nada sirvió dada la debilidad del ministro Maura y el sectarismo del Director de Seguridad, Ángel Galarza. Por cierto, que era comandante militar de Madrid, el general Queipo de Llano. Se expulsa de España al arzobispo de Toledo, cardenal Segura, y al obispo de Vitoria, Múgica, notorio nacionalista. Y ¡cómo no!, se expulsa también a los jesuítas. En cambio es notoria también la colaboración con el gobierno azañista del nuncio de S. S., monseñor Tedeschini, y del arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquee Pronto empieza la serie de huelgas: pescadores de Pasajes, mineros de Asturias y León, metalúrgicos de Barcelona, obreros portuarios, campesinos extremeños y andaluces, ninguno falta. Se ocupan fincas y aumenta el paro sin medida. En ese clima se celebran elecciones a Cortes. Vence la conjunción republicanosocialista. Estos últimos son los primeros con 116 diputados, los radicales de Lerroux con 90, el partido de Azaña 26... Los partidos periféricos más o menos separatistas, obtienen notables cifras, Esquerra de Cataluña, 36, los vasconavarros (PNV y Carlistas unidos), 14. Estos últimos son claramente de derechas; la ORGA gallega, 15; la Lliga de Cambó, 3; monárquicos, 1, Romanones. La respuesta es el primer golpe comunista en Sevilla, el de la Casa de Cornelio: se reprime por el Gobierno a cañonazos. También utiliza artillería y hasta helicópteros contra los huelguistas en Villanueva de la Serena, y cinco obreros mueren en Toledo y dos en Palacios Rubios, al enfrentarse con la Fuerza Pública. Por cierto que ésta ha sido incrementada con los Guardias de Asalto, inexorable creación republicana. Alcalá Zamora es elegido Presidente de la República, y Azaña jefe del Gobierno. En Castiblanco (Badajoz) son asesinados cuatro guardias civiles; en los choques de Arnedo (Logroño), hay seis muertos, algunos, mujeres, y 120 heridos... Violencia trae violencia, y para combatirla, sin éxito, nace una ley de excepción: la Ley de Defensa de la República, que suprime muchas libertades en el régimen que había dicho que venía a traerlas... La Reforma Agraria, así, con mayúsculas, es casi el tema clave de aquellos gobernantes y su mayor fracaso. Era muy necesaria, pero la hicieron muy mal y sólo en plan revanchista. La dirigió el maestro y Ministro de Agricultura Marcelino Domingo, y quiso ser algo así como una mala mezcla de Carlos III y Mendizábal, alguien que no tenía ni la menor idea de economía ni de la verdad del campo español. La ley se aprobó por 318 votos contra 9, con la primera medida de expropiar a todos los grandes de España, «medida pasional y de dudosa constitucionalidad» según Tuñón de Lara. El mayor éxito de la famosa Ley, es que dio su nombre a la calle de Alfonso XII, de Madrid, que llevó también el nombre de Alcalá Zamora.

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La más digna y considerable labor del gobierno Azaña fue en el terreno de la educación elemental, lo que merece todos mis elogios. Siguió la labor del general Primo de Rivera creando miles de escuelas, organizando cursos, ampliación de estudios, Escuelas de Magisterio, Inspecciones, Patronatos y Misiones pedagógicas. Se veía que don Marcelino Domingo, ahora en Instrucción Pública, había sido maestro. E igualmente mejoró mucho la Enseñanza Media, bajo la influencia de la Institución Libre de Enseñanza y del «Instituto Escuela». Muy loable todo ello y positivo culturalmente, pero con un inevitable regusto sectario en lo religioso. También fue eficaz la labor de Indalecio Prieto en Obras Públicas. En ese aspecto parecía un ministro de las dictaduras de 1923 y de 1939: trasvases, electrificaciones, enlaces ferroviarios, pantanos; los famosos pantanos del franquismo, carreteras, puertos... Lo que demuestra que cuando se hacen bien las cosas, el régimen político es lo de menos. Tema importante fue el de los Estatutos. En cinco años sólo salió uno adelante, el de Cataluña, ya que el vasco sólo se aprobó empezada la guerra civil. El líder catalán, antiguo militar, Francisco Maciá, proclamó por su cuenta el Estat Catalá el 14 de abril de 1931. La República prefirió encauzar algo que podía consolidarse y convertirse en independencia; un monstruoso y amenazador peligro, con toda España en contra. Se discutió el Estatuto en las Cortes, Azaña lo patrocinó y salió adelante; don Manuel, vitoreado en Barcelona, en auténtica apoteosis, y nada resuelto porque el separatismo estalló violento en octubre de 1934. Una Asamblea de Alcaldes vascos proclamó la república vasca en Guernica, y publicó un Manifiesto «En nombre de Dios Todopoderoso y del pueblo vizcaíno» (vizcaíno, no vasco), eco político teológico del disparatado señor Sabino Arana. El gobierno republicano se opuso enseguida: en modo alguno quería una «república vaticanista del Norte» (Azaña dixit) entre el Nervión y el Urumea. El líder del partido vasco fue entonces José Antonio Aguirre Lecube, de 28 años, antiguo alumno de los jesuitas de Orduña, dirigente de Acción Católica y exjugador mediocre del Athletic de Bilbao; «caudillo del Israel vasco», le llamó fray Bernardino de Estella. Un Aguirre que se entendió muy bien con la derecha navarra tradicional y españolista, y ya en 1931 trataba con el general Orgaz para conspirar contra la República. *** El gobierno de Azaña, en su famoso bienio, cayó, de modo suicida y poco inteligente, en la persecución a la Iglesia en un país de inmensa mayoría católica, sobre todo en la España profunda, lo que Azaña llamaría «los burgos podridos». ¿Consecuencia de sus años en los Agustinos de El Escorial? ¿Obligación masónica para el neófito de la calle del Príncipe, que caía en el terreno abonado de un espíritu confuso, resentido y acomplejado? Azaña se lanzó a la batalla antirreligiosa con entusiasmo polémico, y logró en ese sentido los artículos 26 y 27 de la Constitución. Alcalá Zamora y Miguel Maura se vieron obligados a abandonar el Gobierno, y lo mismo hicieron en el Congreso los

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diputados de la minoría vasconavarra. Y fue el momento oportuno para que apareciera en escena un parlamentario católico de excepción: José María Gil Robles. El autor de la Constitución de octubre de 1931 fue el catedrático socialista Luis Jiménez de Asúa, pero su impulsor fue Azaña, una ley suprema en contra de los intelectuales selectísimos que trajeron la República, Ortega, Marañón, Sánchez Albornoz, Madariaga... La tal Constitución comenzaba así: «España es una república democrática de trabajadores de todas clases...» Se definía un Estado «integral» compatible con las autonomías y ponía una franja morada en la bandera española en sustitución de la roja inferior. Parece que era en recuerdo de los comuneros de Castilla, pero el pendón de éstos era carmesí. El profesor Sánchez Agesta dice de la Constitución del 31: «Es ya revolución en marcha, lucha de clases, guerra ideológica, disolución misma de la sociedad nacional». Azaña fue también decididamente contra el Ejército que, efectivamente, necesitaba grandes cambios por macrocefalia y hipertrofia y falta de medios. Pero su obsesión le llevó a actuar con precipitación, agresividad y en mal momento. Él quería dividir y destruir, aunque habría preferido ser un Napoleón... Como consecuencia el Ejército se dividió en bandos politizados, la UME (derechas) y la UMRA (izquierdas), esta última con una ridicula alusión al fascismo, que por entonces era algo desconocido en España. Lo que sí aumentó el gobierno fueron las Fuerzas de Orden Público, miles y miles de guardias civiles y de Asalto, más del doble que en la Monarquía. La famosa «Ley de Azaña», nombre popular, facilitó el retiro anticipado de miles de jefes y oficiales, lo que redujo notablemente la cabeza del Ejército, pero la mayoría de los que quedaron, ya, de entrada, se situaron contra Azaña. El movimiento militar dirigido por el general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, tuvo inicialmente carácter republicano. Fue un modelo de mala organización y peor desarrollo, sin objetivo claro, sin apoyos, desordenado, sin base civil. Sólo llegó a algo en Sevilla, pero enseguida fue dominado. Sanjurjo acabó siendo condenado a muerte, indultado y preso en el Penal del Dueso, en Santoña. Los que con él conspiraron, monárquicos en su mayoría, desterrados a Villacisneros, en el Sahara español. Por cierto, el general Franco, que era gobernador militar de La Coruña, se negó a unirse a esta sublevación. *** El panorama social y económico en 1932 era desalentador. En varios pueblos valencianos se declara el comunismo libertario, y siguen otros conatos revolucionarios en Andalucía, Utrera, Arcos de la Frontera y Medina Sidonia. En Casas Viejas (Cádiz), el 10 de enero se declara un motín revolucionario, destituyen al alcalde, cortan las comunicaciones, matan a dos guardias civiles. El gobierno manda a los Guardias de Asalto. Hay varios muertos en la lucha. Doce prisioneros fueron ejecutados sin juicio. La orden de Madrid, Azaña es el presidente que lo aprueba, es terminante: «Nada de prisioneros, tiros a la barriga»

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Diego Martínez Barrio, diputado radical, masón grado 33, futuro presidente del gobierno, definió así al gabinete de Azaña: «Es un gobierno de sangre, fango y lágrimas». Más de mil huelgas en diez meses con casi un millón de huelguistas. Ortega y Gasset se lamenta: «¿Por qué nos han hecho una república triste y agria?» Palabras que, a esas alturas, suenan a música celestial. En abril de 1932 nace Acción Popular, que no tarda en tener más de 600.000 afiliados, una fuerza electoral importante, por primera vez, de derechas. Los monárquicos alfonsinos se unen a los tradicionalistas y forman la TYRE, para apoyar la restauración de la Monarquía tras el acuerdo entre Alfonso XIII y don Alfonso Carlos, viejo símbolo del carlismo. En marzo de 1933, Acción Popular se convierte en la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), con los partidos regionalistas cristianodemócratas, como los de Europa. Y nace la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera, como un nacionalismo social y católico, en principio sin la menor nota de nazismo y sólo un ligero eco del fascismo italiano. Pronto ampliará su campo uniéndose a las JONS, fuerza social castellana. El gobierno de Azaña empieza a perder elecciones, primero unas municipales parciales, y al poco tiempo otras para el Tribunal de Garantías Constitucionales. Entonces el presidente Alcalá Zamora encarga formar gobierno a Alejandro Lerroux, después de negarse a aceptar hombres de gran prestigio como Marañón y Sánchez Román. Consecuencia de lo anterior, se convocan elecciones generales. El espíritu democrático de las fuerzas en presencia es más que dudoso: «A vencer el día 19 en las urnas, y si somos derrotados, a vencer el día 20 en las calles» —dice Indalecio Prieto. «Si el Parlamento no se pliega a nuestras aspiraciones, prescindiremos del Parlamento» —se expresa Gil Robles. Votó casi el 68 por 100 del censo, lo hicieron por primera vez las mujeres y, también por primera vez, la derecha mostró cierta cohesión, factores que influyeron en la derrota de la izquierda. Una derecha que iba contra la legislación laica, republicana, que defendía la privada, la economía de libre mercado y la amnistía para los condenados del 10 de agosto. Aparecen como primeras figuras políticas, José Calvo Sotelo, antiguo ministro de Hacienda de la Dictadura, que regresa del exilio, y José Antonio Primo de Rivera, después del discurso fundacional de la Falange Española, que adquirió extraordinaria resonancia, en el teatro de la Comedia de Madrid. La victoria del centroderecha fue neta, 5.400.000 votos contra 3.118.000. La CEDA de Gil Robles se confirmó como un gran partido. A su jefe se le presentaba como un dictador en potencia. Primo de Rivera fue elegido diputado y los comunistas tuvieron sólo uno, un tal doctor Bolívar, de Málaga. Se cumplió el anuncio de Prieto: la izquierda se lanzó a la calle, insurrecciones anarquistas en Zaragoza y Teruel, extremistas en las cuencas mineras, los famosos

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«dinamiteros»... Total, 74 muertos y más de 100 heridos de parte de los revolucionarios, 14 muertos de las fuerzas del orden y 700 revoltosos, a la cárcel. Téngase en cuenta que los ministros de la Gobernación fueron dos demócratas liberales intachables, que pasaron a ser objeto de la ira marxista. Hay que tener en cuenta que dos líderes socialistas, Araquistain y Alvarez del Vayo, fueron a recibir instrucciones de Stalin en la Unión Soviética, y tenían como jefe de las Juventudes Socialistas a un muchacho de 19 años, el marxista Santiago Carrillo. Entretanto, el presidente Alcalá Zamora, que no podía ni ver a los jefes del centro y de la derecha, se dedicaba a enzarzarles el uno contra el otro. La Federación Marxista de Trabajadores de la Tierra, se expresaba así: «Hagamos morder el polvo a los opresores... Vamos a la revolución siguiendo el glorioso ejemplo de la Unión Soviética y de su jefe inmortal, Lenin. Hay que quemar las máquinas y los aperos. ¿Qué nos importa matar y destrozar?...» «Así se predica en las Casas del Pueblo. La CEDA organiza una concentración multitudinaria en El Escorial, banderas, himnos, brazaletes, y un jefe, Gil Robles. Un nacionalismo patriótico y católico que ya se deja sentir, por el momento mucho más que la Falange y que Renovación Española, los monárquicos alfonsinos, ahora de donjuán de Borbón. Los gobiernos republicanos moderados de centro radical, Lerroux, Samper, Salazar Alonso, etc... no acaban de cuajar. Van de mal en peor. Hay huelga general un día sí y otro no. El separatismo va en aumento, los campesinos destruyen en piquetes y la represión produce trece muertos y 7.000 detenidos. Los agitadores no paran. Indalecio Prieto preconiza «la administración por comisarios del pueblo, la democratización de la fuerza pública, la Universidad sin señoritos, sólo para los obreros, el fin de la propiedad privada. Y si es preciso verter sangre, habrá que verterla». Esa es la prometedora oración del socialista moderado Indalecio Prieto, ex ministro y próximo ministro. No se olvida de prometer la disolución de la Guardia Civil y toda clase de depuraciones por decreto. Y va a ser Prieto quien dirija el famoso alijo de armas para la Revolución del «Turquesa», en las costas asturianas. El movimiento revolucionario comienza el 6 de octubre de 1934. Reduzco el relato a los datos esenciales del mismo. Sólo adquiere verdadera gravedad en Asturias y Cataluña. En Madrid varios intentos de asalto en Gobernación, Telefónica, Parque Móvil, sin éxito. En Madrid, gran manifestación patriótica en contra de la revuelta. En Cataluña se proclama la República Social Comunista Ibérica en Villanueva y Geltrú. Proclaman el Estat Catalá Companys, Dencás, Ventura Gassols y varios militares catalanistas. El general jefe de la División de Cataluña, Domingo Batet, por órdenes del Gobierno, declara el estado de guerra y bombardea la Generalitat, que se rinde al primer cañonazo, y los jefes rebeldes huyen por las alcantarillas. La CNT se abstuvo. Companys y los militares que le siguieron, Pérez Farrás, Escofet y Ricart, fueron detenidos y encarcelados. En Asturias dirigió la rebelión la UGT, treinta mil obreros bien armados, que mataron a mansalva a guardias civiles y de asalto, ingenieros y técnicos de fábricas, conocidas

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gentes de derechas en los pueblos... Oviedo se defendió de los revolucionarios, que destruyeron todo a su paso y se llevaron varios millones de las cajas del Banco de España. Todo el país apoyó el estado de guerra decretado por el presidente del Gobierno, el super republicano Lerroux, y sus ministros, el radical Vaquero en Gobernación y el notario izquierdista Hidalgo en Guerra. Se encargó de reprimir la rebelión militarmente al general Francisco Franco, que dirigió las operaciones de la columna del general López Ochoa, hombre de izquierdas y conocido masón. Fue una verdadera guerra, durísima, que dio este balance: 4.051 muertos paisanos y 284 de las fuerzas del orden y del Ejército. Salvo en Asturias, sólo incidentes dignos de mención en Erandio, Mondragón, Sevilla, Riotinto, Reinosa y Palencia. En Mondragón fue asesinado el diputado tradicionalista Marcelino Oreja y Elósegui. En Asturias, un ingeniero, entre otros varios, descendiente directo de Riego. La represión, a cargo del comandante Gerardo Doval, se valió de juicios sumarísimos. Hubo 30.000 encarcelamientos y las inevitables represalias, con una polarización de odios que anunciaba algo peor, fatal y cercano. Lo de siempre: se ejecutó a un sargento y a un delincuente común, pero Alcalá Zamora indultó a los que dirigieron la revolución asturiana, los socialistas González Peña y Teodomiro Menéndez, así como a los militares catalanes condenados a muerte, ya citados anteriormente. Azaña, detenido, fue puesto pronto en libertad. Se le consideró desde entonces el gran jefe de la izquierda, el líder del ya cercano Frente Popular. Pero los grandes beneficiarios del octubre rojo asturiano fueron los comunistas con sus líderes la Pasionaria y José Díaz. Según Madariaga, la izquierda perdió toda autoridad moral, y la derecha contó ya, sin duda, con el apoyo militar. El gobierno se equivocó en relación a Cataluña y el País Vasco. Lo hizo forzado por la situación, pero las medidas limitando sus libertades dieron lugar a que dos grandes regiones liberales, ricas, conservadoras y en progreso, amantes de las tradiciones, se alejaran de la derecha y acabaron alineándose en 1936 al lado del bando revolucionario, antiliberal, antitradicional, antiempresarial, etc., etc. Un bando que, en palabras del periódico «El Socialista», declaraba abiertamente que «renunciaba a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra». Es la prueba más clara de la gran mentira histórica de los que dicen que fue posible la paz. Se formó un nuevo gobierno. Alcalá Zamora dijo de él que era el mejor que nunca tuvo la República. Pues bien, duró un mes. Viene uno nuevo y en él entra Gil Robles como ministro de la Guerra. El presidente no puede evitarlo, pues es mucho el peso parlamentario de la CEDA. El Ejército «se siente mejor mandado que nunca, con los generales Fanjul, Franco y Goded», y por medios perfectamente democráticos. El ministro de la Gobernación, el masón Pórtela Valladares, mantiene el orden y procura el más completo y largo período de paz en los cinco años de la Segunda República. El ministro de Hacienda, Chapaprieta, hace una buena labor, y se construyen miles de viviendas baratas por la llamada «ley Salmón» (nombre del ministro).

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Por esas fechas se constituye el Bloque Nacional claramente monárquico, presidido por Calvo Sotelo, con hombres como Maeztu, Rodezno, Goicoechea, Sainz Rodríguez... Su fuerza inicial parece anunciar un peligro para la República, como la Falange de Primo de Rivera y las JONS. Nunca llegaron a unirse estas dos fuerzas al no entenderse la fuerte personalidad de sus jefes, Calvo Sotelo y José Antonio. Éste declara que en modo alguno es fascista. «Sirvo para todo menos para eso, por actitud de duda, por sentido irónico, por curiosidad intelectual...». Sanjurjo es indultado. Los monárquicos consiguen pequeñas ayudas económicas y en armas en Italia. Con la Alemania nazi no hay contacto alguno. Mientras, el Frente Popular arma y entrena a sus juventudes a los ojos de todo el mundo. Azaña se lanza a los mítines multitudinarios. Prieto amenaza: «... no nos vengáis con petulancia e incitaciones, porque nos invitáis a ir a una contienda sangrienta». Él, que fue el fautor de la sangrienta revolución asturiana del 34. ¿Quién provocaba a quién? Aunque la ruptura surgió de la izquierda, ahora la provocación se había generalizado. «O acabamos con el marxismo, o el marxismo acabará con España», decía la CEDA. A los marxistas, socialistas, comunistas, UGT..., la república les tenía sin cuidado, iban directos a la revolución soviética. Y a la derecha, le ocurría en el otro extremo algo parecido: su republicanismo era insincero y forzado, el que más y el que menos pensaba en un cambio de régimen, monárquico o corporativo. En los carlistas, su jefe Fal Conde, decía: «Si quieren llevarnos a la guerra, habrá guerra». Y José Antonio daba esta consigna: «Nuestro deber, con todas sus consecuencias, es ir a la guerra civil». Además, el Ejército estaba dividido. Si no, no habría habido guerra. ¿Cabía todavía alguna esperanza? En la primavera de 1935 todo parece indicar que la paz no va a ser posible. Cambó ve próxima una revolución proletaria o un golpe fascista. Los líderes arrebatan el fervor de sus masas. El gobierno del radical Lerroux se desacredita con el negocio del juego, conocido por «el Straperlo»; lo que aprovecha Alcalá Zamora para cambiarlo por otro presidido por Chapaprieta, siguiendo Lerroux como ministro de Estado, y Gil Robles, de Guerra. Seco Serrano dice que comienza a actuar «el miedo rojo», dirigido por Largo Caballero, y Gil Robles tantea a generales de prestigio acerca de la posibilidad de un golpe de Estado. Nueva crisis de gobierno y nuevo presidente, don Manuel Pórtela Valladares, amigo de Alcalá Zamora. En poco más de un mes otros dos cambios de equipo gubernamental, el segundo, con el decreto de disolución de Cortes. Se convocan elecciones para febrero de 1936. En los días de la campaña, Azaña define bien la situación: «El odio es engendro de miedo. Una parte de España temía hasta el pavor a la otra parte». Largo Caballero amenaza: «Si la situación da la vuelta, las derechas implorarán gracia de rodillas. No respetaremos la vida de nuestros enemigos... Y si las derechas no son derrotadas en las elecciones, emplearemos otros medios, para su aniquilamiento». Y, a pesar de todo, enfrente, la derecha, como siempre, desunida.

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Calvo Sotelo y Gil Robles se desautorizan mutuamente. Alfonso XIII, desde Roma, se niega a influir. Vota el 72% del censo: el Frente Popular, 4.654.116 votos; las derechas, 4.503.524; el centro, 400.901; 123.714, el PNV... El sistema electoral falseó la voluntad popular, como cuando favoreció a la derecha en 1933. Ahora da a la izquierda 257 diputados, 139 a la derecha y 57 al centro. Juzgue el lector. Las turbas se lanzan a la calle, liberan a los presos, incluso a los comunes; el campo, en plena anarquía... ¿El caos o el estado de guerra? Los militares, disciplinados, todavía se mantienen fieles al poder constituido. Azaña forma gobierno. Es el 19 de febrero de 1936. Él mismo dice «fue un período de impotencia y barullo». Desórdenes, violencias, quema de iglesias, invasiones de fincas, recorren el país agitadores, algunos extranjeros. Los atentados se suceden por los dos bandos, con asesinatos o intentos contra personalidades destacadas. Y ni en un chalet de veraneo se puede estar tranquilo. Tengo presentes los casos en la memoria. La revolución ataca al propio gobierno que ella ha llevado al poder. Las derechas también se van armando, los cuartos de banderas se agitan, los generales se reúnen secretamente, Fanjul, Mola, Orgaz, Varela, Franco... Hay más de 800.000 parados, hambre, huelgas, destitución de los que no eran del Frente Popular. Y la Falange o ataca o se defiende, y responde a las pistolas con las pistolas. Es la realidad de aquella marcha hacia la guerra civil. Las gestiones de los republicanos moderados para evitarla se ven desbordadas por los extremismos, con los que algunos han colaborado anteriormente. Hay quienes propugnan una «dictadura republicana». Incluso para eso ya es tarde. Se asesina por las calles. Cada entierro da lugar a otro u otros varios más del otro bando... Azaña cree llegado el momento de quitar de enmedio, políticamente, a Alcalá Zamora, que le cae mal y le sobra. Promueve su destitución por haber disuelto las Cortes, burdo argumento, porque era lo que Azaña quería y lo que le ha llevado al poder. Ahora es elegido nuevo presidente de la República por 238 a favor y sólo 5 en contra.

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El inefable y cínico don Manuel se instala en el Palacio del Pardo en espera de que le arreglen el Palacio Real. Alcalá Zamora había vivido siempre en un hotelito particular en la calle de Martínez Campos. Y Azaña designa jefe del Gobierno a Santiago Casares Quiroga, su fiel seguidor, gallego autonomista con ínfulas de dictador democrático. Asesinatos tras asesinatos, la cadena de los entierros: el magistrado Pedregal, los hermanos Badía, el teniente socialista Faraudo, el alférez Reyes, de derechas... En cuatro meses se queman 170 iglesias, y hay 269 homicidios y 133 huelgas generales2. El gobierno se convierte en beligerante, contra la conspiración reaccionaria y contra la revolución en marcha. Acabará uniéndose a esta última, al Frente Popular y a las órdenes de la Komintern soviética, que ha enviado ya emisarios a Madrid, entre ellos el famoso poeta y agitador Ilya Ehrenburg. Casares Quiroga espera contar con la ayuda del gobierno francés, también del Frente Popular. Y el partido comunista organiza fuertes milicias mandadas por Modesto y Lister. Un dato interesante es el abierto separatismo que se manifiesta ya sin recato en Cataluña y el País Vasco, con la

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complicidad del gobierno central, a cambio de su incorporación a lo que llaman el bloque antifascista. El cuadro está ya casi completo. Más lejos que el Frente Popular iban la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y su sindicato, la CNT: «Hay que destruir completamente el régimen político y social». La república de 1931 llega muerta al 18 de julio de 1936. *** «El plan del movimiento militar parecía en principio enfocado hacia una dictadura republicana». En ello estaban los generales Mola, Queipo de Llano y Cabanellas. Franco se mantenía informado. La CEDA se pondría al lado del Ejército, y lo mismo los monárquicos de Renovación Española. Calvo Sotelo, líder de la oposición, cada día más fuerte y prestigioso, es amenazado en las Cortes por Casares Quiroga, al que ha llamado «señorito gallego», lo que era verdad. Y Dolores Ibárruri, «Pasionaria» concreta la amenaza contra la vida de Calvo, que responde: «Mis espaldas son anchas (y lo eran). La vida podéis quitarme, pero más no». José Antonio Primo de Rivera, desde la cárcel, da instrucciones a su pequeña y decidida hueste para que apoye, si llega, la sublevación militar. La situación, al llegar el verano del 36, era insostenible. ¿Quién daría el primer paso? La izquierda preparaba su revolución para agosto, coincidiendo con la Olimpiada obrera de Barcelona. La derecha esperaba un detonante, ya que los militares no acababan de verlo claro, a pesar de que veían que la sublevación era inevitable. El teniente Castillo, de guardias de Asalto, cae bajo las balas de unos pistoleros. Era instructor de milicias comunistas. Son las nueve y media de la noche del 12 de julio de 1936. Hay que vengarse. La represalia se organiza en el cuartel de Pontejos por las propias fuerzas de orden público del Gobierno de Casares Quiroga. Los objetivos, los líderes de la derecha, Gil Robles y Calvo Sotelo. José Antonio estaba en la cárcel. Es posible que los ejecutores del teniente Castillo fueran de los suyos. Como Gil Robles se había ido a Biarritz, poniendo distancia por medio ante la amenaza inminente, sólo quedaba Calvo Sotelo. Van a por él a Velázquez 89. Se entrega sin resistencia, al ver que los que llaman a su puerta a las tres de la madrugada, van uniformados y los dirige un capitán de la Guardia Civil, Fernando Condés, con siete guardias ¿de Asalto? Con ellos va un pistolero, Victoriano Cuenca, todos en una camioneta de la Dirección de Seguridad, seguidos de un Fiat oficial con el capitán Antonio Moreno. A la mañana siguiente, el cadáver de Calvo Sotelo aparece en el depósito del cementerio de la Almudena con una bala en la nuca. Era la ejecución del jefe de la Oposición por las fuerzas del Gobierno. Desde hacía tiempo no era posible la paz. 1 Azaña nació y, al parecer, murió en cristiano y se casó por la Iglesia. En 1932 ingresó tardíamente y sin convicción en la logia masónica de la calle del Príncipe. 2 Datos de la Historia de España de Tunón de Lara.

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XXXVI LA GUERRA DE 19361939

Una etapa bélica tan cercana, tan trascendental y compleja como la que enfrentó a unos españoles con otros durante tres años en el siglo XX, merece al menos unas palabras de introducción antes de entrar en materia. Son tantos los episodios, los personajes, los problemas de fondo y las opiniones encontradas, que me obligan a seguir el relato de un modo distinto al seguido hasta ahora. Más que cronológico lo plantearé por temas. Estoy convencido de que, por ser una guerra tan cercana, polémica y politizada, cada lector tendrá sus propias ideas e interpretaciones. Yo lo que pretendo es que los hechos estén perfectamente comprobados y admitidos en la historiografía reciente e innumerable de los dos bandos. Luego, que cada uno opine lo que quiera. Por mi parte no niego que mis interpretaciones de los hechos, de sus orígenes y de sus consecuencias serán, con frecuencia, bastante subjetivas, si bien procuraré apoyarme en las palabras recogidas a los principales protagonistas de la época. Como disculpa ante el lector diré que viví intensamente aquellos años y son vivencias difíciles de olvidar, y criterios que ni puedo ni quiero cambiar. Con los adjetivos que se quiera, aquella guerra fue conocida universalmente como la Guerra de España. Es un apelativo suficientemente claro y definitorio. Por lo tanto, evitemos los términos «guerra de liberación», «guerra contra el fascismo», «rebeldes y leales», «rojos y azules», «Cruzada»... Incluso esa tardía, pobre, evasiva e imprecisa calificación falsamente neutralista de «guerra civil». Ortega y Gasset, en el epílogo para ingleses de su Rebelión de las Masas, advierte que ni ingleses ni americanos tienen derecho a opinar sobre lo que pasó en España entre 1936 y 1939 sin estar perfectamente informados sobre la realidad del origen y las causas que produjeron la guerra. Añade que lo contrario sería una injuria. En principio se puede afirmar que se trata de uno de los episodios más interesantes y arrebatadores de la historia universal contemporánea, que ha dado lugar a una inmensa bibliografía y a un eco que aún perdura. Creo que en los capítulos anteriores han quedado claras las causas que hicieron inevitable la contienda. Sigue habiendo quienes creen que aquello se pudo evitar y buscan soluciones utópicas. Habría que retroceder al menos dos siglos para empezar a rectificar. Los españoles de 1936 no eran ni mejores ni peores que los de ahora, si acaso

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más ingenuos e incultos, y no pudieron evitar que se impusieran el odio y el miedo, que fueron los sentimientos a los que se había llegado. Claro que en la guerra de España hubo buenos y malos. Para cada bando, los del otro lado eran los malos. Una guerra de españoles y a la española, con todo lo que esto quería decir de pasión, de valor y de irracionalidad. No se atribuya la victoria ni se disculpe la derrota por las aportaciones extranjeras. El protagonismo fundamental fue español, y con ciertos matices, fue una guerra entre la izquierda y la derecha, como términos políticossociales. Aunque siempre es preferible la paz a la guerra, la de 193639 no fue una guerra triste a pesar de todas sus tristezas. Hoy hay quienes resucitan un lagrimeo bastante hipócritas y otros que tergiversan el pasado con acusaciones partidistas. La guerra, si no alegre, sí fue entusiasta, en los dos bandos, el enfrentamiento de dos entusiasmos, con todo lo que esto tiene de positivo y de negativo. Si acaso, la diferencia estuvo en las retaguardias después de la etapa inicial, optimista, confiada y hasta alegre de una parte, y todo lo contrario en la otra. Enseguida se simplificaron los calificativos: anticomunismo contra antifascismo; absurda simplificación en un país en el que apenas había comunistas ni fascistas. En realidad, con perspectiva suficiente, fue el choque de un pueblo y un ejército contra un ejército y un pueblo. Sólo así es posible que una guerra sea auténtica, militar, aunque se la llame civil, y que además, dure tres años. Un pueblo solo hace una revolución. Un ejército solo hace un pronunciamiento. Si se enfrentan entre sí, el uno aplasta al otro en muy poco tiempo. En España, en 1936, cada zona tiene su pueblo y su ejército. Muy diferentes, pero ambos llenos de decisión, en plena tensión, arrastrando el odio y el miedo que la política había ido creando, acumulando... Se inicia una durísima represión en ambas zonas. Eran dos medias Españas que creían que para vivir tenían que eliminar a la otra media. *** El Gobierno de la República tiene información de que algo se prepara por parte de algunos jefes militares. Decide alejar de Madrid a los que considera más peligrosos. Envía al general Franco como comandante general del archipiélago Canario, al general Goded, con igual mando a Baleares, y al general Mola como gobernador militar, a Pamplona. Aleja sí, pero en sus nuevos mandos, desde sus destinos, dispondrán de mayor libertad de movimientos. Lo mismo ocurre con el general Varela, residenciado en Cádiz. Para los conspiradores, reales o supuestos, el jefe indiscutible, por antigüedad, experiencia y por sus dos laureadas, es el general Sanjurjo, el del 10 de agosto de 1932 en Sevilla. Mola, que dirige la conspiración en la Península desde Pamplona —se le llama «el Director»—, desconfía del éxito de sus planes en Madrid y Barcelona. Franco, por su parte, extrema sus precauciones y sus dudas, y el general Queipo de Llano, republicano, consuegro de Alcalá Zamora, se une a los conspiradores y se mueve con libertad al ser inspector general de Carabineros. También colabora secretamente el jefe de la división orgánica de Zaragoza, el republicano y masón, general don Miguel Cabanellas.

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Se acuerda que se encargue del levantamiento en Madrid al general Fanjul, y en Barcelona a Goded, que debe llegar desde Mallorca, así como a González Carrasco en Valencia, a González de Lara en Burgos y a Saliquet en Valladolid. Un tanto importante para Mola es que cuenta con 7.000 carlistas bien instruidos, los requetés navarros. Otra decisión importante es enviar a Canarias un avión, el «Dragon Rapid» para que lleve a Franco a Marruecos y allí se haga cargo del mando de las aguerridas fuerzas militares del Protectorado español, entre las que cuenta con gran prestigio. Pero la otra parte no está inactiva. Es como una carrera contra el reloj. El Gobierno cuenta con destacados jefes militares situados en los puestos más importantes, Masquelet, Riquelme, Miaja, Asensio, Molero, Batet, Llano de la Encomienda, Núñez de Prado... todos ellos generales muy adictos y expertos. Además los militantes de izquierda, sindicales y de partido están siendo armados y se reciben órdenes de la Komintern para liquidar al Ejército. Llegan de Moscú dos encargados de preparar golpes de Estado, Chemandavo y Guyot, técnicos en revoluciones, y la nuestra está ya en las calles y en los campos. El líder español es Francisco Largo Caballero. El presidente Azaña y el primer ministro Casares, tendrán que unirse a la revolución marxista, o serán aplastados. Desde Moscú se fija la fecha del l2 de agosto para empezar... Da la impresión de que el gobierno no se ha enterado de nada. Un golpe militar para triunfar sobre un gobierno establecido, tiene que hacerse con los resortes del poder en pocas horas, con audacia, por sorpresa. Lo contrario es el fracaso, y la consecuencia puede ser la derrota inicial o una guerra de mayor o menor envergadura, más aún si las fuerzas militares están divididas. Eso ocurrió entre el 17 y el 19 de julio de 1936. La conspiración militar en principio, fue un fracaso total. Fallaron la sorpresa, la audacia, la coordinación, la rapidez, el secreto. El movimiento fue a la vez tardío y prematuro, según los lugares, disperso, vacilante, con varias cabezas y sin una jefatura suprema indiscutible. Frente a un gobierno decidido, con prestigio y rápido en la acción, el tal levantamiento se habría cortado de raíz... Sin embargo, aun así, no habría podido triunfar el disperso golpe sin la incorporación esencial del ejército de Marruecos, fuerzas perfectamente coordinadas, unánimes, agresivas, con espíritu de victoria. No eran muy numerosas, pero sí en plena forma después de unas maniobras, ordenadas por el gobierno, en el llamado Llano Amarillo. Un ejército que sería, primero, el detonador, y luego, a lo largo de toda la campaña, la punta de lanza. En Marruecos se dio la consigna: «El 17, a las 17». Un movimiento realizado y dirigido a nivel tenientes, coroneles, comandantes... que con la oficialidad joven fueron los principales protagonistas. No podemos entrar en detalles ni dar listas de nombres. El movimiento triunfa en Marruecos, y desde Madrid, el jefe del gobierno, Casares Quiroga, abrumado, quiere cortarlo por teléfono, pero ya nadie obedece sus órdenes. Tuñón de Lara escribe: «El Casares jactancioso de la mañana, por la tarde hace mutis en la historia». Desde que ha aterrizado en Sana Ramiel, aeródromo de Tetuán, Franco es ya el jefe del ejército de África. Se le rinden honores, concede la laureada al gran Visir, que

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ha ayudado eficazmente al Alzamiento, y después, da un manifiesto exponiendo las razones patrióticas, salvar a España del desastre y todo en favor del pueblo español. Nada dice en contra del régimen republicano ni en favor de la monarquía. Un hecho importante al empezar el alzamiento. El jefe previsto, Sanjurjo, muere al estrellarse la avioneta que le llevaba de Portugal a Pamplona. De momento, los sublevados se quedan sin un mando único, sin capitán indiscutible. ¿Fue una gran desgracia para ellos o un favor de la fortuna? Incógnita histórica que no puedo aquí desentrañar. En cambio, las cosas marcharon bien para el general Mola, que con gran apoyo de la población civil dirigió la sublevación en el Norte. El nuevo presidente del gobierno, Diego Martínez Barrio, trata de convencerle desde Madrid y le ofrece un puesto de ministro en su equipo. Mola ha ido demasiado adelante, y se niega. Le rodea un ambiente de fervor, de fuerza. Empieza a enviar columnas hacia Logroño, Guadalajara y Madrid, domina Burgos y Vitoria, y lanza otra columna para la frontera francesa e ir a la conquista de Irún y San Sebastián. Columna que se convertirá en las famosas brigadas de Navarra. Imposible detallar en estas páginas el desarrollo de la etapa inicial del Alzamiento en las diversas regiones y ciudades de España. Como regla general, puede decir que en las pequeñas capitales y poblaciones de cierta importancia donde había una guarnición, por reducida que fuese, o un destacamento de la Guardia Civil, la incorporación a los sublevados y el dominio de la situación fueron casi inmediatos y totales. También en líneas generales se unieron al movimiento las zonas y poblaciones que tradicionalmente venían votando a la derecha, Castilla y León, Aragón, Galicia... con algunas excepciones, como Santander. También los rebeldes contaron con Baleares y Canarias, bien preparados por Goded y por Franco durante su mando. Las órdenes de Mola eran terminantes: todo mando del Ejército que no se incorporara al bando, que empezó a llamarse nacional, sería considerado traidor y pasado por las armas. Así fueron ejecutados, entre otros, los generales Batet, el de la laureada de octubre del 34 en Barcelona, por no incorporarse en Burgos, Núñez de Prado en Zaragoza, Mena, también en Burgos; el comandante Rodríguez Medel en Pamplona, el almirante Azaróla en Ferrol, los generales Salcedo y Caridad Pita en La Coruña; Romerales y Lapuente Bahamonde, primo hermano de Franco, en Tetuán... Y en el otro bando, exactamente lo mismo, todo militar implicado o relacionado con el Alzamiento era ejecutado. En el bando nacional, mediante juicios sumarísimos con el resultado previsto; en el bando republicano por el procedimiento del «paseo», la cheka y, a veces, con el llamado juicio popular. Así fueron eliminados los generales Fanjul, García de la Herrán, Goded, González Carrasco, López Ochoa (notorio masón), Capaz, Fernández. Burriel, etc. etc... Oviedo fue sitiado por un gran contingente de mineros, los «dinamiteros». Después de larga y heroica defensa fue liberado por las columnas procedentes de Galicia. Vitoria cayó del lado nacional. En San Sebastián, los sublevados se defendieron en los cuarteles de Loyola. Acabaron rindiéndose, y sus jefes, ejecutados. La ciudad fue ocupada por las

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columnas navarras que antes habían conquistado Irún, incendiado al retirarse por los «rojos» (así empezaban a autodefinirse). Después de caer San Sebastián la línea del frente quedó por muchos meses en la zona del Deva. El fallo de organización en los primeros días hizo que cayeran del lado del gobierno republicano muy importantes ciudades, en especial Barcelona, donde la Guardia Civil reprimió, después de larga y cruenta lucha, a los militares sublevados. Igualmente ocurrió en Valencia, Bilbao, Gijón —después de la larga y heroica resistencia del cuartel de Simancas—, Toledo, con el archifamoso episodio del Alcázar, cuya extraordinaria defensa dirigida por el general Moscardó asombró al mundo entero; Santander, Badajoz, Almería, Jaén, Ciudad Real; las otras capitales catalanas, además de Barcelona, Cuenca, Guadalajara, todas del lado del gobierno. En cambio del lado nacional cayeron Cáceres, Vitoria, como queda dicho, Córdoba, Cádiz, Granada1, Huelva, las tres capitales aragonesas, todas las provincias de Castilla y León, salvo Santander... Es decir que quedó una España partida en dos, con frentes discontinuos donde actuaban columnas de los dos bandos, sin piedad, dispuestas a eliminar a los enemigos en las poblaciones que ocupaban. A partir de agosto los frentes se fueron estabilizando y la guerra adquirió poco a poco el carácter de guerra total con dos Ejércitos más o menos bien organizados, desde luego mucho más profesional y bien mandado el nacional, frente a frente, y sin haber imaginado ni por un momento, que aquello iba a durar casi tres años. Un caso singular fue el de Sevilla, donde el general Queipo de Llano, gran republicano del año 31, se puso al frente de los rebeldes y se hizo con la capital en pocas horas, con muy escasas fuerzas, a base de decisión y de astucia. Fue uno de los mayores éxitos iniciales de los rebeldes, que, aparte de contar con tan importante y rica región, y una gran ciudad, con Zaragoza la mayor de su zona, tuvo allí la base de conexión con el ejército de África y el paso del estrecho, que fue esencial. El Alzamiento fracasó en Madrid. Era de esperar por las Fracaso en Madrid muchas razones que han quedado apuntadas. Jefes viejos y mal coordinados, unidades y cuarteles comprometidos que no respondieron a la hora debida, o se encerraron... Nadie se entendió; cuando una acción de los rebeldes en las calles, con varios regimientos ocupando los puntos claves y las posiciones estratégicas, habría producido la victoria de los sublevados en pocas horas, antes que un Gobierno sin ánimo ni capacidad de reacción tomase la medida de «armar al pueblo». Medida que le hizo concebir esperanzas de triunfo, pero que prolongó la guerra tres años y llevó al bando republicano, al «gobierno legítimo», a la derrota, como muy pronto advirtieron Azaña e Indalecio Prieto. Un gobierno que de republicano tenía ya muy poco porque había caído bajo el poder efectivo del socialismo más extremista, de los comunistas y de los anarquistas. Y en las regiones periféricas se aliaba con el separatismo. Con el final de la resistencia rebelde en el Cuartel de la Degeneración Montaña, del que casi nadie salió vivo, se apoderó de Madrid el marxismo revolucionario y empezaron los registros, las búsquedas, los «paseos»; el terror político bien organizado pero con un fanatismo ciego. Hubo muchas ejecuciones en la zona nacional, con el agravante de ser

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un bando católico, una población culta y una autoridad responsable, pero ni comparación con la orgía indiscriminada de la zona republicana: odio y sangre a raudales, asesinatos en serie, cometidos en muchos casos por criminales comunes y en otras por pobres gentes excitadas por agitadores, gentes «humilladas y ofendidas» durante siglos que creían que había llegado su hora. Prefiero dejar la palabra al historiador comunista Tuñón de Lara: «En Madrid la represión popular fue degenerando. Surgieron las patrullas de control que se tomaban la justicia real por sus manos, asaltando casas, quemando, asesinando, desvalijando... Se cometieron crímenes, se mató sin juicio, en descampados, en las cunetas de las carreteras... Era la expresión de una guerra de clases que impulsó a matar a muchos sólo por la posición social que tenían». Eso, en tierra, en la tierra española. En el mar, la oficialidad de la escuadra era un cuerpo de elite. El Alzamiento contaba con los buques de la Armada, pero un aviso desde Madrid alertó a la marinería, en gran parte bien trabajada por la extrema izquierda. Salvo en El Ferrol, donde, previa lucha, el luego almirante don Salvador Moreno se impuso a las tripulaciones revolucionarias, en los demás barcos que no estaban en dicha base naval, los marineros organizados «a la soviética» arrojaron por la borda a la oficialidad. Así, la mayor parte de la escuadra quedó en poder del gobierno del Frente Popular. En fin, este es un breve resumen de la distribución de fuerzas al principio del verano de 1936. *** Creo que al joven lector que ve aquellos años, aquella contienda existential, como algo ya muy lejano que no le concierne, que para nada influye en la vida actual, le conviene tener una somera idea de aquella «guerra de los abuelos». No porque, efectivamente, tenga interés práctico para él, salvo para los aficionados a conocer la historia reciente, sino, sobre todo, para que no se deje engañar por aquellos que un día sí y otro también, se dedican a falsear la verdad de la guerra que se desarrolló en nuestra tierra, y en nuestro mar, en unos años, que, se quiera o no, han sido decisivos en la España contemporánea y para ir marcando su futuro. Años en los que lucharon, quiero creer que de buena fe, con entusiasmo y dolor, esos abuelos, de uno u otro bando. Creo también que conviene partir del conocimiento de las fuerzas con que contaban los «rebeldes»2 y los «leales», términos que utilizaron los medios de comunicación y la propaganda republicana oficiales en la primera etapa, términos que se convirtieron pronto en los de «nacionales» y «rojos», omnicomprensivos. El Gobierno del Frente Popular controlaba desde Madrid 21 provincias. Los sublevados, 29, con 230.00 kms2 y unos 10.500.000 habitantes, superados por los 270.000 kms2 y los casi 15.000.000 de la zona republicana, que contaba con las regiones industriales y mineras más ricas, es decir casi todas, Cataluña, País Vasco, Asturias, Levante... Además poseía las principales fábricas de armas, las zonas productoras de agrios exportables, los pasos fronterizos con Francia, los arsenales de Cartagena y los puertos principales del Mediterráneo y del Cantábrico.

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Los «militares facciosos» tenían trigo, aceite, carne y productos hortofrutícolas de las zonas que ocupaban, todo con abundancia y ordenada explotación. Los «rojos», que controlaban casi todos los recursos económicos y financieros, sobre todo el Banco de España y la gran banca privada, amén de las reservas de oro, fueron destruyendo tanta riqueza inicial: la cabaña ganadera, los campos abandonados, la administración desastrosa, la peseta republicana por los suelos... El resultado, la abundancia en una zona, con la creciente confianza internacional y el optimismo de la retaguardia; y la penuria alimenticia, casi el hambre, y la total pérdida de mercados en el otro bando. Azaña y Prieto se lamentaban de que sus masas creyeran que la guerra consistía, y se podía ganar, a base de destruir, de vivir en «libertario» y no trabajar. Y, además, un pueblo en armas, no siempre voluntario, a pesar de contar con generales republicanos y con «comisarios del pueblo», no es lo mismo que un ejército profesional bien mandado, con jefes expertos y oficiales jóvenes bien instruidos. La Iglesia, lógicamente, desde el primer momento estuvo del lado de los que la defendían, y en contra de los que la atacaban. Dos obispos vascos, monseñores Múgica y Olaechea, decían el 6 de agosto de 1936: «En el fondo del movimiento cívicomilitar laten juntos, con el amor a la patria en sus varios matices, el amor tradicional a nuestra religión sacrosanta». Lo que confirmaba la carta colectiva del Episcopado español el 1 de julio de 1937. Los nacionales habían fusilado a dieciséis eclesiásticos en las Vascongadas, por motivos políticos. Del lado de la legitimidad republicana fueron ejecutados más de 6.500, entre ellos varios obispos y 283 monjas... En lo que los nacionales fueron un verdadero desastre fue en materias de propaganda, sobre todo hacia el exterior. Todo lo contrario de la masiva, hábil y bien orquestada campaña de los rojos, con la colaboración de todas las internacionales, marxista, anarquista, masónica, del humanitarismo politizado etc., etc. En ella cayeron muchos intelectuales, escritores, artistas, que creyeron que la libertad estaba en un bando, y la tiranía en el otro, cuando en el mejor de los casos, en plena guerra no había libertad, término muy equívoco, en ambas zonas y en aquellas circunstancias. Las ayudas que llegaron, a unos de Alemania e Italia, a otros de la URSS, de Francia y de las Brigadas Internacionales, hicieron aún más irreconciliable y más extremado el eco de la contienda. Lo cierto es que los nacionales no comprendieron ni por un momento, el peso enorme de los grandes nombres. En realidad esta fue la única y muy importante victoria de los rojos, la de la propaganda. Para terminar este tema citaré a dos grandes autoridades intelectuales: «Mientras, en Madrid, los comunistas y sus afines obligaban bajo las más graves amenazas a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por la radio etc... Hecho semejante oscila entre lo grotesco y lo trágico». (Ortega y Gasset). «Allá, en la zona gubernamental, la palabra comunismo lo encubre todo; es la anarquía pura y simple la que triunfa. El salvajismo inaudito de las hordas marxistas sobrepasa toda descripción... El movimiento, a cuya cabeza se halla el general Franco tiene por fin salvar la civilización cristiano occidental y la independencia nacional». (Miguel de Unamuno). Creo que Ortega y Unamuno no son dudosos.

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*** Dada la índole de esta historia, no es posible traer aquí un relato pormenorizado de la guerra en sí, del desarrollo bélico de la contienda. Me tengo que reducir a presentar una lista de sus principales episodios en un orden lo más cronológico posible, introduciendo, cuando sirva como aclaración, algún comentario propio o ajeno. Los dos bandos tratan desde el primer día de conseguir medios, armas o dinero, con más razón al comprobar que la guerra va a ser larga. Esos medios los van obteniendo en etapas sucesivas, los republicanos, de Francia y de la URSS, y los nacionales, de Italia y Alemania. No mucho más tarde las ayudas se extenderán mediante el envío de combatientes. Una de esas primeras ayudas en armamento, concretamente aviones, la facilitó Italia a los nacionales, unos aviones que contribuyeron al paso del Estrecho de fuerzas del ejército de África a la península, donde se constituyeron en la punta de lanza de los nacionales para ir ocupando poblaciones de Andalucía y emprender la marcha hacia Madrid. Las principales unidades de la escuadra habían quedado en poder de la marinería «roja», así que las tropas de Marruecos, Legión y Regulares, apenas contaron con un pequeño cañonero, el viejo «Dato», y algún pesquero armado. El destructor «Churruca» ayudó al principio y luego se pasó al enemigo. El objetivo fundamental del general Franco, que mandaba a los expedicionarios, era avanzar a lo largo de la frontera portuguesa para enlazar en Cáceres con el Ejército del Norte, que mandaba el general Mola, y luego seguir hacia Madrid por el valle del Tajo. En diez días había conquistado Badajoz, donde, parece que por orden del teniente coronel Yagüe, pronto general, se ejecutó a muchos prisioneros rojos para no dejarles atrás en el avance. No tardaría en caer también Mérida, defendida por algunas de las mejores tropas republicanas, enviadas desde Madrid al mando del coronel Puigdengolas. La columna Yagüe no tardó en llegar a Talavera de la Reina, camino de Toledo. Entretanto, en Burgos se constituyó la Junta de Defensa Nacional, presidida por el general más antiguo entre los sublevados, don Miguel Cabanellas. Con él formaban la Junta los generales Dávila, Mola, Ponte, Saliquet, el almirante Moreno y dos coroneles. San Sebastián es la primera capital de provincia que cae en manos de los nacionales, con el puerto de Pasajes, el primero en el Cantábrico y por ello, de excepcional importancia. Después, líneas estabilizadas y muchos meses para preparar el ataque sobre Bilbao desde Álava y Guipúzcoa. También se estabilizan los frentes en las sierras de Madrid. Los republicanos del Frente Popular han movilizado miles de milicianos que van con entusiasmo hacia Guadarrama y Somosierra para defender la capital. Allí se quedarán los dos bandos frente a frente, con dominio «nacional» de las cumbres, casi hasta el final de la guerra. Lo mismo ocurrió a lo largo de toda la línea de Gredos, salvo una incursión de la columna «roja» del teniente coronel Mangada hacia Ávila, que fracasó. Grandes fuerzas gubernamentales, reforzadas por enormes masas de voluntarios anarquistas —CNT y FAI—, salieron de Barcelona a la conquista de Zaragoza.

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Llevaban mucho e importante material procedente de Francia, pero después de muy duros y largos combates son rechazados, antes de llegar a la capital aragonesa, por las escasas fuerzas militares y de voluntarios, requetés y falangistas que la defendían. Franco traslada su cuartel general de Sevilla a Cáceres para dirigir desde allí el avance de la columna del sur hacia Toledo. Allí se defiende de modo asombroso el Alcázar frente a fuerzas muy superiores, con cañones, aviones y minas que el gobierno del Frente Popular envía desde Madrid. Para conseguir la liberación de los sitiados, Franco retrasa el avance sobre Madrid al llegar a Maqueda, desviándose a Toledo. Decisión estratégica muy criticada y tomada por razones políticas, propagandísticas y, sobre todo, de compañerismo militar y de ejemplo para dar moral a los suyos. En agosto de 1936 son asesinados por los milicianos «rojos» en la Cárcel Modelo de Madrid, una serie de políticos que estaban presos, varios de ellos notorios liberales y demócratas, como Melquíades Álvarez, el hombre que llevó a Azaña a la política; ex ministros republicanos como Martínez de Velasco, Rico Avello, Salazar Alonso, Álvarez Valdés... Además, el viejo general Villegas, el general Capaz, que no participó en el Movimiento, Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio, el doctor Albiñana, y poco después, el escritor Ramiro de Maeztu, el comediógrafo Muñoz Seca, que en su vida sólo hizo reír... El primer ministro del Gobierno de Madrid, Giral, llora desolado, Prieto se indigna («hemos perdido la guerra —exclama—); Azaña, escéptico, prevé el desastre final... Da igual. Sólo se crean Tribunales Populares, que seguirán matando pero en orden. Y no cesan de actuar las «Brigadas del Amanecer», que sacan a los ciudadanos de la cama para darles «el paseo». Se encarga del gobierno en Madrid Francisco Largo Caballero, el Lenin español. Prieto se echa las manos a la cabeza y Azaña le dice a su íntimo cuñado Cipriano Rivas Cherif: «Fracasará y con él fracasaremos todos, y se perderá la guerra». En el gobierno Largo Caballero entra el nacionalista vasco Irujo, que era navarro, el hombre de Moscú, Álvarez del Vayo, el que no tardará en ser el líder «rojo», doctor Juan Negrin e... Indalecio Prieto. Y como virrey, el embajador ruso Marcel Rosemberg, que así le llamaba el socialcomunista Luis Araquistáin. Añádase que en el gobierno, primer caso en el mundo, entraron tres anarquistas. Azaña no quería, pero ya era tarde y él era una pura negación, la negación de sí mismo. El éxito espectacular de la liberación del Alcázar de Toledo, da a Franco un aire de triunfador y de jefe supremo del Alzamiento. El tema merecería amplio comentario, tanto el episodio en sí de la liberación del pequeño y heroico grupo humano que se defendió días y días en el viejo palacio del emperador Carlos V, como las razones políticomilitares que por aquellos días produjeron consecuencias de extraordinaria importancia histórica. Remito al lector a las numerosas obras que se han dedicado monográficamente a tal cuestión. En una de mis obras3 insisto en el criterio de que Franco no quiso entrar en Madrid en 1936 por razones militares y políticas, tema muy discutido en el que aquí no puedo

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entrar. No quiso ni en la decisión de Maqueda ni en varias ocasiones más que a todos parecieron propicias menos a él. La cuestión, históricamente, sigue abierta. El caso es que el 27 de septiembre, liberado ya el Alcázar, el general Franco es elegido, en Matilla de los Caños, aeródromo improvisado en una finca salmantina del ganadero Antonio Pérez Tabernero, jefe del Gobierno del Estado español, no Jefe del Estado. Le votan todos los mandos militares de la sublevación, previa una leve resistencia de Cabanellas al mando único. La iniciativa y el mayor apoyo a Franco vienen de los generales Kindelán, Mola y Ponte. Unánimes todos los demás. La designación del nuevo gran jefe es también como Generalísimo de los Ejército. Una hábil maniobra del hermano de Franco, Nicolás, convierte el nombramiento en «Jefe del Estado», y ya nadie lo pondrá en duda4. Franco ya tiene todos los poderes. En Burgos, donde es proclamado, vieja añoranza castellana, «Caput Castellae», se le empieza a llamar Caudillo. Se empieza también la creación del nuevo Estado con la bandera roja y gualda (que ya utilizaron los requetés desde el primer día, y Franco, en Sevilla desde el 15 de agosto), la Marcha Real granadera, y el escudo de los Reyes Católicos con el lema «Una, Grande y Libre». Se adhirieron los obispos, con el de Salamanca, Pía y Deniel al frente, así como los Rectores de Universidad, Unamuno, el primero. El error histórico de Millán Astray y la falta de visión cultural y propagandística de Franco, echaron a perder tan valiosa adhesión. Tres opiniones sobre Franco antes de concluir esta parte del capítulo: «Era un hombre equilibrado y sencillo, intelectual del arte militar, nervioso pero con dominio de los nervios, con una memoria prodigiosa y una voluntad tenaz. Se dejaba influir muy poco y, como gallego, era entusiasta, emotivo y afectivo, pero se dominaba con gran disciplina interior. De origen burgués, se distinguió siempre por su ponderación, sensatez y aplomo». (Vicens Vives, historiador catalán). «Franco o la habilidad» (Toynbee). «Franco se domina a sí mismo y domina las cosas. Para él lo sustantivo es la persona, y lo adventicio el hecho. Entre lo inextricable peligroso, el Caudillo se mueve con increíble facilidad... con misteriosa y no explicable adecuación entre la persona y los sucesos» (Azorín). Lo más probable es que el lector tenga ya formada su opinión sobre Franco, y que no sea del todo desapasionada. Pero el personaje es a la vez tan simple y tan complejo, y tan importante en la vida de la España contemporánea, que siempre merecerá una revisión histórica con la mayor frialdad y ecuanimidad posibles, y ésta será tanto más acertada cuanto de mayor perspectiva y distancia se disponga. *** Empieza a llegar ayuda extranjera a los dos bandos. En un contraataque republicano en Seseña (Toledo), para cortar el avance incontenido de la columna nacional del Sur sobre Madrid, aparecen los primeros tanques rusos en gran escala y los aviones soviéticos. Desde el principio han llegado también aviones franceses, Dewoitine de caza y Potez, de bombardeo. Como dato curioso diré que en el ejército del Frente Popular

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figuraban como comisarios políticos los novelistas Ramón J. Sender y Ángel María de Lera. Desde París se dirigía el reclutamiento de las Brigadas Internacionales. En ellas, idealistas demócratas y liberales, aventureros expertos de todas las revoluciones, intelectuales filomarxistas, muchos obreros parados a causa de la gran crisis mundial... En el bando «nacional» aparece la Legión Cóndor alemana, formada sobre todo por técnicos e instructores y con una poderosa fuerza aérea y artillera (151136). Poco después, en enero del 37, lo hizo el Cuerpo de Voluntarios Italianos (C.T.V.), formado por «camisas negras» fascistas y unidades del ejército regular. Y, desde luego, aviones Fiat y bombarderos Caproni, que se unieron a los Junker y Messerchmidt alemanes. Indudablemente, la participación en la guerra de la fuerza aérea extranjera (los aparatos, no los pilotos en general) fue importantísima en los dos bandos, y dio lugar a terribles combates en el aire. En cambio, la eficacia bélica de las fuerzas de tierra no fue, ni mucho menos, decisiva. La llegada de las Brigadas Internacionales fue muy oportuna en el aspecto moral, pero su efectividad no respondió, ni mucho menos, a lo que de ellas se esperaba. Fue grande su valor de propaganda, sobre todo después de la guerra, cuando los escritores cantaron sus glorias. En el aspecto militar mejoraron mucho cuando se convirtieron en «Brigadas mixtas», con una mayoría de españoles en ellas. Lo mismo ocurría en el otro bando. Los italianos tuvieron algunos éxitos, participaron en la toma de Málaga, avance sobre Santander, pero siempre encuadrados en unidades españolas y, como en el caso de los rojos, muy pronto con unidades mixtas italohispanas, como los «Flechas Negras» y «Flechas Azules». La grave derrota del CTV en su pretendido ataque sobre Guadalajara, desacreditó a los italianos para el resto de la guerra. Franco les dejó hacer y no sintió militarmente el fracaso dirigido por generales italianos. En cuanto a los alemanes, como ya dije, no aportaron unidades de infantería, o sea que no participaron en los combates. Fracasado el contraataque de Seseña, los «nacionales» continuaron su avance hasta las puertas de Madrid, llegando a entrar por algunas de sus calles, pero eran fuerzas insuficientes para ocupar la gran ciudad y Franco ordenó parar la ofensiva y fortificar las posiciones alcanzadas. Hay que tener en cuenta que las Brigadas Internacionales habían llegado para la defensa de Madrid, y también las columnas anarquistas, mandadas por el famoso líder Durruti, que por cierto fue asesinado a los pocos días por algún elemento de su propio bando. Azaña insta a Largo Caballero para abandonar Madrid. No puede soportar la cercanía del enemigo; él, que nunca dio pruebas de valor, ha resuelto marcharse. Se decide la evacuación. La consigna es «Madrid será la tumba del fascismo». Es la hora de la Pasionaria y de su «No pasarán». Y se encomienda la defensa de la capital al general Miaja, asturiano, buen militar, elogiado por Franco. A esas horas Azaña estaba ya en Montserrat, con no disimulado disgusto de Companys, que no quiere ver al presidente de la República española en Cataluña. Y el Gobierno de Madrid, por fin, se va a Valencia5. En Madrid se acabó el optimismo, el entusiasmo de los primeros días de la guerra, el pueblo en armas, la eliminación de todo lo que fuera derecha, militar, católico, las

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excursiones al frente de la Sierra con la compañera de turno... En Madrid la guerra se hizo tristeza, escepticismo, angustia, desilusión, hambre... En Madrid todos fueron derrotados, vencedores y vencidos. Me limito ahora a la simple enumeración de los episodios bélicos más significativos, con algún leve comentario de vez en cuando. La batalla del Jarama, una de las más cruentas de la guerra, sin vencedores ni vencidos, con combates aéreos de gran envergadura, con pruebas de heroísmo de las dos partes (febrero 1937). La antes citada batalla de Guadalajara, demasiado lejos, 100 kms., para intentar la conquista de Madrid. Fracaso de los generales Roatta y Bergonzoli. Los «rojos» (Lister, Mera, El Campesino, Modesto...) utilizaron 86 carros rusos y 120 aviones. El general Moscardó, con la división de Soria, salvó la situación para los «nacionales». Málaga es ocupada por los ejércitos de Franco el 8 de febrero de 1937, al mando del coronel Borbón, duque de Sevilla, con colaboración italiana y de los cruceros modernísimos, recién terminados en El Ferrol, el «Canarias» y el «Baleares». Esta conquista fue recibida en la zona nacional con una ola de entusiasmo. Idéntico fervor y optimismo provocó la liberación de Oviedo por las columnas gallegas. La batalla en torno a la ciudad durante varios meses produjo 14.000 bajas del lado rojo y 2.300 del lado nacional, además de 1.000 civiles. La resistencia de los guardias civiles del capitán Cortés, larga y heroica, en el Santuario de Santa María de la Cabeza, terminó el 30 de abril de 1937 ante el ataque de enormes fuerzas de las Brigadas mixtas de los «rojos» con carros rusos. El 19 de noviembre de 1936 había muerto fusilado en Alicante José Antonio Primo de Rivera, que en el juicio se defendió a sí mismo. Desde entonces, en la zona nacional, se le llamó «El Ausente» sin acabar de reconocer su muerte. Indalecio Prieto quiso conseguir su indulto, pero no lo logró. En Barcelona en mayo de 1937, durante cinco o seis días hubo un enfrentamiento durísimo, con barricadas y ataques a la residencia de Azaña por fuerzas revolucionarias de la CNT. El presidente, con la moral hundida, pide socorro al gobierno de Valencia, que envía barcos y aviones, así como guardias de Asalto al mando del general Pozas. Logran dominar la rebelión, con muchos muertos de por medio. Es un duro golpe para la retaguardia de la zona «roja», planteándose una crisis de fondo por la que Largo Caballero, incómodo ya para Moscú, es sustituido por el doctor Juan Negrín como presidente del Gobierno, y Prieto de ministro de Defensa. Ahora, Negrín, personaje inteligente, complejísimo, político tardío, audaz, escéptico, hombre de la URSS, se convierte en el hombre fuerte, verdadero dictador de la zona roja. Es una fuerza de la naturaleza, él, que había sido un estupendo catedrático de Medicina. En la zona nacional hay otras crisis, aunque de menor calado. Algunos falangistas sevillanos y otros de Madrid, refugiados, quieren hacerse con la Jefatura al conocer la muerte de José Antonio. Quieren nombrar a Manuel Hedi11a, jefe de Santander, para sustituir al «Ausente». Elay incidentes en Salamanca. Dos muertos. Franco corta por lo sano. Hedilla es condenado a muerte y el Generalísimo le indulta. Consecuencia de

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todo ello es la unificación de todas las fuerzas políticas del Movimiento en Falange Española Tradicionalista y de las JONS; falangistas y carlistas unidos un tanto artificialmente, partido único abierto a todo el que quiera incorporarse a él. Incorporación masiva por verdadera adhesión o por precaución para evitar represalias, sobre todo en las zonas recién liberadas. El decreto unificador lo preparó y redactó Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco, antiguo diputado de la CEDA, recién llegado de la zona roja. Él será desde entonces el hombre fuerte, el definidor de la política del Nuevo Estado, a la sombra del Generalísimo. Serrano, uno de los hombres más inteligentes y con talla de estadista revelado durante la guerra, al que cortaron su brillante carrera los acontecimientos internacionales a partir de 1939, su lógica vanidad uniformada, las envidias y algunas debilidades personales, consecuencia de su prestancia y apariciones públicas en pleno éxito. La campaña del Norte, clave para la victoria final de los «nacionales» tuvo lugar después del invierno del 37. En el País Vasco, con Estatuto recién concedido en plena guerra, se formó un gobierno nacionalista con José Antonio Aguirre al frente. Por errores en la organización del Movimiento Nacional, se unió con sus huestes católicas y conservadoras al gobierno de Madrid, más filomarxista, ateo y liberticida que republicano. La república de Euskadi, término inventado por Sabino Arana, se lanzó, con estrepitoso fracaso, a la conquista de Vitoria. Con fuerzas muy inferiores, en Villarreal de Álava, el coronel Alonso Vega, del batallón de Flandes, de Vitoria, cortó esa primera y única ofensiva del gobierno vasco de Aguirre, que se había presentado en el campo de batalla, a cierta prudente distancia, con lujoso traje y a caballo. Desde entonces, en la zona nacional se le llamó «Napoleonchu». La ofensiva, mandada por Mola con las cinco Brigadas de Navarra, luego con otra más, todos dirigidos por el general Solchaga, fue derribando obstáculos desde marzo hasta junio. Las enormes montañas, el Sollube, Urquiola, Gorbea, los Inchortas, Peña Lemona, Amboto, Bizcargui, fueron cayendo sucesivamente, se cruzaron los ríos y por fin, el famoso cinturón de hierro de Bilbao, al modo de línea Maginot, de la primera guerra europea. En el ataque, el no menos famoso bombardeo de Guernica por la aviación alemana, al parecer sin conocimiento de Franco. Mucho se ha escrito, y se han inflado las cifras sobre este bombardeo, tema preferente de propaganda y perfectamente aclarado por el libro sobre este episodio del general Salas Larrazábal. Cayó el cinturón de hierro y fue conquistado Bilbao, liberándose a los miles de presos «nacionales» que habían sobrevivido a los asesinatos. Gran triunfo para los ejércitos de Franco, que contaron desde entonces con la importantísima región industrial y minera de Vizcaya. En esta provincia, el último episodio bélico tuvo lugar en Santoña, donde el resto de las tropas vascas se rindió a los italianos que avanzaban por la costa. Fácil éxito del CTV, no muy numeroso y aguerrido, en un éxito total que se debió a las Brigadas de Navarra, que desde allí quedaron ya dispuestas para ir a la conquista de Santander y Gijón. Una anécdota personal: el que esto escribe oyó decir a un general español en el frente del Norte, al ver desfilar a los italianos: «Estos “macarroni” podían volverse a su país y

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dejarnos el material».

Fracasa la ofensiva ordenada por el gobierno de Valencia sobre Huesca en la primavera de 1937. Allí muere el general húngaro Lukács; recordemos que el asesor del ejército de Euskadi, fue el general ruso Berzin, y el ataque contra Segovia, también fracasado, lo dirigió el general Walter, parece que el mejor de las Brigadas Internacionales. El 3 de junio, el general Mola, jefe del Ejército del Norte, días antes de la caída de Bilbao murió en una accidente aéreo, yendo de Burgos a Pamplona. Inmediatamente Franco le sustituyó por un general de su absoluta confianza: don Fidel Dávila, a quien sustituyó en la Junta Técnica de Burgos el general Conde de Jordana.

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La caída de Bilbao fue para los republicanos «una ver Grave error de dadera catástrofe» en palabras de Azaña, que añadía: «Irujo Franco estaba como muerto, derrumbado en un sillón». Pero los políticos «nacionales», léase Franco, cometieron un grave error, considerar enemigas a Guipúzcoa y Vizcaya, después de conquistadas, tranquilas y satisfechas, suprimiendo o limitando el uso, por cierto no muy extendido hasta entonces, de su lengua ancestral, y suprimiendo también los conciertos económicos con unos territorios españoles que habían vivido en paz y pleno desarrollo durante el reinado de Alfonso XIII, y especialmente durante la Dictadura de Primo de Rivera. A veces son medidas propias de una guerra, pero la falta de generosidad y de visión política del vencedor ha resultado fatal. *** Con más de 50.000 hombres, con sus mandos más selectos, Lister, el Campesino, Walter, Kleber, Jurado, con 150 aviones y cientos de cañones y carros de combate, se lanzó el ejército «rojo» (así se autotitulaba) a romper las líneas nacionales en el frente de Madrid. Había que compensar el grave contratiempo de Bilbao. Su choque con las tropas nacionales, que inmediatamente fueron reforzadas, dio lugar a una de las batallas más sangrientas e importantes de la guerra, la famosa batalla de Brúñete. La ofensiva progresó al principio unos kilómetros, pero no tardó en convertirse en una de las más graves derrotas de un ejército en el que el partido comunista había comprometido sus mejores fuerzas. Su desbandada hacia Madrid fue memorable. Entonces, los generales Varela, Saenz de Buruaga, Barrón, Asensio... que habían dirigido al ejército vencedor, indicaron a Franco que era el momento adecuado para atacar y entrar en la capital de España. Era el día de Santiago de 29376 pues bien, el Generalísimo, sin atender la propuesta entusiasta de sus generales, contestó de modo terminante: «A Santander». Él tenía sus planes, en su cabeza, las razones político militares de retrasar de nuevo la entrada en Madrid6. Vuelvo a recordar mi libro La larga guerra de Francisco Franco (Rialp, 1991). La ofensiva sobre Santander fue casi un paseo militar. Poco pudieron hacer los 50.000 defensores al mando del general Gamir Ulibarri. Eran más bien asturianos y algún vasco, pensando en volver a su tierra, y Santander era una provincia tradicionalmente de derechas. El 26 de agosto, los nacionales entraban en la capital de la Montaña. Apenas ha pasado un mes desde Brúñete y dos desde la liberación de Bilbao. Después, el ataque prosigue hacia Gijón, el general Aranda, que fue el defensor de Oviedo, desde León, y el general Solchaga por la costa. La ciudad asturiana cae el 21 de septiembre. La campaña del Norte puede darse por liquidada. De este modo se ha unido a la España nacional un territorio de 18.000 kms2 con más de millón y medio de habitantes. 65.000 hombres y cien batallones más que se van a reclutar, quedan disponibles para luchar en otros frentes, así como toda la aviación y la escuadra del Cantábrico, que pasará al Mediterráneo. Son días en los que Serrano Suñer, el «cuñadísimo», que, según Stanley Payne, es el único que tiene la creación del nuevo Estado en la cabeza, va pergeñando sus líneas jurídicas desde Burgos, con colaboradores como Antonio Tovar, Dionisio

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Ridruejo, Pedro Lain Entralgo, Torrente Ballester, Giménez Arnau, etc... Franco confirmaba en Sevilla que España volvía a ser una monarquía pero que el nuevo rey tenía que venir como pacificador y no ser uno de los vencedores. Palabras de enorme sentido histórico en 1975. La etapa siguiente, en la zona española que tiene de todo menos de República democrática, se puede decir que es la España del dictador Juan Negrín. Y del otro lado, Franco el «Caudillo», que no era falangista, iba forjando su régimen, que él nunca admitió que se llamara franquismo, dispuesto a responder sólo «ante Dios y la historia». Franco, emotivo y frío; impasible y cruel; sencillo e implacable... Lo que se quiera. Largo Caballero ataca a Negrín: «¿Qué van a hacer en España esos hombres como Negrín, sin escrúpulos, sin conciencia, guiados por el rencor, el odio, el espíritu de venganza... Sin escrúpulos, osado, sin ética, ése es Negrín». Lo mismo opina Besteiro. Y los tres, oficialmente, eran socialistas. Azaña no podía ver a Negrín: «No ha servido usted para ganar la guerra ni para perderla. En cuanto a su humanidad, la pongo en duda». La mujer de Negrín era rusa. Él tenía una amante, la actriz de cine Rosita Díaz Jimeno. Negrín era una fuerza de la naturaleza, gran médico, con poderoso cerebro. Llegó al poder para servir al comunismo y acabó poniendo al comunismo a su servicio. Indalecio Prieto, ministro de Defensa, organiza su ejército para atacar Teruel. Va a ser su batalla. Cuenta nada menos que con 450.000 hombres, al mando de Miaja en el Centro, y Hernández Sarabia en el Este, dos expertos generales. La batalla comienza el 15 de diciembre de 1937. Dura dos meses largos, con frío horrible, el mayor del siglo se dice. Furiosos ataques. La capital cae. Es la primera que conquistan los rojos. Crisis de moral en la zona nacional. Franco llega con varios cuerpos de Ejército, Yagüe, Aranda, Varela... Teruel es reconquistado, a lo que contribuyó la gran victoria de la caballería nacional en la batalla del Alfambra. A fines de febrero la batalla ha terminado. Los atacantes republicanos han sufrido 70.000 bajas, de ellas 17.000 prisioneros sólo en el Alfambra. Ahora el objetivo de Franco es cortar en dos la zona roja, llegando al Mediterráneo y separando a Cataluña, que quiere conservar intacta, del resto de España. Es su táctica de «bolsas» llevada al extremo. En el frente de Aragón ataca con cinco Cuerpos de Ejército, entre el Pirineo y Teruel. Esas grandes unidades se llaman Navarra, Castilla, Marruecos, CTV, Galicia, Aragón, y luego se añade el Cuerpo de Ejército del Maestrazgo. Caen muchas poblaciones: Alcañíz, Caspe, Barbatro, Fraga, Mequinenza, Gandesa, y la primera capital catalana, Lérida. También Tremp y Balaguer. La IV división de Navarra llega al mar por Vinaroz. La zona republicana queda dividida en dos. Prieto cae, torpedeado por los comunistas, por el Comisariado dirigido por el hombre de Moscú, Álvarez del Vayo, ministro de Exteriores, y por Antón, el amante de la Pasionaria. Fracasa una nueva ofensiva roja en Tremp y Sort, donde pierden 30.000 hombres. Mientras, los nacionales, ya en tierras levantinas, conquistan Morelia, Nules y Viver, quedando a 40 km de Valencia. Empieza a actuar la llamada 5a columna, es

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decir, los afectos al Movimiento Nacional que actúan como pueden desde el interior de la zona roja. *** Mientras se combate en los frentes, en Burgos se forma el primer gobierno nacional presidido por Franco, unificando lo posible en el poder las diversas fuerzas procedentes y que actúan en la zona nacional. Un gobierno claramente de derechas, católico, militar y de tendencia monárquica: tres militares, Gómez Jordana, Martínez Anido y Dávila; tres falangistas, Fernández Cuesta, González Bueno y... Serrano Suñer; un tradicionalista, el conde de Rodezno; un monárquico juanista, Sainz Rodríguez; un amigo de Franco, el ingeniero naval Suances; un independiente, el ingeniero Alfonso Peña Boeuf, y un hacendista monárquico, Amado. Los ministerios se repartieron en varias ciudades, Burgos, Valladolid, Vitoria, Santander... acertada medida, no sólo en aquellas circunstancias. Algunos detalles de aquella primera etapa de gobierno: Se publica el Fuero del Trabajo y se fija el salario mínimo interprofesional. Los militares de alto mando, aunque de tendencias diversas, son leales a Franco. Influye la ideología monárquica de Acción Española, de tipo político intelectual. No se aceptó la incorporación de donjuán de Borbón como oficial al crucero «Baleares». Don Javier de Borbón, jefe y pretendiente carlista, se entrevistó con Franco y le aseguró su apoyo, aunque con algunas reservas. Los requetés siguieron siendo una de las fuerzas selectas, entusiastas y leales del Ejército de Franco. Se restableció la Compañía de Jesús. Se crearon la Magistratura del Trabajo y el Instituto Social de la Marina. Funcionaba la Bolsa de Bilbao con mejores cotizaciones que la de Madrid antes de la guerra. Es hundido el crucero «Baleares», el mejor y más moderno de los nacionales con el «Canarias», por un destructor republicano. Eliminada la «bolsa» de Bielsa, el Ejército nacional domina los Pirineos. Queipo de Llano logra un importante avance en Extremadura, conquistando Don Benito, Villanueva de la Serena, Castuera, Medellin. Todavía se fusilaba por motivos políticos en las dos zonas: por ejemplo, el político catalán Carrasco Formiguera, por los nacionales, y el obispo de Teruel, Polanco, por los rojos. También fue ejecutado por éstos, al retirarse, el coronel Rey D’Arcourt, defensor de Teruel. La batalla del Ebro, que sería la mayor de la guerra, fue planteada por el gobierno republicano desde Barcelona para cortar la ofensiva nacional sobre Valencia. Esperan conseguir un éxito internacional y, tal vez, un armisticio en buenas condiciones. Los medios para ello fueron enormes, 27 divisiones, de ellas 25 de mando comunista, un ejército rojo por los cuatro costados para llevar a cabo un plan preparado por el general Vicente Rojo, del Estado Mayor y elogiado por Franco. El jefe de ese poderoso ejército sería el comunista Juan «Modesto» Guilloto. Importante éxito inicial de los atacantes. Posible fallo de información de los nacionales, al no haber advertido tan descomunal movimiento de masas enemigas, que cruzan el Ebro y penetran 5 km hasta Gandesa. Franco, enseguida envía refuerzos, el Cuerpo de Ejército Marroquí y varias divisiones procedentes de otros frentes; entre el

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Pirineo y Amposta. El Generalísimo dispone de medio millón de combatientes. Ahora sí, Franco está convencido de que ha llegado la ocasión de aplastar al enemigo. Durante todo agosto se combate en un verdadero infierno, algo semejante a las más duras batallas de la Guerra Mundial. La contraofensiva es de gran envergadura, desde el 30 de octubre al 18 de noviembre. Caen las sierras de Pandols y de Caballs, todas las poblaciones a orillas del río Ebro, las fortísimas posiciones rojas del Puig Caballé y la Venta de Camposines. Al final el gran ejército comunista ha sido aniquilado. Entre muertos y prisioneros ha perdido 70.000 hombres, el 75% de las Brigadas Internacionales y 217 aviones. Por allí andaban en sus filas Hemingway, Matthews, Buckley, Sheen... No lo olvidaron. *** Azaña, anulado, todavía pensaba en negociar la paz. Negrín quería continuar, en espera de que una guerra europea, que se veía venir, englobase nuestro conflicto. De momento, el Comité de No Intervención quiere evitar rupturas y patrocina la paulatina retirada de «voluntarios» extranjeros en España. Franco dirige el regreso a Italia de los de Mussolini, y los que quedan se refunden en una sola división. Las Brigadas Internacionales, salvo una pequeña parte, desfilan en Barcelona antes de marcharse. La Pasionaria les dice: «Vosotros sois la historia, sois la leyenda. No os olvidaremos nunca». Ha llegado la hora de reconquistar Cataluña, donde todavía el Gobierno dispone de 230.000 hombres. El 23 de diciembre, el Nuncio pide a Franco una tregua de Navidad, y Franco, a las pocas horas comenzaba la gran ofensiva. Él siempre fue así... Siete cuerpos de Ejército se ponen en marcha, los ya citados y dos nuevos, el de Urgel, al mando de Muñoz Grandes, y el de Cataluña, del general González Badía. Más de 300.000 hombres, bien armados, bien instruidos, perfectamente organizados, algo que podía parecer imposible entre españoles. El avance, la ocupación de ciudades y ciudades fue algo asombroso, Mora la Nueva, Reus, Valls, Vendrell, Villafranca del Panadés, Villanueva y Geltrú... La población civil recibía con alivio, a veces con entusiasmo, al ejército en su avance. Ni un mal gesto, ni un francotirador, todo buen sentido, admirable civismo de un pueblo, el catalán, harto de guerra, de penuria, de anarquistas y de comunistas, pacífico, constructivo, liberal y tradicional... Franco, después, no supo corresponder en lo político y cultural, sí en lo económico. Error de estadista, grave, muy grave error histórico. Barcelona fue ocupada el 26 de enero de 1938; el Cuerpo de Ejército Marroquí entró desde Montjuich, el de Navarra desde Tibidabo, sin resistencia. El jefe del Estado Mayor de la República, el estratega del Ebro, escribe: «Toda Cataluña ansiaba ya a Franco». La misa de campaña en la Plaza de Cataluña, fue un abrazo de todos, una felicitación compartida, un símbolo de reconciliación. Soy testigo de todo lo relatado, de todo lo anterior, desde el 30 de octubre. Unos días, unas horas inolvidables, una de las Españas frustradas de las que he hablado varias veces a lo largo de esta Historia. De Barcelona a la frontera, un paseo. 250.000 hombres del ejército «popular», con muchos heridos, mujeres y civiles, pasan la frontera francesa. Se van por temor a las

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represalias, algunos con razón, otros porque les han engañado, como reconocía el propio Azaña. Y los restos del odio y del miedo de los primeros días de la guerra. Es la hora de los tanteos de paz, de las mediaciones en pos de un armisticio. Pero en Burgos se quiere la victoria total y no se aceptan las propuestas. El 27 de febrero, Francia e Inglaterra reconocen oficialmente al Gobierno de Franco. Washington se preparaba para seguirles. Azaña, todavía Presidente de la República, se aloja en la Embajada de España en París. Le han seguido los presidentes de las repúblicas autónomas, Aguirre y Companys. Negrín, el hombre fuerte, regresa a Madrid. Todavía dispone de un gran ejército en el Centro, al mando de Miaja. Y espera miles de armas, cientos de aviones, cañones y tanques que han sido embarcados en la URSS para él, para su hombre en España. Parte de todo ese enorme envío, o no salió, o se quedó por el camino. Y la gran parte que llegó, sirvió para incrementar los parques y arsenales de Franco. Todos los episodios siguientes consisten en la lucha por hacerse con el poder en lo que queda de zona roja. Anarquistas contra comunistas; partidarios de la rendición inmediata contra los de la resistencia a ultranza; Negrín contra el Comité de Defensa que se acaba de formar con el general Casado, Julián Besteiro, el anarquista Cipriano Mera y Wenceslao Carrillo (el padre de Santiago, el famoso de Paracuellos). Los aviones se van llevando a Francia a los principales dirigentes y a sus amigos: Negrín, la Pasionaria, Uribe, ministro comunista, González Peña, el del 34 en Asturias, el general ruso Borov, Palmiro Togliatti, el general Cordón, el ministro Velao y... Rafael Alberti con su compañera María Teresa León. Los comunistas que quedan en la zona Centro no aceptan el abandonismo sin más. Quieren seguir la guerra, ejecutar a 40.000 antifascistas, entre ellos a los gubernamentales del general Casado7, partidarios de la rendición; después dinamitar la ciudad e irse a fortificar en Levante con un nuevo «cinturón de hierro». Fue una guerra civil en Madrid, dentro de la guerra grande. El comunista teniente coronel Barceló al frente de tres cuerpos de Ejército. Miaja se retira a Valencia. Casado dirige la resistencia, le ayuda el anarquista Mera con su división de Alcalá. Las calles y plazas de Madrid son el campo de batalla. Aún se conservan las huellas. Más de dos mil muertos ante la indiferencia de la población civil. Casado domina la situación. Barceló es fusilado. Él había fusilado antes a muchos más. Casado y Besteiro envían mediadores a Burgos. En el aeródromo de Gamonal se entrevistan con los representantes del mando nacional. El acuerdo con el Consejo de Defensa de Madrid es que éste acepte la rendición sin condiciones, «se entrega a la generosidad del Caudillo». Y pide la urgente liberación. Todos los jefes y comisarios comunistas embarcan en Alicante. Se pone en marcha el gigantesco aparato de guerra dispuesto por Franco, ya que Madrid no ha cumplido lo acordado en Gamonal, la entrega de los aviones. El ejército nacional avanza con 1.200.000 hombres, 30.000 oficiales, 600 aviones, sin prisas porque sabe que el enemigo se va a entregar en masa.

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El 28 de marzo las fuerzas nacionales entran en Madrid sin disparar un tiro, toda la ciudad se cubre de colgaduras rojo y gualda. Los soldados «nacionales» relevan en orden y con mutua cortesía a los soldados «rojos» de la guardia de Palacio. Como decía un famoso chotis, «los facciosos han pasado». En los regímenes autoritarios, cuando cae la capital, todo el edificio se derrumba. La España bajo el poder marxista era una tiranía insoportable y al mismo tiempo una anarquía descompuesta. Por eso, desde el primer día, habiendo dispuesto de todo, había ido perdiendo la guerra. A Madrid le siguen toda Castilla la Nueva, Jaén, Valencia, Cartagena, Murcia, Almería. En Burgos, Franco recibe un telegrama del Papa Pío XII: «Elevando nuestra alma hacia Dios, Nos le agradecemos sinceramente con Vuestra Excelencia, por la Victoria de la España Católica». Y por primera vez Franco firma personalmente el último parte de guerra: «En el día de hoy...». 1 En Granada se dio el triste e indignante asesinato, en muy confusas circunstancias, del gran poeta García Lorca. Fue esa muerte una de las lacras del Alzamiento y magnífica arma de propaganda de sus enemigos. 2 O «facciosos». 3 Entre otras a mi libro La larga guerra de Francisco Franco (Rialp, Madrid, 1991). 4 Franco dispuso aquellos días de un pequeño equipo de consejeros políticos: su hermano Nicolás, el diplomático José Antonio Sangróniz, y un curioso y misterioso personaje de gran confianza, el jurídico militar y notario, señor Martínez Fusset. 5 Sobre todo los temas relacionados con la guerra, en concreto con la defensa y conquista de Madrid, vuelvo a recomendar mi obra La larga guerra de Francisco Francoy el vol. II de De Carlos la Juan Carlos I. 6 El ejército rojo perdió en la batalla de Brúñete 25.000 hombres y más de cien aviones. Las pérdidas de los nacionales no llegaron a la mitad. 7 Padre del famoso actor Femando Rey, es decir, Fernando Casado.

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XXXVII LA ERA DE FRANCO

PRIMERA PARTE Salvador de Madariaga, maestro del equilibrio y de la ecuanimidad, republicano y liberal, resumía así el resultado de la guerra: «La zona de la República era una turba de tribus mal avenidas. La verdadera causa de la derrota de la revolución fue la propia revolución». Las razones de la victoria de un bando estaban ya implícitas el 18 de julio de 1936. ¡Qué gran ocasión de unidad, de arranque juvenil, de empresa de futuro el l2 de abril de 1939! ¿O es que íbamos a volver de nuevo a las Españas frustradas? No es fácil resumir en unas pocas páginas un período de treinta y seis años tan plagado de acontecimientos, de problemas, de personalidades, tanto en el interior de España como en sus relaciones internacionales. Si comparamos con el teatro, se trata de una obra en un largo acto sin interrupción en la que el productor, el director, el autor y el actor son la misma persona, con multitud de actores secundarios. Cuando Franco firma el último parte de guerra en Burgos, puede decirse que nunca un político estuvo más solo y más acompañado. La responsabilidad es inmensa, pero ya lo ha decidido, toda es suya, como todo el poder es suyo. Él lo considera su misión histórica, patriótica, providencial; para unos, un acto de soberbia inmoderada, y para otros y para él un simple acto de servicio. Sólo con estas premisas podrá comprenderse una personalidad compleja como la suya, simple a la vez, un hombre ante el que no cabe la indiferencia, adorado y odiado, un singular e irrepetible protagonista de la Historia de España en el siglo XX. En abril del 39, Franco es plenamente Jefe del Estado reconocido por todos los países del mundo, salvo la URSS y Méjico, dignos de mención. A partir de entonces, en la terminología de la época, se pasa del Tercer Año Triunfal al Año de la Victoria. cómo era Franco El bagaje intelectual de Franco al empezar la guerra en el 36 era muy elemental: hombre de derechas, conservador, populista, católico, colaborador de Gil Robles, amante de las virtudes militares, gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, que fue su padrino de boda... Durante la República, cauteloso, retraído, preocupado por España.

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Desde octubre del 34 ha reafirmado su antimarxismo, y de sus tiempos de África le viene su obsesión antimasónica, históricamente justificada. El sociólogo Juan Linz, le califica de «autoritario, no fascista». Y él nunca quiso que a su régimen se le llamara «franquismo», término acuñado y usado por sus enemigos. Franco conoce sus limitaciones, pero tiene «el mando», palabra obsesiva, esencial para un general, vencedor además. Por eso, para él es clave la unidad del Ejército, que en 1939 cuenta con una enorme y entusiasta oficialidad joven, en gran parte procedente de los alféreces y sargentos provisionales de la guerra. Ya desde el 30 de enero de 1938, Franco ha dictado, por sí y para sí la llamada «Ley de Prerrogativas», vigente hasta 1969. Por ella prescinde para gobernar de Parlamentos y acuerdos ministeriales. Él manda y dispone. Además puede designar sucesor. Creo que eso se puede llamar Dictadura. En abril de 1939 el país está deshecho, mucho más la zona roja, destrozada por ellos mismos más que por la guerra. Desastrosas comunicaciones, tremenda escasez de viviendas en la zona «liberada», pocos barcos, viejos y averiados, la cabaña nacional aniquilada en media España, igualmente las cosechas (¿quién cultivaba el campo entre los «rojos» o criaba ganado?), los puertos inutilizados... Se partía casi de cero o de bajo cero. Por desgracia la política de depuración de responsabilidades de guerra no va a contribuir a la concordia. En todo caso, hay que ponerse en aquellas circunstancias y figurarse lo que habría pasado de ser los otros los vencedores... Pero Franco muchas veces se siente más allá del bien y del mal. A ello contribuyen las masas que le aclaman en todos los pueblos y ciudades que se lanza a recorrer sin descanso, sobre todo los de la zona «liberada». Es el clima del gran desfile de la Victoria, en Madrid, el 19 de mayo de 1939 Un ejército de 120.000 hombres en plena forma, bien uniformados y armados, juvenil y poderoso, desfila ante su jefe supremo. Y es sólo la novena parte de las Fuerzas Armadas que jamás España tuvo. Se comprende el orgullo militar y patriótico de Franco, con su flamante Laureada que le impone en el desfile el bilaureado general Varela. Y el Generalísimo se permite no dejar que le acompañen en la gigantesca demostración de Madrid ni el mariscal Goering, de Alemania, ni el Conde Ciano, de Italia, que se lo habían pedido. La victoria había sido sólo española, las ayudas sólo eran un factor equivalente en los dos bandos. Es muy importante y está muy poco estudiada la etapa que va del fin de la guerra en España, al comienzo de la guerra mundial, cuatro meses decisivos, en los que las relaciones exteriores de nuestro país funcionan sin problemas y empezamos a recuperarnos del pasado. Un enorme lastre, los 250.000 prisioneros que continúan en las tierras españolas en campos de concentración. Se les fue soltando, pero tal vez con demasiada calma... Han pasado tantas cosas en la retaguardia enemiga, hay tanto odio todavía latente... Franco desconfía de todos, aun de sus propias fi las, en especial de los posibles excesos totalitarios de algunos sectores de Falange, y de las precipitaciones monárquicoliberales de algunos de sus colaboradores de Burgos.

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El «Caudillo» sigue incluyendo en sus gobiernos a personalidades de todo el abanico de la derecha, y muestra una especial predilección, que creo que soy uno de los primeros en señalar, por los militares jurídicos de las distintas armas y por los políticos que han sido oficiales durante la guerra. Por ejemplo, Blas Pérez, Fernández Cuesta, Valladares, Garicano Goñi, Suances, Acedo Colunga, Trillo Figueroa, Alarcón de la Lastra, Vigón, Planell, Ruiz Giménez, López Bravo, Ullastres, Oriol, Girón, Solís, Valencia Remón... Y sólo dos hombres llegaron a compartir, en inferior escala, el poder con Franco en dos etapas completamente distintas, aunque con una lejana y soterrada rivalidad: Serrano Suñer y Carrero Blanco, cuyas muy interesantes personalidades no puedo detenerme a analizar aquí, si bien volverán a aparecer en diversos episodios de esta historia. *** Nada podía convenirle menos a España en septiembre de 1939 que una guerra general en Europa. Ya hemos tratado de la ayuda que prestaron a Franco, nada generosamente, Italia y Alemania, así como la amistad de Portugal por el Pacto Ibérico que firmó con Oliveira Salazar. Poco se ha hablado de la importante ayuda que recibió de las democracias occidentales, en especial de las anglosajonas, en carburantes, vehículos y medios de pago, al principio con don Juan March como valedor. Así que Franco no tenía obligaciones taxativas al comenzar la guerra mundial, y podía jugar a la neutralidad. Además, lo esencial era no interrumpir la reconstrucción. Añádase que en España había aliadófilos y germanófilos, como en la guerra de 1914, y ambos sectores, con personalidades muy influyentes. Franco no se conforma con proclamar esa neutralidad. Hace un llamamiento dramático y sensato en favor de la paz, como hace el Papa. Él, lo que quiere es restañar nuestras heridas. Esta etapa de contactos, negociaciones, gestio nes diplomáticas es llevada con acierto y prudencia por un valioso equipo desde el Ministerio de Asuntos Exteriores, que dirige el coronel Beigbeder, africanista y del Estado Mayor, con el director general José María Doussinague, diplomático, y varios embajadores, entre ellos el duque de Alba en Londres. En mayo de 1940 llega a España el embajador británico sir Samuel Hoare, luego lord Templewood. Su misión es contrarrestar la presión alemana para que entremos en la guerra de su lado. España ayuda a los combatientes franceses que van a unirse en Argel al general De Gaulle. A cambio obtenemos de los aliados los «navicerts» para recibir barcos con víveres. Mientras, las famosas «panzerdivisionen» germanas se sitúan, amenazadoras y benévolas a la vez, en la frontera de los Pirineos. El «Daily Telegraph»: «El pueblo español pone en el general Franco su confianza y, suceda lo que suceda, España no será arrastrada a la guerra» (1261940). El mismo día que los alemanes entran en París, tropas españolas entran en Tánger para preservar la neutralidad de esta zona internacional. Con esto y ante el incontenible éxito alemán en Europa, se despiertan ciertas ambiciones imperialistas en algunos sectores de la derecha española. Las alienta el periódico «Informaciones», supergermanófilo, de Víctor de la Serna, y el libro Reivindicaciones de España, de Fernando Ma Castiella y

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José María Areilza. Reclaman todo, Gibraltar, muy justo. Orán, Argel, Marruecos, todo, Túnez, hasta la Cochinchina. No es broma. Con dificultades se mantiene un ten con ten con Alemania. Serrano Suñer va a Berlín a ver a Hitler, Himmler viene a Madrid, el Duce presiona. Churchill habla en los Comunes: «Esperamos ver ocupar a España el lugar que le corresponde, como potencia mediterránea y como principal y destacado miembro de Europa y de la Cristiandad». Es el momento de la famosa entrevista de Hendaya, el 23 de agosto de 1940. Hay multitud de versiones sobre ella. La presión de Hitler, con su «operación Fénix» ya preparada para conquistar, y devolvernos Gibraltar, a cambio de nuestra entrada en la guerra. Las enormes exigencias de Franco para parar el golpe (90 baterías pesadas, 400 antiaéreas, 16.000 vagones, 180 locomotoras, 15.000 camiones, 8.000 tanques y carros de combate, un millón de toneladas de trigo...). Consecuencia, Hitler sale defraudado y furioso del encuentro: «Preferiría arrancarme los dientes, uno a uno, antes que tener que volver a negociar con Franco». España no entra en la guerra. No querría caer en los futuribles: ¿qué habría ocurrido si España entra en una contienda mundial en la que todavía no habían entrado ni los Estados Unidos ni Rusia, Hitler dominaba el continente e Inglaterra estaba sola y bombardeada en sus islas? Franco, aun después de entrevistarse con Mussolini en Bordighera, no se dejó llevar por esos «futuribles». Siempre fue un hombre de poca imaginación. Lo más que hizo fue enviar a la División Azul contra los soviets, una unidad militar, casi todos voluntarios, que luchó heroicamente en tierras rusas; para Franco era su única guerra, que consideraba como una secuela de la del 36 al 39. «¡Rusia es culpable!», proclamó Serrano Suñer, animando a los jóvenes divisionarios, que con enorme valor cubrieron este importante flanco contra el marxismo y evitaban la entrada de España en la guerra general1. Más tarde el ataque japonés a Pearl Harbour provocaba la entrada de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial. El l2 de abril de 1941, se pone en libertad en España a 40.000 prisioneros de la pasada contienda. Hay como una tendencia oficial a desprender el régimen de etiquetas pronazis. Franco siempre dudó de la victoria final alemana, pero todavía... Frente a ciertos exaltados pronacionalsocialistas como Dionisio Ridruejo, Tovar, Giménez Arnau... (algunos superdemócratas, años después), cerca de El Pardo, el coronel Galarza, Carrero y en especial el misterioso e inteligente Martínez Fusset, marcaban una línea moderada, derechista y con matices proaliados. Los ingleses, muy prácticos, conceden a Franco un crédito muy importante, y los argenti nos nos envían toneladas y toneladas de trigo y carne, algo esencial, porque España pasaba por una grave falta de alimentos. Franco también decide retirar la División Azul, que ha cumplido su importante misión política a costa de 4.000 muertos.

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Llega a España el embajador norteamericano Carlton M. Hayes, profesor y católico. Informa tan favorablemente, que Eisenhower proclama: «La benévola neutralidad de España representa una verdadera complicidad». Nos visita el cardenal Spellmann, arzobispo de Nueva York, que declara a la revista «Collier’s»: «Franco es un hombre extraordinariamente honrado, serio e inteligente. Es un hombre dedicado a su Dios y al bienestar de su país, dispuesto a sacrificarse él mismo por España». El incidente ocurrido en Begoña en agosto del 42 fue desorbitado por razones políticas. Una misa por los caídos: preside el general Varela, ministro del Ejército; a la salida hay choques entre los asistentes, carlistas, y un pequeño grupo de falangistas. Hubo varios heridos, no muertos, como dijo cierta propaganda. Un tribunal militar condenó a muerte al falangista considerado responsable. Resultado: Franco destituyó al ministro de la Guerra, Varela, al de la Gobernación, Galarza, y al de Asuntos Exteriores, cabeza del falangismo, Serrano Suñer. El Caudillo debía tener ya previsto algo de todo eso. Y no se andaba con chiquitas. A Galarza le sustituye Blas Pérez, que será ministro de la Gobernación durante catorce años, y a Serrano le reemplaza el conde de Jordana, lo que supone una orientación más aliadófila en política exterior, teniendo en cuenta que con un ministro o con otro, es Franco quien la dicta, adaptándose a las circunstancias. El almirante Doenitz y el general jefe del Estado Mayor alemán proponen de nuevo a Hitler la invasión de España, nueva amenaza con las operaciones «Gisela» e «liona». Roosevelt, de otro lado, asegura nuestra neutralidad: «Querido general Franco. España no tiene nada que temer de las Naciones Unidas». Churchill y Edén nos dicen que España, después de la guerra, será una gran potencia mediterránea. Por esos días don Juan de Borbón lanza su primer Manifiesto, muy moderado (111142). El embajador alemán Moltke presenta un ultimátum a Franco, que antes de responder a la gravísima amenaza, pasa la noche en oración. A la mañana siguiente, Moltke ha muerto y en el entierro se le rinden grandes honores. El mariscal Kesselring presiona más a Hitler para invadirnos, y la Marina le apoya. La respuesta del Führer nos honra: «Es una propuesta que no merece discutirse, pues son los únicos latinos valientes y formarían guerrillas en nuestra retaguardia». No tardan los aliados en desembarcar en Sicilia (julio 1943). Mussolini es depuesto y la guerra se va precipitando hasta el desembarco de Normandía. El gran juego no tardará a jugase entre siglas: EE.UU y URSS. Esta última va a poner en la mesa todos los medios para vengarse de Franco, que la había vencido en todos los terrenos. Llegan momentos difíciles para el Generalísimo, lo que Max Gallo llama «la noche negra del franquismo». Pero Franco tuvo a su lado a la mayor parte del pueblo español. *** La guerra se va decantando en favor de los aliados. Es natural que sus partidarios empiecen a manifestarse en España. De una parte, el «franquismo» moderado, partidario de una restauración monárquica en la persona del Conde de Barcelona. De otra, la izquierda, sobre todo la comunista, muy crecida por los éxitos militares de la

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URSS y del maquis que actúa en Francia. Sus emisoras de radio no paran en una intensa campaña de propaganda. Algunos generales, «los grandes» de la guerra, le escriben a Franco. Le aconsejan que no tarde en restaurar la monarquía. El generalísimo no castiga ni advierte a los firmantes: les escribe uno a uno y les da altos cargos en el Ejército. En África, a ese estilo de Franco, los moros le llamaban «saber manera». Las relaciones entre el Caudillo y donjuán son cada día más tirantes. El hijo de Alfonso XIII cree que su momento ha llegado y que el general, con la próxima victoria aliada, está ya fuera de juego. Él, el titular de los derechos a la Corona, es la única solución para que España entre en el concierto del nuevo orden aliado que vendrá al acabar la guerra, y también la garantía de que nunca volverá el comunismo. Franco le escribe: «Vuestra Alteza, con desconocimiento absoluto... emite juicios erróneos con daño para España y regocijo de sus enemigos... Sería el rey efímero de una monarquía al estilo griego, y no el legítimo soberano querido por toda la nación». Los dos personajes era diametralmente opuestos en formación, influencias, ambiente y visión de las cosas de España y del mundo. Y, sin embargo, los dos, grandes patriotas. El nuevo Manifiesto de donjuán (19 de marzo de 1945) supone una ruptura total, pero sus ideas, mantenidas casi inalterables, iban a ser el santo y seña de la política española desde 1975, llevadas a la práctica por el nuevo rey de España designado por Francisco Franco, formidable paradoja histórica, me atrevo a decir que positiva...2 «La hora de la venganza ha sonado. Nuestra venganza es ciega», amenazaba el líder comunista Ilya Ehrenburg, mientras Franco seguía en El Pardo imperturbable, y daban claras pruebas de estar a su lado los más notables e importantes monárquicos, Goicoechea, los condes de Romanones y de Vallellano, Vigón, Benjumea, Pemán, Oriol y los carlistas, Esteban Bilbao, Rodezno, J. J. Pradera, Iturmendi, Oreja Elósegui... La tal venganza comunista adquiere forma con la penetración por el valle de Arán de 4.000 hombres armados. Fracasan en su intento de llegar a Viella y Tremp. La primera en rechazarles es la población civil de la zona. La mayor parte de los invasores fueron muertos o hechos prisioneros por las fuerzas del general Moscardó. Algunos infiltrados se convirtieron en los famosos maquis, famosos más por sus fechorías que por sus hazañas. Dispersos por terrenos abruptos de todo el país, poco numerosos, termi naron convirtiéndose en auténtico bandolerismo. Acabaron desmoralizados y denunciándose unos a otros. Según la Historia de España de Tuñón de Lara, sufrieron 1.317 muertos, 1.592 prisioneros y 404 entregados. Acabaron con ellos las fuerzas de la Guardia Civil y de la Policía; no hizo falta el ejército. Lo que es cierto es que la única oposición activa y continuada al régimen fue la de los comunistas. Sobre ello se han hartado de escribir memorias y novelas, los Krivitsky, Enrique Delgado, Jesús Hernández, Lister, el Campesino, Claudín, Semprún, y la serie de cineastas que parece que quieren dar la vuelta a la verdad de la guerra de España y convertir en héroes y vencedores a los derrotados. Por lo visto es más rentable.

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Los republicanos en el exilio formaron nuevo gobierno presidido por José Giral. Sólo logró el reconocimiento continuado de Méjico. Prieto y Tarradellas se negaron a formar parte de él. Sin embargo, la formidable propaganda acabó logrando un importante objetivo: presentar a Franco como unido a los derrotados Hitler y Mussolini, y por ello, el aislamiento oficial de su régimen por la recién creada O.N.U. a petición del ministro comunista polaco Oscar Lange. Eran todavía días de idilio entre los aliados y la URSS (1741946). Stalin consigue en Postdam que Truman (EEUU) y Atlee (Gran Bretaña) aíslen a España. Francia también cierra nuestra frontera. En diciembre de 1946, quedamos fuera de todos los organismos internacionales. La respuesta española fue la formidable manifestación de apoyo a Franco en la plaza de Oriente (91246). En 1942 se habían creado las Cortes Españolas. Les pasó lo que a la Asamblea Nacional de Primo de Rivera. Quisieron ser un ejemplo de democracia orgánica, pero su representatividad estaba demasiado controlada. Era conocida la alergia de Franco a los partidos políticos. A sus Cortes les faltó autenticidad y sinceridad, aun dentro del sistema orgánico. La ruptura a la desaparición de Franco de la escena iba a ser inevitable, en un mundo occidental que se había puesto la democracia parlamentaria y de partidos como indispensable bandera política. Lo mismo ocurriría con el bienintencionado Fuero de los Españoles de 1945. Nuevo cambio de gobierno: se incorporan tres generales monárquicos, Dávila, González Gallarza y Fernández Ladreda. Franco quiere reafirmar que el futuro de España es la monarquía de los Borbones. También entra en el gobierno la democracia cristiana, con el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo. La idea de esta tendencia es ir abriéndonos puertas y estableciendo contactos, y superar así la condena de la O.N.U. Martín Artajo cumple a la perfección su papel, con un eficacísimo equipo de diplomáticos a sus órdenes. En especial proyecta su acción hacia América, del Norte al Sur. Y, naturalmente, al Vaticano. Las cosas van a ir cambiando. La URSS empieza a ser una peligrosa amenaza para Occidente. Churchill lo proclama ante Truman en Fulton: «Un telón de acero se abate sobre Europa». *** En 1947 se celebra el referéndum para la sucesión en la Jefatura del Estado. España es definida como una monarquía, católica, social y representativa. Franco tendrá el poder vitalicio y podrá nombrar sucesor. Una Instauración, no la vuelta a la Monarquía de 1931. La votación favorable alcanzó casi el 80 por ciento. Claro que la propaganda fue totalmente a favor y no hubo en contra... El Encargado de Negocios de EE.UU., Paul T. Cultberson, establecía su primer contacto con Franco en la recepción anual de La Granja el 18 de julio de 1947. Sus informes fueron favorables. En contra estaba el «lobby» de Washington, donde el Secretario de Estado, Dean Acheson, estaba rodeado de antiguos de la Brigada Lincoln, que habían combatido en España, y de su asesor Durán «el Porcelana», rojo español cuyo seudónimo delata sus aficiones. Sin embargo, se imponen los militares americanos y el Congreso vota un importante crédito a España, 62,5 millones de dólares. Francia

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abre la frontera en febrero del 48. En noviembre del 50 se deroga la condena de la O.N.U. y España puede ya ingresar en los organismos internacionales. Además, llega un nuevo crédito norteamericano como de 100 millones de dólares. El 19 de julio de 1951, nuevo cambio de gobierno. Franco sigue moviendo sus peones sin cambiar su política de reconstrucción nacional, en un clima cada día con más libertades, salvo en política ya que sigue la alergia a los partidos, aunque dentro del Movimiento existen muy marcadas tendencias divergentes, que coinciden sólo en seguir al Jefe del Estado y del Gobierno3. Franco se reúne, con sorpresa de sus ministros, con el Conde de Barcelona, en el Azor» en aguas de San Sebastián, acordando que los hijos varones de donjuán se eduquen en España, importantísimo acuerdo cara al futuro. Dentro del país continúa una eficaz tarea de tipo económico, social, cultural y constructivo, en la línea carlotercista y primorriverista pero mucho más avanzada e intensa, de acuerdo con los tiempos. La lista de obras nuevas, mejoras y creaciones sería interminable. Basten algunas muestras: Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Universidades e Institutos Laborales. Numerosos embalses, pantanos, canales y toda clase de riegos y obras hidraúlicas. Fabricación de los mayores petroleros y «containers» del mundo. Escuelas de Formación Profesional. Multitud de Cursos Internacionales para Extranjeros. Colegios Mayores y Menores. Creación de Institutos y Lectorados de español en el mundo. Organización Nacional de Ciegos (ONCE). Orquesta Nacional de España. Tren articulado Talgo. Grandes hospitales en muchas ciudades. Enorme desarrollo del deporte con grandes triunfos internacionales. Concentraciones parcelarias, repoblaciones forestales, colonización de zonas... Planes con construcción de poblaciones y mejoras agrícolas y ganaderas (Planes Jaén y Badajoz, etc.) Construcción de miles de escuelas con gran descenso del analfabetismo. Fábricas de automóviles y motocicletas. Creación del Instituto Nacional de Industria. Creación de la Compañía «Iberia» de Aviación. Creación del Instituto de Cultura Hispánica. Creación del Instituto de Estudios Políticos. Aumento extraordinario del Turismo y puesta en marcha de Paradores. Creación y planes de nuevas autopistas, autovías... Grandes exposiciones en España y en el extranjero. Grandes éxitos y protección al cine nacional, etc. etc. etc...

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En 1953 se firman el Concordato con la Santa Sede y el Convenio con los Estados Unidos. En el primero se reconocen a España antiguos privilegios históricos, antes reservados para la Corona. La reafirmación del catolicismo del régimen tenía lugar en el Congreso Eucarístico Internacional celebrado con gran éxito y solemnidad en Barcelona en 1952. No obstante, en algunos seminarios y centros religiosos actuaban pequeños grupos antirégimen, unos de carácter social, HOAC y JOC. Había incluso infiltraciones marxistas, y otras de clara tendencia separatista, algo en Cataluña y mucho en el País Vasco, donde esos centros eran auténticos viveros de futuros «batasuneros» y etarras. En el convenio con los Estados Unidos, se autorizaba la construcción y utilización conjunta en nuestro territorio de bases militares y navales bajo mando español, Rota, Morón, Torrejón... Así nos incorporábamos a la defensa común occidental frente a amenazas exteriores, en especial de la URSS y sus satélites. Las críticas de la izquierda nacional y extranjera fueron fortísimas. La convocatoria de elecciones municipales en Madrid, tema político en principio de poca importancia, creó un falso problema al «establishment» del régimen. Se presentó una inocua candidatura monárquica (Fanjul, Lúea de Tena, Satrústegui, Calvo Sotelo...), casi los nombres fundacionales del Movimiento del 18 de julio, y la Secretaría General de FET y de las JONS se asustó, forzó las cosas y la propaganda y hubo un discreto «pucherazo». Fracasó, pues, el intento de democratización municipal (1954). Se movían los grupos intelectuales de izquierda en alguna universidad, con ayuda de los periodistas franceses, por ejemplo Tierno Galván, Morodo... con el periodista galo, un intrigante de tercera llamado Nováis. Y los monárquicos seguidores de don Juan, el Gil Robles que tanto apoyó a Franco durante la República, Sainz Rodríguez, ministro de Educación en Burgos, Vegas Latapie, legionario voluntario en la guerra... conspiraban en contacto con Estoril y en plena libertad de acción. Es curioso, pero en esta Dictadura, como en la anterior de Primo de Rivera, florecía la actividad cultural y artística. Por una parte seguían en activo, aunque ya en sus últimos años, por su edad, Ortega y Gasset, Baroja, Marañón, Aleixandre, Menéndez Pidal... en Madrid, no en el exilio. Y aparecían nombres como Cela, Gala, Marsillach, Fernán Gómez, Umbral, Saura, Tapies, Chillida, Guinovart, etc. etc. En 1956 se produce la independencia de Marruecos en la que seguimos a remolque de Francia, reconociendo al sultán Mohamed V, que viene y firma con Franco la «Declaración de Madrid». Por varios años mantuvimos una buena relación... Poco más tarde, en 1957, hay nuevo gobierno. Cesa Martín Artajo, que había realizado una gran labor, y le sustituye otro hombre de la cristianodemocracia pero vinculado a Falange, Fernando Ma Castiella. Franco lleva a Gobernación a su íntimo amigo, el enérgico y elemental don Camilo Alonso Vega, general que durante años ha dirigido con acierto la Guardia Civil y eliminado a los maquis. En Ejército entra el General monárquico don Antonio Barroso, que fue el jefe de Operaciones del Cuartel General de Franco durante la guerra. Y aparecen en el gobierno los llamados

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«tecnócratas», personajes ajenos a las formaciones que hasta entonces han integrado el régimen, reclutados en función de su competencia profesional. Se trata de Laureano López Rodó, Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio, García Moneó, López Bravo... Ellos son los artífices de un nuevo rumbo político y del exitoso Plan de Desarrollo. Algunos de ellos son miembros del Opus Dei. Un hombre extraño empieza a despuntar, Fernando Herrero Tejedor, que tras un clásico recorrido de cargos, influirá un poco o un mucho con todos, y llegará a ministro Secretario General del Movimiento. Son también los días en que surgen al público Carlos Arias Navarro, director general de Seguridad, y Manuel Fraga Iribarne, Delegado de Asociaciones del Movimiento. Además, con su labia andaluza y su proverbial simpatía, el camarada José Solis Ruiz. En cambio, desaparece por el momento de la circulación el inefable Joaquín Ruiz Jiménez, apto para todos los puestos y regímenes diversos. En 1959 se inaugura un monumento de grandiosidad faraónica, el Valle de los Caídos. Se llevan allí a enterrar los restos de miles de caídos de los dos bandos durante la guerra, y en lugar central, el cadáver de José Antonio Primo de Rivera, traído a hombros desde Alicante, donde fue fusilado tras un juicio, pantomima añadida. Y allí elige Franco, al lado del altar mayor, su última morada. No hay duda que hay en todo ello una influencia escurialense, tan cerca el Valle del Monasterio del rey Felipe y de todos sus descendientes, salvo Felipe V y Fernando VI. En el otro campo, los socialistas dan señales de vida desde Toulouse, donde el viejo dirigente Rodolfo Llopis pronto va a ser superado por jóvenes valores del interior, no del exilio. Las huelgas comienzan a ser algo frecuentes, y los estudiantes, bien aleccionados, se agitan. En cambio, el mundo obrero permanece tranquilo; ha conseguido importantes mejoras, un standard de vida muy superior al que tenía en tiempo de la República, y se ha ido creando una nueva clase media, modesta pero acomodada, que ya no es el proletariado «humillado y ofendido» de antaño. En gran parte gracias a la labor social en el Ministerio de Trabajo de José Antonio Girón de Velasco. En fin, en este período, Franco se da la satisfacción de recibir en Madrid al Presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower, el gran superviviente vencedor de la II Guerra Mundial, máxima figura del mundo libre. Se viven horas de amistad entre dos compañeros de armas. Madrid se vuelca con entusiasmo en el recibimiento. Pocos años después, Franco recibiría al general De Gaulle en el Palacio del Pardo. Caso excepcional en el que creo que nadie ha reparado: Franco es la única persona en el mundo que ha conversado, sentados a la mesa, de tú a tú, con Hitler, con Mussolini, con Eisenhower y con De Gaulle. Gustará o no gustará, pero es ya historia. *** SEGUNDA PARTE Los «XXV Años de Paz», en 1961, se celebraron con solemnidad, con múltiples inauguraciones y con una renovada fe oficial en torno a Franco. Todo eso es cierto, pero igualmente se pudo apreciar cierta frialdad, no había tal vez el mismo fervor entusiasta

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de días pasados. ¿Un cierto aburrimiento? Da la impresión de que los españoles necesitamos los hechos gloriosos o las grandes catástrofes para vivirlos intensamente. O, como decía Mussolini, los regímenes dictatoriales necesitan «fare da se molta spettazzione», o también, como él mismo decía: «viviré pericolosamente». Todo iba bastante bien y la presión exterior se había suavizado mucho. Una herida en la mano de Franco, en una cacería, asusta a sus más próximos, pero no trasciende y prueba que si desaparece el jefe máximo, aquello se queda en nada, políticamente, no por la obra realizada. En 1962 se reúnen en Munich liberales y demócratas españoles de diversas tendencias. La iniciativa es de Salvador de Madariaga. Con él, Gil Robles, el socialista Llopis, el separatista Irujo, juanistas como Satrústegui, falangistas rebotados como Ridruejo y algunos desconocidos procedentes de España y más bien del «franquismo», pero que creen que los aliados impondrán la democracia. Sus deseos les hacen ver ya a Franco en su Valle de los Caídos. En El Pardo la reunión preocupa. Se la llama «el contubernio de Munich». El régimen tiene una dialéctica bastante pobre y un reconocimiento más pobre todavía de la realidad europea. Hay como un cierto miedo al aire libre, y no hay razón para ello, porque los contactos personales y oficiales con el exterior mejoran de día en día y son positivos. Nueva crisis, simple relevo se le llama y es la realidad, porque con Franco vivo no hay crisis, y desaparecido Franco, el sistema se acaba. Muñoz Grandes es nombrado vicepresidente del Gobierno, el primero desde el conde de Jordana en 1938. Aparece «el fenómeno Fraga» en el Ministerio de Información y Turismo, y el joven brillante del Opus Dei, Gregorio López Bravo, primero en Industria, después en Asuntos Exteriores. Otro nuevo demócrata cristiano, Federico Silva, y un íntimo de Franco, el almirante Nieto Antúnez en Marina. Nieto, un politicón nato, es el polo opuesto de Carrero Blanco, los dos almirantes unidos y separados por una poco cordial rivalidad. Y cobra gran influencia Laureano López Rodó, ministro del Plan de Desarrollo y muy cercano al Príncipe donjuán Carlos. Él eligió a varios ministros de ese gabinete y del siguiente. En noviembre de 1963 entra en España clandestinamente un miembro importante del Comité Central del Partido Comunista, Julián Grimau, para dirigir la subversión interior. Es detenido. Juzgado en un Tribunal Militar, se le acusa de ejecuciones y torturas en las checas durante la guerra del 36 al 39. Condena a muerte y nueva gran campaña de las Internacionales de izquierda y de los seudoliberales, como en los tiempos de Ferrer Guardia. Participan desde Kruschev hasta algunos bondadosos cardenales, pero Grimau es ejecutado. Para muchos es una nota negra en un régimen que con los nuevos ministros se va liberalizando. En cualquier país de Europa, en un caso como el de Grimau, se habría hecho lo mismo. Francia, con los colaboracionistas, es un claro ejemplo. En 1966 Franco propone al país la aprobación de la Ley Orgánica del Estado, a modo de Constitución otorgada. 66 artículos con 15.000 palabras, tal vez demasiado. Fernández de la Mora la considera la más original, moderna y rea

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lista de nuestra historia constitucional. Se exageraron los «síes» en el referéndum, entre el 90 y el 95 por ciento, pero sin trampa alguna, el sí habría ganado también y sobradamente. El pueblo votó masivamente, de forma voluntaria, con ansias y esperanzas de paz y de bienestar, y con bastante agradecimiento por habernos librado de la Guerra mundial y por el progreso conseguido. Con perspectiva suficiente, debo decir que aquella Constitución, tan «sui géneris», era excesivamente casuística y utópica, posible y válida con Franco. Sin él, papel mojado. Lo cierto es que Franco se engañaba a sí mismo. En una larga conversación con él pude apreciar que creía en su obra de futuro, al menos en las alturas de 19664. El éxito innegable del Referéndum fue mal aprovechado políticamente y después desvirtuado. Faltó sinceridad y capacidad de captación... Pero ya he advertido al joven lector que no quiero opinar sobre el presente y hacer previsiones de futuro. Algo dejaré para el Epílogo de esta historia. Lo que no quiere decir, como habréis notado, que oculte mis opiniones y comentarios sobre el pasado, es decir lo que ha venido siendo nuestra historia hasta 1975, año en que detendré este relato. En octubre de 1967 cesa el general Muñoz Grandes por auténticos motivos de salud y le sustituye en la Vicepresidencia el almirante Carrero Blanco. El régimen envejece políticamente con su fundador. La situación económica ha mejorado sensiblemente, el nivel de vida ha subido de modo notable, el paro empieza a subir y también, no mucho, los precios; aumenta la productividad, la industria alcanza niveles sin precedentes y el aumento del turismo es formidable; también el comercio exterior y las obras públicas. Sin embargo, empieza la emigración de mano de obra a Europa. El informe de la OCDE sobre España no puede ser más positivo. En tales circunstancias, la repercusión del famoso mayo francés de 1968 en nuestro país fue muy escasa. El tema estudiantil y universitario fue como un sarampión para el régimen, sin excesiva virulencia pero continuo, y mal diagnosticado y tratado. Parece que es el destino de todas las dictaduras modernas, consecuencia en gran parte, y en este caso, de la paz y la liberalización, así como por los frecuentes contactos con el extranjero. En general, el «franquismo» no hacía buenas migas con las novedades, sobre todo con las intelectuales que venían de fuera. El sistema de los gobiernos de Franco reacciona sin habilidad ante tales situaciones, sin previsión ni capacidad de asimilación. Es el estilo de Carrero Blanco y de Camilo Alonso Vega, hombres de buena voluntad pero de otro tiempo. Los grupos extremistas, alentados desde el extranjero, inician una táctica de violencia sobre todo en el País Vasco, coincidiendo con la época más esplendorosa de desarrollo, riqueza, bienestar y paz en la entrañable tierra vascongada. Es paradójica, torpe y rechazable la extensión de la violencia y del marxismo separatista en un pueblo conservador, pacífico y emprendedor. Es un triste fenómeno no sólo atribuible a la restricción de libertades forales, sino sobre todo, a la ceguera de un nacionalismo que traiciona a la historia y a su propio ser, ya que los vascos han sido a través de los siglos, fundadores de España y elementos esenciales en su paso por esa historia.

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Entre 1966 y 67 aparece ETA, grupo terrorista ideado por un profesor alemán en Bilbao, un tal Krutwig, y por tres «señoritos» de la sociedad del país, Julen Madariaga, Benito del Valle y Álvarez Emparanza, «Txillardegui». Empiezan matando, atentando, secuestrando, hasta a los suyos, como Moreno Bergareche, conocido por «Pertur». Empezaron así, y aún siguen, amparados por algunos «jelkides» en la región que disfruta de la mayor autonomía del mundo. En los años 68 y 69 se descolonizan Guinea española y Fernando Poo, y se devuelve el territorio de Ifni a Marruecos. Nada decisivo se consigue, en cambio, en el tema de Gibraltar, a pesar de la política obsesiva y tenaz del ministro Castiella. Lo único, el acuerdo de la ONU para que la Roca sea descolonizada, acuerdo sin la menor eficacia. Como diría un castizo: «¡Y lo que te rondaré, morena!». La solución monárquica empieza a ser cuestión urgente para varios ministros, Carrero, Alonso Vega, López Rodó, Silva, Iturmendi... Franco envejece a ojos vista, pero hay quien se cree que será eterno, y además hay sectores antimonárquicos dentro del propio gobierno y en la Secretaría General del Movimiento. Más que contra la Institución, contra los Borbones, y algunos, concretamente, contra el Príncipe don Juan Carlos, que ya nadie debe dudar que es el candidato elegido por Franco para la sucesión. Son los días en que los ministros citados inician la llamada «Operación Príncipe» y en los que el peso político del futuro rey, instalado ya por Franco cerca de él, en el Palacio de la Zarzuela, empieza a ser importante. Los otros candidatos, más bien artificiales, patrocinados por organismos del Movimiento, don Carlos Hugo de Borbón Parma, don Alfonso de Borbón Dampierre, un archiduque austríaco o algo parecido cuyo nombre no recuerdo, a pesar de lo que crean algunos, no pasaban de pura anécdota. Hay muchas maniobras, entrevistas, ires y venires entre la Zarzuela, El Pardo, «Villa Giralda» en Estoril, residencia del Conde de Barcelona... Se casa donjuán Carlos con Sofía de Grecia, matrimonio solemne en Atenas, bendecido por Franco y por la reina Federica de los Helenos, que manda mucho y es la madre de doña Sofía, acertadísima elección... Llega la reina Victoria Eugenia a Madrid. Esta visita de la viuda de Alfonso XIII a la capital es un acontecimiento. Además viene al bautizo del príncipe Felipe, tercer hijo de donjuán Carlos y doña Sofía, que antes ha dado a luz a dos infantas, doña Elena y doña Cristina. Todos ellos son ya parte integrante y querida de la reciente Historia de España. Franco confirma al Príncipe de España (título nuevo, que sólo llevó Felipe II) como su sucesor a título de rey, y las Cortes lo reafirman por 491 votos a favor, 19 en contra y 9 abstenciones. Un procurador, al votar dijo: «Sí, por Franco». La mayoría de los votantes tenían la misma idea en la mente. En España, por entonces, había muy pocos monárquicos. El discurso del Príncipe donjuán Carlos al aceptar el nombramiento es un documento histórico de extraordinaria importancia, hoy olvidado porque las circunstancias mandan, pero que demuestra, por la evolución posterior de nuestra vida nacional, la inteligencia y el patriotismo de los dos grandes protagonistas de tan trascendental acontecimiento.

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*** El llamado asunto «Matesa», determinados fraudes en la exportación de textiles, en los que se vieron implicados, más bien por negligencia, algunos altos funcionarios, llegando al nivel de ministro, dio lugar a una nueva crisis. Salieron el viejo Alonso Vega, ascendido a capitán general, y Castiella, honrado y tozudo luchador sin éxito por Gibraltar. También los ministros técnicos relacionados con Matesa, Hacienda y Comercio. Carrero es el hombre fuerte de la situación, pero el factótum es Laureano López Rodó, que es en realidad el que nombra al nuevo gobierno. El acontecimiento clave del año 1970 fue el proceso de Burgos, un monumental error del gobierno en su planteamiento y en su desarrollo; un gran espectáculo judicial para juzgar unos hechos de Derecho Penal y de Orden Público, no para cargar el asunto a un Tribunal Militar y con gran espectáculo. Se trataba de juzgar a los asesinos de un comisario de policía y responsables de otros delitos de sangre, que eran miembros de ETA, la organización terrorista vasca. Se piden varias penas de muerte y seis de ellas son confirmadas por el Tribunal. El Gobierno se dividió. ETA secuestró al cónsul alemán en San Sebastián, Be'ihl, y amenazó con ejecutarle. Eran las vísperas de Navidad. Se impuso el criterio de Carrero: «qué quieren nuestros enemigos, ¿seis mártires? Demos prueba de nuestra fuerza haciendo lo contrario, el indulto.» Y una nueva demostra ción de adhesión a Franco en la Plaza de Oriente, en Madrid. Pero quedó la impresión de que la era de confianza en un sistema paternalista se estaba acabando, y el pueblo español empezó a pensar que el país no estaba políticamente preparado... El panorama no era muy grave pero sí confuso y alarmante, mientras el «establishment» se disputaba, entre sus tendencias y personalismos, las parcelas del poder. Un hombre del gobierno actuaba un poco por su cuenta y con visión de futuro: Gregorio López Bravo, ministro de Asuntos Exteriores, se lanzaba a establecer relaciones diplomáticas con dos grandes países del área comunista, la China de Mao TseTung y la Alemania Democrática, es decir la sometida a Moscú. El 8 de junio de 1973, Franco nombra por primera vez un Jefe de Gobierno, Carrero Blanco, totalmente identificado con él, muy cercano a don Juan Carlos y probablemente previsto por Franco para ser el Primer Ministro del Rey. En el nuevo Gobierno aparece como ministro de la Gobernación Carlos Arias Navarro, y López Rodó en Asuntos Exteriores. Al comunicarle al Príncipe el nuevo Gobierno, lleno de técnicos y personas adictas a él, dijo con agudeza: «Sólo falta ponerle el letrero: Gobierno de la Zarzuela». Por cierto, los Príncipes son recibidos en París con honores reales, y a Madrid llegan casi a diario personalidades mundiales de primer orden en amistosas visitas, entre otras, el Secretario de Estado de Estados Unidos, Kissinger, el Secretario de Estado del Vaticano, cardenal Casaroli, los príncipes del Japón, el ministro de Exteriores francés Jobert... El 20 de diciembre de 1973 se celebra en Madrid la vista del «Proceso 1001» contra un grupo de dirigentes de Comisiones Obreras, grupo sindical clandestino afecto al

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partido comunista, entre ellos Marcelino Camacho, Julián Ariza y el llamado «Cura Paco». Otro gran espectáculo y otro gran error del régimen, en plena claudicación. Pues bien, el mismo día, un atentado acababa con la vida del jefe del Gobierno, almirante Carrero Blanco. Fue obra material de ETA, pero el trasfondo del magnicidio, como en otros famosos casos, sigue siendo un misterio, todo lleno de contradicciones y absurdos. Una «chapuza» de atentado y un resultado perfecto. El fracaso de la seguridad del Estado no pudo ser mayor. Y lo más sorprendente, el máximo responsable de esa seguridad es nombrado, a los pocos días nuevo Presidente del Gobierno, sucesor del asesinado Carrero. Franco, en aquellas horas se mantuvo como una esfinge, más inasequible que nunca. ¿Cómo no fue a la capilla ardiente de Carrero, su íntimo, su leal servidor, pura eficacia fiel durante muchos años, ni al entierro? En cambio, el Príncipe, con valor, gallardía y tristeza, consciente de lo que se le venía encima, presidió las solemnes ceremonias, en plena calle, delante de todo el cortejo. Son hechos muy cercanos para que nos metamos ahora a analizar las consecuencias de la desaparición de Carrero, el nuevo Gobierno de Arias, lejos ya de los tecnócratas y muy en la línea de los jurídicosmilitares, tan del gusto de Franco. Son horas de tensión con Marruecos por los asuntos del Sahara español y del Polisario. Hassan II se aprovecha de la débil situación interna en España y presiona para ocupar el antiguo Sahara español que le disputan Mauritania y el Frente Polisario. Por cierto, de Mauritania viene la palabra moro, cuando Marruecos no existía todavía como país. El 9 de julio el Generalísimo es internado en el hospital que lleva su nombre. Padece una flebitis. El «establishment» tiembla y millones de españoles sienten gran preocupación. Resurge el «después de Franco ¿qué?» Lógicamente, al faltar la voz de mando del capitán, empiezan a surgir los roces entre sus oficiales. Empiezan también a surgir círculos o clubs políticos y grupos que reciben el nombre de la localidad donde se reúnen: el espíritu de Ara va, el del Ritz, el de Sitges... Parece mentira, después de tantos años de «Formación del Espíritu Nacional», de Frente de Juventudes, de S.E.U., de Vieja Guardia, de Guardia de Franco, de Secretaría del Movimiento, de ex combatientes, de ex cautivos... Al llegar esta hora no tiene un equipo, un gran sector de adictos organizado. Recuerda aquello de las ratas del barco. Es posible que con ello el país esté dando pruebas de una gran visión política cara al futuro. Se confirmaba que el «franquismo» era imposible sin Franco. Hay nuevos cambios ministeriales. Cesan los más aperturistas, Pío Cabanillas y Barrera de Irimo. En Suresnes (Francia) es elegido secretario general del PSOE un joven sevillano, abogado laboralista, chupa de cuero, camisa de cuadros y corta melena muy «progre». Se llama Felipe González. En marzo del 75 muere en accidente de automóvil Fernando Herrero Tejedor, misterioso, ambicioso, influyente, ahora gran cadáver burocrático del agónico Movimiento que había tenido la habilidad de «camelar» a Franco, al Príncipe, al conde

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de Barcelona, a Carrero, a Arias, a la Falange. Dejaba un heredero, su viva imagen, no física, sino política: Adolfo Suárez González. *** Franco se había repuesto de la flebitis, pero de nuevo cae gravemente enfermo en el mes de octubre. Antes, en septiembre, se ha celebrado un Consejo de Guerra contra cinco terroristas de ETA y del FRAP (grupo anarquista). Cinco penas de muerte, como hubiese ocurrido en cualquier otro país con pena de muerte en casos semejantes. El régimen no tiene ya fuerza ni para indultar, como hizo en el proceso de Burgos. Sólo los fuertes perdonan. La reacción internacional fue bien orquestada y, a veces, violenta. Por ejemplo, nuestra Embajada en Lisboa fue incendiada y se retiraron varios embajadores, provisionalmente, con la manida fórmula de «llamados a consultas». Madrid respondió con otra manifestación multitudinaria en la Plaza de Oriente. Era el 2 l de octubre, 39 aniversario de la proclamación de Franco como Jefe de Estado y Generalísimo en Burgos. Presidía un Caudillo casi al borde de la tumba, con el Príncipe donjuán Carlos a su lado. Era como un eco lejano de glorias y entusiasmos, y como terrible, grandiosa responsabilidad cara al inmediato futuro. El 15 de octubre, Franco sufre una insuficiencia coro Las últimas horas naria aguda. El libro Los últimos 476 días de Franco es de Franco algo alucinante5. Él quería seguir fuera como fuera, casi a rastras, con las botas puestas. Sus íntimos, su hija, Arias, el Príncipe le acucian para que ceda a este último, en vida, la Jefatura del Estado. Se engaña a sí mismo y vive su último año como si fuera a durar siempre. «Todo está atado y bien atado», repite. Entretanto, la Marcha Verde marroquí para ocupar el Sahara. Ya no está allí Franco «el Africano», que «sabía manera» para evitarlo. El Príncipe se hace cargo interinamente de la Jefatura del Estado. Franco, casi sin habla, indica «que se cumpla el artículo 11». Luego, las horribles, inútiles operaciones. Todo el m final y el mundo pendiente del fin. A las 5,25 del día 20 de noviembre testamento de 1975, Franco ha muerto. Antes ha dejado su testamento político. Recomendaría a los jóvenes lectores que lo leyeran. A dicho testamento corresponden las siguientes palabras: «...Por el amor que siento por nuestra patria os ruego que perseveréis en la unidad y en la paz, y que rodeéis al futuro rey de España, donjuán Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y que le prestéis en todo momento el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido». Y el nuevo rey de España, S.M. donjuán Carlos de Borbón, pronunciaba estas palabras al jurar ante las Cortes: «Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre Palabras del rey de Francisco Franco es ya un jalón del acontecer español y Juan Carlos un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea».

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No hay en estas frases el menor elogio ni la menor crítica del protagonista de la historia de cuarenta años en España. Pero encierran en su inteligente redacción la más grande e irrebatible verdad histórica. Así empezaba el reinado de Juan Carlos I, el descendiente de los Reyes Católicos, de Carlos I, de Felipe II, de Carlos III, de Alfonso XIII. España seguía su camino. 1 También Francia envió la División Charlemagne, con 15 000 hombres a luchar contra la URSS. 2 El Manifiesto sólo podía complacer entonces a los vencidos en la guerra del 3639. En ningún modo a los que temían una ruptura después de haber estado en el bando vencedor. 3 Sobre todos estos cambios ver mi obra De Carlos I a Juan Carlos I (vol. II, Espasa Calpe, 1985) 4 Franco se expresaba entonces así: «Con esta Ley Orgánica he deseado prepararos una plataforma de la que despegar para más altos vuelos... Si como esperamos es buena, rendirá sus frutos. Dentro de pocos años habrá otros gobernantes que la utilizarán para llevar a España más arriba, hacia una vida más rica, una vida más amplia y justa que valga la pena vivir». 5 Del doctor Vicente Pozuelo Escudero.

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XXXVIII LA ACCIÓN DE ESPAÑA EN AMÉRICA

PRIMERA PARTE Para no salirme de la línea fijada, la historia de España en España, he dejado para este capítulo final la soberana empresa de Ultramar, que por supuesto, debe animar al lector a ampliar lo que aquí es una apretada síntesis yendo a la lectura de admirables obras de los historiadores especializados, españoles e hispanistas1. La Historia de España no queda completa sin ofrecer al menos noticia de esa grande e incomparable aventura que nos convierte en protagonistas de dimensión universal. De 1492 a 1898 hay que hablar no sólo de España sino de las Españas. En apenas medio siglo los españoles llevaron a cabo la asombrosa tarea de descubrir, conquistar y colonizar un inmenso continente ignoto, navegar el mayor océano recién descubierto y dar la vuelta al mundo. Luego, en tiempo de Felipe II, ese imperio, que nunca consideramos como tal sino como provincias de Ultramar, alcanzó su máxima expresión al unirnos con Portugal. En la distribución que hizo el Papa le correspondían a Castilla, teóricamente, todos los inmensos territorios al oeste de la raya trazada en el Atlántico, atribución que los juristas de la época consideran título suficiente conforme al derecho de gentes, idea expuesta por estos verdaderos fundadores del Derecho Internacional. Así que en principio fue una propiedad reservada a los castellanos, término que comprendía de Galicia a Almería y de Guipúzcoa a Canarias. Lo que encuentran los descubridores y conquistadores es una mezcla fabulosa de pueblos. Por una parte, unas civilizaciones muy originales pero semejantes a las existentes hacía muchos siglos, a miles de leguas de distancia, en Egipto, Asiria y Babilonia. Por otra, unas zonas con gentes semisalvajes, a menudo caníbales que en muchos sentidos estaban todavía en la Prehistoria. Naturalmente tenía que ser muy distinta la reacción española ante tales nuevas, diferentes relaciones y contactos. Lo relatan en crónicas admirables López de Gomara, Bernal Díaz del Castillo, Fernández de Oviedo, el propio Hernán Cortés... *** En los primeros viajes de Colón por el Caribe y hacia el Sur, influyeron, sin duda, la competencia con Portugal, las noticias de tesoros que llegaban de isla en isla, el clima,

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la escasa resistencia indígena, la búsqueda de Cipango y Catay y la imaginación ilusionada y desbordante del almirante «de la Mar Océana». Un acontecimiento geográfico de gran interés fue el descubrimiento del Mar del Sur, el Pacífico, por Vasco Núñez de Balboa, y luego los avances en Centroamérica y en las costas venezolanas por Alonso de Ojeda, Alonso Niño, Rodrigo de Bastida... Y lo absurdo e injusto es que por entonces diera nombre al inmenso continente de norte a sur, un oscuro personaje de tercera fila, un tal Américo Vespuccio, porque un editor de Estrasburgo citó su nombre en 1509. La isla Española fue principio el centro de las expediciones. De allí a Cuba, de donde salió Hernán Cortés para la gran aventura de Méjico, verdadera cumbre en la Historia, maravillosa novela de aventuras, espléndida epopeya2.

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Los diversos episodios de la conquista, los personajes, los caciques, los capitales, las batallas, los amores del héroe, Moctezuma, Otumba, la Noche Triste, las expediciones hacia el Norte y hacia el Sur, el choque de civilizaciones, la profunda y perdurable colonización, el indigenismo, la consolidación de la Nueva España, los aztecas, sabios y sanguinarios, los heroísmos y las traiciones, todo un catálogo de temas que, como digo, aquí sólo puedo insinuar. Por los mismos años el portugués Magallanes, al servicio de España, con cinco naves, la mayor de 150 toneladas, se iba desde Sanlúcar de Barrameda a doblar el cabo de Hornos y a cruzar el Pacífico, descubriendo islas a las que dieron nombres de príncipes y reyes españoles más adelante, Marianas, Carolinas, Filipinas... En estas últimas, concretamente en Cebú, murió Magallanes, combatiendo a los indígenas. Siguió la expedición Juan Sebastián Elcano, piloto de Guetaria, que al rendir viaje en Sanlúcar con la nao «Victoria» en septiembre de 1522, completaba la primera vuelta al mundo, a los tres años de la partida. Ponce de León, conquistador de Puerto Rico, llega a la Florida, y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, jerezano de estirpe castellana, de Tierra de Campos, recorre Tejas,

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Arizona, Nuevo Méjico, la Sierra Madre, Sonora, Sinaloa y llega a Ciudad de Méjico. Luego sigue sus hazañas y volvemos a encontrarle... en el Río de la Plata. De Soto y Menéndez de Avilés reafirman el poder español en Florida y fundarán la primera ciudad en los Estados Unidos, San Agustín. Los nombres españoles de poblaciones van llenando la geografía americana. Es la añoranza de la lejana patria chica: León, Granada, Trujillo, Santiago, Laredo, Medellin, Toledo, Valencia, Mérida, Guadalajara... Nombres y más nombres de conquistadores, Alvarado, Andagoya, Vázquez Coronado, Narváez, González Dávila... Y el Perú, como Méjico, otra formidable epopeya, conquistar el Imperio de los Incas con pocos hombres y a miles de leguas de la metrópoli. Aquí el gran jefe de los «trece de la fama» es Francisco Pizarro, otro extremeño, como Cortés, como tantos otros, cuando podía decirse aquello de que los dioses nacían en Extremadura. Muchos de ellos se habían formado en los campos de batalla en Italia, a las órdenes del Gran Capitán. Otra vez los nombres famosos luchando, incas y españoles, Atahualpa, Huayna y Manco Capac, Toparca, y del otro lado los Pizarro, tres hermanos, Carvajal, Almagro, Núñez Vela, que además se han liado en una terrible guerra civil, muy a la española, hasta que llega a poner orden con poderes de gobernador, Cristóbal Vaca de Castro, que impone la justicia y la paz para un largo período. No sin que antes hubiera ejecuciones entre los de Pizarro y los de Diego de Almagro, más la llegada de Pedro de Lagasca, continuador de la obra de Vaca de Castro imponiéndolo la autoridad real.

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Gran trascendencia tuvo la conquista del Perú, con la fundación de Lima, ya que de allí, como de Méjico, empezaron a llegar a España el oro y la plata, con extraordinaria influencia en las economías española y europea, y con gran beneficio para los banqueros alemanes, flamencos e italianos. Chile fue la etapa siguiente, desde el Perú. La conquista la dirigió otro extremeño, Pedro de Valdivia, también veterano de Italia. Él fundó Santiago de la Nueva Extremadura y murió luchando contra los araucanos. Sus tenientes, Villagrán y Hurtado de Mendoza, acabaron derrotando al cacique Lautaro. Con ellos llegó a Chile el famoso poeta Alonso de Ercilla, que cantó la muerte en suplicio del cacique Caupolicán, en el poema «La Araucana». Juan Díaz de Solís descubre las bocas del Río de la Plata en 1516, pero es Pedro de Mendoza, otro de los veteranos de las guerras de Italia, saliendo también de Sanlúcar, el que funda allí en 1536 Santa María del Buen Aire, población que es abandonada y repoblada después por Juan de Garay. De entonces hasta hoy, convertida en la gran ciudad de Buenos Aires. Mientras, el asombroso Alvar Núñez Cabeza de Vaca fue nombrado Adelantado de Paraguay y de las regiones del Plata, ocupando la parte sur de Brasil. Sigamos la epopeya: Pedro de Heredia funda en 1533 Cartagena de Indias, en las costas del Caribe. Sebastián de Belalcázar funda Quito, capital del Ecuador, y Gonzalo Jiménez de Quesada, Bogotá, capital de Colombia, mientras Diego de Losada funda Santiago de León de Caracas, capital de Venezuela. Es decir, que estos capitanes españoles crean en Centro y Sudamérica —donde antes no había nada, si acaso algunas chozas— unas ciudades que se fueron convirtiendo en las grandes capitales de la América Hispana. La aventura del Pacífico permitió nuevos y sorprendentes descubrimientos, todo ese Pacífico inmenso y la ruta de las especias de Oriente. Un océano cuajado de islas, que culminaban en las Filipinas, donde Miguel López de Legazpi, guipuzcoano de pro, funda Manila en 1571, acompañado del también vasco, fraile agustino y navegante, Andrés de Urdaneta. Una prueba más de los vascongados ilustres que han ido escribiendo páginas gloriosas en la Historia de España. Un poco más tarde, en l606, Pedro Fernández de Quirós descubre una isla tan grande que cree que se trata de un continente. Le da el nombre de la dinastía española, Australia del Espíritu Santo, y luego descubre también Nueva Guinea. *** No sólo se descubren tantas tierras ignotas a través de meridianos y paralelos. Hay que organizarías, colonizarlas, dar sentido a las conquistas y administrar territorios casi siderales desde la lejana metrópoli. Desde los romanos no había habido ni volverá a haber en la tierra algo parecido. No nos cansaremos de comparar esta gigantesca empresa con la de la antigua Roma, salvando la distancia de los siglos y el espacio estrecho del Mediterráneo y de Europa con el mundo todo de la gran aventura hispánica. No creáis que abuso de las grandes y sonoras palabras, pocas para las que se merecieron nuestros antepasados.

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Se dividieron las tierras americanas en los virreinatos, el de Nueva España, que llegaba hasta Colombia, y el del Perú, que se extendía hasta la Tierra de Fuego. Y llegaron los virreyes, pertenecientes a las más ilustres familias españolas, Mendozas, Toledos, Enriquez, Velasco, Guzmán, Alburquerque... Otra medida acertada, se crean los municipios y los cabildos como en España. Aquellas tierras no son colonias. Son las Españas de Ultramar. El control de todo ello se llevaba desde la Casa de Contratación de Sevilla, verdadero centro geográfico de las Américas, hoy el más inapreciable tesoro de la Hispanidad, el Archivo de Indias.

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Todo lo relativo a la acción de España en Ultramar no hace más que sugerir temas muy importantes, dignos de un conocimiento que aquí tiene que reducirse a una mera enumeración: a) Por ejemplo, las expediciones organizadas por los virreinatos, que llegaban por el Norte hasta Alaska y por el Sur hasta la Patagonia. b) La piratería: Inglaterra, Francia y Holanda, por medio de piratas, bucaneros, corsarios, filibusteros, atacaban las naves españolas que con metales preciosos iban a España. Su acción pasó al ataque a varias de nuestras posiciones en el Caribe, y así perdimos Trinidad, Jamaica, Martinica, Haití, Curasao, Granada, a lo largo de varios años, desde el siglo XVI al xvni. c) Complemento importante de la actividad de los piratas, mezcla de política, estrategia y comercio, fue la creación de las Compañías de Indias, principalmente la holandesa. España no siguió el ejemplo hasta el siglo XVIn. Al español solía faltarle el espíritu mercantil. Lo que sí fomentaron los virreyes, aparte de la explotación de las minas, fue la producción agrícola y ganadera. De allí viene la enorme riqueza americana en bueyes, caballos, vacuno de todas clases, cerdos, merinos, asnos... y de caña de azúcar, arroz, trigo, cebada, café, vid, naranjas, plátanos, etc., desconocidos en aquel continente hasta que llegaron los españoles. A cambio, América dio a Europa el algodón, el cacao, el tabaco, la quina, las patatas... d) La imprenta se introdujo en Méjico en 1535, y en Perú en 1583. e) El trato a la población indígena; se ha exagerado la acusación en la leyenda negra contra la colonización española. En gran parte se debió a los escritos de Fray Bartolomé de las Casas en su «Brevísima» censurando a los encomenderos. Isabel la Católica lo marcó con precisión y severidad: a los indígenas de esas poblaciones hay que tratarlos como a mis súbditos de Castilla. Salvo los inevitables abusos de ese ensayo que fue la «encomienda», es decir, la atribución a los conquistadores de cierto número de naturales para trabajar a su servicio, el trato a esas gentes fue en general mucho mejor que el que daban ingleses, franceses y holandeses a los de sus colonias. La prueba está en la asimilación, el mestizaje y la tarea educativa, cultural y religiosa llevada a cabo en Universidades, Hospitales, Misiones... que crearon los pueblos hispánicos, a diferencia de la extinción casi total o la separación absoluta en las colonizaciones en Norteamérica, África, la India, etc... ¿Dónde están sus Argentinas, sus Chiles, su Perú, su Méjico...? Gran parte de las muertes indígenas, sobre todo en el Caribe, se debieron a su pobre resistencia a enfermedades allí desconocidas, que llevaron los españoles de Europa, tuberculosis, gripes, tosferinas... Es un tema en el que habría que entrar muy a fondo, y poniéndose en la mentalidad y costumbres de la época, pero estad bien seguros, jóvenes lectores, que tenéis argumentos sobrados para polemizar con ventaja ante los defensores de la leyenda negra, que aún quedan, por ignorancia y por motivos políticos, siempre con una historia tergiversada. Esta es, a grandes rasgos, la historia de la conquista y colonización española en América y el Pacífico en tiempo de los Austrias, vigorosa, sorprendente, lo que es

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aplicable también a Filipinas... Grande y difícil la vertebración geopolítica de zonas enormes y dispersas, proyectando la cultura occidental en y desde los virreinatos, un puente entre veinte naciones, que hasta el siglo XIX fueron una verdadera continuación de España3.

SEGUNDA PARTE Pasamos a la América virreinal del siglo XVm. Han pasado doscientos años después de la conquista, y las comunicaciones marítimas apenas han progresado. Larga aventura para ir y volver de la metrópoli. Una España en decadencia, implicada en continuas guerras en Europa, atacada en el mar y en las costas por la codicia despertada entre franceses, ingleses y holandeses por el oro y la plata de las Indias... Parece en verdad un milagro que pudiera mantener un imperio tan grande y lejano, y ofrecer en los virreinatos sus mejores años de esplendor. La América virreinal de los Borbones es la más bella estampa del modo hispánico de colonizar. La población de la América Hispana a mediados del xvin era de unos dieciocho millones de habitantes, de ellos, tres millones de blancos, la mayoría criollos; ocho millones de indígenas; los mestizos más de cinco, y los negros casi uno. En nuestras provincias americanas se acogió bien a los Borbones, más acordes con las sociedades abiertas de Lima y Méjico que los austeros Austrias, cuyos delegados en tiempos de Felipe IV y Carlos II eran claro exponente de los fallos de una administración decadente. Los virreinatos se seguían sintiendo españoles pero vivían en americano. Hay que tener en cuenta también que las contiendas europeas se proyectaban a lo largo de todo el siglo a los mares y territorios americanos, sobre todo interfiriendo el comercio por barco y tratando de ocupar puestos estratégicos en las costas del Caribe, en las del Pacífico lejano y en la ruta Buenos AiresMalvinasMontevideo. En 1717 se crea el virreinato de Nueva Granada, incluyendo la Capitanía General de Venezuela y la Audiencia de Quito; y después, en 1776, el virreinato del Río de la Plata. Con ello disminuye el inmenso territorio del virreinato del Perú. También se crean las Intendencias, eficaz sistema administrativo al modo francés, que se adapta muy bien a las características americanas y al trato que se da a nuestras tierras de Ultramar como provincias y no como colonias. Todo en tiempo de Carlos III, que como en España, fue el mejor rey de América de la Edad Moderna. El rey Carlos también fue quien abolió el monopolio del comercio ultramarino, lo que abrió a dicho comercio los puertos de Cataluña y del mediterráneo español, favoreció la creación de Compañías de Indias en nuestro país, sobre todo en Guipúzcoa. Este comercio nuevo se proyectaba especialmente hacia las Antillas. Puede decirse que los virreinatos del Perú y de Nueva España, éste muy expansivo hacia el norte, eran como dos grandes Españas, mucho más grandes que la peninsular, cruzadas con dos antiguas e importantes civilizaciones prehispánicas, producto fecundo de un espíritu, en el que había un notable componente religioso y una

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base política monárquica, por lo menos hasta las revoluciones norteamericana y francesa. Resumo a continuación algunos datos sobresalientes de tan fecundo período. a) En tiempos de Carlos III se puso Méjico bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe, vieja devoción extremeña y medieval que adquirió carta de naturaleza y llevó a la máxima catolicidad a la Nueva España. b) Elubo en Méjico sobresalientes virreyes, los Gálvez, el conde de Revillagigedo, el marqués de Casafuerte, Miguel José de Azanza, el marqués de Croix... c) Extraordinaria fue la labor de fray Junípero Serra fundando misiones en la Alta California, que se fue cubriendo de poblaciones con nombres españoles, San Francisco, Los Ángeles, San Diego, Santa Bárbara, San José, Paloalto, Hierbabuena... d) De Nueva España salieron las expediciones que llegaron por el Pacífico hasta Alaska; a ellas se deben en gran parte que no avanzara en América el imperialismo ruso. Nombres como el de Alejandro Malaspina y F. Bodega y Quadra brillan en esa etapa. e) América central, por su situación geográfica, es como un apéndice político de Nueva España. Por desgracia pareció desde muy pronto estar condenada a la fragmentación. Se convirtió en el fruto tropical del «melting pot» diociochesco, mestizos, mulatos, zambos, cimarrones, etc... En el siglo XVIn, la flota británica se apodera de las Bahamas, y en 1762 ataca el castillo del Morro de La Habana, heroicamente defendido por Luis de Velasco. Acabamos perdiendo la plaza, que nos fue devuelta en el Tratado de Versalles de 1763. La Habana sufre nuevos ataques, el principal el del almirante Harvey, que fracasa, pero desde allí ataca y conquista la isla de Trinidad. Por otra parte, la isla de Santo Domingo se liberó, en su parte española,del ataque negro de Toussaint Louverture, desde Haití. En 1789 empezó a notarse agitación con aires emancipadores dirigida por criollos, cuyo precursor en Nueva Granada fue Antonio Nariño, seguido por Miranda y por Bolívar, todos influenciados por la Revolución francesa, la Independencia de Estados Unidos, las ideas enciclopedistas y su formación en las logias masónicas de Europa. Por cierto, Venezuela se separó de Nueva Granada y constituyó una Capitanía General independiente. En esa época se creó la Real Compañía Guipuzcoana de Navegación a Caracas, que llevó a cabo muy importantes tareas en Ultramar. *** Muchos viajeros, entre ellos el famoso Humboldt, se sorprendían del bienestar de las gentes, del tono intelectual alcanzado, a la altura de los más distinguidos de Europa, no sólo en Lima, sino también en Méjico, Santiago de Guatemala, La Habana, Buenos Aires. Eran ciudades con cuidado urbanismo, buenos edificios de piedra, digno nivel de enseñanza, sanidad que llegaba a casi todos y una intensa vida social. Y Santiago de Chile era como una ciudad europea a espaldas de los Andes y cerca de la Tierra de Fuego. Además se habían ido formando unas gentes en las que se fundían la belleza y la arrogancia de las gentes nativas con la inmigración blanca, hispana, alemana e inglesa. En aquellos salones capitalinos se oían las músicas de Haydn, Bach, Mozart o Vivaldi, y

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se representaban obras de Moliere y Moratín. Allí también los nombres de ilustres virreyes y capitanes generales en Chile y Perú, los Superunda, O’Higgins, Jáuregui, Avilés, Amat, virrey catalán, el de los amores con Micaela Villegas, artista, la famosa «Perrichola». Pedro de Ceballos fue el primer virrey del Río de la Plata. En tiempos de su sucesor, Pedro Bucarelli, tuvo lugar el conflicto de las Malvinas, de gran importancia estratégica, islas que fueron ocupadas, en disputa, sucesivamente por España e Inglaterra. También tuvimos conflictos con Portugal por la Colonia de Sacramento, problema complicado, con repercusión en el virreinato del Río de la Plata. Ya en el siglo XIX tuvieron lugar los ataques ingleses a Buenos Aires. La defensa que hizo el virrey marqués de Sobremonte no fue muy ejemplar, hasta el punto de ser procesado y llevado preso a España. El verdadero héroe de la defensa fue un español, de origen francés, Santiago Liniers, nombrado después nuevo virrey y conde de Buenos Aires. La Florida pasó a Inglaterra en 1763. Veinte años después volvió a España por la Paz de Versalles. La Luisiana nos fue cedida por Francia (1762) en el tratado de Fontainebleau. Bernardo de Gálvez fue el nuevo gobernador, pasando luego a virrey de Nueva España. Es, tal vez, el más grande personaje españolamericano de la época, el más importante de la gran ayuda que España prestó a las colonias inglesas en América para independizarse, es decir, al nacimiento de los Estados Unidos; tanto o más que la prestada por los franceses Lafayette y Rochambeau, tan exaltado por la hábil propaganda gala, cosa que nosotros nunca sabemos hacer4. Napoleón nos obligó a devolver la Luisiana a Francia por el Tratado de San Ildefonso, en 1800. Luego la vendió por un puñado de dólares a los Estados Unidos. Y nosotros, poco después volvimos a hacer lo mismo con la Florida, ante la imposibilidad de mantenernos en aquella posición avanzada en territorio de la gran nación norteamericana. En aquellos tiempos pertenecieron también a la Corona española las dos Californias, Arizona, Tejas, Nuevo Méjico y Colorado, tierras de expediciones y de misiones, en pacífico contacto con las tribus indias de los apaches, comanches, sioux, yumas, navajos, pies negros..., porque supimos respetar sus tierras de caza. Así nacieron esas grandes ciudades ya citadas, en la ruta misionera, San Antonio, San Juan Capistrano, Santa Mónica, San Diego, Nuestra Señora de los Ángeles (que sería Los Ángeles), etc., etc. También llegó la atención de Carlos III y sus ministros al Extremo Oriente, sobre todo desde Nueva España, con la llamada «Nao de Acapulco». Este interés se redobló en Filipinas, tan lejos y tan rodeadas de peligro, chinos, malayos, los «moros» de Joló... Los ingleses, ¡cómo no!, atacaron Manila al mismo tiempo que La Habana (1762). Trescientos defensores rechazaron a 7.000 atacantes, que cometieron todo exceso de tropelías durante su efímera penetración en la ciudad, hasta su derrota a manos de las guerrillas improvisadas por el magistrado alavés Simón de Anda. Luego, los españoles, hasta 1898, dejaron en las Filipinas la huella de nuestra civilización, de nuestra religión y de nuestro idioma, hoy maltratado por el inglés más que por el tagalo.

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Se aproximaba el desenlace de la gran empresa histórica. El conde de Aranda en 1783 se adelantó a los tiempos con un proyecto de Comunidad Hispánica de Naciones, creando tres grandes reinos en América: Méjico, Perú y Tierra Firme, con monarcas al frente pero bajo la Corona española, con nuestro rey como Emperador. El ambicioso y valiente proyecto se vino abajo porque la situación de España y de sus gobernantes por aquellos días, no permitía llevar adelante tan espléndidos planes. Godoy, quiso poco más tarde retomarlos, pero él no era Aranda y las condiciones eran aún peores. *** He llamado al presente capítulo «La Acción de España en América», y no entra en mi propósito dirigido a la juventud española de hoy el explicar con detalle cómo se fueron emancipando los diversos territorios hispánicos de Ultramar y formándose las naciones que hoy han heredado tanto las virtudes como los defectos de nuestra estirpe. Unas pocas notas respeto a la situación al iniciarse la Emancipación deberían bastar para encauzar las aficiones de aquellos de mis lectores que pretendan un mejor conocimiento de lo hispanoamericano, que no latinoamericano, en el mundo de hoy5. Porque, desde principios del siglo XIX aquello ya no es Historia de España sino Historia de América. Escribía Madariaga: «Los países americanos hasta la Emancipación eran reinos del rey de España, con igual título que los reinos como Castilla o Aragón, Nápoles o Sicilia. La reunión de todos ellos se encarnaba en la Corona». La independencia americana la hicieron los criollos, es decir, los españoles de América. Aquella lucha fue una auténtica guerra civil. La emancipación no fue un levantamiento de los indígenas, de los negros, de los oprimidos por los dominadores. Tan español era un vecino de Lima o Méjico, como uno de Ávila o de Azpeitia. Los indios veneraban al rey de España, y España trataba a los esclavos negros mucho mejor que anglosajones o franceses. Bolívar, San Martín, Miranda, Carreras, Iturbide... eran tan españoles como Riego, Morillo, el marqués de Viluma, La Serna o Hidalgo de Cisneros. Coincido con Madariaga: El Estado español en 1800 no tenía ya nada que hacer en América. España, sí. 1 Creo que las más de cien páginas que dedico a este tema en mi libro De Carlos I a Juan Carlos /(vol. 1) ofrecen una amplia y detallada idea de lo que aquí sólo se insinúa. 2 Ver mi biografía Hernán Cortés (Espasa Calpe, Madrid, 1). 3 Del vol. I de mi obra De Carlos la Juan Carlos I. 4 Véase mi obra La Intervención de España en la Independencia de los Estados Unidos (Ed. Aldus, Madrid, 1). 5 El capítulo correspondiente a la Emancipación americana (págs. a ) en mi obra antes citada, explica con suficiente detalle ese proceso, sus antecedentes, su desarrollo y sus consecuencias inmediatas. (De Carlos la Juan Carlos /, vol. I., Espasa Calpe, Madrid, 5)

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CONSIDERACIONES FINALES

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Es posible que al lector le sorprenda que esta Historia de España termine en 1975. A mi modo de ver, lo ocurrido desde entonces todavía no ha adquirido categoría de historia. Es el terreno de la política, de la reciente vida de la sociedad española en plena evolución. Nos falta perspectiva sobre la tan elogiada transición. Son poco más de veinticinco años, tan nuevos, tan intensos, dentro y fuera de España, que carecen todavía de poso suficiente para comparar y para juzgar. Personalidades como las de Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar, vivos todos ellos, están aún en tela de juicio y son más que discutibles, según preferencias. No han alcanzado, puede que la alcancen, categoría de protagonistas de historia. Son tema de periódico, de tertulia radiofónica, de noticia televisada. El único al que me gustaría mucho considerar con esa alta condición de protagonismo, personaje presente pero ya histórico, es nuestro rey, S. M. donjuán Carlos I, el descendiente de los grandes monarcas españoles. Él ya tiene de por sí esta categoría, y por ser en todos los sentidos el verdadero «primus inter pares» en nuestro tiempo. Pero desde mi condición de historiador, aunque creo que le conozco bien, no soy ahora quién para analizar y juzgar al Rey de España. Estoy seguro de que su ya largo reinado, que deseo dure mucho más, pasará a nuestra Elistoria. Con estas ideas sobre quien encarna en la España de hoy la Institución Real, querría dejar, para terminar, unas consideraciones para los jóvenes y menos jóvenes lectores, resumen de todo el texto que acabo de presentaros. a) España, para ser algo en el mundo y para que mejore y progrese en beneficio de todos sus habitantes, debe mantener, por encima de todo, su unidad nacional y estatal, compatible con la personalidad, fueros, privilegios y rica diversidad de todas sus tierras. b) La Monarquía es y debe ser la forma de gobierno. Sobradas razones históricas, prácticas, de adecuación a nuestra idiosincrasia y de categoría internacional, así lo aconsejan. c) Completando el punto anterior, es indispensable asegurar la continuidad hereditaria de la Institución, sin la cual pierde toda su razón de ser. Por ello, la primera y principal obligación del Príncipe heredero de una monarquía es contraer a tiempo el matrimonio adecuado y tener los hijos que aseguren esa continuidad. d) La paz y el bienestar de los ciudadanos son objetivos fundamentales. Para ello es preciso cortar de raíz toda actividad, tendencia o expresión que ponga en peligro tales objetivos y los sistemas que los aseguran. Para hacer compatibles autoridad y libertad, orden y justicia, prestigio internacional y colaboración con los organismos a los que pertenece España, es necesario disponer de unas Fuerzas Armadas poderosas y en plena forma, y unas Fuerzas de Seguridad del Estado que eviten todo riesgo para la sociedad española y para nuestra unidad territorial, incluyendo el designio secular de Gibraltar. e) Todo ello sin olvidar la justicia social y la igualdad de oportunidades, de los que la historia sabe poco, pero que es algo primordial en nuestro tiempo y hacia el futuro.

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f) La crisis de valores de nuestro tiempo alcanza términos aterradores. Los jóvenes españoles, sin renunciar a la modernidad y al progreso, deben volver sus miradas y su acción a los principios morales, patrióticos y culturales que por tradición han informado los mejores años de la Historia de España Y perdón, querido lector, por estas consideraciones finales, al margen ya de nuestra propia Historia. Pero mirándonos en ésta, en su ejemplar espejo, podrían los políticos, los gobernantes y los que a ello aspiren, no sólo conquistar votos, sino también alcanzar la verdad y la categoría de protagonistas de la Historia. Con mayúsculas.

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INDICE DE ILUSTRACIONES

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1. Panel central de las pinturas paleolíticas de la cueva de Ekain (Deva, Guipúzcoa). 2. La Dama de Baza. Museo Arqueológico Nacional, Madrid. 3. Elementos de ajuar hallados en las tumbas Granada 12 y Martí 19 de la necrópolis griega de Emporion (Según M. Almagro Basch). 4. Vista parcial del Teatro romano de Mérida. Archivo Rialp. 5. Retrato de Trajano. Museo de Ankara, Turquía. 6. Retrato de Recaredo. 7. Estatua de don Pelayo, en el santuario de Covadonga (Asturias). 8. Estatua del Cid Campeador, obra de Juan Cristóbal. Burgos. 9. Vista parcial de la mezquita de Córdoba. Archivo Rialp. 10. Alfonso III de Aragón y Cataluña, y Alfonso VIII de Castilla. Mi niatura del Liber Feudorum Maior (detalle). 11. Detalle de Fernando III el Santo flanqueado por el león y el cas tillo. Miniatura de la Catedral de Santiago de Compostela. 12. Jaime Ipresidiendo las Cortes. Miniatura del Libre Verd, siglo XIV. Casa del Arcediano, Barcelona. 13. Estatua funeraria de Pedro I el Cruel. Museo Arqueológico Nacio nal, Madrid. 14. Detalle de la tabla La Virgen de los Reyes Católicos. Museo del Prado, Madrid. 15. Detalle de la tabla La Virgen de los Reyes Católicos. Museo del Prado, Madrid. 16. Retrato de Cristóbal Colón. Museo Naval, Madrid. 17. Hernán Cortés, joven. Anónimo. Archivo de Indias, Sevilla. 18. El Cardenal Francisco Ximénez de Cisneros, por Juan de Bolo nia. Sala Capitular de la Catedral de Toledo. 19. Carlos Iy Isabel de Portugal, por Rubens. Casa de Alba. 20. Felipe II, por Sánchez Coello. Museo del Pardo, Madrid. 21. Don Juan de Austria, por Sánchez Coello. Monasterio de El Esco rial, Madrid. 22. El Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. 23. El príncipe don Carlos, por Sánchez Coello. Museo del Prado, Madrid. 24. Felipe III, a caballo, por Velázquez. Museo del Prado, Madrid. 25. Retrato ecuestre de Felipe IV, por Velázquez. Museo del Prado, Madrid. 26. El CondeDuque de Olivares, por Velázquez. Museo del Prado, Madrid. 27. El rey Carlos II, por Carreño. Museo del Prado, Madrid. 28. Felipe V, por Rigaud. Museo del Louvre, París. 29. Fernando VI, por Pellegrini. Museo Naval de Madrid.

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30. Palacio Real de Madrid. 31. Carlos III, por Mengs. Museo del Prado, Madrid. 32. El conde de Foridablanca. Retrato 33 La familia de Carlos TV, por Goya. Museo del Prado, Madrid. 34. Detalle de Godoy, por Goya. Real Academia de Bellas Artes, Madrid. 35. Retrato de Gaspar Melchor de Jovellanos, por Goya. Museo del Prado de Madrid. 36. Fusilamientos del 3 de mayo, por Goya. Museo del Prado, Ma drid. 37. Fernando VII, por Vicente L. Portaña. Real Academia de Bellas Artes, Madrid. 38. Retrato de Tomás Zumalacárregui. 39. Retrato de Espartero 40. Retrato de Isabel II (fragmento). 41. Amadeo de Saboya ante el féretro del general Prim, por Antonio Gisbert. 42. Retrato de Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República. 43. Entrada de Alfonso XII en Madrid. Litografía anónima 44. Retrato de Cánovas del Castillo. Palacio del Senado, Madrid. 45. La reina regente Ma Cristina de Habsburgo con Alfonso XIII, niño, por Antonio Caba. Academia de bellas Artes de San Jorge, Barcelona. 46. Retrato de S. M. el rey Alfonso XIII, por Lazslo. Museo Español de Arte contemporáneo, Madrid. 47. Busto de Antonio Maura, por Benlliure. Real Academia de la Len gua, Madrid. 48. Foto de un soldado español en Cuba. Archivo Rialp. 49. Vista parcial de Barcelona durante la Semana Trágica. Foto publi cada en la revista La actualidad. Biblioteca de Barcelona 50. Miguel Primo de Rivera, por José Ribera. Museo del Ejército, Madrid. 51. Foto de Manuel Azaña. Archivo Rialp. 52. José Calvo Sotelo. Foto de Káulak. 53. Franco como Jefe del Estado. Foto de la agencia Efe. 54. Cartel del Frente Popular. 55. Entrevista de Franco con Hitler. Archivo ABC. 56. Gobierno de Franco, de julio de 1962. Foto de la agencia Efe. 57. Franco propone al Príncipe Juan Carlos de Borbón. Foto de la agencia Efe.

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INDICE ONOMASTICO

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A Abarca, Pedro Pablo (v. Aranda, conde de) Abd elKrim, Abderramánl, Abderramán II, Abderramán III, Aben Yusuf, emir, Abu Yacub, caudillo benimerín, Acuña, obispo, Acebedo, Lope de, Acheson, Dean, Adalberto, Adriano, Aguado Bleye, Aguirre Lecube, José Antonio, Agustina de Aragón, Ahumada, duque de, Akhila, AlHakam, AlMamun de Toledo, Alarico, Alba, duque de, Alba, Santiago, Alberoni, cardenal, Alberti, Rafael, Alberto de Austria, archiduque, Albiñana, doctor, Albret, Juan, Alburquerque, Juan A. de, Alcalá Galiano, Alcalá Zamora, Niceto, Alcázar, Cayetano, Aleixandre, Vicente, Alejandro I, zar, Alejandro II, papa, Alejandro VI, papa, Alfau, general, Alfonso, infante don , Alfonso I, de Asturias, Alfonso II, de Asturias, Alfonso III el Magno, Alfonso V, Alfonso VI de León y Castilla, Alfonso VII, el Emperador, Alfonso VIII, de Castilla, Alfonso IX, de León, Alfonso X el Sabio, Alfonso XI, Alfonso XII, Alfonso XIII, , Alfonso I de Aragón, el Batallador, , Alfonso II de Aragón, Alfonso III de Aragón, Alfonso V de Aragón, , Alfonso Carlos, Alfonso de Borbón Dampierre, Alfonso de la Cerda, Alfonso Henríquez I, de Portugal, , Alfonso Raimúndez, Alhamán el Rojo, Alí Bey, Aliaga, padre, Alkama, Almagro, , Almanzor,, Almutamid de Zaragoza, Alonso Vega, Camilo, Alvar Fañez, Alvarado, Álvarez, Melquíades,Alvarez de Castro, Alvarez de Sotomayor, Alvarez de Toledo, , Alvarez de Toledo, Fernán,Alvarez del Vayo, Alvarez Emparanza, Alvarez Mendizábal, Amadeo de Saboya, Amalarico, Amilcar Barca, Ana de Austria, Anda, Simón de, Andagoya, Andrade, Luis de, Angiolillo, Aníbal, Antonio, prior de Ocrato, Aragón, Alonso de, Arana, Sabino, Aranda, conde de, Aranda, general, Araquistáin, Arbués, Pedro de, Areilza, José María de, Arias Navarro, Aristóteles, Ariza, Julián Arjona, duque de, Arturo de Inglaterra, Asdrúbal Barca, Asensio, Asís, Francisco de, Atahualpa, Ataúlfo, Atlee, Augusto, Octavio, Aurelio, Austria, Ernesto de, Austria, Juan de (hijo bastardo de Carlos I), Avis, Maestre de, Azanza, Miguel José de, Azaña, Manuel, , , ,, Azaróla, almirante, Azcárraga, Aznar, José María, Aznar, Juan Bautista, Azorín, , B Balbontín, José Antonio, Ballesteros Beretta, Antonio Banu Qasi, familia, Bárbara de Braganza (esposa de Fernando VI), Barceló, coronel, Bardají, Baroja, Barrera de Irimo, Barroso, Antonio, Basterra, Ramón de, Bastida, Rodrigo de, Batet, general, Bayaceto, Bazán, Alvaro de, Bedmar, conde de, Beigbeder,

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coronel, Belalcázar, Sebastián de, Belascotenes, Galindo Benavente, conde de, Benedicto XII, papa, Berenguela, esposa de Alfonso VII Berenguela, esposa de Alfonso IX Berenguela Alfonso, Berenguer, Dámaso, general, Berenguer Ramón,Berganzoli, general, Bernardino de Estella, fray, Berwick, duque de, Berzin, Besteiro, Julián, Bethencourt, Juan de, Biclara, Juan de, Bilbao, Esteban, Blanca, esposa de Pedro I, Blasco Ibáñez, Boabdil, BobadiUa, Beatriz de, Bobadilla, Francisco de, Bocanegra, Simón, Bodega y Cuadra, F, Bolívar, Simón, Bonifacio VIII, papa, Bonifaz, almirante, Borgoña, Enrique de, Borgoña, Raimundo, Bourgoing, embajador, Braga, Teófilo, Braganza, duque de, Bravo, Juan Bravo Murillo,Buelna, conde de, Bugallal, Burgos, Javier de, , C Cabanellas, Miguel, general, Cabanillas, Pío, Cabarrús, conde de, Cabeza de Vaca, maestre, Cabrera, Bernardo de, Cabrera, general, Calatrava, José M. Calvo Sotelo, Joaquín, Calvo Sotelo, José, , Camacho, Marcelino, Cambó, Camiña, conde de, Camoens, Luis de, Campillo, Campomanes, Canalejas, José, Cánovas del Castillo, Capaz, general, Caracena, marqués de, Cárdenas, Iñigo de, Caridad Pita, general, Carlomagno, Carlos el Temerario, Carlos, príncipe don (hijo de Felipe II), Carlos I de España,, Carlos II de España, Carlos III de España, , Carlos IV de España, Carlos III el Noble, de Francia , , Carlos V (v. Carlos I) Carlos VII,Carlos VIII de Francia, Carlos IX de Francia, Carlos de Viana, Carlos Hugo de BorbónParma, Carlos María Isidro (hermano de Fernando VII), Caro, Ventura, Carr, Raymond, Carrero Blanco, Carrillo, Santiago, , Carrillo, Wenceslao, Carvajal y Lancaster, José, Casado, general, Casafuerte, marqués de, Casanellas, Casares Quiroga, Santiago, , Casaroli, cardenal, Castelar, Emilio, Castelldosruis, marqués de, Castiella, Fernando Ma; Castillo, teniente, Castro, Américo, Castro, Fernando de, Castro Juana de, Catalina, infanta, Catalina de Rusia, Cavalcanti, general, Cea Bermúdez, Ceballos, Pedro, Cela, Camilo J, Celestino III, papa, Celtas, Celtíberos, Cervera, almirante, Céspedes, Carlos Manuel, Ciano, conde, Cifuentes, conde de, Chamorro, Chapaprieta, Joaquín,Chateaubriand, Chemandavo, Chiévres, señor de, Chillida, Eduardo, Chindasvinto, Chintila, Churchil, Winston,Churruca, Clara del Rey, Claret, padre, Clemente XIII, papa, Clemente XIV, papa, Cobos, Francisco de los, Coligny, almirante, Colón, Cristóbal, , , Colón, Diego, Comellas, José Luis, Compayns, Concha, general de la, Condé, Conde de Jordana, general, Condés, Fernando, Constanza, esposa de Pedro III, Constanza, esposa de Fernando IV, Cortés, capitán Cortés, Hernán, Cosa, Juan de la, Costa, Joaquín, Craso,

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Cristina de Borbón, infanta, Croix, marqués de, Croy, Guillermo de, Cueva, Beltrán de la, Cultberson, Paul, D D’Aubigny, D’Ors, Eugenio, Dámaso, san, Daoíz, Dato, Eduardo,Daubenton, Dávila, Fidel, De Gaulle, Decio, Delgado Enrique, Dencás, Díaz, José, Díaz de Haro, Lope, Díaz de Solís, Juan, Díaz de Vivar, Rodrigo (El Cid), , Díaz del Castillo, Bernal, Díaz Jimeno, Rosita, Diego de León, general, Diocleciano, Doenitz, almirante, Domingo, Marcelino, Domingo de Guzmán, santo, Doussinague, José María, Doval, gerardo, Dupont, Durruti, Buenaventura, , E Éboli, princesa de, Edecón, Eforo, Egica, Egilona, Egmont, conde de, Ehrenburg, Ilya, Eisenhower, Dwight, El Campesino, Elcano, Juan Sebastián, Elena de Borbón, infanta, Elfo, general,Emiliano, Escipión, Empecinado, el, Enrile, Enrique I de Castilla, Enrique II, Enrique III,, Enrique IV, Enrique II de Francia, Enrique VIII de Inglaterra, Ensenada, marqués de la, , Erasmo de Roterdam, Ercilla, Alonso de, Eróles, barón de, Ervigio, , Escipión, Cneo Comelio,Escipión, Publio, Escipión, Publio Cornelio, Escobedo, Juan de, Escofert, Escoiquiz, Juan, Espartero, general, Espoz y Mina, Esquiladle, Estopiñán, Pedro de, Estrabón, Eugenio III, papa, Eugenio IV, papa, Eugenio de Saboya, l Eurico, Ezpeleta, mariscal, F Fadrique II de Sicilia,Fal Conde, Fanjul, Farinelli (Carlos Broschi), Farnesio, Alejandro, Favila, Federica, reina de los griegos, Federico II de Prusia, Feijoó, Felipe el Hermoso Felipe II Felipe III Felipe IV Felipe V Felipe de Borbón, príncipe, Fernán Gómez, Fernando, Fernán González, Fernández Almagro, Fernández Coronel, Alfonso, , Fernández Cuesta,Fernández de Córdoba, Gonzalo, , Fernández de la Mora, Fernández de Oviedo, Fernández de Quirós, Fernández de Velasco, Fernández Ladreda, Fernando, infante (hijo de Felipe III) , Fernando de Habsburgo (hermano de Carlos I), Fernando de la Cierva, Fernando el Católico

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Fernando I de León, Fernando II de León, Fernando III el Santo, , Fernando IV, Fernando V (v. Fernando el Católico) Fernando VI, Fernando VII, Fernando I de Cataluña (v. Fernando de Antequera) Fernando I de Portugal, Fernando de Antequera, infante, , Ferrándiz, almirante, Ferrer Guardia, Francisco, Figueras, Estanislao, Figueroa, embajador, Flor, Roger de, Flores de Lemus, Floridablanca, conde de, , Foix, Catalina de, Foix, Francisco de, Foix, Germana de, , Fonseca, obispo, Fraga, Manuel, Francisco I de Francia, Franco, Francisco Franco, Nicolás, Fruela, rey Asturias, Fuensaüda, embajador, G Gala, Antonio, Gala Placidia, Galán, capitán, Galarza, Ángel, Galba, Galcerán de Requesens, Galindo, Beatriz, Galindo, Aznar, conde, Gálvez, Bernardo de, Gamir Uribarri, Gandía, conde de, Ganivet, Ángel, Garay, Juan, García de León, García de Valdeavellano, , García Hernández, capitán, García Iñiguez, García Manrique, arzobispo, García Moneó, García Prieto, , García Ramírez de Navarra, García Sánchez de Castilla, García Sánchez I de Navarra, Garicano Goñi, Gassols, Ventura, Gattinara, Mercurino, Gelmírez, obispo, Gerserico, Gil Novales, Gil Robles, José María,, Giménez Arnau, Giménez Soler, Giral, , Girón, Pedro, Girón de Velasco, José Antonio, , Goded, general,Godoy, Manuel , , Goering, mariscal, Goicoechea, Antonio, Gómez Jordana, general, Gómez Labrador, Pedro, Gómez Moreno, Gondomar, conde de, González Badía, general, González Bueno, González Carrasco, González Dávila,

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González de Clavijo, Ruy, González de Lara, González Gallarza, González Márquez, Gontran de Borgoña, Gonzaga, Francesco, González Preña, Goya, Francisco de, Gran Capitán el (v. Fernández de Córdoba) Grammont, Grandmaison, G, Granvela, arzobispo, Gravina, Gregorio X, papa, Grimaldi, marqués de, Grimau, Julián, Guadalhorce, conde de, Guerri, Menoldo, Guesclin, Beltran du, Gundemaro, Gutiérrez, Antonio, Guyot, Guzmán, Leonor de, Guzmán de León, Guzmán el Bueno, Guzmán y Pimentel, Gaspar (v. Olivares) H Harcourt, marqués de, Haro, Luis de, Hassan II, Hayes, Carlton, Hearst, Hedilla, Manuel, Heredia, Pedro de, Hermenegildo, Hernández, Jesús, Herodoto, Herrero Tejedor, Fernando,Hesiodo, HesseDarmstad, duque de, Hidalgo, Himmler, Hitler, Adolf, Hoare, Samuel, Honorio, Hornes, conde de, Hoyos, marqués de, Hurtado de Mendoza, Huyna, I Ibárruri, Dolores, «Pasionaria», Idacio, Iglesias, Pablo, Ignacio de Loyola, san Ildefonso, san, Indíbil, Indortes, Iñigo Arista, Isabel, infanta (hija de los Reyes Católicos),Isabel Clara Eugenia (hija de Felipe II), Isabel de Famesio, Isabel de Portugal, esposa de luán II, Isabel de Portugal, emperatriz (esposa de Carlos I), Isabel de Valois, Isabel, La Chata, infanta (hermana de Alfonso XII), Isabel I la Católica, ,, , ,, Isabel II de España, , Isabel I de Inglaterra, , Isidoro, san, Istolacio, Iturbide, Iturmendi, J Jacobo I Estuardo, Jaime I el Conquistador, Jaime II de Aragón, Jiménez Asúa, Luis, Jiménez de Arenos, Femando, Jiménez de Quesada, Gonzalo Jorge I de Inglaterra, Jorge Juan, José I de Austria, emperador, José I Bonaparte, José Fernando de Baviera, Jovellanos, Jover, José María, Juan, infante don, Juan, príncipe (hijo de los Reyes Católicos), Juan de Borbón,, Juan I de Aragón,Juan II de Aragón,, Juan I de Castilla, Juan II de Castilla, Juan I de Portugal, Juan Carlos I de Borbón, Juan José de Austria (hijo natural de Felipe IV), Juan Manuel, infante, Juana de Portugal, esposa de Enrique IV, ,

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Juana Enriquez, esposa de Juan II de Aragón, Juana la Beltraneja, infanta, , Juana la Loca, , , Julián, don, Julián, san , Julio II, papa, Julio César, Justiniano, K Kindelán, general, Kissinger, Henry, Kruschev, N. L La Cierva,Lafayette, Lagasca, Pedro de, Lain Entralgo, Pedro, Laínez, Diego, Lancaster, duque de, Lange, Oscar, Lannoy, Charles de, Lapuente Bahamonde, Largo Caballero,, , Las Casas, fray Bartolomé, , Lasso de la Vega, Lautaro, Leandro, san, Ledesma Ramos, Ramiro, Lenin, León XIII, papa, León, María Teresa, León y Castillo, Leonor, esposa de Jaime I, Leonor, esposa de Alfonso IV, Leonor, hija de Enrique II, Leonor de Plantagenet, Leonor de Trastámara, Leovigildo, , Lera, Angel M de, Lerma, duque de, , Lerroux, Alejandro, Liniers, Santiago, l Linz, Juan, Lister, Enrique,Liuva, Lope, Mohamed ben, López, Joaquín María, López Alonso, Antonio, López Ballesteros, López Bravo, Gregorio, López de Ayala, López de Gomara, López de Haro, Diego, López de Legazpi, Miguel, López Domínguez, general, , López Ochoa, López Rodó, Laureano, Losada, Diego de, Loyola, Blasco de, Lozoya, marqués de, Lucano, Luciano Bonaparte, Ludovico el Moro, duque, Ludovico Pío, Luis I,

324

Luis XI de Francia, Luis XII de Francia, , , Luis XIII de Francia, Luis XIV, Luis XV, Luis XVI, Luisa de Saboya, Luisa Fernanda, infanta, Lukács, Luna, conde de, Luna, Alvaro de, Lutero, Martín, LL Llaneza, Llopis, Rodolfo, Llórente, J. A., Llul, Raimon, M Macanaz, Melchor de,Machado, Antonio, Maciá, Francisco, Madariaga, Julen, Madariaga, Salvador de, , Madruga, Pedro, Maeztu, Ramiro de, Magaz, almirante, Malasaña, Manuela, Malaspina, Alejandro, Maldonado, Malocello, Lancelloto, Magallanes, Fernando de, Mahón, marqués de, Malborough, Manco Capac, Mandonio, Mansfeld, conde de, Mantua, marqués de, Manuel, rey de Portugal, Marañón, doctor Gregorio, , Marcial, March, Juan, Marco Aurelio, Marchena, fray Antonio de, Marfori, , Margarita de Austria (tía de Carlos I), Margarita de Austria (esposa de Felipe III), Margarita de Saboya, María, reina de Castilla, María, esposa de Alfonso V, María de Austria, emperatriz (abuela de Felipe III), María de Molina, María Estuardo, reina de Escocia, María Tudor, reina de Inglaterra, María Amalia de Sajonia, María Antonia (esposa de Femando VII), María Antonieta, María Cristina de Borbón, María Cristina de HabsburgoLorena, María Josefa Amalia de Sajonia, María Luisa de Orleáns, María Luisa de Parma, , María Luisa Gabriela de Saboya, María Manuela de Portugal, María Mercedes de Orleáns, María Teresa de Austria, Mariana, padre, Mariana de Austria (madre de Carlos II), Mariana de Neoburgo Maroto, general, Marsillach, Adolfo, Martel, Carlos, Martí, José, Martín I el Humano, Martín el Joven, Martín V, Martín Artajo, Alberto,Martínez Anido, general, Martínez Barrio, Diego, Martínez Campos, Carlos, , Martínez de la Rosa, Martínez de Velasco, Martínez Fusset, Martino IV, papa, Masquelet, Mataflorida, marqués de, Maura, Antonio, , Maura, Miguel,, Mauregato, Maximiliano de Alemania,Mazarino, cardenal, Mazarredo, Médicis, Catalina de, Medina de Rioseco, duque de, Medina Sidonia, duque de, Medinaceli, duque de, Mela, Pomponio, Méndez Núñez, Mendoza, pedro de, Menéndez, Teodomiro, Menéndez de Avilés, Menéndez Pelayo, Marcelino, , 2 Menéndez Pidal, Ramón, Mera, Cipriano, Mercedes, infanta, Mesonero Romanos, Metelo, Metternich, Miaja,, Miguel, príncipe (nieto de los Reyes Católicos), Milans del Boch, Millán Astray, Mina, Mina, marqués de la, Miranda, Moctezuma Modesto, ,

325

Mohamed ben Lope, Mohamed ben Yusuf ben Nasir (v. Alhamar) Molero, Molina, padre, Mola, José, Moltke, embajador, Momsen, Moncey, Moniz de Perestrelo, Felipa, Montero Ríos, Montmorency, condestable, Montpensier, duque de, Moreno, almirante, Moret, Morodo, Moscardó, general,Moura, Cristóbal de, Múgica, obispo, Muhamad al Nasir, Muley Hacen, Muntaner, Ramón, Muñoz, Fernando, Muñoz, Jimena, Muñoz Grandes, Muñoz Seca, Murat, Joaquín, Mussolini, Benito, Mutis, J. Celestino, Muza, Muzquiz, N Nájera, duque de, Napoleón Bonaparte, Nariño, Antonio, Narváez, Navarro, Pedro, Navarro Rubio, Mariano, Nassau, Mauricio de, Nebrija, Antonio de, Negrínjuan,, Nelson, Niño, Alonso, Nithard, Everardo, Núñez Cabeza de Vaca, Alvar, , Núñez de Balboa, Vasco, Núñez de Lara, Alvaro, Núñez de Lara , Juan, Núñez de Osorio, Alvar, Núñez de Prado, Núñez Vela, O O’Donnell, general, O’Reilly, brigadier, Ojeda, Alonso de, , Okba, Olaechea, obispo, Olavide, Pablo Antonio, Olózaga, Olivares, condeduque de, Oliveira Salazar, Omar ben Hafsun, Oñate, conde de, Oppas, Orange, Guillermo de,Ordoño I de León, Ordoño II de León, Oreja Elósegui, Orgaz, general, Oriol, Orley, van (pintor), Oropesa, Ortega y Gasset, Eduardo, Ortega y Gasset, José, , ,, Ortiz Estrada, Orry, hacendista, Osio, Ossorio, Ángel, Ossorio Florit, Ossum, embajador, Osuna, duque de (V. Pérez Girón) Ovando, Nicolás de, P Pablo, san, Pabón, Jesús, Pacheco, Juan, Padilla, Juan, Padilla, María de, Palacio Atard, Palafox, general, Pardiñas, Pardo de Cela, mariscal Parma, Margarita de, Pascual II, papa, Patiño, José, Patrocinio, sor, Paulo Orosio, Pavía, general, Payne, Stanley, Pedro I de Aragón, Pedro II de Aragón, Pedro III de Aragón, Pedro IV de Aragón, Pedro I de Castilla, Pelayo, Pemán José María, Pérez, fray Juan, Pérez, Antonio, Pérez, Blas, Pérez, Gonzalo, Pérez de Guzmán, Alonso (v. Guzman el Bueno)

326

Pérez del Pulgar, Pérez del Vivero, Alvaro, Pérez Farrás, Pérez Galdós, Benito, Pérez Tabernero, Antonio, Pestaña, Ángel, Pi y Margaü, Pimentel, Juana, Pinglé, Jacques, Pinzón, Martín Alonso, Pinzón, Vicente Yáñez, Pita, Alonso, Pizarro, Francisco, Pía y Deniel, obispo, Plinio el Joven, Plimo el Viejo, Polavieja, general, Pombal, , Pompeyo, Ponce de León, Porlier, Poñela Valladares,Portocarrero, cardenal, Poñocarrero, Elvira, Pozas, general, Pradera, Víctor, Prieto, Indalecio,, , Prim, general, , Primo de Rivera, Fernando, Primo de Rivera, José Antonio, , ,, Primo de Rivera, Miguel, Príncipe de Vergara (v. Espartero) Príncipe Negro, Prisciliano, Prudencio, Pulitzer, Q Queipo de Llano,, Queralt, Dalmau de, Quevedo, Francisco de, Quintanilla, Quintiliano, R Rada, Raisuni, Raleigh, sir Walter, Ramiro I, Ramiro II de Aragón, Ramiro II de León, Ramón Borrell I, Ramón Berenguer I, Ramón Berenguer III, Ramón Berenguer IV, Recaredo, Recesvinto, Renovales, Revillagigedo, Rey D’Arcourt, Ricardos, general, Ricart, Richelieu, cardenal, Ridruejo, Dionisio, Riego, general, Ríos, Femando de los, Ríos Rosas, Ripperdá, J. Guillermo, Rivas Cherif, Cipriano, Rizal, Roatta, general, Rocafort, Berenguer de, Roda, Manuel de la, Rodezno, Rodríguez, Diego, Rodríguez Bermejo, Francisco, Rodríguez Medel, Rodríguez Sampedro, Rodrigo, don, Rojas, Sancho de, arzobispo, Rojo, Vicente, Roldán, Romanones, conde de, Romerales, general, Romero Robledo, Roosevelt, Rosemberg, Marcel, Royo Vilanova, Ruiz Jiménez, Ruiz Zorrilla, S

327

Saavedra, Francisco, Saavedra Fajardo, Saboya, Manuel Filiberto de, Saboya, Víctor Amadeo de, Saenz de Buruaga, Sagasta, Práxedes Mateo, , Sainz Rodriguez, Sajonia, Juan Federico de, Salas Larrazábal, general, Salazar Alonso, Salcedo, general, Salinas, Diego, Saliquet, Salmerón, Nicolás, Saluzzo, marqués de, San Martín, San Miguel, Evaristo, Sánchez Agesta, Sánchez Albornoz,, , Sánchez de Tovar, Sánchez Guerra, Sánchez Guerra, Rafael, Sánchez Román, Sánchez Toca, Sancho I el Craso de León, Sancho II de Castilla, Sancho IV el Bravo, de Castilla y León, Sancho I Garcés de Navarra, Sancho II Abarca de Navarra, Sancho II Garcés, el Temblón, Sancho III Garcés, Sancho VI el Sabio, de Navarra Sancho VII el Fuerte, de Navarra, , Sancho García de Castilla, Sancho Ramírez de Aragón y Navarra, Sanjurjo, José,, Santa Coloma, conde de, Santángel, Santiago el Mayor, Saura, Sauvage, Jean,Schomberg, Seco Serrano, Seguí, Salvador, Segura, cardenal, Sénder, Ramón J. Séneca, Serna, Víctor de la, Serra, fray Junípero, Serrano, general, Serrano Suñer, Ramón, Sertorio, Sevilla, duque de, Silo, rey de Asturias, Silva, Beatriz de, Silva, Federico, Sisberto, Sisebuto, Sisenando, Sixto IV, Sixto V, Sofía de Grecia, Solchaga, Soldevilla, cardenal, Solimán el Magnífico, Solís, José, Somodevilla, Zenón de (v. Ensenada) Soriano Rodrigo, Spellmann, Spengler, Spínola, Ambrosio, Spínola, duque de (v. Toledo, Fadrique de) Stalin, Suances, Suárez, padre, Suárez de Figueroa, Gómez, Suárez Fernández, Luis, Suárez González, Adolfo, Suintila, 6l, Suleimán, T Talayera, fray Hernando de, Tapies, Antonio, Tarif ben Malkuk, Tarik ben Ziyad, Tarradellas, José, Tayllerand, Tedeschini, monseñor, Téllez Girón, Juan, Téllez Girón, Pedro, Teobaldo, rey de Navarra , Teodoredo, Teodorico, Teodosio el Grande, Tertuliano, Teudis, Thurriegel, Tiberio Sempronio Graco,

328

Tierno Galván, Enrique, Timur Lenk, Toledo, Fadrique de, Toledo, García de, Toparca, Topete, almirante, Torquemada, fray Tomás de, Torrente Ballester, Torrijos, Tovar, Antonio,Trajano, Marco, Trastámara, Fadrique de, Tremouille, Ana de la (v. Ursinos, princesa de los) Tremouille, de la, mariscal, Truman,Tudó, Pepita, Tuñón de Lara, U Uceda, duque de,Ugarte, Ullastres, Umbral, Unamuno, Miguel de, Urbieta, Juan de, Urdaneta, Andrés de, Urgel, Jaime, conde de, Urquijo, Mariano Luis de, Urraca, infanta de Castilla, Ursinos, princesa de los,Utrech, Adriano de, , V Vaca, Luis de, Vaca, Pedro, Vaca de Castro, Cristóbal, Valdivia, Pedro de Valenzuela, Fernando de, Válor, Fernando de, Valladares, Valle, Benito del, Valle Inclán, Ramón del, Vaquero, Varela, general, Vasconcelos, Vázquez Coronado, Vázquez de Mella, Velarde, Velasco (v. Belascotenes, Galindo) Velasco, Luis de, Velázquez, Diego, Vellido Dolfos, Vendóme, l Vermudo I el Diácono, Vermudo II de León, Vermudo III de León, Vespucio, Américo, Vicens Vives, Vicente Ferrer, san, Víctor Manuel I de Saboya, rey, Victoria Eugenia de Battemberg Vidal y Barraquer, obispo, Vilar, Pierre, Villadarias, marqués de, Villalba, Sancho de, Villamediana. Conde de, Villena, marqués de (v. Téllez Girón, J.) Violante, segunda esposa de Jaime I, Viriato, Vives, Luis, Vitoria, Francisco de, W, X Wall, Ricardo, Wamba, Washington, George, Wellesley, Arthur, (v. Wellington, duque de) Wellington, duque de Weyler, general, Wifredo el velloso, Witerico, 6l Witiza, , Ximénez de Cisneros Ximénez de Rada, obispo, Y, Z Yagüe, general,Yanguas Messía, Yusuf ben Tashufin, Yusuf Yacub Almansur, califa almohade, Zafra, Hernando de, Zumalacárregui, general, ,

329

BIBLIOGRAFÍA

330

Una obra de esta índole no necesita bibliografía. Los millones de páginas que se han escrito sobre nuestra historia exigirían una imposible selección. Sin embargo, como agradecimiento a los autores, a los que directa o indirectamente tanto debo, y como orientación para el lector, citaré una serie de nombres de grandes historiadores consultados y siempre merecedores de ser leídos y releídos. Menéndez Pidal, Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Aguado Bleye y Cayetano Alcázar, marqués de Lozoya, García de Valdeavellano, Luis Suárez Fernández, Jover Zamora, Palacio Atard, Seco Serrano, Vicens Vives, Soldevila, Julián Marías, Gonzalo Anes... además de varios hispanistas extranjeros, no siempre de fiar. También es recomendable leer las obras de grandes escritores que traten temas históricos, que en muchos aspectos han guiado mi pluma al escribir esta Historia de España para jóvenes del siglo XXI. Entre ellos destaco a mis favoritos: Ortega y Gasset, Marañón, Madariaga... y hasta novelistas como Pérez Galdós, Baroja y Valle Inclán. Todos estos autores citados tienen ediciones recientes, fáciles de adquirir o de consultar. Obras más recientes del autor sobre temas históricos, por orden cronológico, son: Así se hizo España — (Espasa Calpe, Madrid, 1981). De Carlos I a Juan Carlos I— (Espasa Calpe, Madrid, 1985). Los nobles e innobles validos— (Planeta, Barcelona, 1990). La Masonería y el Poder—(Planeta, Barcelona, 1992). Yo, Fernando el Católico— (Planeta, Barcelona, 1995). Paisales con Franco al fondo— (PlazaJanés, Barcelona, 1987). La larga guerra de Francisco Franco — (Rialp, Madrid, 199D. Los vascos en la Historia de España — (Rialp, Madrid, 1995). Los catalanes en la Historia de España — (Biblioteca Nueva, Madrid, 1996). Alfonso XLLL el Rey Paradoja — (Biblioteca Nueva, Madrid, 1993). Don Juan de Austria— (Espasa Calpe, Madrid, 1999). El Gran Capitán — (Espasa Calpe, Madrid, 1998). Hernán Cortés— (Espasa Calpe, Madrid, 2001). La Guerra de la independencia — (Espasa Calpe, Madrid, 2002). Francisco de Goya — (Espasa Calpe, Madrid, 2003). España a destiempo— (Ed. Rialp, Madrid, 1988). Carlos III— (Ed. Rialp, Madrid, 1997). Carlos I y Felipe //, frente a frente— (Rialp, Madrid, 1998). Los Reyes Católicos— (Espasa Calpe, Madrid, 2001).

331

Índice INTRODUCCIÓN PARA LECTORES DE TODAS LAS EDADES PRIMERA PARTE I LOS PRIMITIVOS HABITANTES DE LA PENÍNSULA II IBEROS Y CELTAS. LOS PUEBLOS MEDITERRÁNEOS Ill LOS ROMANOS EN HISPANIA PRIMERA PARTE SEGUNDA PARTE IV LLEGA EL CRISTIANISMO V EL REINO DE ESPAÑA, OBRA VISIGODA VI LA INVASIÓN ÁRABE Y LOS PRIMEROS REINOS CRISTIANOS VII ABDERRAMÁN III Y EL CONDADO DE CASTILLA. ALMANZOR VIII DE SANCHO EL MAYOR A LA ESPAÑA DEL CID IX LA SEPARACIÓN DE PORTUGAL. ALFONSO I EL BATALLADOR Y ALFONSO VII EL EMPERADOR X LOS GRANDES REYES DEL siglo XIII XI LA CORONA DE ARAGÓN. DOÑA MARÍA DE MOLINA XII EL TERRIBLE SIGLO XIV. CAMBIO DE DINASTÍA PRIMERA PARTE SEGUNDA PARTE XIII EL TIEMPO DEL COMPROMISO DE CASPE XIV LOS TIEMPOS DE DON ÁLVARO DE LUNA Y DE ALFONSO EL MAGNÁNIMO PRIMERA PARTE SEGUNDA PARTE XV ENRIQUE IV DE CASTILLA Y JUAN II DE ARAGÓN XVI LOS REYES CATÓLICOS: PONIENDO LA CASA EN ORDEN XVII LOS REYES CATÓLICOS: GUERRAS Y DIPLOMACIA XVIII EL TESTAMENTO DE LA REINA. LA REGENCIA DE DON FERNANDO XIX EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA

SEGUNDA PARTE

3 10 11 16 21 21 26 29 33 43 51 57 65 71 81 89 89 96 101 106 106 108 111 117 122 130 136

142

XX EL REINADO DE CARLOS I. EL IMPERIO 332

143

XXI FELIPE II, EL REY DE EL ESCORIAL XXII LOS REINADOS DE FELIPE III Y DE FELIPE IV XXIII CARLOS II. FIN DE LA CASA DE AUSTRIA XXIV CAMBIO DE SIGLO, CAMBIO DE DINASTÍA. FELIPE V XXV FERNANDO VI, UN REY PARA LA PAZ XXVI CARLOS III PRIMERA PARTE POLÍTICA INTERNACIONAL SEGUNDA PARTE IN INTERIOR HISPANIA»... XXVII EL PENOSO REINADO DE CARLOS IV

TERCERA PARTE

151 161 170 174 180 184 184 188 193

199

XXVIII EL REINADO DE FERNANDO VII PRIMERA PARTE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA SEGUNDA PARTE: EL AUTÉNTICO Y LAMENTABLE REINADO DEL «DESEADO» XXIX ISABEL II: TREINTA Y TRES GOBIERNOS EN VEINTICINCO AÑOS XXX ESPAÑA SIN REY XXXI LA RESTAURACIÓN. ALFONSO XII XXXII LA REGENCIA XXXIII ALFONSO XIII XXXIV ALFONSO XIII Y LA DICTADURA. FIN DE LA MONARQUÍA XXXV LA SEGUNDA REPÚBLICA XXXVI LA GUERRA DE 1936-1939 XXXVII LA ERA DE FRANCO PRIMERA PARTE XXXVIII LA ACCIÓN DE ESPAÑA EN AMÉRICA PRIMERA PARTE SEGUNDA PARTE

CONSIDERACIONES FINALES BIBLIOGRAFÍA INDICE ONOMASTICO INDICE DE ILUSTRACIONES

200 200 205 209 218 223 228 233 241 248 262 282 282 299 299 308

312 330 318 315

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Author: Delena Feil

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Name: Delena Feil

Birthday: 1998-08-29

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Job: Design Supervisor

Hobby: Digital arts, Lacemaking, Air sports, Running, Scouting, Shooting, Puzzles

Introduction: My name is Delena Feil, I am a clean, splendid, calm, fancy, jolly, bright, faithful person who loves writing and wants to share my knowledge and understanding with you.